jueves, 23 de febrero de 2012

Carta abierta a H. M. Enzensberger

(Ayer día 22 nos publicó el periódico El Mundo este artículo)

Admiradores como somos de su obra y enamorados asimismo de sus poemas, querido amigo, debemos confesarle la perplejidad que nos ha causado la lectura de su último libro El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela. La perplejidad y la decepción.

Su obra empieza enumerando las glorias alcanzadas en la Europa comunitaria y, junto a los decenios de paz que disfrutamos, cita las ventajas de la movilidad en el espacio europeo, que ha derogado los infinitos problemas causados tradicionalmente por aduanas y fronteras; la moneda única y la supresión de cuantiosos costes en pagos y transferencias; en fin, también las garantías con las que contamos los consumidores al disponer de una información acerca de los productos que utilizamos desconocida en la historia, etcétera.

Pero, al mismo tiempo, usted se queja de la cantidad de normas que aparecen en el diario oficial e incluso las cuantifica en miles y miles de páginas. Con ello ignora que, para construir esas ventajas y beneficios, es necesario promulgar directivas, reglamentos y todo tipo de instrumentos jurídicos. Si quiere entretenerse en seguir cuantificando, consulte los repertorios legislativos del land de Baviera donde usted vive, o los de la República Federal Alemana, o, si quiere un país de menor envergadura, haga lo mismo con semejantes publicaciones en Letonia o Estonia. Se trata éste, admirado Hans Magnus Enzensberger, de un asunto muy complejo que se inscribe en el ámbito de la cultura jurídica occidental, que probablemente merece muchos reproches, pero que desde luego no es privativo de las instituciones europeas.

Injustas son las críticas que formula al Tribunal de Justicia de Luxemburgo, páginas donde, por cierto, se advierte alguna confusión acerca de sus actuales perfiles institucionales. Pero, pasando por alto este descuido de redacción, sorprende que un europeísta convencido como es usted -tal como nos ha demostrado en muchas otras de sus publicaciones- no repare en que precisamente el Tribunal de Luxemburgo es la organización que con más seriedad y tesón contribuye a dotar de sólidos cimientos a la construcción europea. Ahí están las reglas de la «primacía» y del «efecto directo» del derecho comunitario para corroborarlo. Instrumentos capitales para definir el todo como un orden federal por el que se pueda transitar con una mínima seguridad jurídica.

Europa se olvida de la cultura. Éste es otro de sus alegatos. Señor Enzensberger, ¿qué es entonces la selección anual de «capitales europeas de la cultura»? ¿Es o no una política que permite atraer la atención sobre una ciudad, sobre su patrimonio histórico, sobre sus hijos ilustres o sobre las nuevas manifestaciones artísticas a las que se presta escenario y ayuda para su exhibición? Y, sobre todo, en un ámbito cercano a éste, el de la educación, ¿sabe usted los miles de estudiantes que hoy pueden visitar, gracias a los programas Erasmus, universidades extranjeras, conocer sus métodos de trabajo o entablar relaciones de amistad con profesores o compañeros? En el pasado, ¿cuántos jóvenes españoles o portugueses se podían permitir el lujo de desplazarse a un centro especializado de Alemania, de Inglaterra o de Italia? Convendrá usted con nosotros que sólo hijos de familias muy acomodadas han disfrutado durante siglos de este privilegio que tan incalculable valor tiene para personas en formación.

El déficit democrático es estrofa inevitable en el discurso político europeo. Y usted la incorpora al suyo. Un recurso dialéctico muy sencillote porque es evidente que siempre aspiraremos a más democracia: en eso consisten precisamente -como usted nos ha enseñado en sus libros- los cauces anchos y ventilados que las sociedades democráticas propician. Pero poner como ejemplo de mecanismo democrático el referéndum es olvidar que éste es uno de los juguetes más cariñosamente utilizados por todos los dictadores que en el mundo han sido y usted, que conoce la historia reciente de España, lo sabe bien. Con Franco no teníamos democracia pero tuvimos muchos referendos.

De otro lado, Europa cuenta con un Parlamento elegido por sus ciudadanos. Es verdad que la participación en las elecciones europeas es baja, pero esto se debe a que no existe una educación europea en los colegios, tal como usted acertadamente denuncia; también a la escasa atención que en los procesos electorales se presta a las cuestiones europeas, así como al limitado seguimiento por los medios informativos de las actividades que se desarrollan en Estrasburgo a lo largo de una legislatura. Pero, ¿qué diríamos si no existiera esta magna Asamblea, única en todo el planeta y modelo quimérico en otros continentes?

Denuncia usted el dinero que desembolsa ese Parlamento en mantener un canal de televisión. Pero ignora que, gracias a ese canal, cualquier persona en cualquier parte del mundo puede seguir en tiempo real las intervenciones de los parlamentarios en el Pleno, en las Comisiones y en otros debates que allí se celebran. Ítem más: el voto de cada uno de los diputados se puede conocer por millones de ciudadanos a los pocos minutos de haber sido emitido. ¿No pedimos transparencia en la discusión de los asuntos públicos?

Permítanos una confesión personal. Uno de nosotros es parlamentario europeo, representante de un pequeñísimo partido político español. Pues bien, jamás ha tenido la más mínima dificultad para tomar la palabra en los Plenos y, por supuesto, en las Comisiones. Lo que es bien probable que no hubiera podido hacer en muchos parlamentos nacionales, allí donde -según usted- todavía se cultiva la democracia y la división de poderes.

¿Escenario paradisíaco el que pintamos? En absoluto. Los defectos en la construcción del edificio, las deficiencias en el funcionamiento de sus instituciones, la falta de brújula en la conducción de ciertos asuntos, etcétera, todo ello es denunciado por quienes creemos en Europa una y mil veces, oralmente y por escrito. Nosotros desde luego así lo hemos hecho en libros y acogiéndonos a la amabilidad de este periódico.

Sabemos que la definición de un «interés europeo» es tarea titánica pero no menor que la definición de un «interés nacional» ayer y hoy desfigurado por la presión que ejercen cientos de centros de poder difusos pero siempre activos. En el mundo moderno ya no es «el hombre un lobo para el hombre» sino que el hombre es un lobby para el hombre. Pero esto, convendrá usted con nosotros, vale para la Europa unida como valdría para la Europa desunida. Mire usted, si quiere ratificarlo, hacia su entorno bávaro.

Nos sorprende que, para hacer la crítica de las instituciones europeas, no haya recurrido a la excelente y demoledora prosa que se contiene en el libro de Jochen Bittner So nicht, Europa! (Munich, 2010). Es Bittner un notable conocedor de los pasillos y de los entresijos del poder en Bruselas, siendo sus amplios saberes lo que le permite huir de tópicos y lugares comunes.

Admirado Enzensberger, nos quedamos con los magníficos diálogos entre el joven economista y la soprano jubilada de su inigualable Josefina y yo, o con su insuperable El diablo de los números, y con tantas otras páginas de sus libros que seguiremos siempre regalando a nuestras amistades. Nos alegrará que siga usted con salud.


Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UpyD. Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto (2011, Marcial Pons).

lunes, 20 de febrero de 2012

Carnaval

En época de carnaval hasta los artículos de los periódicos deberían aparecer disfrazados. Con erratas y el título cambiado, el nombre del autor velado tras un seudónimo, libres de enseñanzas, entregados tan solo al juego y a la chanza. Así es como se disfraza una columna y se la libera de su quietud habitual de artrítica. En carnaval se impone dar alas a las páginas de los periódicos para que salgan al espacio, preservadas de pensamientos sesudos, dedicadas simplemente a asustar a los lectores.

Sin descartar claro es el antifaz de la buena prosa, lo único que justifica un sitio en los papeles. Con ella -con la buena prosa- podemos hacer maravillas porque es la máscara que nos permite decir burradas y practicar el arte de la ocultación de una manera equívoca, fecunda y divertida. Los escritores, si son tales, es porque saben manejar la serpentina de los adjetivos. ¿Qué son los versos sino el confeti que esparcimos para comunicar nuestros sentimientos? Todo poema -excepto los que escriben poetas muy pelmazos de los que hay copia- debería tener alma de confeti. Y lo mismo ocurre con el género de las greguerías, pensamientos, aforismos o guindas en aguardiente, como yo he llamado en un libro a mis ocurrencias efímeras. Se lanzan al espacio con la intención de que queden enredados en los cabellos de los lectores y se adornen de partículas por breve espacio de tiempo. Quitárselos cuesta algo como cuesta librarse del mensaje que traen las greguerías tras quitarles el celofán de la ligereza. También sirven estas para ponerlas en el ojal y dar brillo al traje y conquistar así a una señorita por una eternidad fugaz, intensa e inolvidable. La moda de pegar parches en las rodilleras o en el tafanario no es más que una forma de poner sufijos. Y el sombrero con pluma de colorines que se gasta en los bailes ¿qué es sino la forma de escribir una interjección? Esas señoritas que van medio desnudas en una carroza -con nuestras ciudades gélidas- hacen un esfuerzo de excentricidad que debe agradecerse: el de disfrazar a nuestras calles de brasileñas, con sus calores tersos como capullos.
O sea que, como digo, en carnaval, el artículo disfrazado, burlón, apto para ser enterrado -con la sardina- sin remordimiento alguno.

No sé por qué me recuerda esta época de carnaval a la bohemia antigua, esa que ya ha desaparecido porque ahora los escritores gastan cartera de piel, móvil analógico (que no sé si existe pero debería existir) y una conferencia sobre el arte de narrar siempre dispuesta para colocársela al concejal de cultura que a tiro se ponga. El bohemio tradicional no podía ni soñar con ese concejal y, si llevaba la conferencia, tenía la misma función que el preservativo que guardan algunos en el bolsillo con la ilusión de usarlo en ocasión propicia pero sin esperanza alguna tangible. Ese bohemio tradicional y gargajoso de mil bacilos era un señor permanentemente de carnaval porque metía de matute -disfrazados- sus productos averiados que eran aquellas novelas por entregas tan infames y tan inanes. Lo había rendido la vida y lo había desengañado, de la misma manera que se halla rendido y desengañado quien en una noche de carnaval se ha pasado las horas bailando y al final descubre que está solo y que, pasada la borrrachera, ya no puede convocar a las musas ni a las gracias sino que tiene que conformarse con irse a la cama con un par de aspirinas.

Pero, mientras dura, hay que disfrutarlo y sacar el fruto al disfraz, aprovechando para encender la bengala de lo imprevisto e iluminar con ella los espacios de la incorrección. Es el momento de cultivar el capricho, la extravagancia, de hacerse el estrafalario haciendo afirmaciones inesperadas y fantásticas. Es el momento de hacer la caricatura a nuestra vida.

sábado, 4 de febrero de 2012

A la busca del humor perdido

En Madrid se puede visitar estos días una exposición dedicada a La Codorniz. Pocos jóvenes sabrán que fue una espléndida revista de humor de la época franquista en la que unos cuantos escritores y dibujantes derramaban todas las semanas sobre el papel un ingenio absolutamente demoledor. Se trataba de subvertir el orden social con el arma de la pluma, de reírse de lo que tan serio parecía en aquella sociedad pacata y poner en la picota a tanto cursi petulante. Lo curioso es que quienes alentaron aquella publicación eran personas de derechas sin mezcla de trampa alguna, entre ellos notoriamente Miguel Mihura, su fundador, un mago inolvidable de la agudeza corrosiva.

En una época de hambre lacerante, un mendigo le dice a otro: “si empiezas a preocuparte por el estómago es mucho peor. Tú come de todo”. Algo parecido: “llevamos tres días sin comer, señora” a lo que responde la interpelada: “¡vaya fuerza de voluntad!”. O esta muestra de tierna compasión: “ha tenido suerte, amigo: en vez de fusilarle al amanecer, le fusilaremos al atardecer. Así no tendrá que madrugar”.

Hoy, aunque hay buenos humoristas gráficos, no hay una revista que cultive el tipo de humor destructor que fue propio de La Codorniz. En este sentido la única que me gusta es una digital llamada “El Mundo Today” que trae titulares como el siguiente: "Aferrarse a la vida porque sí es un acto insolidario. Los tanatorios españoles piden más muertos”. O este otro: “herido un periodista al estallarle una noticia que estaba manipulando”. O: “una mujer de cien kilos gana la prueba de salto de régimen”.

No es extraño que en épocas de dictadura o en sociedades muy rígidas surjan revistas críticas que el poder tolera. En Austria de principios del siglo XX, Karl Kraus estuvo publicando “Die Fackel” desde cuyas páginas no dejó títere con cabeza: la hipocresía medioambiental, el psicoanálisis de moda, la corrupción rampante en el imperio de los Habsburgos, el nacionalismo pan-alemán, la política económica o la no intervención y otros asuntos tabú de aquella época, severa y poco complaciente. La diferencia entre “Die Fackel” y “La Codorniz” es que aquella fue más bien minoritaria mientras que esta era muy leída y comentada en todos los ambientes sociales en la época de la dictadura. Cuando a Franco se le ocurrió alterar el orden de los apellidos de un nieto para que no se perdiera el suyo, “La Codorniz” salió de esta forma titulada: “Codorniz La”.

España vive en un ambiente de libertad de expresión como nunca antes había existido. Cuando se evocan bobamente los años de la II República se olvida que en ellos el arma de las sanciones y cierres de periódicos se usó con largueza, tanto en el período social-azañista como en el radical-cedista y no digamos a partir de la victoria del Frente Popular en 1936. ¿Se imagina alguien que hoy día el ministro de la Gobernación pudiera cerrar un periódico o tachar un artículo? Pues eso se hacía casi todos los días al amparo de la Constitución de 1931.

Sin embargo, hoy en España existe algo que es al tiempo torre y tapón: la autocensura, la conciencia que tenemos quienes escribimos de que hay asuntos intocables, a menos que nos guste que nos zurren la badana. Y esta actitud temerosa tiene una influencia maligna en el cultivo del humor y en el ejercicio de la destrucción suave y de buenos miramientos que este propicia.

Plumas como las del citado Mihura, las de Tono, Edgar Neville, Acevedo, el propio Álvaro de la Iglesia, de Jardiel o los personajes de las comedias de López Rubio ¿qué dirían hoy ante la cabalgata de despropósitos que a diario pasan ante nuestros ojos?

Sabemos mucho de la prima de riesgo y distinguimos el Ipod del Ipad, llevamos ropa de seda, honramos como se merecen las añadas de los vinos y contratamos viajes y safaris, pero ¿sabemos reírnos de nosotros mismos, de esa flor en sazón que es nuestra cursilería? ¿Somos conscientes de las cuchilladas que silbarían a nuestro alrededor si no se prodigaran tantos silencios de miedo ni estuviéramos enterrados bajo la lápida de la cobardía?