miércoles, 29 de agosto de 2012

Una guía para viajar por la Historia



(Ayer publicó el periódico El Mundo este artículo mío).


Para alejarnos de las preocupaciones se han inventado los viajes que nos permiten poner distancia y ver -con catalejo- cómo los eternos asuntos universales se mecen en su errática cabalgada. El verano, cuando el sol es vigor y amenaza, resulta la época ideal para emprenderlos. Andaba yo pensando en viajes y vacaciones, desde mi quietud veraniega de este año, cuando acudieron a mi memoria las grandes estaciones alemanas de ferrocarril que conozco. Me acordé de Berlín que ha estrenado una magnífica desde la que se ve el Bundestag y el edificio de la Cancillería, y de otra más antigua que se encuentra en la Friedrichstrasse y que era, en la época del muro, uno de los pasos entre los Berlines. Recuerdo cómo los policías de la DDR, con sus inquietantes perros, nos olisqueaban a los viajeros a la búsqueda de un libro que, con su difusión clandestina, pudiera alterar la quietud espiritual del anestesiado paraíso socialista. Hace unos meses se ha abierto en sus inmediaciones un museo que recuerda esa época fea y arrugada. Viajé también con la imaginación a Leipzig cuya estación es al tiempo palacio, templo y atrio, ecuménico y pícaro, donde se amontonan las ofertas comerciales más variadas.


Y la de Munich, de alocado trasiego; la muy pequeña de Kehl (cabe Estrasburgo) donde una placa recuerda el paso por allí, camino del exilio, de un tal Sigmund Freud y de Heinrich Mann ... en fin, la de Stuttgart que conocí de jovencillo y que hoy es centro de una singular batalla política y ciudadana. Resulta que la decisión, bendecida por las autoridades competentes, de edificar una nueva estación ha encontrado una resistencia en determinados grupos ciudadanos de tal tenacidad que se ha convertido en un problema de primerísimo relieve en Alemania hasta el punto de que ha sido la causa por la cual el Land del que Stuttgart es capital, el de Baden-Württemberg, haya pasado de las manos cristiano-demócratas en las que había estado desde su creación a las verdes-socialistas. Ha habido un referéndum, perdido por los contrarios a la construcción, pero no ha impedido que siga la protesta y que siga en buena medida en el aire el buen curso de esta obra pública. Se conoce este asunto como “Stuttgart 21" y de él se ha ocupado poco -en lo que se me alcanza- la prensa española. Algún día habrá que contarlo pero hoy no es el día porque en verano es bueno abordar asuntos ligeros con los que poder abanicarse.


Y es así cómo, rebuscando entre libros recientes, topo con uno que acaba de aparecer dedicado a historiar el mundo de los Baedeker (Die Welt des Baedeker, 2012). Su autora es una investigadora de la Universidad de Potsdam que se llama Susanne Müller. ¿Quiénes son los Baedeker? se preguntará más de un lector. Para aclararlo, señalaré que el “Baedeker” fue durante un siglo, desde 1830 hasta la finalización de la segunda guerra mundial, la “guía Michelín” de la época. O, si se prefiere, la “Campsa” (Repsol) por citar una más castiza. En la literatura de todo ese período sale en muchas ocasiones, que yo recuerde de memoria, en las novelas de Pío Baroja: siempre he pensado que la mayor parte de las descripciones que don Pío hace de ciudades extranjeras en sus libros están sacadas del “Baedeker” porque es conocida la fama de sedentario del vasco quien sin duda hablaba de oídas (o de leídas).

Baedeker, antes de ser “el Baedeker” fue un señor que en su casa le llamaban Carlos (Karl en alemán) y que nació en Essen cuando esta ciudad del norte se desperezaba para acabar siendo uno de los centros industriales más importantes del país. De Essen eran nada menos que los Krupp. Pues bien, cuando nació Karl Baedeker corría el año 1801. En una familia de editores, que ya habían trabajado con guías para viajeros por el Rin, Karl diseña de nuevo el negocio, inspirado en análogo experimento aprendido en Inglaterra, y en 1835 ya aparece lo que podríamos considerar el primer “Baedeker”, de pastas rojas y con las estrellas como forma de identificar el interés de los lugares.

Poco después seguirían guías para Bélgica y para Holanda, en 1843 ya existía una que abarcaba toda Alemania y al Imperio austriaco, en 1844 es Suiza la descrita y, a partir de 1855, fueron famosas las dedicadas a París y sus alrededores. Este Karl murió en 1859 sucediéndole sus hijos en el negocio familiar: Ernesto y después otros que mantuvieron el prestigio de las guías. Ya a mediados de siglo se sabía que “cuando aparecía un huésped en un hotel con el Baedeker debajo del brazo, a esa persona había que tratarla como a un lugareño porque no sería fácil engañarla”.  

En el último tercio del siglo hay ediciones para Palestina y Siria, para Egipto, para Suecia y Noruega, para Grecia, para América del Norte, para Constatinopla, para el Reino Unido, para España y Portugal (1897). Y, entrado el siglo XX, “el Baedeker” ha saltado a Asia y se halla en condiciones de ofrecernos información sobre Japón y sobre China. La primera guerra mundial sería fatal para el negocio, en el período de entreguerras se recuperaron las ediciones, pero la segunda gran batahola determinaría el fin de estas obritas. Se difundió el mito según el cual las ediciones del “Baedeker” habían servido a los aviadores de Hitler para seleccionar los objetivos a bombardear en Inglaterra. Verídico o no, lo que sí resulta  constatable históricamente es la irrupción poco después de un fenómeno nuevo, el turismo de masas que daría un vuelco a los viajes. 

El “Baedeker” queda como un aliado del ascenso de la burguesía en el siglo XIX y acompaña al nacimiento de la fotografía como distracción y como arte, así como al aumento del tráfico en barcos de vapor y en el nuevo ferrocarril. Un invento este, el del ferrocarril, que tanto temieron el Papa Pío IX y los aristócratas inteligentes pues supieron advertir en sus carriles las puñaladas que asestaban al orden feudal. Por cierto que, no el ferrocarril, pero sí el Baedeker, fue lectura desaconsejada por los socialistas porque -según sus heraldos- no mostraba la realidad de los países, de sus clases trabajadoras, ni la penosidad de las minas ni los lugares feos donde se hacinan los pobres ... Como se ve, cada uno con su tema.

Hay un texto de Heinrich Heine donde el escritor ve con claridad ese cambio, humillador de memorias, que a sus ojos se está produciendo. Heine huyó de su religión, el judaísmo, y huyó de su patria, Alemania, para acabar en París en brazos de la poesía y de la enfermedad. Gran autor, precisamente de libros de viajes. Pues bien, este hombre -el escritor más interesante del siglo XIX alemán, un poeta “europeo”- medita, ante la apertura de las nuevas líneas de ferrocarril: “qué de novedades nos traerá este invento, incluso los conceptos elementales de tiempo y espacio se han tambaleado [porque] los trenes han matado el espacio y ahora lo único que nos queda es el tiempo, ¡ah, si tuviéramos dinero suficiente para matar también a este de una forma decente! ... Para mí es como si las montañas y los bosques del mundo entero se acercaran a París, huelo ya el perfume de los tilos alemanes, contra mi puerta se rompen las olas del mar del Norte ...”. Así, el poeta en su libro “Lutezia”.

En esta época veraniega recrear la historia reciente y envolverla en estas menudencias es un pasatiempo plausible. E inofensivo.

lunes, 27 de agosto de 2012

El retrete




Anda el retrete en bocas de los científicos y de los inventores. Se le acusa de dilapidar el agua, de contaminar, de desconocer el trato con el material orgánico y no sé cuántas tropelías más se cargan ahora al “debe” del retrete. Se ha abierto la veda contra el retrete y ya se puede disparar libremente contra él. No contentos con estos denuestos, de por sí demoledores, se le dirige el más terrible que hoy se puede pronunciar, el que no admite salvación ni redención: el retrete es “insostenible”. Sí, amigo lector, el retrete, ese trono, ese sillón, ese solio que viene del siglo XVIII, que se ha dedicado a hacer el bien, a aliviar urgencias, a dar salida a los apretones, ahora resulta que es insostenible. Y como esta condición le desacredita de forma irrecuperable, ya estamos pensando en sustituirlo, en retirarlo a un lugar remoto, allí donde reinen sombras fantásticas, a ese espacio alejado de nuestros sentimientos donde la soledad se halle desposada con el exilio. 


No seré yo quien me atreva a incurrir en heterodoxias ni a despreciar el lenguaje correcto de estos científicos que así se manifiestan. ¡Menudo está el patio para tales atrevimientos! Si el retrete es una mierda, y así se ha decidido por quienes piensan en la salvación del planeta, aceptado. Firmo donde sea menester, no quiero más líos que los indispensables.


Ahora bien, séame al menos permitido romper una lanza por el retrete, retirarme con él a llorar su destierro, a hacerle compañía por unos instantes para darle consuelo y para que advierta que hay gentes en el mundo con corazón noble, dispuestas a acompañar al caído. Porque eso es el retrete en esta hora infausta: un caído. Y, lo que es peor, un apestado, un emisor de los peores tufos. Pues bien, sea así, si la ciencia lo quiere, pero reconozcamos que, si no tiene un pasado inmaculado -porque no lo tiene-, sí ha tenido un pasado digno de ser cantado épicamente.   


¿O es que ya no nos acordamos de la época en que el lugar de la evacuación eran dos huellas sobre las que era preciso componer toda suerte de arriesgados equilibrios? No solo quienes hemos estado en el Ejército recordamos aquellos aparejos humilladores que despreciaban la buena compostura y que convertía el trajinar de las ropas en lacerante desafío a la ley de la gravedad y a otras leyes acreditadas de la física. Cualquier persona, aunque no haya servido al rey, tiene en su mente ese tiempo ominoso de charcos fétidos, quietos, como olvidados, desafiantes en su hondura y en su hediondez inacabables.


La historia no se puede olvidar. A ella debemos tributo constante. Por eso sería conveniente organizar un homenaje al retrete, un libro de memorias al retrete y del retrete donde se dejara hablar a este ser hoy condenado por la ciencia sin trámite de audiencia y sin alegaciones, despachado como un cachivache, como una mariposa sin colores. Pido pues un lugar donde se deje al retrete contar lo que ha visto y oído: los esfuerzos ímprobos, los triunfos gloriosos, los fracasos degradantes ...  lo haría con expresividad y al mismo tiempo con sencillez porque con sencillez y con humildad se ha conducido a lo largo de los siglos. 
   

Un respeto para un lugar que tiene mucho de cátedra y de púlpito. De atalaya desde la que hemos leído los editoriales más cuidados de los más prestigiosos periódicos del mundo. 

domingo, 19 de agosto de 2012

Otra guinda

El mundo sería más feliz si la hipoteca fuera el lugar donde guardamos los hipos.

domingo, 12 de agosto de 2012

La tartera

 
 
(Mi última Sosería publicada en La Nueva España).
 
 
 
Se acaba de poner de moda la tartera y hay toda una polémica en torno a la procedencia de su uso, de su llevanza, generalmente los afectados son niños cuyas familias se ven en dificultades para pagar los gastos de comedor de las escuelas. A mí me recuerda esto de la tartera una obra de teatro de Miguel Mihura que se titula “la tetera”, un enredo típico mihuresco donde el regalo de una tetera permite descubrir en una familia de provincias, aparentemente tranquila, los embustes que circulan por sus entresijos y aun los crímenes que sus miembros han cometido o piensan cometer. 
 
Pero ahora estamos con la tartera. Imagino que los niños estarán encantados con la novedad de la tartera porque entre el filetito empanado de mamá o los pimientos bien fritos o, no digamos, la tortilla de patatas de casa y la comida del colegio hay todo un mundo, un salto gastronómico que nadie puede hacer sin daño cierto, menos un niño de corta edad. Sobre todo porque el niño, por muy niño que sea, sabe ya que la comida del cole no viene de la cocina, con sus sartenes, sus ollas, su almirez y demás sino de un sitio misterioso al que llaman “catering” que puede ser un laboratorio, el centro donde se ha descubierto el bosón de Higgs, un quirófano ... cualquiera cosa menos un lugar donde se confeccione algo fiable para llevarse a la boca. Del “catering” salen productos escorbúticos, aptos para enfermos y parturientas, para viajeros atropellados, no para un niño que ha de dar patadas al balón, a un compañero o al profesor que tampoco hay que descartarlo pues puede este conculcar, con sus exigencias intempestivas, algún derecho infantil. 
 
 
La polémica se extiende a la del pago o no de una tasa por llevar tartera. Esto no lo entiendo bien pero mi intuición de jurista me dice que estamos ante un filón porque podemos aprobar en los parlamentos autonómicos el impuesto o la tasa de tarteras y una buena ley -con varios reglamentos- que regule su uso, su transporte, su limpieza ... se advertirá que, en un momento en el que los tales parlamentos tienen poco que hacer, se trata de un alivio que ha de ser acogido con algazara. De manera que ya le vamos cogiendo el aire a lo de la tartera.

Y es que todo no va a ser malo con la crisis. ¿Quién puede negar que estemos ante un signo inesperado y beneficioso de los nuevos tiempos? Si el escolar va con su tartera lo lógico es que el cirujano se lleve de casa su bisturí, el farmacéutico el omeprazol, el juez a su reo particular y el veterinario a su vaca. Los diputados podríamos llevarnos ya las leyes hechas y así enredaríamos bastante menos, todo nos saldría más terso y eso que ganaría la “res publica”. ¿Imagina alguien al torero que va a la plaza y, además del mozo de estoques y la cuadrilla, se lleva al toro, al caballo de picar, a las mulillas de arrastre y al crítico de confianza? Y lo mismo ocurriría con esa joven, Mireia Belmonte, que está dejando bien alto el pabellón de España en los Juegos olímpicos: Mireia irá ya siempre con su piscina de la misma manera que toda la vida ha llevado su bañador y sus gafas para entrenar. 
 
A los países que se endeudan de forma imprudente les pasan estas cosas. Pero no son necesariamente malas. Ya vemos cómo se pueden sacar beneficios y adaptarse será signo de inteligencia ya que va a resultar obligado. Hacer de la necesidad, virtud, se suele decir en las casas que saben refranes y tópicos.
 
Por cierto, se me olvidaba decir que, a la tartera, los políglotas -que en España se cuentan por miles- la llaman “tupper”. Con la “u” convertida en “a”. Fina fonética, como debe ser. 
 
 
 

domingo, 5 de agosto de 2012

Una guinda

Un consejo: quien caiga en la tentación, que no se levante.