jueves, 30 de septiembre de 2010

Pimientos

Hay pimientos en muchas zonas de Castilla y León; estamos ahora en época de pimientos y, respecto de ellos, hay que decir que yerra el lenguaje vulgar cuando identifica la expresión "me importa un pimiento" con el hecho de no tener interés en algún asunto o la de "no vale un pimiento" para indicar que un objeto carece de utilidad.

Se trata en ambos casos de formas coloquiales erróneas, puestas en circulación sin duda en alguna región sin pimientos, envidiosa por ello, y por gentes insensibles, sin la finura que es exigible para percibir la importancia que alberga una de las mayores glorias de la huerta.

Tal como se cocinan en Burgos, los callos son inconcebibles sin el pimiento y lo mismo la empanada berciana. Las lentejas que se guisan en Palencia llevan asimismo pimientos, e igual las migas de pastor sorianas. Es decir que el pimiento es ingrediente que, por fundamental, sella la identidad de un plato.

Pero los pimientos pueden ser además oquedad en la que albergar los más variados alimentos: carnes, quesos, pescados, caza, todo aquello que los gratos acordes de la imaginación pueda libremente engendrar. La condesa de Pardo Bazán alaba unos pimientos rellenos de arroz a los que se pueden añadir unos trocitos de jamón y chorizo fritos. Quiérese decir con ello que el pimiento es un vientre genésico pues lo que en él se vierte, sale al cabo transformado, como si de un lecho apremiante se tratara.

Al mismo tiempo, sus sabores, mágicos precisamente por variados, permiten aislarlo como plato independiente, orgullosamente independiente. Es más, casi diría que la forma de entrar en las sombras de su secreto, en el sonido de sus intimidades, es tomarlos solos, fritos, con un poco de sal. O asados, como ocurre con los inmejorables de Fresno de la Vega. Se logra así una de las mayores cumbres sensitivas que puede permitirse el hombre y, si se acompaña del grato acorde de un trago de vino, entramos en un deleite que tiene el encanto de la contenida concupiscencia ascética.

Urge un completo recetario de los pimientos, partitura de la gran cocina donde se rescate, entre otros, la empanada rellena de pimientos de Bembibre, llamada "empanada del batallón", que sale en los libros antiguos.

En estas condiciones ¿necesitan los pimientos de la protección de la Administración? Parece que no porque el hombre sano debería rendirse sin más a su hechizo. Pero como hay desaprensivos que podrían plantar, injertar y traficar con los pimientos de manera desalmada, resulta entonces obligado dar a estas tiernas criaturas el amparo de las denominaciones de origen y demás favores y beneficios administrativos.

¡Oh pimientos cautivos de aromas, heraldos de este otoño perfumado...!

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Mitos y vinos

En esta sociedad que nos agobia y nos aburre con sus lugares comunes, lo más entretenido es dedicarse a destruir mitos. Porque es bien claro que este -o sea, el mito- es una engañifa, un trampantojo y, por eso, ha de emplearse con ese ritual y esa voz en falsete que se gasta para invocar las palabras sagradas y misteriosas. Un poco como el dogma con el que comparte, si no familia, sí linaje. Los mitos son conformaciones del pasado recreadas al gusto del consumidor actual, a las que es inevitable rellenar con la crema pastelera de la inventiva y de la simplificación deformadora.

Por eso hay que destruirlos antes de que ellos nos destruyan a nosotros. Verbigracia, urge combatir la idea que se transmite de boca a boca según la cual el mayor autogobierno, la mayor descentralización, son sinónimos de progreso y traje para las modernas vestiduras de la historia. Sudando como estamos todo el día la reforma estatutaria, este mito puede hacer -está haciendo- estragos. Se impone cortarle el paso para pensar, cada uno por su cuenta, si esa ecuación es exacta o, por el contrario, se limita a reflejar ambiciones apremiantes de mangoneo. Como urgiría desarticular el mito de la autonomía universitaria pues es una coartada que trata de confundir la libertad universitaria con la autonomía corporativa de los propios universitarios. Un mito arrasador que ha hecho fortuna y que está produciendo una Universidad lugareña. Yo me dediqué hace poco a intentar desmontarlo, distinguiéndolo de los asuntos serios, es decir, de las libertades de investigación, de cátedra, etc, y lo hice en un libro de mucho mérito porque su autor, que era yo, sabía de antemano que el esfuerzo empleado de nada serviría. Como así ha ocurrido: no pasa un día en que a un responsable universitario no se le llene la boca invocando el sagrado talismán que no es sino la cáscara pudorosa del alegre afán de cacicazgo.

Con todo, combatir mitos es sano, regula la tensión arterial, elimina el colesterol malo e irriga el cerebro como una manguera pingüe. Ahora bien, hay mitos y mitos. Es decir, hay mitos que es conveniente no tocar porque, destruirlos, pondrían en peligro certezas de mucha enjundia. Lo digo, a la vista del informe de unos sabios enólogos publicado en una revista de postín, según el cual no es cierto el adecuado maridaje entre el vino tinto y el queso. Como suena. ¿Cuántas veces no nos hemos puesto estupendos pidiendo un buen tinto de una cosecha eminente con un queso bien curado? Nos creíamos en el colmo de la exquisitez, en el meollo de las grandes combinaciones gastronómicas, y ahora resulta que tales tintos “reducen el bouquet de los taninos y también las notas de madera”. ¿Parece poco este efecto? Pues hay más porque “las proteínas del queso son culpables de enmascarar o envolver los componentes sápidos del vino”.

Todo esto, así de corrido y de sopetón. Cuando menos lo esperábamos, cuando seguíamos acunados en nuestras certidumbres idiotas y en nuestras presunciones de finos degustadores, de pronto, todo se derrumba y nos enseñan que el blanco “ayuda a deshacer el grano y a su paso limpia la boca de astringencias”. ¿Es esto creíble? ¿Se puede dar por concluida una tradición cultivada años y años? ¿Es posible que a un queso de los Picos le vaya un vino ¡dulce! como es costumbre entre los británicos? Pero ¿adónde iremos a parar? ¿no nos estarán preparando los imperialistas americanos para convencernos de que el jamón de Jabugo exige el acompañamiento de una coca - cola desteñida?

Se advertirá que estamos ante la destrucción de un mito que ha sido columna y arbotante de nuestra cultura. Sé que peco pero me voy a tomar un queso de Zamora con un buen vino sin mayor dilación.

martes, 21 de septiembre de 2010

Tripa, solo natural, por favor

Es verdad que los despachos de Bruselas son epicentro de embrollos y además se complacen en crear un arcano de neologismos horribles. De entre ellos destaca, por su amplitud y difusión, la especialidad del anglicismo que es la más abominable.

Pero no todo son males lingüísticos ni retortijones de la gramática. A veces surge la satisfacción imaginativa y la evocación de placeres macizos. Por ejemplo, cuando se otorgan las etiquetas de calidad europea a los mejores alimentos de los veintisiete países que componen la Unión. Así, los “ovos moles de Aveiro”, una filigrana portuguesa consistente en una venturosa mezcla de yemas de huevo crudas y almíbar que se presentan envueltos en una hostia o acondicionados en barricas de madera o finos envases de porcelana. Cosa sutil los tales ovos como son también sutiles los salchichones húngaros que, cortados en tacos, nos traen a la memoria los destellos más visionarios de la historia de la Humanidad. El aceite de oliva del campo de Montiel, el jamón o paleta de bellota son otras tantas culminaciones del buen gusto y es de ver las exigencias para atribuir estas distinciones, que no se otorgan al buen tuntún, sino que son medidas y controladas con rigor por funcionarios muy serios que ponen en ello lo mejor de sus habilidades gustativas.

Así que no crea el lector que todo lo que se hace en las covachas bruselenses es medir eso que ahora, con motivo de la crisis económica, se ha dado en llamar “el test de esfuerzo del sector bancario”, una expresión que remite a un sudoroso banquero tratando de superar unas pruebas físicas que le hacen sudar y le agitan la tripa. Siempre pensé que esfuerzo, lo que se dice esfuerzo, lo hacemos quienes pagamos al banquero deudas con vocación de eternidad, más sus abultados intereses. Pero parece ser que no es así, que el esfuerzo medible y apreciable, el que cuenta, es el del banquero. Misterios de las finanzas que no pueden aclararse desde la levedad de una sosería.

Acabo de citar la tripa del banquero, elemento señalado de su esponjada anatomía como amasada que está por comidas bien seleccionadas y regada por vinos primorosos procedentes de añadas que en su día fueron mimadas por soles favorecidos por los dioses.

Pues bien, en Bruselas también nos hemos ocupado de las tripas, no de las que lucen banqueros u otros humanos afortunados, sino de las naturales, las que deben envolver los embutidos y acerca de las cuales hemos formulado una definición para evitar equívocos pues solamente se puede llamar “natural” a la que proviene del tracto intestinal de animales ungulados. Todo lo demás es artificio y engaño, envoltorio fraudulento confeccionado a base de plásticos y otros productos execrables.

Un buen botillo, por ejemplo, no es cualquier cosa sino que cuenta también con una definición ajustada en las normas europeas: “embutido elaborado con costillas, rabo y huesos, carne y porciones musculares”. No era muy difícil formularla -es verdad- pero nadie discutirá su precisión. Pues bien, el botillo, el confeccionado con arreglo a cánones severos, comparece ante los mortales en tripa natural. Y lo mismo ocurre con el chorizo de Salamanca o la longaniza de Aragón o el morcón o esa botifarra del Pallars -en Cataluña- que se llama “traidora” pero que es fiel y leal pues que jamás defrauda a quien la disfruta. O el chosco de Tineo o los embutidos de Requena ...

Sépase pues que cada país tiene sus brillos y que todos se reflejan en el firmamento representado por las estrellas de la bandera de la Unión, movida suavemente por el vientecillo de los grandes sabores, de los selectos olores ...

domingo, 12 de septiembre de 2010

Vaca

No me explico por qué no se inmuta la vaca cuando nos ve en pantalones vaqueros.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Ministros

Los ministros son muy serios porque el humor es muy revolucionario.

domingo, 5 de septiembre de 2010


El ballet, que es vuelo, hace de la bailarina un ave que se ha traído del Cielo el embrujo del movimiento.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Esplín

Con motivo del fin de las vacaciones de verano es muy probable que muchos se vean afectados por el esplín, una suerte de melancolía vaga y desdibujada que nos llevaría a maldecir el mundo y sus aledaños o a abandonarnos en un sopor de distancias, de aislamiento o, quien sabe, a tomar decisiones heroicas como hacer yoga o terminar de leer el “Ulises”.

El esplín es cosa fina y acaso no sea mal momento la inminencia del otoño para practicarlo de una forma lánguida y sensual, aunque me parece que siempre debería hacerse dentro de los límites de la contención. Del esplín habló ya a finales del XVIII Iriarte: “es el esplín, señora, una dolencia/ que de Inglaterra dicen que nos vino” aunque el gran experto en esplines fue, en el XIX, Baudelaire para quien “nada existe más largo que los días ingratos” por lo que se imponía conjurarlos a base de vino y también de un poco de hachís. Baudelaire escribió “los paraísos artificiales” pero de él lo que queda es el paraíso poético de “las flores del mal”. Luego, en el XX, Umbral ha tratado mucho el esplín y, durante un tiempo, se dejó mecer en un esplín madrileño, entre arrabalero y señorial, solanesco y ramoniano, de olor a fritos y a besos delincuentes, un esplín que se hallaba lindero con la nostalgia, nostalgia de mujeres jarifas a las que poder madrigalizar con inspiración y tacto.

Ahora, tras la recuperación de la actividad sólita, es claro que el esplín resulta una salida elegante y bien literaria ante la proximidad de la oficina, del compañero, de los exámenes, de la cuenta de gastos, y cualquiera de los habitantes de nuestras ciudades está en su derecho de abandonarse a él y componer mohines de fastidio que resulten creíbles y apreciables. El desánimo sería así la respuesta a los compromisos más enojosos y, entonces, quien a él recurra debe practicarlo con convicción y con el atuendo adecuado: buenas ojeras, tristes y profundas como la laguna Estigia, barba crecida y apta para acometer, cabello abandonado a su pringosa suerte... El practicante del esplín debe dar pues una imagen lograda de un hastío preciso y linfático, también de una hipocondría meritoria y perfilada pero, sobre todo, debe estar dispuesto a anunciar su suicidio sin dengues ni excusas.

Ahora bien, creo que quien pueda subir a una montaña en los Picos de Europa o acercarse al lago de Sanabria o comerse un lechazo acompañado de unos vasos de vino de la Ribera o del Bierzo o simplemente tomarse unas pastas de las clarisas de Carrión de los Condes merece el máximo castigo si se abandona a ese esplín que acabo de describir. Quien puede deleitarse así, de este modo sencillo, por muy cruel que sea la oficina en la que se encuentre aherrojado, debe encarar este mes de septiembre con un optimismo sosegado pero deleitoso. Es decir, con el ánimo decidido a tender una emboscada certera al esplín.