domingo, 30 de septiembre de 2012

El aplauso

(El pasado jueves, 20 de septiembre, me publicó La Nueva España esta Sosería).




Se presenta como una novedad pero dudo que lo sea. Me refiero a la noticia del nuevo oficio de aplaudidor en las televisiones. ¿En qué consiste? Como sabemos, existen muchos programas en los que hay espectadores en el estudio que aplauden las palabras de quienes en ellos intervienen: artistas que estrenan película; escritores con novela recién salida del horno de las novelas; futboleros que acaban de meter un gol de película; el ligón mayor de la provincia; o también delincuentes distinguidos y con buena hoja de servicios. A una ocurrencia o una observación de estos personajes, quienes están presentes como público, gentes cuyo rostro es barrido de vez en cuando y por breves segundos por las cámaras, aplauden. Ocurre en todos los países del mundo y es curioso que nunca silban o muestran desagrado. Siempre aplauden.

Pues bien, a estos aplaudidores, en España, les pagan trescientos euros y les dan un bocadillo de salchichón o de sardinas con tomate, a elegir. Como han saltado plumas que critican este dispendio, me parece que procede tomar postura ante este delicado asunto.

Adelanto ya que defiendo la dignidad de este sueldo. Porque si el artista, el escritor, el futbolero, el ligón o el delincuente citados cobran por ser entrevistados como asimismo cobra la periodista (o el periodisto) que hace la entrevista ¿cuál es la razón que justifica la actuación gratuita del público presente? Se podría decir -y así lo he visto escrito- que ya el simple hecho de estar en un “plató” de televisión es bastante remuneración para un público que, en rigor, es masa. Pero quienes tenemos respeto a los ciudadanos rechazamos abiertamente esta justificación y por tanto estamos por la pasta y el bocadillo.

Lo que no me parece bien es que no se distinga la calidad del aplauso y se pague igual a todos. Pues se convendrá conmigo que no es lo mismo la palmada, más o menos desganada y distraída, que ese aplauso que resuena vibrante y viene acompañado de un expresivo agitar de las manos y de una compostura de entusiasmo y de enardecimiento. Como no es lo mismo que el entrevistado deba consolarse con cuatro aplausos mal contados que salga fortalecido en sus entretelas y en su ego con “nutridos” aplausos o con una “salva” de aplausos. O con una “ovación cerrada” que es también modalidad muy apreciada en el gremio de aplaudidos y gentes célebres.

Todas estas modalidades o matices aplaudidores, que manifiestan cualidades y actitudes distintas, han de tener su reflejo en la soldada por lo que las televisiones deben instalar aplausómetros individualizados para saber si hacen justicia y cómo se gastan los cuartos. Suum cuique tribuere -a cada uno lo suyo- decimos desde Ulpiano para acá las gentes sueltas en latines.

Lo que niego resueltamente es que se trate este de un oficio nuevo. No es el más viejo pero sí disfruta de una antigüedad remota y decorosa. Se corresponde exactamente con la “claque”, compuesta por individuos que toda la vida de dios han acudido a los teatros a aplaudir o a patear (en esto último se distingue del aplaudidor de televisión) la obra de Galdós o de Marquina. Simpáticos tipos los de la claque, que se diferencian de los críticos de los periódicos en que estos son sujetos reconcomidos y con pujos -frustrados- de académicos de la Lengua mientras que los alabarderos, que es como se llama a quienes integran la claque, son simplemente alborotadores sobornados. Incapaces en el fondo de matar una mosca.

En el mundo de los toros estas gentes son el “tifus”, palabra que designa, además de una enfermedad con merecido prestigio, al espectador que, al no haber pagado la entrada, se muestra zalamero con el donante.

En definitiva, en la vida quien no puede ser aplaudido, tiene la alternativa de ser aplaudidor.
Y una vez más vuelve a ser verdad la enseñanza de Eugenio D´Ors: lo que no es tradición, es plagio. Ahora, lector, aplaude un poco ... y queda pendiente el bocadillo.  

martes, 18 de septiembre de 2012

Cataluña: tiempo de desdichas



(Ayer nos publicó el periódico El Mundo este artículo)


En octubre de 1934 al presidente de la Generalidad no se le ocurrió mejor idea que proclamar la independencia de Cataluña como airada protesta contra la formación de un gobierno que consideraba “fascista” pese a haber salido de las urnas. Madrid respondió enviando a Barcelona al general Batet, encarcelando al gobierno de la Generalidad y suspendiendo el Estatuto de Autonomía. Aunque la situación actual no es la misma, no está de más recordar los métodos contundentes que gastaba una República que ciertas fuerzas progresistas, aunando candidez e ignorancia, invocan como un paraíso. El régimen monárquico constitucional actual observa modales más refinados.

Hoy, en una España en bancarrota y en llamas, con cinco millones de parados y graves problemas de credibilidad ante nuestros socios europeos, encontrarnos de nuevo con la reivindicación nacionalista catalana en su más exacerbada versión produce al espectador cierto enojo y un denso hastío. Porque constatar el empeño de algunos partidos catalanes de estar dándole indefinidamente al manubrio del bodrio arruina a cualquiera la templanza, la prudencia y probablemente el resto de las virtudes cardinales.

La novedad, en estos días, es la celebración de una manifestación reivindicando la independencia de Cataluña, apoyada por el gobierno de la Comunidad autónoma. No nos parece que tomar al pie de la letra esta celebración popular, crisol donde se mezclan y funden los materiales más heterogéneos, sea muy propio de democracias maduras pues en ellas conviven otros artilugios más sutiles y seguros, si de conocer la voluntad popular se trata. Dar demasiada importancia a las manifestaciones y recontar hasta la extenuación sus participantes es lo propio de la democracia “por aclamación” que patrocinaba Carl Schmitt quien acusaba al voto secreto de no ser enteramente democrático “porque transforma a los ciudadanos en sujetos aislados”. Y añadía: “un grito del pueblo es suficiente para expresar un viva o un abajo, para saber si aprueba o rechaza una propuesta ... el pueblo como magnitud no organizada oficialmente solo en ciertos momentos y solo por el camino de la aclamación es susceptible de actuar”. Recordemos a algún desmemoriado que Carl Schmitt fue el jurista del régimen nazi, el único catedrático alemán de derecho público a quien no se repuso en su cátedra tras la guerra.

Pero como las fuerzas políticas están otorgando una gran importancia a lo sucedido en las calles de Barcelona, procede que, con un poco de sosiego y manejando los palillos de la argumentación jurídica, precisemos qué se puede hacer en la actual situación. Porque ya Montaigne anotó que “el Estado alberga en su seno todo tipo de accidentes y venturas y, entre ellas, el orden y el desorden, la desdicha y la dicha” y, como estamos -en efecto- en tiempo de desdichas, se impone idear ofertas para afrontarlas.

Una de ellas es convocar un referéndum, idea ante la que se disparan los interrogantes: ¿en España o solo en el territorio catalán? Y sobre todo: ¿es deseable reducir a una pregunta simple, propia de este tipo de consultas, un asunto como este que supone resueltamente una quiebra rotunda de nuestro sistema constitucional? No lo parece si se tiene en cuenta además que el referéndum es, de entre los instrumentos de que disponen las democracias, el menos afinado. Probablemente por ello es también el procedimiento preferido por los dictadores.

Si, por estas razones, descartamos esta solución rudimentaria, el camino adecuado sería, a nuestro entender, el de las elecciones convocadas por el gobierno de Cataluña. A ellas concurrirían los partidos políticos con un pronunciamiento inequívoco acerca de su postura ante la independencia de Cataluña y su conversión en un nuevo Estado. Este aspecto es muy importante y por ello no deben admitirse ni trampas ni subterfugios ni juegos de palabras, ni figura de dicción alguna ... Oferta clara: sí o no a un nuevo Estado distinto del Reino de España.

El electorado habrá de participar en las elecciones de forma rotunda en cuanto a su número y a la claridad de su mensaje. A partir de ahí, podemos tener dos resultados. El primero sería que el electorado rechazara la constitución de un nuevo Estado, lo cual significaría un respaldo al sistema constitucional de 1978. El segundo consistiría en la opción por la independencia, adoptada -insistimos- por una holgada mayoría (nada de la broma del referéndum de 2006 sobre el Estatuto).

¿Cuál debería ser entonces la respuesta desde las instituciones políticas de España? A nuestro juicio, proceder a la reforma constitucional prevista en el artículo 168 que exige una primera aprobación de dos tercios de cada Cámara y la disolución inmediata de las Cortes para la constitución de unas nuevas que procederían al estudio de un texto constitucional. A su vez, éste deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de cada Cámara y, a continuación, se someterían todos estos trabajos meticulosos y ya democráticamente respaldados, a la ratificación de un referéndum entre todos los españoles, incluidos los residentes en Cataluña.

Este camino asegura la participación de todos los ciudadanos españoles en una delicadísima cuestión, supuesta la evidencia de que las partes no pueden por sí solas decidir acerca de la forma de su integración en el todo.

Si el resultado de este iter es contrario a la independencia de Cataluña, las fuerzas políticas de esta Comunidad tendrán que aceptar este veredicto y dedicarse a solucionar, ya sin excusa alguna, los problemas de los catalanes, nada livianos, por cierto. 

Si, por el contrario, el resultado fuera favorable a la independencia de ese territorio, entonces procederá, a través de las leyes, abordar, en primer lugar, los mecanismos de protección de las minorías. Téngase en cuenta que los Estados europeos existentes, con su riqueza cultural y su diversidad, resultan más respetuosos con el pluralismo interno que lo sería un Estado pequeño salido de sus panzas porque estos, precisamente para empinarse como Estados, se verían obligados a construir  unas “señas de identidad”, sobre todo de índole lingüística y cultural, impulsadas por las élites políticas, que el Estado grande puede permitirse el lujo de orillar.

El segundo asunto a resolver sería el finiquito que es el “remate de las cuentas, o certificación que se da para constancia de que están ajustadas y satisfecho el alcance que resulta de ellas” (DRAE). Ahí aparecerían infraestructuras, aranceles proteccionistas, traslado de instituciones españolas y otros renglones del más subido interés.

Y quedaría para el flamante Estado una aventura excitante: la de solicitar su ingreso en la OTAN y en la Unión europea así como resolver el problema de la moneda a adoptar pues para ingresar en la zona euro se exigen unos requisitos de contención del déficit público y de la deuda que no cumple la actual Cataluña.

Pero, en fin, estas son las emociones a vivir por quienes insisten en la actitud de los persas que Montaigne nos describe: “la naturaleza nos echó a este suelo libres y desatados y nosotros nos aprisionamos en determinados recintos como los reyes de Persia que se imponían la obligación de no beber otra agua que la del río Choaspes renunciando por torpeza a su derecho a servirse de todas las demás aguas”. O, dicho de otro modo, renunciando a disfrutar de la alta claridad de la solidaridad. 

 Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Una guinda


San Pedro se ha negado con razón a que le sustituyan las llaves por tarjetas electrónicas.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Ojos azules




(Hace unos días me publicó La Nueva España esta Sosería).


Es rubia y tiene aires de amanecida, conoce el esfuerzo y la ansiedad, es culta y lleva sus pensamientos enredados en las partituras, se desplaza liviana y, al hacerlo, trae alegría y un sosiego que es al tiempo saludo y signo. Un signo que parece pedirnos paciencia y decir: “esperad que váis a ver lo que soy capaz de hacer”.

Los ojos, azul sereno, tienen entre ellos ritmo y rima de verso pulido. Son ojos que proporcionan nutriente pues ha de saberse que amores hay alimentados exclusivamente de ojos pues que de ellos extraen los mejores trofeos.

Y los hoyitos que luce en las mejillas son de una picardía infinita, arte puro en el rostro terso, un adorno de filigrana: ¿nacería con ellos o le habrán surgido como hermanos de ese guiño que a veces nos lanza con los ojos?

Porque es de saber que los hoyitos misteriosos que muchas mujeres gastan y que a tantos enloquecen son a veces congénitos pero otras resultan ser una suerte de habilidad adquirida en el trasiego de los encantamientos a que estas mujeres son tan aficionadas. En este caso, pienso -aunque carezco de pruebas fidedignas- que se trata de un hechizo, un embrujo que se activa a voluntad para ensimismarnos, para que nos abstraigamos por completo y nos dejemos mecer por ellos: perdidos, desasidos, fatalmente imantados ...

Sus cantos son viejos, muy viejos, a veces acumulan polvo de siglos e incluso de olvidos, y sin embargo, de pronto con ella resucitan, cobran vida y resurgen entre las neblinas, se yerguen espabilados como la primavera se yergue apasionada y apretada de abundancias después del invierno lastimero y melancólico.

Entonces esos cantos atraviesan el espacio con una flexibilidad juvenil, como flechas fabricadas a base de fantasía y se oyen nítidos entre los instrumentos afinados y las dulzuras de sus sonidos para acabar fabricando, allá en los hondones de muchas almas, arrebatos memorables, pese a su fugacidad esquiva.

La música nunca cansa porque es propietaria de un milagro, el de la perpetua renovación. La música es así eterna y cuando todas las juventudes mueran, seguirá allí lozana, erguida y sus suspiros levantarán más ecos que todas las pasiones humanas juntas. ¿Alguien podría ver una y otra vez “las bodas de Figaro” si así no fuera? 

Quien oye a la rubia de ojos azules y hoyitos en las mejillas ya no es capaz de desasirse de su voz. Se llama Elina Garanca, mide 1.80, es letona y ha hecho muchas óperas, entre ellas “Cosí fan tutte”, “El barbero ...”, “La Cenerentola”, “Werther”, “Carmen” ... y canta como ninguna extranjera lo ha hecho la romanza “Las carceleras” de “Las hijas del Zebedeo” del maestro Chapí y otras piezas del repertorio de la zarzuela española.

En Berlín protagonizó la airosa letona una velada dedicada a la música española de zarzuela que siguió, entre varios miles de espectadores, la mismísima señora canciller -wagneriana convicta y confesa- con una cara de la que había logrado expulsar a las primas de riesgo y los desaguisados bancarios para instalar en ella por un rato el goce y el asombro estético.

Aquí en España de la zarzuela nos hemos olvidado y apenas ya se representa, fuera de alguna ciudad privilegiada como Oviedo. Se ve que Federico Chueca, Tomás Bretón, Ruperto Chapí, Pablo Sorozábal o Moreno Torroba no forman parte de nuestro patrimonio cultural ni de esas identidades a las que tanto brillo sacamos en los rincones de la España plural.