viernes, 25 de febrero de 2011

Sacerdotes virtuales

La confesión o el sacramento de la penitencia es, como se ha dicho con acierto, “la panacea del confort espiritual” (G. Puente Ojea) y se instaura cuando la parusía (o segunda venida de Cristo) se dilata en el tiempo. ¿Cómo calmar los ánimos de los impacientes que además seguían pecando porque la carne es débil y las pasiones tienden al descontrol? se preguntaban los aficionados a estas cuestiones enrevesadas desde san Pablo para adelante.

La respuesta fue el sacramento de la penitencia. Que era pública en un principio y estaba ligada a unas penas severas pobladas de oraciones interminables, ayunos mortificantes, abstención del sexo, limosnas a tullidos etc. Quien redimía así sus pecados no por eso volvía a una vida ordinaria plena pues se le prohibía casarse y, lo que es lacerante, se le obligaba a inscribirse en una cofradía de penitentes donde se debían de aburrir de manera concluyente. Ya me dirán qué hacía un soltero teniendo que compartir sus ratos de ocio con otros penitentes que arrastraban como podían la marca de la infamia.

La flexibilidad se impuso y entonces es cuando surge la confesión auricular y reservada, es decir, el confesonario, ese artefacto que vemos en las iglesias y que está a medio camino entre el armario y la ventanilla de una oficina. Y no es mala invocación esta última pues, en efecto, la administración del sacramento cada vez se asemejaba más a la tramitación de un expediente. Que concluía con una penitencia puramente ritual y, lo que es más importante, con la absolución antes de su cumplimiento.

A partir de ahí el sacramento será un poderoso mecanismo de control social pues el confesonario se convierte en un lugar desde el que, como describe Clarín en “La Regenta”, se podía dibujar el mapa de la ciudad en punto a nombres y apellidos de pecadores y sus pecados preferidos, domicilio de las traiciones, rostros de las infidelidades y demás trapacerías con absoluta precisión. El poder que viene ligado a ello no es necesario destacarlo y era semejante al que hoy día tienen esos ministros del Interior que -como el nuestro- alardean de “saber mucho de todo y de todos”. Y de todas, me temo.

Pero la disciplina de las penitencias se ablandaría más y más y, por ese camino ancho y holgado, llegamos a la práctica bajomedieval de las indulgencias generales y plenarias que borraban miles de pecados de un plumazo volviéndose a la hoja en blanco de la inocencia. Hoy, que se habla tanto del “derecho al olvido” en internet, habría que buscar una fórmula emparentada con esta ideada en el seno de la Iglesia. El pecado se despersonaliza ya de forma rotunda y de aquí al abuso de la venta de las indulgencias y a Lutero, a las 95 tesis clavadas en el portalón del palacio de Wittenberg, etc no había más que un paso y ese paso se dio. Con las consecuencias conocidas.

Pues bien, ahora hemos llegado al colmo de la trivialización de todos estos gloriosos remedios. Resulta que una aplicación en el ordenador que se descarga con la misma frescura con que se descarga un paisano el texto de la ley Sinde permite acceder a los beneficios de la absolución, pagando -eso sí- la modesta cantidad de un euro y medio. Es decir, un católico se puede confesar vía iPhone o iPad. A través de la aplicación se accede a una serie de preguntas -cuantas veces, con cuantas mujeres etc- y finalmente se impone la penitencia: el rezo de un Ave María o un par de Credos, nada agobiante.

Además, al final, en una pantalla, aparece un texto que conforta al pecador. Y le recuerda que es obligación suya acudir a este alivio con la frecuencia que su desorden lo exija.

Toda aquella polémica acerca de si el oficiante debía o no estar libre de pecado (opere, operato, operans ...), que luego dejó obsoleta la funcionarización del cura, cobra ahora una dimensión concluyente pues internet no comete pecados. ¿O sí los comete? Cualquiera sabe, he aquí un bonito asunto para empezar de nuevo la controversia teológica ...

domingo, 20 de febrero de 2011

En el principio fue el hacha

Ha sido, está siendo emocionante, las mejores sensaciones se suceden en nuestra piel, que vibra y vibra, a veces las mismas lágrimas afloran y rompemos en un llanto quedo y tímido pero gozoso porque sale de las entretelas más íntimas, también de recuerdos remotos alojados en la alcancía de la memoria.

Contemplamos las escenas con regocijo y con la envidia, ay, de no ser ya jóvenes, de tener nuestras miradas trabadas por esas lianas que son los cabellos blancos, de estar prostituidos por compromisos, por componendas, por ese pasteleo inmenso y agobiante en que la vida adulta consiste.

Pero a distancia compartimos, participamos, colaboramos ¡cómo no! con el espectáculo que es explosión de generosidad, de esa grandeza que solo los jóvenes están en condiciones de protagonizar. Porque es su privilegio, la envidiable prerrogativa de la edad, pues que tienen aún la vida desliada, desenvuelta, seres como son todavía ajenos al chanchullo y al enjuague.

Es la hora en la que aún vuelan los afectos puros sobre los campos vírgenes porque no hay enemigos ni venenos de los que emponzoñan el agua, los vientos y las oficinas.

Ya les llegará, claro es, porque la cadencia del tiempo es inexorable y ni conoce la piedad ni teme aniquilar las quimeras. Les llegará, decía, como nos ha llegado a todos, pero ahora, a los veinte años, es el momento gozoso del desinterés, del compromiso con las causas nobles, porque es la única oportunidad que los dioses conceden para poder ser en la vida romero, solo romero, que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo, tal como nos enseñó el poeta.

Y cuando hay un tirano que oprime y a lo lejos se ve la ancha hacienda de la libertad, ese joven va hacia allá para instalar en esa tierra bendita y libre su tienda, frágil y firme, para en ella velar, dormir y gozar. Y, con otros compañeros de otras tiendas y las mismas esperanzas, arrojar desde ellas piedras al tirano y cubrirle de insultos, para soliviantarle y sacarle de sus casillas, para que se dé -aturdido primero, desesperado después- a todos los diablos porque unos jóvenes están alterando su sueño putrefacto y corrupto. Su sueño que él cree poblado de hechos gloriosos pero que en realidad son hachas vengativas y erguidas, de esas que manan sangre sin cesar. Porque para el tirano en el principio fue el hacha.

Por todo esto es tan bonito y emotivo ver en los telediarios a los jóvenes universitarios españoles organizando manifestaciones de apoyo a quienes claman por la libertad en Túnez, en Egipto, en Argelia ... Lo reconozco y no me avergüenza confesarlo: me invade la efusión, la sensiblería incluso, cuando leo en los periódicos el encierro que protagonizan unos estudiantes en esta o en aquella Facultad, la huelga de hambre de aquellos otros, la recogida de firmas en un escrito que presentan a los viandantes para despertar sus conciencias abotargadas ... Estos días -lo estamos viendo- las Universidades españolas hierven: en Madrid, en Bilbao, en Barcelona, en Sevilla, en Santiago de Compostela ... No hay distinciones, todos unidos en la causa común por la defensa de la libertad en los países árabes que son, a fin de cuentas, nuestros hermanos. ¿No tenemos todos un poco el alma de nardo del árabe español -otra vez me susurra al oído el poeta-?

Y lo mismo en París, en Berlín, en Roma, en Lisboa, en Londres, donde hace poco también se manifestaron miles de jóvenes altruistas contra la subida de las tasas ...

¡Fuera cepos, fuera candados! se oye sin cesar en los claustros. Estamos ante la explosión de una sangre joven, una sangre especiada en ilusiones, que no puede soportar la injusticia.

sábado, 12 de febrero de 2011

Periódicos que mienten a sus lectores

Se queda uno como paralizado, inmóvil y, cuando empezamos a recuperar el fluir normal de los sentidos, se escarba en la memoria y es en ella donde se remueven las imágenes de un pasado que tiene pálpitos de historia antigua, de algo que ha estado sepultado allá en las honduras y que de pronto adquiere contornos y hechuras claras. Aquello que vagaba como fugitivo e impreciso en los ecos del pasado cobra presencia cercana e inmediata, disipadas ya todas las nieblas.

Y sale la emoción del viaje, su preparación minuciosa, sus gozosas esperanzas ... El coche a punto, el itinerario seleccionado, el punto preciso por el que vamos a salir de España, por el paso de La Junquera en Cataluña o por el puente de Behobia en el País vasco, para mí el apropiado porque yo entonces vivía en Bilbao. La llegada a Biarritz o a san Juan de Luz, la búsqueda del local, la cola para comprar, cola de hermanos unidos en los mismos pálpitos, la entrada adquirida y ya en la mano apretada que temblaba y temblaba porque aquello era antes trofeo que simple credencial para el acomodador.

Si la sala era oscura se debía a que los ritos exigen penumbras para que todo el ser vibre y se concentre, para que la atención sea máxima y se dirija sin perturbaciones hacia el punto luminoso, hacia el exacto ángulo que nos ha de llenar de gozo y ha de envolvernos en la magia de las imágenes trémulas y en alarmas de alegoría.

Y entonces, recogidos allí como me consta que se recogen quienes se entusiasman en los oficios religiosos, todos muy en silencio y con circunspección de neófitos, aparecía en la pantalla María Schneider haciendo y diciendo no sé qué cosas. Porque la verdad es que nadie atendía a lo que esa mujer hacía o decía ni a nadie importaba en qué episodios se hallaba envuelta.

Lo trascendente era ella, su pícara mirada; su pelo alborotado o recogido en anárquica oferta de caprichos; sus pechos, enormes vasijas en gozoso desequilibrio porque uno -el izquierdo- era más firme y se hallaba asentado en su tronco con el desafío que es propio de las gárgolas de catedrales muy conscientes; el otro -el derecho- vagaba más a su aire, caía de forma más despreocupada, como queriendo desafiar la ley de la gravedad pero al final se recomponía y mostraba su seriedad inconfundible, seriedad de pujanzas inequívocas.

María Schneider se nos mostraba como lo que era: “une fleur du mal” que hacía mucho bien porque exaltaba la imaginación y enderezaba en la buena dirección el rumbo de los pensamientos deshonestos.

La Schneider sobresaltaba la honestidad del más casto de los varones, nos hacía odiar con vehemencia a Marlon Brando, y nos transportaba a la región donde suenan esas campanas que nos convocan a pulsar en todos los timbres del pecado.

Era deseable como la mujer de otro. Bien mirado, es lo que en puridad era.

Y ahora nos dicen los periódicos que esta mujer ha muerto. Menos mal que nosotros sabemos que los periódicos gustan de sobresaltarnos y sobre todo que mienten como canallas astutos que son, ávidos de nuestro dinero. Y que por sobrevivir en este mundo sin lectores son capaces de inventar las historias más truculentas. Como esta, la de que María Schneider ha muerto. Ella: maceta de todas las flores, catarata inextinguible de todos los bríos. ¿Qué sabrán los periodistas de la vida y de la muerte?

domingo, 6 de febrero de 2011

Caca de elefante

¿Se presta o no se presta el arte actual al camelo? Esta es la pregunta que vienen haciéndose las gentes sensibles cuando tienen un rato libre desde hace varios decenios a la vista de las obras que se exhiben en las salas de exposiciones.

En Londres se ha galardonado con un prestigioso premio a un joven pintor que emplea boñigas o mierda de elefante para sus ingeniosas creaciones. Sin duda hay quienes piensan que donde se ponga el óleo o la acuarela que se quite el excremento de un vertebrado por muy elefante que sea. Son personas que se niegan a ver el progreso y que piensan de manera rutinaria que este simpático proboscidio solo sirve para los números de circo y para transportar nababes en la India. Sin embargo, tras el galardón londinense, se ve que se trata ésta de una forma de pensamiento anticuada, poco dúctil y desde luego refractaria a los nuevos signos que emite el arte en esta nueva centuria.

Que la mierda de elefante es un instrumento para el despliegue de la imaginación creativa es algo evidente y además está sancionado por la crítica. El hecho de que se haya tardado tanto tiempo en descubrirlo nos ilustra acerca de la torpeza y las limitaciones creativas que padecieron Rubens, Velázquez o Goya, obtusas criaturas que no lograron ver más allá de sus pinceles.

Hay, sin embargo, un problema y es que la mierda no se presenta en el estado natural en que sale del ano del voluminoso animal sino que el artista la seca y la barniza como pasos previos a pincharla con alfileres en sus apreciables lienzos. Estoy seguro de que lo hace con la mejor intención y rodeado de los mayores miramientos pero la verdad es que nos asalta la duda de si es lícito manipular el zurullo de un elefante y si no sería más propio, y sobre todo más respetuoso con el animal y sus evacuaciones, poner la deyección en su forma prístina de manifestación, sin alterarla ni "humanizarla" en forma alguna. El debate está servido y sobre él se pronunciarán los más acreditados expertos. Desde la humildad del simple e ignaro espectador, me atrevo a sostener que cualquier operación destinada a alterar la cagada tal como ésta comparece en la Naturaleza es un artificio que debe ser juzgado con la mayor severidad porque ¿qué ocurriría si el artista, además de barnizarla y secarla, la adorna con una banderita o la mezcla con nata batida o con una salsa vinagreta?

Y es que está muy bien el uso de una buena diarrea si se tiene el compromiso inaplazable de una exposición, pero ¿puede el artista, invocando su libertad creativa, alterar un producto hasta desnaturalizarlo? Se trata probablemente de un problema de límites: esto es lícito, aquello ya no. Pero cuanto más estrictos seamos, mejor para el arte. Si hoy aceptamos que se barnice la caca de un elefante ¿no acabaremos admitiendo que se haga una caldereta a base de los tomos de la enciclopedia Espasa?

Mi opinión pues es que está muy bien que el artista londinense haya envíado el óleo y la acuarela al desván de las antiguallas, merecido lo tenían, pero lo que resulta más difícil aceptar es que no respete como se merece el cagajón, que es lo que es, y a mucha honra, por lo que nadie está legitimado para su alteración por muy creativo que sea.

Acaso sea el atrevimiento de este hombre lo que ha llevado a otro artista a llenar cuatro inmensas vitrinas con órganos disecados de ganado vacuno y presentarlos tal cual en una acreditada sala londinense (¡ay, Londres, ¿cuándo cerrarás de una vez la National Gallery?). Obsérvese el desparpajo del creador al "disecar" los órganos de las apacibles vacas. ¿Quién es él para disecar nada? ¿Le gustaría que hicieran con su perineo lo mismo? ¿por qué no se atreve a disecar los peinados de la señora Thatcher o los calzoncillos del príncipe heredero? No y no. Los órganos de las vacas, teniendo en cuenta que el más importante de todos ellos es la mama, merecen un respeto por parte de los humanos. ¿Qué es eso de disecar una teta? Si la ubre es la fuente nutricia de donde todos venimos ¿cómo es posible atreverse a someterla a las manipulaciones de la taxidermia? Se comprenderá ahora que toda severidad es poca cuando de artistas envanecidos se trata: si su genio les conduce a llenar un armario de órganos de vacas que éstos sean frescos, rozagantes y sobre todo ¡ojo, mucho ojo, con la teta!

Admitamos, con Santo Tomás, que el arte suple las deficiencias de la naturaleza pero no que las falsee impunemente. Queremos el boñigo de elefante, al natural, con su proverbial encanto intacto. Como dijo el clásico, y si no lo dijo debió decirlo, florezca el arte allá donde crezca el zurullo.