viernes, 30 de septiembre de 2011

Viaje y viraje de la identidad







Desde hace años tenemos de moda en España hablar de las identidades de suerte que hay como una cadena de identidades, un rosario inacabable pues se superponen en capas sucesivas y al cabo forman un milhojas que nos confunde.

En las épocas pasadas y comedidas la identidad ha estado referida siempre a los individuos y ello se expresaba en el «carné» o documento de identidad. Uno se llamaba Roberto Alfredo y añadía sus apellidos, la fecha de su nacimiento, su huella dactilar, su foto con cara de asustado y poco más. Y con esa identidad iba por el mundo con cierta seguridad aunque a veces en el extranjero se podían cometer errores como el que cuenta Wenceslao Fernández Flórez a quien ponían en los impresos de los hoteles el nombre de Fernández, el apellido de Flórez y, como profesión, Wenceslao. Pero eso le pasaba a este escritor por tener un nombre tan raro que sonaba a polaco o a alguno de esos países balcánicos de historia desmesurada y atrabiliaria. Siendo gallego como era podía haber recurrido al de Santiago y se hubiera evitado molestias.

De esta identidad personal e intransferible pasamos a las identidades locales, a las regionales, a las nacionales y ahí empieza todo ya a embarullarse. Hasta el barrio en el que se vive pretende segregar una identidad propia, diferenciada del barrio de la estación del metro de un poco más allá. Este es el caldo de cultivo de esa confusión a la que aludía al principio y que lleva un poco al desconcierto de quienes, faltos de sindéresis, ignoran a qué identidad acogerse, no pareciéndoles suficientemente confusa la suya propia. Téngase en cuenta que la identidad es la circunstancia de ser una persona la que dice ser y ¿quién de verdad sabe qué es? Si todo en nuestras entretelas es un pozo negro de contradicciones, de saberes y de ignorancias, de memorias y olvidos, de seriedad y de picardía ¿con qué nos quedamos al final? Y es que quien realmente sepa lo que es ya está en disposición de entender hasta lo de la prima de riesgo.

Ahora, calcúlese si a la identidad personal se añade la de ser riojano, asturiano, salmantino o egabrense. El barranco de la mezcolanza se abre ante nosotros y no es extraño que en él, en sus hondones, haya crecido la planta de «lo identitario» que es palabro felizmente no aceptado por la Academia pero que circula entre gacetilleros y rascaplumas.

Porque «identitario», aunque emparentado con identidad, es ya un escalón más arriba, un concepto más compacto y de una solemnidad bien precisa. Tanto que sobre él se tratan de edificar nada menos que instituciones políticas singulares e incluso un Estado con su jefe, sus banderas, su himno, sus carteros y su orquesta sinfónica. Hemos llegado tan lejos que disponer de una fiesta local propia con su Virgen, su procesión y su suelta de vaquillas nos da derecho a reclamar un trato político diferente y deferente.

Buena parte del desvarío que vive España en estos momentos tiene su origen en el viaje que va de la identidad a lo «identitario».

Y como en él estamos instalados asistimos a perversiones que ya dan mucha risa. Vivimos ahora muchas fusiones de cajas de ahorro por las trapacerías cometidas por sus directivos. Pues bien, para tranquilizar a sus imponentes, expresión pomposa con la que se conoce al cuitado que tiene una cuenta corriente en números rojos, se le dice que puede dormir a pierna suelta pues «su caja no va a perder su identidad». Cuál sea la «identidad» de una caja de ahorros es un misterio para ese ser desesperado pero la existencia de misterios es lo que nos mantiene erguidos y con ganas de seguir bregando.

Me doy cuenta, meditando sobre estos asuntos, que soy un privilegiado pues compro la medicación en una farmacia con identidad propia y echo gasolina solo en surtidores con identidad definida. Esta es la ventaja de ser uno de letras.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Palabros para la Universidad

Una especie de tic profesional me lleva a leer la ley de Economía Sostenible que las Cortes han aprobado recientemente. Con ella se pretende enderezar nuestra maltrecha situación y, si el asunto va de necedad lingüística, entonces estamos salvados. Porque pasma la fecundidad de sus redactores a la hora de renovar el Diccionario y lo malo es que los señores de la Docta Casa se apresuran a acoger esta mercancía averiada con una diligencia censurable. Desde mi ignorancia, me atrevería a proponer a estos sabios la creación de un pudridero donde dejaran descansar los palabros que ponen en circulación los gacetilleros de los deportes y los tecnócratas a la violeta de los ministerios para que allí tomaran el polvo de los años y el rapé de la sindéresis. Veintitantos están los cuerpos de nuestros monarcas sometidos a la acción despiadada del tiempo antes de pasar con todos los honores al ilustre panteón, ya convenientemente achicados y adecuadamente emperifollados para comparecer, en medio de velones moribundos, al espectáculo de la eternidad.

Pues así debía hacerse con esas palabras que colocan en el mercado de los decires quienes no leen jamás. Una verbigracia: me sueltas lo de la «trazabilidad», pues ahí que te llevo al pudridero y a ver si resistes el paso de los años y el fluir de las estaciones. Si sobrevives, al Diccionario; si fuiste moda pasajera y estúpida de iletrados que no han leído a fray Luis de León, al centro de tratamiento de residuos. Claro es que también tienen que estar previstas reacciones más contundentes. Recurro a otra verbigracia: si alguien nos dice que, en los próximos comicios, va a elegir la «gobernanza» de España, directamente se le acomete para dañarle el hígado empleando la mayor violencia disponible y luego que venga el juez de instrucción. Pero el honor ha quedado salvado.

Vuelvo a la ley de Economía Sostenible, título que es ya una cursilada entre las cursiladas sublimes. Hay en ella un capítulo dedicado a la Universidad, mejor dicho, al «sistema universitario»: un monumento a la imbecilidad creativa, a una imbecilidad refinada, alquitarada, puro merengue corrompido. Desde los escritos de Humboldt y, entre nosotros, de Ortega, teníamos todos más o menos claro qué era la Universidad. Pues no es así, estamos ante innovaciones trascendentales: ahora sirve para promover la competitividad, la mejora en la eficiencia, facilitar la gobernanza, la implementación de buenas prácticas, atraer capital privado, incorporar habilidades y destrezas, fomentar el emprendimiento (sic), promover la agregación de instituciones, crear un entorno de innovación...

He copiado directamente y, mientras lo hacía, oía una voz en mis entretelas que me pedía que parara, que no hiciera más sangre del desatino ajeno, que tuviera piedad. Sólo ha faltado que se añadiera que también servía para facilitar la digestión y ayudar a disolverse los cálculos biliares...

El lector habrá advertido que no he puesto comillas. En efecto, las he omitido porque tengo un grandísimo respeto a las comillas y no quiero violentarlas haciéndolas comparecer entre palabras necias y prestarles así una dignidad de la que carecen.

Las comillas merecen deferencia como las hijas que son de las comas. La coma no debía estar sola y el ortógrafo -siempre liberal y comprensivo- le dio como compañero al punto. Y, ya juntos, engendraron las comillas, que son esas chicas responsables que se organizan la vida por su cuenta. Ellas decidieron, libremente, acompañar a las palabras. Una función aparentemente subalterna pero que tiene la dignidad del cosmético que fija y realza.

Claro que deben administrarse con mesura, nunca para enmarcar desechos lingüísticos como los citados procedentes de la ley de Economía Sostenible. ¿O será indigerible?

viernes, 9 de septiembre de 2011

El tiempo encadenado

Cuando parece que la inventiva española desfallece y se anega en nimiedades, aparece de pronto el estro redivivo que logra alumbrar un hallazgo de los que se asientan en los libros de historia.

El último se aloja en las normas laborales. Nunca pude pensar que en tales textos, insípidos y escorbúticos productos de la legislación, pudiera hallarse nada digno de atención. Y, sin embargo, la sorpresa ha saltado y yo la acojo y le doy la bienvenida.

En España se ha inventado el “contrato temporal encadenado”. ¿Quiere decir que quien tiene un contrato temporal, indignado por su precaria situación, se encadena como signo de protesta a los barrotes que sirven de protección al Palacio episcopal? ¿O a los de la Caja de Ahorros? En absoluto, lo entendemos mejor si lo llamamos “encadenamiento de contratos temporales”. Significan -si yo he entendido bien pues pudiera ser que esté disparatando- que los vínculos que ligan al trabajador con el empresario están concebidos en términos temporales -días, meses, lo que sea- pero se encadenan de manera que forman un continuum, una especie de ese perpetuum mobile que se oye en la música sobre todo en los conciertos de Año nuevo, gracias a la inspiración de Johann Strauss.

¿Nos damos cuenta de lo que esto significa? Nada menos que un desafío en toda la regla al tiempo, ese monstruo voraz, ese animal sin entrañas que se posa sobre nuestras vidas sin que nadie le haya invitado, y que nos devora, y nos pinta arrugas, y nos llena de canas, de ácido úrico, de mala leche ... El tiempo, musa de los poetas, ahora se halla vencido, como el pobre don Quijote cuando volvía a su aldea natal, pues que puede ser burlado y encadenado a sí mismo, lo que lo convierte en tiempo perpetuamente renovado, es decir, en la eternidad que todo lo disuelve (hasta el tiempo).

Estas paradojas me gustan mucho y me recuerdan la columna que escribía Josep Pla en la revista “Destino” hace años bajo el título genérico de “calendario sin fechas”. Él decía que era un contrasentido impuesto por el editor y, en efecto, sonaba a algo así como a unos Alpes sin Aníbal o a un juzgado penal sin unos buenos reos, pero lo cierto es que son un acicate para la imaginación.

Que es, entiendo, de lo que se trata. Porque las leyes laborales no creo que haya nadie en el mundo que se las tome en serio, fuera de los esforzados galeotes que de ellas viven, pues cada estación del año se aprueba por el Gobierno de turno su reforma pactada con estos y con aquellos ... (que siempre son los mismos): el otoño, la primavera, el invierno ... tienen la suya propia que acuden a la cita con la regularidad de las castañas, las cigüeñas o el pavo de navidad.

La imaginación a veces se reseca y, entonces, es preciso acudir al “más difícil todavía” de los trapecistas de circo que, en este caso, es el descubrimiento sensacional del “encadenamiento de los contratos temporales”, última moda de la próxima temporada.

Y aquí es donde viene mi inquietud porque la temporada dura poco, menos que esas semanas eternas que anuncia el Corte Inglés, y entonces si en invierno derogamos, como se hará, el “encadenamiento” y ya el tiempo vuelve a ser lo que era, apremiante, implacable, fugaz, pasajero, litúrgico ¿qué queda del nuevo contrato ligado al calendario sin fechas de Pla?

Si no se encadenan las reformas laborales y cada una vive su propio destino en lo temporal ¿cómo diablos se encadenan los contratos temporales nacidos bajo su cobijo? ¿quién corre detras de quién?

Contestar estas cuestiones exigiría encadenar esta sosería a la siguiente y eso son ya ganas de matar el tiempo.