Este artículo, que está escrito hace tiempo, cobra actualidad estos días con motivo de las reivindicaciones de los territorios y las deudas históricas.
El escribidor de provincias que firma sostiene que España no ha sido nunca una “nación de naciones” pero que, si lo fuera, debería disimularlo y, sobre todo, no decírselo a nadie porque las naciones de naciones han acabado como los rosarios de las auroras: así, el Imperio austro - húngaro, Rusia, Yugoeslavia etc. Hoy, construir entidades políticas desde la idea de nación es un empeño enormemente reaccionario porque la nación es un concepto que ya, sencillamente, no mueve las turbinas de la historia. Las movió pero hoy es inservible, sustituido como ha sido así en el pensamiento jurídico - constitucional serio por otros nuevos.
Pero este escribidor sabe muy bien -porque los dislates jaleados tienen una enorme capacidad expansiva- que nada puede hacerse contra esta comedia bufa de las naciones que se está representando ante nuestros ojos, muchos de ellos atónitos, caso de los míos. Pero, como estamos en eso, en comedia, en teatro, es decir en alardes literarios, hay que echar imaginación al asunto y tratar de explotarlo precisamente en su vertiente creativa. No soy muy creativo porque me lastra mi condición de jurista pero me gustaría aportar mi pequeño granito de arena al éxito de la función.
Hasta ahora tenemos a la nación propiamente dicha, que no es España por supuesto, pero que no hay más remedio que aceptar que existe por aquí y por allá, agazapada en rincones de la geografía peninsular, repleta de toda su tradición de héroes, dioses y tumbas, con sus cánticos y sus mártires.
La riqueza en la actual hora española viene de que, junto a la nación, emergen otros conceptos, pletóricos de insinuaciones, de significantes y de significados. Tenemos así la “realidad” nacional, que no es nación propiamente dicha pero se le parece, un sí es, no es, acaso un quiero pero no puedo, un hallazgo fantástico en todo caso. Surge después el “carácter”, que es lo mismo pero con matices irisados, porque remite a estilo, a señal que además tiene la ventaja de poder emparentarse con el que imprimen en el alma algunos sacramentos especialmente prestigiados.
Sugiero que otros territorios contribuyan a enriquecer el prontuario que tan opulento se abre ante nuestros ojos. Podríamos poner que tal o cual comunidad autónoma tiene “aroma” nacional: ¿no es bonito? Aroma es lo mismo que fragancia, algo bien distinguido y chic. Podría ponerse de moda un perfume hecho a base de esencias nacionales para lucirlo el día de la nación en los desfiles. Pero ¿quien nos dice que no pueda recurrirse asimismo al “sonido”?: tal o cual territorio “suena” a nación como una bien acompasada mezcla de la cuerda y el metal nos trasladan con la imaginación a una tempestad o a una batalla en el mar.
O “salero”, mi comunidad tiene salero nacional, una gracia nacional que no se puede aguantar y que se le nota en cuantito su presidente o el consejero mayor pronuncia cuatro palabras. O un “aire” o acaso “vibración” nacional porque agita, porque emite trémulos sonidos, temblequeantes por ello pero identificables y ciertos. ¿Y que tal “alma” nacional? O “conformidad” o “hechuras” ... en fin, como se ve, mi imaginación se estira.
Así pertrechados, ya no existe escollo para pedir a dios que intervenga y nos ayude a saldar la deuda histórica, como la doncella de Orléans intervenía para asegurar la victoria de las armas francesas. Porque la “nación” o el aroma o el salero o lo que sea, tiene vocación de bastidor, apto para bordar en él hilos y más hilos del chanchullo social. Lo malo, ay, es que también tiene vocación de trinchera desde la que disparar.