sábado, 28 de enero de 2012

Fiambre bien conservado

¿Alguien sabe que es un señor criogenizado? Inútil acudir a los diccionarios pues nada aclaran. Al parecer se trata de un cadáver que metemos en un frigorífico como si fuera una lubina con la esperanza de resucitarlo al cabo de cien o doscientos años. Para que el fiambre no se deteriore es preciso inyectarle una sustancia parecida a uno de esos conservantes misteriosos que figuran en las etiquetas de los productos comprados en el supermercado. Estamos pues ante una nueva frontera en este asunto del tratamiento de los muertos, que estaba exigiendo una renovación y la adopción de pautas imaginativas, superadas como están las etapas de la inhumación o de la cremación, hoy reducidas por el mucho uso a simples formas que la vulgaridad tiene para expresarse. Porque ¿quien no tiene a un cuñado o a un primo político viaticado por estos tradicionales métodos? Es verdad que la incineración ha sido durante años una suerte de rebeldía ante lo establecido, una burla a los curas que estaban más bien por la tradicional paletada de tierra y el sello en mármol.

Lo cierto es, sin embargo, que ya es difícil darse tono con estas prácticas por mucho barroquismo que se le eche y por ello surge el criogenizado, un personaje nuevo, fresquito, recién despedido de la vida, al que se mete en una nevera, a sesenta grados bajo cero, a la espera de más placenteros momentos. Esto hizo en Francia un noble con su joven esposa y ahora han hecho lo mismo con él sus hijos de forma que el matrimonio se halla ya felizmente reunido en el frigorífico dándose mutuo calor, comentando lo de las elecciones y celebrando los aniversarios y demás circunstancias evocadoras. Se ha suscitado una batalla legal porque los burócratas del Ayuntamiento quieren imponer las prácticas tradicionales y meterlos en un sarcófago como está el general De Gaulle ya que “si aceptamos estas ideas, un día nos encontraremos con frigoríficos semejantes en cualquier casa”.

Aquí es donde está el asunto y donde vendría bien la réplica al funcionario: ¿y qué? ¿pasaría algo si en cada vivienda hubiera su frigorífico tumba? Porque ¿qué es al cabo un frigorífico sino una tumba de lenguados, de pollos, de tomates y de calamares a la romana? Nada nuevo se descubre pues y, de otro lado ¿qué diferencia hay entre esta práctica y la del cementerio a las afueras de la ciudad con su tapia bien encalada para fusilar rojos o nacionales?

Es más: la promesa de la resurrección de la carne de los católicos, tan bien descrita en el Tratado escrito por Atenágoras ¿qué es sino la criogenización? Según él y según los Santos Padres y copia de resoluciones conciliares, un día se producirá la reunión del alma racional con el mismo cuerpo que le animó durante su vida mortal de manera que conserve aquél no solo su integridad, identidad e incorruptibilidad sino también su sutileza, claridad y agilidad. Lo único que ocurre es que la sala de espera no es un frigorífico sino un cementerio, pero esta diferencia no me parece sustancial desde el punto de vista de las exigencias del razonamiento teológico.

Ocurre, sin embargo, que a mí estas fantasías, como las ideadas por Julio Verne, no es que no las crea ¿cómo no voy a creerlas? solo que me producen mucha inquietud y me suscitan interrogantes que se encadenan unos a otros y al final debo reconocer que me armo un lío caudaloso que únicamente solucionan la siesta y la aspirina con vitamina C. Creo que quienes mejor han tratado este asunto han sido los humoristas finos, así José López Rubio en “La otra orilla” o Enrique Jardiel Poncela, en “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”, donde los personajes, que han tomado una pócima que garantiza la inmortalidad, ven cómo transcurre el tiempo sin que ellos envejezcan y, al fin, aburridos, tienen que recurrir a una nueva droga que les haga volver a su niñez, al colegio, a la reválida, a los granos ellos, a las primeras reglas ellas...

¿Se imagina alguien el suplicio? Convengamos pues en que la inmortalidad es la forma más sutil que se conoce del aburrimiento. Y la más duradera.

domingo, 22 de enero de 2012

Endemoniados

Hace poco ha muerto en Roma un fraile. No sería noticia porque Roma es la Ciudad Eterna pero no así sus moradores que están hechos del barro frágil con el que todos estamos moldeados. Si el fraile viaticado tenía su importancia era porque se trataba nada menos que del jefe mundial de los exorcistas por lo que no extraña que su funeral fuera concelebrado por varias docenas de curas.

Ya estoy oyendo a algún lector impaciente que pregunta: pero ¿existen los exorcistas? Naturalmente: no solo existen sino que lo más lamentable es que no haya más y, sobre todo, mejor entrenados. Si en algo no deberíamos ser cicateros en el gasto público sería en la creación de plazas municipales o autonómicas de unos eficaces exorcistas que ingresaran por medio de pruebas públicas, devengaran un buen salario, percibieran trienios, se jubilaran con el respeto de íncubos y súcubos y fallecieran honradamente.

Del fraile desaparecido se dice que era capaz de sacar seis o siete demonios de una vez del cuerpo de una pobre cuitada accionando el hisopo con cierto ritmo y pronunciando cuatro jaculatorias de forma especialmente fervorosa. Y es que el exorcista es el zurriago de los demonios, la persona a quienes más temen Satanás, Belcebú, Lucifer o como quiera que le llamemos. Si esto es así, por algo será. Alejarlos de nuestro entorno siempre se celebrará como una tarea benéfica.

Ahora bien ¿cómo notamos que un vecino o un pariente está poseído por el demonio? Hay quien cree que estos enfermos se manifiestan mostrando su adhesión a Ahmadineyad o a Fidel Castro o creyendo lo que predican los pedagogos pero se ha demostrado que estos males exigen tratamientos prolongados en hospitales civiles. Según la tradición conocida, el poseído es un paisano que muestra una especial repulsión hacia las cosas sagradas (por ejemplo, una imagen o la cruz) o hacia personas de la misma condición (pongamos el Mesías, la Virgen, los santos o incluso el obispo de la diócesis). Cuando nos encontramos con alguien que, sin venir a cuento, desbarra contra san Agustín o contra el cardenal encargado de la doctrina de la Fe, es que esa persona está poseída por el demonio o va a estarlo. Lo mejor es no demorarse en llamar al móvil del exorcista o invocarle a través del correo electrónico.

Pero hay otros síntomas. Así por ejemplo en la bibliografía sobre exorcismo se cita también como caso para el tratamiento el hecho de “hablar con muchas palabras de lenguas desconocidas y entenderlas”. Y esto ¡al fin! aclara muchas de las tribulaciones que algunos padecemos. Es decir que quien dice job por empleo, default por quiebra, provisionar por reservar, briefing por informe, presentación por conferencia, freelancer por autónomo, paper por ponencia, abstract por resumen, monitorizar por dirigir, gobernanza por gobierno etc es un endemoniado porque tales anomalías no pueden ser consideradas como un don de dios -el don de las lenguas- sino como expresión de la lamentable condición de gurripato. ¿Cómo se le queda a uno el cuerpo cuando lee que “Rock The Post ayuda a encontrar recursos a las start-ups”? Pues como titular aparecía en un periódico de campanillas hace poco. Una de dos: o decretamos prisión de máxima seguridad para todos estos soplagaitas o los llevamos al exorcista para que les extraiga el demonio que llevan dentro.

El demonio de la majadería, de la cursilería y del papanatismo.

viernes, 13 de enero de 2012

Embalsamados

La muerte del jefe del Estado de Corea del Norte hace unas semanas ha llenado de tristeza a sus súbditos como hemos podido apreciar por la televisión que nos ha ofrecido imágenes de seres desconsolados y llorosos, componiendo muecas de consternación definitiva. Pero, sin embargo, ha llenado de gozo a los embalsamadores, que es oficio en franco declive. Obsérvese que, desde los faraones egipcios, los únicos seres que reciben el estimulante trato del embalsamamiento son esos líderes comunistas que tanta gloria y libertad han dado a la Humanidad y que se llaman Lenin, Mao, Ho-Chi-Minh. Poco más. Acaso Evita Perón, aquella señora que mentía más que un oriental borracho.

Parece que pasar la laguna Estigia embalsamado no está de moda.

Acaso porque la delicada operación de embalsamar cuesta una pasta con ese trasiego que conlleva de vísceras, tripas, entrañas, fajas, lavados, vendados, lavativas y demás, imprescindibles para dejar al muerto con la apariencia de quien se emperifolla para asistir a la ópera o a un banquete. Pero no acaba tan pronto el gasto, luego hay que conservar la momia con lozano aspecto y ahí viene otro capítulo que, en el caso de Corea del Norte, no ofrece problema pues su población cede con gusto su parte en cereales y otros nutrientes con tal de ver a su líder máximo bien guapetón y con las cruces y medallas cubriendo su pecho de general invicto. Poblaciones más roñosas se lo tienen que pensar dos veces por más que quieran disfrutar de sus guías espirituales toda la eternidad.

Si no se hace bien, es decir, si la momia no recibe el tratamiento adecuado de resinas y ungüentos, esto se acaba sabiendo. Así, por ejemplo, cuando se asaltó el Museo egipcio de El Cairo con motivo de la revolución que vive aquel país, se suscitó en la población la lógica preocupación por los efectos que los destrozos causados podían tener sobre las momias allí conservadas. Hubo en efecto pérdidas irreparables, pero pronto los especialistas dictaminaron que la alarma era infundada porque las momias afectadas eran «de segunda clase».

Un gran alivio para muchos. Para otros un motivo más de desasosiego e inquietud porque constatar que, incluso de momia, hay distinciones sociales es desesperante. Uno puede aguantar al rico terrateniente de por vida pero soportarlo como momia de superior jerarquía ya es inaceptable. En algún momento, decimos muchos, se deberían acabar los distingos y las clases sociales. Pero, a lo que se ve, no lo entendían así los egipcios.

Vemos pues que los embalsamadores están muertos, lo cual para quienes han hecho de la muerte su oficio no es nada extraño pues entre ellos se entienden. Lo malo es que no han sido embalsamados porque nadie se puede embalsamar a sí mismo como nadie puede salir de un pantano tirándose de los cabellos, según nos trató de enseñar el barón Münchhausen.

Ahora bien, la pregunta es ¿deberíamos resucitar a los embalsamadores y darles una plaza en las plantillas municipales? Creo que sí y que, en una civilización de tantas prisas como la nuestra, hay que conservar embalsamados ciertos personajes sociales para que no se difumine su pista por el veloz galopar de la historia. Por ejemplo, desaparecieron los campanudos gobernadores civiles sustituidos por esa figura mustia que son los «subdelegados». ¿No se debería haber embalsamado a un gobernador lucido, que los hubo, para recuerdo imperecedero de su función y de su época? ¿No debimos tomar la precaución de embalsamar a un sereno para sacarlo en las zarzuelas? El antiguo bañero ¿no procedía embalsamarlo antes de su conversión en el plebeyo socorrista? Y disponer de un sacristán embalsamado ¿no sería una bendición?

Hay pues mucho trabajo para los embalsamadores porque, además, muchos quisiéramos embalsamar el paisaje que nos calma, el silencio que nos mece, el otoño que nos cautiva, la música que nos lleva, el beso que nos mima...

sábado, 7 de enero de 2012

Europa en su ovillo

Ayer día de Reyes nos publicaron en el periódico El Mundo este artículo.




Las instituciones europeas se enredan y se enredan al discutir sobre su ser, su esencia y su circunstancia, alumbrando con este modo de proceder un ovillo, es decir, un lío o multitud de cosas que carecen de trabazón o arte. De ahí la dificultad que padece el ciudadano para seguir los asuntos europeos y de ahí su desapego a la construcción europea que, importa subrayarlo, es tarea de máxima relevancia y gravedad.

Un ejemplo lo estamos viviendo en estos momentos como consecuencia de los acuerdos adoptados en la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno celebrada a principios del pasado mes de diciembre. Al entrar en ella, la preocupación de estas personalidades consistía -una vez más- en dotarse de poderes para aparejar los mimbres de un sólido gobierno económico de Europa, de una mayor disciplina presupuestaria y de un más enérgico combate contra el déficit público. El objeto es hacer de Europa (especialmente de la zona euro) un espacio regido por las mismas reglas evitando así la actuación descoordinada de los gobiernos, causa de tantos quebraderos de cabeza. Dicho en otros términos: acabar con las alegrías de los gobernantes a la hora de rellenar cheques contra la cuenta de un futuro impreciso y a costa de las generaciones venideras.

Si el objetivo estaba claro, los medios para alcanzarlo suscitaban discrepancias. Por las informaciones con que contamos se acopiaban sobre la mesa básicamente las propuestas del jefe del Estado francés y de la canciller alemana más las procedentes de las propias instituciones europeas, en concreto del presidente del Consejo europeo y de la Comisión -para entendernos, de los señores Van Rompuy y Barroso-. Si se analizan sus respectivas posiciones, se advierte que el busilis de la cuestión estribaba en la manera más eficaz de procrear un cuerpo adecuado para albergar el alma del necesario gobierno económico europeo (aunque ellos emplean el infame palabro gobernanza, cursilada entre las cursiladas).

Pues bien, ese cuerpo ha de ser necesariamente un instrumento jurídico. En una Europa que se rige por unos tratados, que vienen a ser lo que es la Constitución en los estados nacionales, la primera ocurrencia consiste en reformar esos tratados incorporando este o aquel precepto de nueva factura. Pero tal operación no es fácil porque exige la unanimidad de los socios y en el recuerdo de todos se hallan las dificultades que acompañaron a la última reforma que se hizo de ellos -y que lleva el nombre de la capital portuguesa-. Fueron necesarios años para arribar a puerto, años que, al estirarse y estirarse, bien parecían esa «lucha por lo infinito» que cantó el poeta Rubén Darío.

Por si fuera poco, el veto de Reino Unido obligó a descartar esta vía. Un veto explícitamente anunciado en aquella asamblea por el jefe de su Gobierno, preocupado más por los negocios financieros, que en Londres cuentan con privilegiado escenario, que por los intereses generales de la Europa en cuyos afanes participa -se supone- de forma voluntaria.

Al cabo, la opción elegida ha sido la de un acuerdo entre los gobiernos de 26 Estados (todos menos Reino Unido). Un acuerdo que podemos calificar como extravagante de los tratados existentes. Y precisamos: extravagante en el sentido con que se ha empleado esta palabra en el Derecho histórico, y que remite a las constituciones pontificias que han vivido fuera del cuerpo jurídico canónico (Decretales y Clementinas). O, si se prefiere, un tratado apócrifo, como se dice del libro que no está incluido en el canon de la Biblia.

Dicho en términos jurídicos actuales, un acuerdo que se rige no por el Derecho Comunitario europeo, sino por el clásico Derecho Internacional (Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969).

¿Qué contiene este acuerdo? De momento no existe sino como proyecto pero sabemos, por los textos a los que hemos tenido acceso, que se ocupa de forma detallada de la disciplina presupuestaria y de la coordinación de las políticas económicas de los estados. A tal efecto se establecen reglas precisas para que los ingresos y gastos de los presupuestos sean equilibrados o arrojen superávit, así como las sanciones destinadas a amedrentar a los gobernantes que perpetren abusos o demasías.

Todo eso está muy bien. Sucede, sin embargo, que reglas precisas sobre disciplina presupuestaria y coordinación de las políticas económicas han sido aprobadas por el Parlamento Europeo el pasado mes de septiembre, dentro de un paquete legislativo dedicado a modificar y ampliar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Se trata de seis normas de Derecho derivado que con gran detalle definen las situaciones de déficit excesivo, el procedimiento de combatirlo a través de un sistema de alertas, las técnicas de supervisión y control que ejercen las instituciones comunitarias ...

Por eso a quien lee el proyecto de nuevo Tratado (extravagante o apócrifo) le suena tanto la música como la letra. Y si hay tales coincidencias, ¿a qué viene afanarse en algo que ya está en el Derecho derivado de la Unión a la espera tan solo de la mano que (como al arpa) le diga levántate y anda?

¿No existen de verdad -preguntará el lector- aportaciones originales en el nuevo proyecto? Sí, las hay. En concreto, destacamos el deber de incorporar la disciplina presupuestaria a «disposiciones vinculantes de la naturaleza constitucional o equivalente», algo que los españoles ya hemos hecho al modificar el verano pasado el artículo 135 de la Constitución. O el papel que se atribuiría al Tribunal de Luxemburgo a la hora de analizar las demandas de un Estado que denunciara incumplimientos por otro del Tratado. O la entrada en vigor que se producirá «el primer día del mes siguiente al depósito del noveno instrumento de ratificación por un Estado cuya moneda sea el euro». O la creación de la Cumbre del Euro, que se reunirá al menos dos veces al año y cuyo presidente será elegido por los jefes de Estado o de Gobierno de la zona euro.

Ahora bien, estas novedades ¿justifican el esfuerzo de crear un nuevo instrumento jurídico paralelo a los tratados actualmente existentes? El esfuerzo y, lo que es más inquietante, el peligro. En un magnífico artículo, publicado en esta misma página (A Europa siempre le falta un Tratado, 16-XII-2011), Araceli Mangas ha alertado ya de los problemas jurídicos que podrá suscitar la encomienda de gestión que hagan los 26 estados a las instituciones de la Unión Europea para controlar, supervisar y sancionar el cumplimiento de los nuevos compromisos. Por ejemplo, el que acabamos de ver referido a los pleitos ante el Tribunal de Justicia. Es uno de entre los muchos que sin duda se empezarán a acumular y enredar no bien unos juristas expertos echen su mirada escrutadora -y embrolladora- a los nuevos preceptos.

Ello sin contar con previsiones sencillamente disparatadas. Como la creación de un nuevo órgano -la Cumbre del Euro- cuyo presidente puede ser la misma persona que preside el Consejo Europeo, que actuaría así con dos uniformes. O una distinta, a añadir a las dos ya existentes, acaso para formar una Santísima Trinidad, como tal grávida de todos sus problemas teológicos.

¿Alguien piensa que agitando este trampantojo se van a resolver los problemas europeos? En verdad que, a veces, quien contempla este espectáculo se da en cavilar si el viaje de la construcción de Europa no será el imposible a Reims de la ópera rossiniana.


Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto (2011, Marcial Pons).

miércoles, 4 de enero de 2012

De libros y libreros

A muchos nos gusta el manoseo de los libros tal como los hemos conocido siempre y saborear su búsqueda en la librería de nuestra confianza, leerlos con parsimonia litúrgica, encontrarles después su adecuado alojo en la biblioteca para ver sus lomos de vez en cuando o tomarlos de nuevo y buscar en ellos la frase subrayada o la referencia que -esquiva- había volado de nuestra memoria.

Los libros son, como escribió Pérez de Ayala, los “abuelos solícitos” que nos miran con su infinita sabiduría de siglos y su eterna paciencia, complacidos ellos en su quietud y resignados ante el indiferente poso del polvo. Y las librerías donde se compran han sido las farmacias del espíritu, la casa de curas de esa enfermedad que no es sino la inquietud anhelante y buscadora de respuestas a las torturas en que se debaten nuestras entretelas o nuestras manías. O los desvaríos de nuestra razón.

Pero la revolución técnica que vivimos impone nuevos hábitos. Por de pronto las librerías se están sustituyendo por las páginas web de las grandes empresas vendedoras de libros donde es posible hallar de todo perfectamente ordenado sin necesidad de trepar por los anaqueles de los establecimientos tradicionales. ¿Se mejora así lo antiguo? Depende. A mi entender, el librero antiguo, ese tipo de confianza, metido hasta las cachas en la lectura, fiable consejero y erudito, maniático de las ediciones, perseguidor de autores y novedades, ese sujeto es sencillamente irreemplazable y merece nuestro fervor y la organización de un homenaje nacional. Ahora bien, cuando la librería no es el producto del amor sino una sección más del gran almacén donde se acumulan los libros junto a las corbatas o los desodorantes, entonces la opción de la búsqueda y la compra a través del ordenador es preferible por más limpia y más segura.

¿Y qué me dice usted del libro electrónico? Pues que cada vez es más frecuente ver a los viajeros de un tren leyendo en este nuevo formato que permite ir de Madrid a Málaga con una gran biblioteca a cuestas sin necesidad de acudir a la casa de mudanzas. Yo me he hecho un entusiasta de mi chisme electrónico donde tengo acumulados -de momento- más de mil libros de la literatura clásica universal que voy descubriendo poco a poco. Hoy se me ocurre visitar a Baudelaire, mañana recuperar un par de capítulos del Quijote o del Buscón, o encuentro con sorpresa páginas autobiográficas de Rubén Darío o releo la correspondencia de Juan Valera, o páginas bien actuales sobre el Cádiz de la Constitución firmadas por Blanco White ... etc, etc.

El libro electrónico es una hucha, la alcancía en la que es fácil revolver para encontrar los cuerpos leves y sutiles de tantas y tantas páginas que yacen olvidadas y a las que nos resulta difícil acudir para darles de nuevo la vida que le han robado nuestras propias bibliotecas que, por mucho que las amemos, tienen también maneras de difunto, de gran osario acumulador de recuerdos muertos.

Viajar con miles de libros metidos en un trasto que tiene el peso del ala de una mariposa es un sueño prodigioso, el delicioso licor de todo borracho de lecturas. Por eso el libro electrónico tiene algo de la caracola que nos trae el rumor que forma el canto inextinguible de la prosa y del verso.

domingo, 1 de enero de 2012

Año nuevo


Nos desilusionamos cuando comprobamos que el año nuevo no es más que el viejo vestido de esmoquin.