domingo, 29 de agosto de 2010

Los cautivos liberados

Todos nos alegramos mucho por la liberación de los españoles que habían sido secuestrados por unos delincuentes en esos lejanos territorios donde los dioses abandonan a los hombres a su suerte.

Pero la verdad ¿qué quieren que les diga? Prefiero el comportamiento de los misioneros clásicos, de aquellos jesuitas, cartujos o dominicos que tomaban el camino de África para adoctrinar con el catecismo del padre Astete o del padre Ripalda y además enseñaban a leer a los chiquillos. El día en que la despensa del jefe de la tribu flojeaba en vituallas, los nativos acudían a la misión y de ella sacaban al pobre misionero que iba derechito a la cazuela. Ya podía desgañitarse pidiendo socorro: su destino estaba sellado. Cocido, aderezado con las más aromáticas especias de la selva, se serviría bien calentito, troceado y repartidos sus cuartos conforme al rango de los comensales. Que estos frailes conocían el posible destino de sus muslos era evidente y, sin embargo, allá se iban con sus par de conocimientos teológicos, convencidos de que iban a salvar almas que, de lo contrario, serían huéspedes eternas del Maligno.

Preferiría yo también que, en lugar de los ministros de asuntos exteriores, que tantos desaguisados suelen causar en el (des) concierto internacional, encomendáramos la liberación de las personas apresadas a la “Orden de la Santísima Trinidad y de la Redención de Cautivos”, fundada allá en los amenes del siglo XII y que tan fecundos frutos han rendido a la humanidad. Por de pronto a los españoles consiguieron devolvernos a Miguel de Cervantes -¡ahí es nada!- quien, si logró escribir la obra por la que somos conocidos en el mundo, es por la mediación de los padres trinitarios que se fueron a Argel a sacarlo de las garras de sus captores, justo cuando el escritor estaba metido en un barco -que no era un crucero de lujo- rumbo a Constantinopla, atado con grilletes muy molestos por lo lacerantes. Porque la verdad es que el muy insensato se había intentado escapar varias veces de una forma bastante chapucera. Ello hizo que sus dueños no se fiaran un pelo de sus mañas y por eso lo cargaron de cadenas para tratar de sofrenar sus ansias de librarse del mahometano y volver al más familiar mundo cristiano.

Al final fueron los padres trinitarios quienes, sin alharacas aunque con la bolsa llena, se lo trajeron para acá asegurándonos de esta forma tan eficaz la gloria literaria perpetua.

Y prefiero por último la forma en que Belmonte libera a su novia Costanza y con ella a Pedrillo y a la inglesa Blonde en “el rapto del serrallo”, la filigrana operística de Mozart. Belmonte no llama en su auxilio a los servicios diplomáticos ni enreda con idas y venidas ni llamadas con el móvil, Belmonte se va por esos mundos, henchido de ternura, en busca de su amada que se halla cautiva en el exótico mundo oriental. Llega al palacio del Pachá Selim y allí tiene que habérselas con el tosco y rudo Osmin que le ignora y se burla de él, de un noble cristiano. Pero él sigue perseverante, canta maravillosamente arias que ponen la carne de gallina, trenza una serie de tretas con Pedrillo y, por medio de ellas, consigue ser nombrado arquitecto del Pachá. Con todo, tiene dificultades para acceder al palacio porque Osmin recela de Belmonte. Preparan la fuga pero en el último momento fracasa y entonces aparece el Pachá quien se entera de que Belmonte es el hijo de su peor enemigo crisitiano y es la ocasión que Osmin utiliza para aconsejar que les dé tratamiento de alfanje pero el Pachá se emociona al ver el espectáculo del amor y les perdona a todos: Belmonte se va con su Costanza y Pedrillo con su Blonde. Triunfa la benevolencia de un Pachá que muestra así la máxima generosidad. Hay que tener en cuenta que, en la época de Mozart, ya el turco había dejado de entretenerse asediando Viena de vez en cuando.

Dígame quien me haya leído: toda esta emoción religiosa y lírica ¿se ve hoy por alguna parte?

jueves, 26 de agosto de 2010


La campana es el corazón de la espadaña.

domingo, 22 de agosto de 2010

Estrasburgo, la frontera inconsútil

La edición de ayer del diario El Mundo publicó este artículo mío.


Las ciudades-frontera ofrecen un encanto especial nimbadas como están por un delicioso atractivo para muchos espíritus. A veces pienso que la construcción de Europa, benéfica por tantos conceptos, puede producir el perjuicio colateral de difuminar en buena medida a la ciudad-frontera, pues las libertades de movimientos, introducidas por tanta Directiva y tanto Reglamento, les pueden asestar una puñalada en el corazón mismo de su identidad. Cuando hablo de ciudades-frontera me refiero, claro es, a esas ciudades a caballo entre dos países, con un barrio en Francia y otro en Alemania, con el barbero en Austria y el librero en Eslovaquia, con un tranvía que nace en una calle verdadera y católica y muere en una plaza apócrifa y luterana, con la esposa en la austera Bélgica y la amante en la delicuescente Holanda…

Dígase de verdad: ¿es que había, en este continente, algo más enigmático y bello, más fino y emotivo que una ciudad-frontera? Unas ciudades que son, por su naturaleza imprecisa, ciudades ambiguas, ciudades equívocas, de una rica y donosa vaguedad. Las ciudades-frontera han sido las ciudades hermafroditas del ancho tejido urbano europeo.

Y adviértase que han tenido en sus destinos inscrita la responsabilidad histórica del más alto porte que se puede concebir: nada menos que propiciar el encuentro de los pueblos, la mezcla de los linajes, la confusión de los vinos, el intercambio de las lenguas y -lo que es más importante- de las recetas de cocina, el compadreo entre las religiones… Eran las ciudades en las que más fácilmente se vivía la relatividad de tanta ley sacrosanta, de tanto lugar común y de tanto prejuicio asumidos como certezas inconcusas, ciudades que, calladamente y sin alharaca, han apeado mucha majadería de mucho falso pedestal. Lo que era verdad en una calle se hacía herejía en la contigua. Todo ello las convertía en lugares benditos, en tierras de Promisión, y han prestado a su atmósfera esa tibia incredulidad que nos hace a todos más ricos y beneméritos, más generosos y compasivos.

Estrasburgo es una de esas ciudades, allá en la medianera de Francia y Alemania, tan hermosa y por tanto tan codiciada. Su arquitectura es testimonio del dominio de unos y de otros pero como todos los que por allí han pasado se han propuesto contentar a Estrasburgo, como a la bella amante que es, han dejado testimonios magníficos de sus esfuerzos en una piedra a veces rosácea que cobra en esa tierra una dignidad fatigada pero siempre renovada.

Si nos preguntamos cuál es el origen de esta actitud tan abierta de Estrasburgo, forzosamente hemos de dar con una explicación clara: allí vivió Gutenberg y esa es la razón por la que floreció una destacada industria de la impresión de libros ya en el siglo XVI. Vemos a un alemán -Gutenberg había nacido en Maguncia- poniendo una semilla especialmente fértil en esta tierra. Y de los libros -¿quién puede negarlo?- nace la curiosidad intelectual y con ella la duda fructuosa, el abandono del sectarismo seco y el corte de mangas a los dogmas con los que los curas de todos los credos pretenden secar las esponjas de nuestras entendederas libres.

Por eso en Estrasburgo, en cuanto supieron de las tesis colgadas en la puerta del palacio de la Iglesia de Wittenberg por un tal Martin Lutero, prende la mecha de la Reforma. Y la ciudad se hará protestante… sin dejar se ser católica (y judía, por cierto, también). Algún momento hubo -a finales del siglo XVI- en el que se desencadena la guerra de los canónigos que culmina con la elección de dos obispos que convivían en el gobierno de la catedral. Mayor miscelánea no cabe.

Donde más se percibe el trabajo de síntesis que esta ciudad hace para mantener su autoridad en la geografía física es en la gastronomía. A ella sería posible dedicarle largas reflexiones pero nos hemos de contentar tan sólo con una: en Estrasburgo, capital de la Alsacia, se prepara y se consume uno de los mejores foie gras de toda Francia y con esto ya estamos poniendo el listón de este producto en cumbres muy elevadas. Fue el mariscal de Contades -al que hoy se dedica un hermoso parque en la ciudad- quien lo introdujo allá en el siglo XVII. Pero es que, paralelamente, la repostería está tocada del espíritu alado de los grandes dulces del mundo germánico, de sus espectaculares tartas, que ostentan tonos y colores de lujo al ser frescos, sedosos, jaspeados, transparentes, carnosos… Pura lujuria. Pues una tarta veteada en chocolate es una de las obras más amenas que el ingenio humano ha concebido.

Es decir, lo mejor de Francia y lo mejor de Alemania, trenzados en una alianza fecunda y hospitalaria. Manjares que son el principio y el fin de una gran pitanza y que sirven para demostrar, en el sacrosanto altar de la mesa, que Estrasburgo tiene vocación larga de pasarela entre dos culturas que, a fuerza de mirarse con recelo, se acaban amando y entrelazando con una tierna fuerza expresiva. Y creando una lírica propia, la lírica gastronómica, compendio del entendimiento entre los pueblos.

A todo ello hay que añadir la calidad de los vinos alsacianos que son también, sobre todo en sus variedades procedentes de las uvas Riesling y Gewürztraminer, de una suavidad tenue, afinada, como un rondó del Mozart que pasó fugazmente por la ciudad. Cuando se toman en una terraza y los rayos del sol los acarician desde lo alto es como si acertaran a meter en ellos un pincel pleno de amarillos pletóricos y musicales. De nuevo vemos al alsaciano extrayendo de las entrañas de la tierra alemana sus secretos más codiciados para poder ofrecer él una gran bebida propia.

No es raro que todo esto haya ocurrido. Porque esta ciudad ha sabido hermanar los nutrientes franceses y alemanes en una síntesis fascinante, lo que suele ocurrir en muchos lugares que son paso para caminantes, trajinantes, soldados, mercaderes y frailes, pues Estrasburgo -no lo olvidemos- significa literalmente burgo del camino.

En esa estructura deliciosamente inútil que fue el Sacro Imperio Romano Germánico, con sus electores barbados y sus suculentas meretrices, Estrasburgo fue ciudad libre hasta que, a partir de la Guerra de los 30 Años y, más concretamente, desde el reinado de Luis XIV, la cultura francesa se va introduciendo con paso quedo pero con determinación. El testimonio en piedra más solemne y en pie de esa nueva impronta histórica es el palacio Rohan, lugar desde el que sus majestades, los muy absolutos monarcas, contemplaron fiestas fastuosas de aguas y fuegos en sus visitas a la ciudad. Hoy alberga varios museos.

Y la huella francesa más popular está representada por el hecho de que La Marsellesa, que acabaría siendo el himno de la patria, nace precisamente cuando el alcalde de Estrasburgo encarga a Rouget de Lisle una canción que embraveciera a la soldadesca y la alentara en el fragor del campo de batalla. Estábamos en los tiempos posteriores a la gran Revolución, en 1792, cuando las armas francesas -en plena euforia rebelde- apuntaban al corazón lánguido y estabilizado de Austria.

Los rastros alemanes se conservan en la muy elegante plaza de la República con el edificio que fue Palacio imperial, el Teatro y la Biblioteca. Y allá, al fondo, la Universidad, creada en la época de dominio prusiano y en la que enseñaron eminencias germanas llenas de ardor patrio. Todo es puro y exacerbado wilhelminismo, fundamental, aplastante, poderoso …

Por la ciudad pasa el Rin, tan ancho y ambicioso que parecería un gigante esforzado en separar culturas. Pero este río, al que al fin y al cabo se le conoce como el padre Rin, hace tiempo que se limita a acoger un concurrido tráfico comercial. Hoy ha abandonado cualquier designio de separación y ha abrazado a sus hijos -que son sus orillas- construyendo un parque -el de las Dos Riberas, Jardin des deux rives, Garten der zwei Ufer- que permite pasar a los ciudadanos de Francia a Alemania por un puente peatonal. Se han abatido definitivamente las fronteras pero yo espero que el espíritu hermafrodita siga anidando en este generoso enclave europeo donde han puesto su rúbrica dos inmensas culturas

jueves, 19 de agosto de 2010

Códigos

Hay un Código de penas pero no hay un Código de alegrías.

domingo, 15 de agosto de 2010

¡Libertad al elefante africano!

Me hallo verdaderamente conmovido por el rasgo de ternura hacia los animales puesto de manifiesto hace unos días por un grupo de diputados del Parlamento catalán. Solo elogios merecen estos animosos abogados del débil que nos evocan la figura central de nuestra literatura, el febril hidalgo don Quijote, aquel esforzado defensor de doncellas e intercesor en todas las injusticias del mundo.

Solo que ya puestos, y si de amparar animales se trata, les quedan a estos parlamentarios algunos asuntillos por arreglar. En un reciente viaje a Barcelona he podido visitar su zoo donde viven unos animalitos entrañables que, probablemente, si les dejaran, se largarían de la Ciudad condal -tan acogedora para cualquiera de nosotros- a la velocidad que les permitieran sus patas.

Pues, de verdad, díganme ustedes señores diputados ¿qué pinta en Barcelona un elefante africano? Este gigantesco animal necesita un ambiente que no es el fino que allí se le proporciona sino la compañía de muchos más elefantes, rudos como él mismo, y además precisa desplazarse cientos y cientos de kilómetros a la busca de juerga elefantil, aireada, al sol de los sanos anhelos proboscidios. En Barcelona, se halla aherrojado y ¿para qué? Para que se diviertan cuatro niños burguesitos que le miran distraídos mientras el papá les hace una foto. De verdad ¿alguien cree que esto es vida para un elefante serio que se ha cuidado de tener su trompa en condiciones y tiene toda su mala lecha intacta, tal como la trajo de aquella selva oscura e inmortal que le vio nacer?

Pues ¿y el panda rojo? Un animalito como este, que necesita un delicado bosque de bambú y vivir en China o en las anfractuosidades del Himalaya, lo recluyen en Barcelona, en el Parque de la Ciudadela, sin miramiento alguno. Es verdad que allí se advierte el paso de Gaudí, de aquel gran terco, magnífico en sus alucinaciones, pero es que a él, al panda rojo, Gaudí le importa un pito y luego esos visitantes que le importunan, tan cargantes ellos, especialmente los domingos cuando vienen de misa encantados de haber hecho la caridad con los desvalidos, pero con él, con el panda rojo, nada, en él no ven sino un simple bicho, sin pasado y sin más futuro que seguir en Barcelona mientras él sueña con sus bosques y con poder cantar en ellos la alabanza sempiterna de sus umbrías ...

Al león, huracán de la selva, torrente de valentía que reluce en las forestas, ojos tan serenos como amenazantes, forjado en el yunque de un dios remoto y bravo, lo reducen en el zoo a la condición de cabeza de ganado doméstico, y, como en el verso de Ausiàs March, “haciéndole creer en el indulto / lo llevan a morir sin un recuerdo”.

¿Y el guepardo o el cocodrilo del Nilo? ¿qué hacen en Barcelona si ellos no pueden leer ni a Pla, ni a Marcé ni a Eduardo Mendoza?

Con modestia sugiero a estos sentimentales parlamentarios catalanes que formen un comando para liberar a un animal maltratado del zoo de Barcelona. Y decidan por votación nominal y secreta con qué ejemplar van a empezar. Propongo que sea el elefante de África porque es tan grandote, tan buena persona, y se halla tan necesitado de amigotes y francachelas ...
Y después deben librar de sus cadenas a los demás pues no son como los galeotes malvados que ultrajaron a don Quijote tras haberse batido por ellos sino que les guardarán reconocimiento y harán erigir estatuas en su honor allá en las lejanías de sus montañas, de sus ríos y de sus selvas.

Es verdad que las arcas públicas perderán los buenos dineros que proporcionan las entradas de los visitantes del zoo. Pero, cuando se cuenta con una identidad nacional poderosa, no será difícil encontrar fondos supletorios.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Railes


Los railes son en rigor renglones donde el tren escribe las memorias de sus viajes.

domingo, 8 de agosto de 2010

Quemar un restaurante

Ahora en verano, época de viajes hacia el ocio, viajes para sacudir rutinas como sacudimos la alfombra por el balcón, aparecen en las librerías centenares de libros sobre las grandes capitales, sobre sus museos y otros lugares imantados para el turista. Es frecuente que incorporen también una lista de restaurantes recomendados, con sus tenedores y otros signos de la semiótica gastronómica, que son como guiños a quien está ávido de sorpresas. Algunas de estas guías se han hecho famosas y ahí está para atestiguarlo la que tiene sello de marca de una empresa francesa que es libro de horas de todo gourmet titulado que circule por Europa. España también dispone de buenas orientaciones patrocinadas por organizaciones avispadas que saben lo mucho que valoramos estos consejos los ciudadanos de la Europa rica y satisfecha.

En el pasado se hizo famosa la guía Baedekker, me parece que se escribe así o acaso le sobre una k. Da igual porque en esta época de calor hay que ahorrar movimientos superfluos y no me voy a levantar para comprobarlo. Lo cierto es que la Baedekker sale mucho en las novelas de la primera mitad del siglo XX. Pío Baroja se documentaba mucho en ellas y yo creo que buena parte de las descripciones que a veces hace en sus historias están sacadas del Baedekker pues el admirable vasco fue muy roñoso por lo que no se gastaba fácilmente las pesetas en aventuras viajeras. Tiraba de Baedekker y rellenaba unas páginas sobre san Petersburgo. Ahora, estas guías no solían incorporar recomendaciones gastronómicas que entonces no se estilaban.

En Francia sí hubo una muy famosa de avisos de cocina que patocinó Grimod de la Reyniére, un personaje de novela que vivió en la segunda mitad del siglo XVIII y un buen tramo del XIX. Como era antojadizo le tomaron por loco y acabó encerrado por sus parientes en un monasterio, aunque era hombre poco temeroso de Dios. Pero mientras anduvo suelto tuvo tiempo para acometer empresas llenas de fantasía. Entre ellas los ocho tomos del “Almanach des Gourmands” donde hacía críticas de manjares, de recetas, de casas de comidas y de sus cocineros sin morderse la lengua. En aquella época apenas si había intereses comerciales que menoscabaran la libertad de quien sobre tales achaques escribiera. Tuvo un gran éxito porque decía lo bueno y decía lo malo, de manera que nada le quedaba en el tintero al pintoresco Grimod.

Y aquí es donde yo quería llegar. Falta en nuestro panorama bibliográfico una guía de los restaurantes a los que no se debe ir, de aquellos que han de ser penalizados por la clientela con su desprecio y su ausencia. Hasta que se vean obligados a cerrar o mudar de costumbres.

Allí figurarían todos aquellos figones que tuvieran pretensiones de distinción pero fueran rutinarios, que mostraran sin sonrojo esas cartas que son fotocopias de otras exactamente iguales, carentes de la menor imaginación. Pero sobre todo figurarían en esa lista odiosa aquellos locales donde el dueño se empeña en crear condiciones desagradables, esas que arruinan el gran placer de la comida y de la sobremesa. Dos me parecen especialmente abominables: en primer lugar, el diseño de los asientos porque cuando son incómodos, se constituyen en una tortura refinada, parecida a la que se administraba a los reos de la Inquisición. La segunda es más terrible si cabe: la música ambiental. ¿Cuándo se enterarán los restauradores que al restaurante se acude a comer y a charlar con el amigo o la novia y no a escuchar la música que se le ocurre poner al “maitre”? Pero ¿no se dan cuenta de que la música es algo muy personal que cada quien selecciona según sus manías en su casa o al acudir a locales especializados? Claro que, con ser atroz la música ambiental, hay algo peor: el restaurante con la televisión en marcha. Para este caso receto salir de él a escape, acopiar material ígneo, buscar una cerilla y prenderle fuego. Están previstas atenuantes.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Verano



En los almiares queda empaquetado el verano.