sábado, 30 de enero de 2010

Residuos radioactivos y Estado

A la vista de lo que está pasando con el almacenamiento de los residuos de las centrales nucleares a mí me da por recordar que soy autor (junto a mi hijo Igor) de un libro titulado “El Estado fragmentado” que cosechó muchas ediciones en poco tiempo y críticas elogiosas pero también que muchos “progres” oficiales nos endilgaron epítetos poco afectuosos o nos ignoraron con su silencio, un silencio que llevaba en sus entrañas rumor de borborigmos de secta.

Hasta hace poco el Estado tenía el territorio como ingrendiente fundamental. Un Estado moderno sin territorio en el que imponer la ley era un oxímoron. Ahora, nosotros hemos creado un Estado que carece de territorio. No es extraño que hayamos dado con una fórmula tan original porque, en nuestro sistema educativo, contamos con cursos donde impera la competitividad, la excelencia, la sostenibilidad y la imbecilidad. Y en ellos se aprenden las materias más atrevidas y sugerentes.

Es verdad que un Estado sin territorio ha existido en el pasado. En la Edad Media, allá cuando las masas andaban prevenidas de reformas educativas, no existía Estado e imperaba el régimen señorial, un sistema montado sobre la relación de dependencia económica y jurídica que vinculaba a los pobladores de grandes dominios con los dueños de estos, es decir con los señores (por eso se llamaban “señoríos”). Los tales señores, con sus barbas pobladas y con sus túnicas y calzas de color rojo, estaban investidos de potestades e inmunidades, lo que les permitía hacer lo que les venía en gana con sus gentes y gentas.

Para mayor sutileza, el “feudo” permitía la concesión por el Rey a nobles de una tierra, de un derecho o de una función pública, liberalidad y delicadeza que llevaba ínsita -¡no faltaba más!- la prestación de servicios personales, militares o cortesanos, por parte de los agraciados que, cuando no les quedaba otro remedio, correspondían con gratitud, conscientes de que en ello les iba la vida y la hacienda.

Con estos ladrillos, puestos uno encima del otro al buen tuntún para no cansar al lector, se construyeron los regímenes señorial y el feudal.

Después vino la expansión de los poderes del Rey y, con ellos, la creación de los territorios “realengos” y luego Locke, Montesquieu, Rousseau: una panda innombrable de herejes que pusieron el mundo patas para arriba. Nos fuimos animando e hicimos las revoluciones, la inglesa, la francesa, la norteamericana y todas las que se nos fueron ocurriendo. Corrió sangre por todas las esquinas, cincelamos las estatuas del dolor, se removieron las tierras y se arremolinaron los vientos, hasta que, a golpe de sustos, descubrimos, allá en un rincón, el Estado: con su territorio, su población, sus derechos ciudadanos y demás.

Y así estábamos tan contentos. Cuando a los españoles, que no podíamos inventar un chip u otro ingenio electrónico de mucho impacto, se nos ocurrió descubrir el Estado sin territorio, es decir, aquel Estado que no puede mandar sobre un espacio físico concreto porque se lo impiden los señores que lo dominan y lo controlan. Con la singularidad de que, ahora, son varios los señores que disputan entre ellos, sin que el Estado sea capaz de mediar, y sin que ya existan ni siquiera territorios “de realengo”.

Así de fecundos somos en este pueblo campechano y de gestos gallardos, dispuestos a exportar nuestro invento en cuanto nos lo supliquen desde las Naciones Unidas.

¿Que copiamos de la Edad Media? Paparruchas. Lo dejó escrito Eugenio d´Ors: lo que es no es tradición, es plagio.

miércoles, 27 de enero de 2010

¿Comer y yacer a oscuras?

Se pone de moda comer a oscuras. Al parecer, tanto en restaurantes como en el seno del hogar familiar. Hasta ahora, como sabe cualquier historiador diserto, lo que se hacía a oscuras era el coito, en un ambiente de luces apagadas, cortinas echadas formando penumbras y acogiendo quedos gemidos. Al menos en las casas decentes, pues en las de contentamiento y en los «meublés» todo ha sido siempre una exaltación de luces y espejos, una orgía de lentejuelas y doseles y un olor penetrante, el propio del leño encendido.

Por el contrario, allí donde moraba la virtud y las costumbres morigeradas, el regocijo carnal se ha practicado con presurosa diligencia, sin demoras ni insistencias que pudieran poner de manifiesto un júbilo excesivo. Habría que preguntar a los especialistas pero aventuro que el origen de estas cautelas ha sido religioso pues los prebendados siempre han sostenido que tal acto o bien era directamente pecaminoso o, por lo menos, se hallaba en el filo de lo permitido. Por ello lo mejor era pasar el trance de la manera menos fogosa y menos visible, es decir, haciendo el menor hincapié posible.

Y ello aunque los celebrantes fueran jóvenes y mantuvieran el vigor de la tierra fértil y se apretaran con denuedo en un abrazo nudoso y corpulento. Pues, en caso contrario, cuando se hacen esfuerzos allá en la vejez seca, toda tiniebla ha sido siempre poca.

Pero, como digo, ahora de lo que se habla no es del acto carnal, sino del acto de comer carne. ¿Es bueno o malo que se practique a oscuras?, ¿cuál es el criterio moral ante este nuevo escenario del sacramento alimenticio?

Pues depende, amigo lector. Depende de lo que se coma. Por de pronto, adelanto que comer una paella a oscuras es un pecado -y de los gordos, de los que necesitan el perdón de un penitenciario con asiento en iglesia mayor o en basílica- pues que la paella pide luz, tartana abierta a los aires y a los soles, naranjos encendidos como pezones vigorosos, calor y, al fondo, un mar tranquilo cual ave que planea.

Y lo mismo vale para la fabada o el botillo. Son comidas éstas del mayor rigor, de respeto, pero que reclaman luz, algarabía, el pequeño torbellino de la fiesta. Pues ¿qué decir del lechazo al horno? Tengo para mí que quien come con gusto un lechazo crujiente es un ser bienaventurado, tocado por la mano divina... el lechazo no es apto para las almas quebradizas ni para las bocas de melindres. El lechazo es todo él una paradoja pues, en su fragilidad, tiene cuerpo de desafío y espíritu de combate. Del más exigente combate gastronómico. Por eso sólo un ser depravado y con el alma aleve puede incurrir en una descortesía con el lechazo. Y descortesía es no encender las luces o descorrer las cortinas cuando llega a la mesa en albórbola de olores. Una marcha triunfal deberían componer para ese momento señero quienes saben desempeñarse en estas habilidades.

Entonces, ¿hay algo que se deba comer a oscuras? Sí. Claramente las acelgas hervidas: a oscuras, a regañadientes y de luto. Igual ocurre con las judías verdes o los cardos o las fementidas borrajas que tampoco son dignas de la caricia de la claridad. Ahora bien, preciso es explicar que estas verduras merecen la clandestinidad cuando se presentan aisladas y severas. Porque cuando lo hacen juntas y adoptan la vestimenta de una menestra, ah, amigo, entonces, de nuevo, procede tocar la sinfonía del sol y convocar a los pífanos que canten a los colores, al balcón abierto, a los cristales brillantes...

Conclusión: que en el coito como en la comida todo depende de la guarnición.

miércoles, 20 de enero de 2010

Otra guinda

La única vara de medir la propia pequeñez es la inteligencia.

lunes, 18 de enero de 2010

Dogma

Cuando se frota mucho una fábula con la bayeta de la intolerancia nace el dogma.

jueves, 14 de enero de 2010

Cura

El cura vestido en unos grandes almacenes sólo puede darnos rebajas de sacramentos.

martes, 12 de enero de 2010

Frío

En ningún sitio se pasa tanto frío como en la capilla ardiente.

viernes, 8 de enero de 2010

A vueltas con el lenguaje jurídico

Una vez más compruebo cómo el poder público está pendiente de mis “Soserías” y cómo reacciona ante sus contenidos según puede y sabe. Hace poco me he pronunciado acerca del lenguaje de los juristas y la respuesta no se ha hecho esperar: el ministerio de Justicia acaba de crear una comisión para lograr que el lenguaje jurídico “sea más comprensible para la ciudadanía”. Entre los comisionados hay sabios de mucha relevancia, entre ellos mi amigo Salvador Gutiérrez Ordoñez, académico de la Real de la Lengua.

Me temo que las autoridades no han entendido nada de mi mensaje, lo cual no es de extrañar pues es su triste sino no acertar a ver más allá de sus narices.

A ver si nos aclaramos: yo defiendo que el lenguaje de los profesionales del Derecho sea lo más enrevesado posible, lo más oscuro y arcano. Trufado de esos latinajos adorables que son como peanas que nos elevan por encima del común de los mortales, como joyas envueltas en misterio, signos de una liturgia remota y caduca ... Debería inventarse un hisopo con el que los magistrados y los notarios asperjaran sus humedades formularias con la misma gracia y el mismo mimo con que el pastelero esparce el azúcar sobre los bollos recién horneados.

¿A cuento de qué viene expresar con claridad al litigante el contenido de una sentencia? ¿O de una escritura pública? ¿O de un asiento registral? Si las leyes no contuvieran al final una serie de disposiciones transitorias y derogatorias que oscurecen el texto y lo hacen todo él contradictorio ¿de qué vivirían los abogados? Bien decían los latinos: “in claris non fit interpretatio”, es decir, en las cosas claras no hace falta interpretar. Pero es que justamente de eso, de interpretar, de lo que vive el jurista, dicho de otra forma, de moverse “con astucia, con argucias, con criterio”, de “revolver en el Índice con un equívoco, con un sinónimo y encontrar algún embrollo” como canta don Bartolo en “Las Bodas de Fígaro” de Mozart en su memorable aria “La venganza, oh, la venganza”. Y lo que se dice en las óperas nadie puede negar que va a misa ...

El lenguaje, parece mentira tener que recordarlo, crea todas las ficciones del mundo permitiéndonos entenderlas y sobre todo darles credibilidad. Sin él no hay nada y todo se vuelve una nebulosa pegajosa e indescifrable. No existen “las profesiones”, existe el “lenguaje de las profesiones”, sin el lenguaje y los diccionarios todas ellas se vendrían abajo como castillo de naipes, faltas del aliento que las sustenta y las mantiene erguidas. El lenguaje es lo único real en un mundo irreal. Las personas adultas sabemos que los fantasmas no existen, existen solo las sábanas que los cubren. Pues exactamente lo mismo ocurre con el lenguaje, sábana de todas las sábanas y embeleco de todos los embelecos.

Pues ¿de qué vivirían los médicos si les entendiéramos? ¿Y los físicos y los veterinarios? ¿Y esos analistas financieros que nos llevan a perder los ahorros porque nos embarullan con sus ratios y sus índices? ¿Qué decir de los pedagogos, constructores del gran mecano de la nadería para poder sobrevivir en un mundo tan inhóspito como el que tenemos?

Y por fin ¿de qué vivirían los lingüistas cuyas gramáticas están llenas de palabros como “implemento”, “aditamento atributivo” o “atributo del implemento”? Yo propongo que si los lingüistas nos quieren corregir, creemos una comisión para corregirles nosotros a ellos.

Lo mejor es dejar las cosas como están pues las personas decentes sabemos que toda innovación es extravío. Además ¿se imagina alguien un mundo en el que todos nos puidéramos entender? ¿De qué podríamos hablar?

jueves, 7 de enero de 2010

Navidad entre rejas

Estos días han estado dedicados a los dulces, filigranas que nos acompañan todos los años y que son la magdalena de Proust pues evocan mil recuerdos de nuestra infancia, de nuestra abuela, de nuestros primeros papás noeles ... En cuanto nos metemos un polvorón en la boca se desencadena automáticamente en nuestro interior todo un mundo de parientes, de regalos, de villancicos, transitando por ellos la vida que así se renueva. Un rito en definitiva pleno de misterios a medio desvelar.

¿Se llevan hoy los ritos? preguntaría un aficionado a escudriñar en las costumbres y sacar conclusiones para escribir un libro. Yo creo que ritos siempre hay, solo que van cambiando con el tiempo y lo que ayer fue rito puntillosamente observado deja de serlo hoy para, a lo mejor, reaparecer mañana con bríos restablecidos. Estamos en una sociedad donde el botarate abunda y este, el botarate, propende a confundirlo todo esparciendo sus tópicos como si fueran verdades reveladas. Ha estado y en parte está de moda abominar de las fiestas navideñas porque traen un contacto con la familia que a muchos se hace insoportable. Y es cierto: la Navidad es la única ocasión en todo el año en la que nos acordamos de un primo, de los cuñados, incluso hacemos largos viajes para ver a la suegra o al hermano ... Repárese que todas las demás circunstancias festivas son justamente para lo contrario: la huida del entorno familiar, cuanto más lejos, mejor, existen aficionados incluso a viajar a continentes exóticos, a Asia, a África y por ahí de lejos, precisamente para no correr el riesgo de encontrarse en una calle con un allegado. Es más: en la cena de navidad hay quien, para sus adentros y a la vista de los parientes, está pensando, paladeando un regusto íntimo, “en semana santa a Bombay donde no hay posibilidad de tropezar con esta panda de pelmazos”.

Sin embargo, con moderación hasta la familia es llevadera. No conviene atracarse de ella como no conviene atracarse de turrón o de alfajores porque los empachos tienen efectos devastadores. Un cuñado, el suegro, algún niño y poco más. Con estas piezas se observa el rito y queda uno como comulgado en el sacramento de la convivencia y las buenas maneras.

Cumplido, queda ya tiempo para darse una vuelta por la librería y comprar un par de obras, yo recomiendo una clásica, del más rancio clasicismo quiero decir, y otra moderna, para ver qué se escribe, qué asuntos se barajan, por dónde andan las palpitaciones del prójimo que dispone de un intelecto creador. Claro que en las librerías cobran y hay miles de familias -incluso con profesionales universitarios dentro- que no se gastan un euro en un libro ni bajo amenaza de denuncia a la Ertzaina o a alguna otra policía de la España plural. Pero, en fin, a quien no le importa rascarse el bolsillo, siempre encontrará en la librería algo que le saque de su rutina agostadora. Porque este es el milagro siempre renovado del libro: su capacidad para transportarnos a mundos sorprendentes que nos enriquecen y nos hacen ver cuán pequeñitos somos.

Si el turrón o el rosco de reyes significan la citada magdalena evocadora del tiempo perdido proustiano, junto con el té y los olores antiguos, el libro es -o puede ser- justo lo contrario: lo que nos coloca en territorio de frontera, pértiga para saltar al otro lado del río o para atravesar la cordillera, más allá de la cual se esconde un mundo de sobresaltos. Si el turrón nos atasca, un buen libro nos libera pues, entre sus páginas, siempre se esconde la ganzúa con la que robar secretos al horizonte esquivo. Esta y no otra es la razón por la que el libro recibe tan a menudo el trato de un torvo delincuente y por la que a muchos no nos importa pasar la Navidad entre rejas.

martes, 5 de enero de 2010

El debido homenaje

La siesta es la orilla de la dicha, el momento mágico que sirve para cruzar hacia el espacio placentero de la ausencia, el lugar donde la materia se hace ficción y donde la nada adquiere los atributos del éxtasis. La siesta, cuando se hace tangible, es de una esponjosidad sin límites, porque nos hincha las velas íntimas y nos prepara para los mejores aciertos. Asunto sustancioso el de la siesta. “Yo tengo un cuñado que duerme siestas de orinal y padrenuestro” es una frase que se ha oído siempre a las personas que quieren presumir de cuñado.

¿Alguien cree que nos hubieran enviado los europeos tantas calamidades si hubieran practicado la siesta? La siesta interrumpe los malos pensamientos y hasta las guerras y las batallas hay que paralizarlas para rendirle el culto debido y la trampa está en que, cuando uno se despierta, ya se le han pasado las ganas de matar enemigos, más aún: es que no se ven enemigos por parte alguna, convertida toda la humanidad en un concierto con rondó final de virtudes firmes. Y todo por haber descabezado un sueñecito que es lo mismo que darse un baño con los jabones de la armonía, la mejor arma -y la más desconocida- del pacifismo. La siesta es una goma con la que es posible borrar aquello que está saliendo torcido en el documento de nuestra vida.

A Mallarmé se le ocurrió escribir sobre la siesta de un fauno y no es extraño que en seguida Manet le pusiera ilustraciones y Debussy música. Porque una siesta se puede pintar como se pintó la sombra del mar y también se puede musicar con esas notas que se columpian de los barrotes de la cama. Los únicos artistas que saben poco de la siesta son los escultores porque las estatuas o son yacentes o están normalmente mal de la cabeza (o simplemente descabezadas) y no descansan. Pero ¿quiere usted ser de verdad estatua?

Además la siesta, como tiene mucho de regalo, se puede ofrecer a un amigo convaleciente de insomnios. La siesta es muerte de las buenas porque es provisional, de mentirijillas, un paréntesis entre pecado y pecado, la pausa para despertar y encontrar virgen a la la vida. Duerman todos la siesta y no jueguen con las cosas de comer. O de después de comer.

viernes, 1 de enero de 2010

Jefe y modelo de empresarios

Un empresario de mucho tronío, jefe por más señas de los empresarios españoles, acaba de declarar: «Yo no hubiera comprado jamás un billete de avión de esa compañía». Cualquier persona, habituada al mundo del trasiego comercial y del «marketín», aseguraría que la tal compañía era justo la que a él le hacía competencia y le desbarataba los números de la cuenta de resultados. Lo sorprendente es que es la suya propia. Es decir, que él -el empresario reconocido- no adquiriría jamás sus propios productos. Mayor sinceridad no cabe y como es poco frecuente tal actitud en el mercado, pues debe saludarse con el reconocimiento debido.

Es verdad que este hombre podría haber anunciado esa su determinación antes y no ex post y así hubiera preservado mejor a sus clientes de errores fatales. Pero como estamos ante un cambio muy ambicioso en las costumbres mercantiles es bueno que los pasos se vayan dando poco a poco. Lo contrario sería hacer una revolución y ya sabemos en qué paran la mayoría de ellas: en un dictadorzuelo que se las merienda en algarabía de muertos y en manguera de sangre.

Más prudente resulta hacer las cosas paso a paso y, es justamente en este sentido, en el que la declaración del empresario glosada adquiere su magnífica dimensión. De momento ha dicho, a toro pasado, que él jamás compraría lo que vende. El próximo paso será hacerlo, a toro pasando, es decir, cuando mayor es el peligro y más acusada la emoción. Tiempo al tiempo, que todo se andará si avanzamos con mesura.

Pues se convendrá conmigo que uno de los grandes inventos de la modernidad ha sido el «marketín» (que rima con «maletín»). Incluso se enseña en la Universidad, como antaño, en épocas más aflictivas, se enseñaba el latín, y hay cursos, másteres y doctorados en este ramo que pasan por los más codiciados de la oferta docente. Ser hoy especialista en «marketín» es como haberlo sido ayer en las enfermedades del aparato urinario o en la ley hipotecaria. Un prestigio inmenso y una gloria para las familias de prosapia. Se complementa el «marketín» con otra materia «curricular», el llamado «mercadeo» que en español se dice «merchandising». Juntos forman lo selecto de lo más selecto en punto a modernidad y pujos comerciales.

Sin duda, la conjunción de estos saberes es lo que ha llevado al empresario citado a hacer esta afirmación de desmesurada honradez. Pero como estamos ante ciencias vivas que no paran de renovarse y expandir sus fronteras, procede ahora seguir sus avances y, sobre todo, empezar a pensar en extender sus enseñanzas a otros ámbitos de la realidad.

¿Qué tal si un obispo protestante dijera en el sermón dominical que él jamás se apuntaría al credo luterano? ¿Y si un rector anunciara a los estudiantes que quisieran matricularse en su universidad que él no lo haría ni nubladas las entendederas por el alcohol? ¿O un escritor anunciara en la contracubierta que hay que estar muy zumbado para adentrarse en las páginas que ha perpetrado? ¿O un político, finura de todas las finuras, asegurara que sus siglas son las que deben evitarse a todo trance a menos que se quiera ver reducido su país a escombros y ruinas?

Por ahí deberían circular los nuevos modos en este año que asoma su coturno y en el que es preciso destruir mitos y certezas. Ésta, la de abrir un nuevo capítulo en la disciplina del «marketín», se perfila como muy estimulante.

Yo empiezo anunciando a mis lectores, para ponerme al día, que a nadie se le ocurra leer en el tiempo venidero una sosería.