domingo, 28 de noviembre de 2010

El derecho al olvido

Se habla mucho ahora del “derecho al olvido” que se va a incorporar a la tabla de derechos que viene de la Revolución francesa. Junto a la libertad de expresión o de creencias religiosas, el derecho al olvido parece a punto de ser entronizado en las cartas magnas que es como los redichos llaman a las constituciones. Tal necesidad ha surgido en relación con ese gran pantano de información que es Internet donde quien cae -y caemos casi todos- ya no puede salir nunca más. Los especialistas lo conectan con el derecho a la intimidad y con el anonimato que propicia la red donde se puede tirar la piedra y esconder la mano a placer y gusto.

El asunto tiene sus entretelas. Porque cuando tratamos el derecho al olvido ¿de qué hablamos? Parece que, en efecto, del derecho a que le olviden a uno y le dejen en paz. El lenguaje popular lo resume en una frase bien expresiva: “olvídame” se suele decir a un prójimo para indicarle de manera tajante que “no me sigas dando la brasa, colega”. Este es un olvido que, si cursa con éxito, tiene efecto liberador.

Pero a veces el olvido es lo que menos se desea. Cuando de un escritor se dice que su obra “ha caído en el olvido” es que ya nadie le lee y un velo profundo se cierne sobre sus libros y sus creaciones. Se mueve en la oscuridad de la historia que es un lugar tenebroso y donde se bebe la muerte y se aprenden todos sus trucos. Lo mismo ocurre con los compositores: J. S. Bach, con ser J. S. Bach, cayó “en el olvido” después de su muerte y nadie se ocupaba de sus sinfonías ni de sus cantatas hasta que en el siglo XIX vino Felix Mendelssohn y nos lo trajo a la memoria. Fue rescatado del olvido, con mucho contento de quienes gustamos de su obra.

Hay autores que, para conjurar el olvido, escriben sus memorias que es una forma de llamar la atención para evitar la desmemoria, pero con todo no siempre lo consiguen pues este género literario también incluye obras que caen en el olvido. La publicación de las cartas o de los diarios es otra manera de expresar la pretensión que muchos humanos sienten de no desvanecerse en el trajín de los sucesos y de la vida. Y hay también quien, rizando el rizo , escribe sus “Antimemorias”, como André Malraux que fue un magnífico comerciante.

Los fantasmas son quienes más empeño ponen en maquinar contra el olvido. Lo que pasa es que fantasmas ya quedan pocos pues eran propios de los castillos y palacios y ahora con la burbuja inmobiliaria estas mansiones han desaparecido. Una vivienda de protección oficial de sesenta metros cuadrados no tiene sitio para un fantasma ni tampoco sería, todo hay que decirlo, un lugar digno para personajes tan literarios y caballerosos.

A veces se utiliza este asunto que estoy intentando esclarecer como amenaza. Así ocurre cuando los familiares de un difunto hacen grabar en su lápida del cementerio “tu mujer, tu cuñado y tus primos no te olvidan”. Maldita la gracia que le puede hacer al resto mortal sacramentado un desafío tan estable ya que podía estar deseando que le olvidaran y le dejaran en paz, en la famosa paz de los cementerios. No tengo la menor duda de que muchos cadáveres amenazados de esta suerte, si pudieran, contestarían: “si alguna ventaja encuentro a mi nueva situación, es justamente la de olvidaros, esposa odiosa, cuñado petulante y primos cursis”.

La última tontería que he visto es que en una Universidad americana de campanillas han encontrado el modo de borrar de la memoria de manera permanente los malos recuerdos. ¡Vaya una novedad ...! Eso es lo que hemos hecho los humanos desde que el mundo es mundo porque nuestra memoria es selectiva, esto quiero, esto no quiero, y así es como tejemos nuestro pasado y componemos nuestra figura para la posteridad. Si es que esta se ocupa de nosotros pues la posteridad es señora de muy mala memoria. Es decir, inclinada al olvido.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El invierno, invento de las castañas

Don Ramón de la Cruz, allá en el siglo XVIII, dedicó uno de sus sainetes a “Las castañeras picadas” porque, entonces como ahora, las castañeras pueblan nuestras ciudades en cuanto empiezan los primeros fríos de noviembre. Lo hacen con rigor de calendario y precisión de reloj, a sabiendas de que han de cumplir su deber de llevar calor a los espacios desprotegidos de las plazas y de las calles, y de ofrecer su fuego al viandante en un acto de caridad enternecedor que administran por el ridículo precio de un cucurucho de castañas, cuenco de ternuras. Hoy día las castañeras son muchas veces castañeros y ya no es lo mismo porque el hombre pone una rudeza a sus acciones que es desconocida entre las mujeres, aunque hagan algo tan delicado como es hacer estallar a una castaña al contacto con el fuego y empaquetarla livianamente.

La época de las castañas, que es también de setas en el campo, huele a hogar, a pequeños placeres de la amistad buscada y de las compañías queridas, a lecturas apacibles y evocadoras. Antaño era tiempo de filandones y de cuentos contados cabe la lumbre por mujeres encorvadas por siglos de trabajos y arañazos a la tierra, por abuelos que disparaban su pirotecnia de recuerdos, con las chispas de las guerras, de la carlistada, de los soldados que partían para África... No sé por qué la memoria, en medio de este crepitar de las castañas, se me llena de las aventuras narradas por Pío Baroja en algunas de sus novelas históricas y también de los momentos en que descansaban los guerreros descritos por Valle Inclán en “Gerifaltes ...” o en “Los cruzados ...”, todo oraciones y rosarios, tensas sus esperanzas en la gloria de la “Causa”. O de relatos de Miguel Delibes con el campo castellano líricamente frío como escenario. Las castañeras salen en la pintura del siglo XIX como salen las señoras que acaban de tomar un baño o las que están bajo una sombrilla en un jardín donde se musican las ilusiones. Escenas cotidianas, suaves, que llegaron de la Holanda del XVII, del Vermeer, y que nos dicen más de aquella época que todos los mamotretos de historia escritos por esos sesudos especialistas ahítos de archivos.

Es decir que, cuando a las ciudades se les pone cara de frío, hay que acudir a las castañeras, aire acondicionado de cuando no había aire acondicionado, con el termostato del calor regulado justo para echar una mano a individuos sin aliento, a mozas desgarbadas, a vagabundos a la búsqueda de una rima y a enamorados en desazón.

La castaña está pues en el origen de la calefacción, invento imposible sin acudir a la tradición castañera y los fabricantes de radiadores deberían hacer un homenaje a la castaña porque es el huevo creador. “En el principio fue la castaña” deberían reconocer estos industriales si tuvieran sentido del agradecimiento porque sin ella, sin la castaña, nadie les hubiera sacado a ellos las castañas del fuego y ahora estarían vendiendo helados de vainilla, una ruina en los meses de invierno. Fue el hombre que tenía una castaña en la mano quien se dio cuenta de que había de inventar el fuego, precisamente para asarla porque cruda le parecía un fruto sin alicientes del que no podía salir sino una civilización mustia y sin las exuberancias necesarias. Y de las llamas del fuego, que son llamada, vienen los bomberos, los diablos calientes y todo lo demás. Porque esto es así, tal como lo cuento, es por lo que me irrita tanto esa expresión que, para explicar algo de mala calidad o una escena aburrida, usa el símil de la castaña. Y peor aún: de quien ha bebido anís o vino peleón de forma despachada, se dice que tiene una “castaña”.

Pero ¿cómo pueden ser tan irrespetuosos estos decires del vulgo que ya pasan de castaño oscuro?

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Guionistas

El guionista más pelmazo es el que escribe las sesiones de Cortes.

martes, 2 de noviembre de 2010

Peligro: una bañera

Pasan las modas, se modernizan nuestras costumbres, desterramos cachivaches antiguos, nos rodeamos de nuevos artilugios ... hasta caen personajes encaramados en altos pináculos ministeriales, como hemos visto estos días, pero la bañera de nuestras casas, de las habitaciones de los hoteles, esa peligrosa bañera que es la causa del ochenta por ciento de las caídas y los accidentes domésticos según las estadísticas más fiables, de las fracturas de brazos, de muñecas, de tobillos y demás piezas de nuestra apreciada anatomía, esa, sigue ahí: blanca como un sudario, muda como un verdugo, desafiante como una venganza.


Se convendrá conmigo que entrar en ellas exige ya una pequeña acrobacia circense porque la altura de sus bordes no cesa de crecer como si de un adolescente en plena difusión de su anatomía se tratara. Permanecer, manejando a un tiempo grifos, cebollas, geles y champúes -solo faltan el móvil y el Ipod- en una superficie lisa, sin rugosidad consoladora alguna, es asimismo un arriesgado desafío a la estabilidad. Al salir, volvemos a sentir renovada emoción porque no suele haber ningún punto de apoyo fiable y, además, los suelos de los cuartos de baño suelen ser resbaladizos, una nueva broma esta a la que son muy aficionados en el gremio de arquitectos de diversos grados y titulaciones. Todo ello me recuerda aquello que escribía don Miguel de Cervantes en su Viaje del Parnaso: “por esto me congojo y me lastimo / de verme solo en pie, sin que se aplique / árbol que me conceda algún arrimo”.


Si a esto se añade que quien se baña a la antigua usanza, es decir, llenando la bañera de agua hasta el borde para sumergirse en ella, es un delincuente ecológico pues hoy en día hasta las autoridades -¡que ya es decir!- se han enterado de que es preciso ahorrar agua porque hay poca y se despilfarra en abundancia, se comprenderá que la bañera no es solo superflua sino que es sobre todo una invitación a la comisión del delito de “acuadispendio” penado en los modernos códigos penales. Como si pusiéramos una media de seda recién comprada al alcance de un asesino en serie de ancianos. Es decir, un disparate.


Vamos a aclararnos: la bañera estaba bien cuando nuestros abuelos, tan cautos ellos, se bañaban de acuerdo con un ritmo de intermitencias espaciadas, torpemente acomodada al vaivén de los calendarios. Eran los tiempos en que regía el ahorrativo principio “te lavarás los pies cada dos meses o tres” y en que la mayor parte de las gentes carecían de cuarto de baño, humildemente sustituido por la cocina donde se habilitaba un barreño de cinc en el que se iban metiendo, por orden de antigüedad, a todos los miembros de la familia incluido uno agnado. Como digo, eran tiempos comedidos, de escasez sabiamente administrada, en los que el dispendio era castigado con las severas admoniciones de los curas en los púlpitos, aquellos pedestales desde los que se convocaba a las almas, a los temblores y a los infiernos.


La bañera también ha servido a muchos pintores, estoy pensando en algunos impresionistas, para sacar de ella a una joven de buenas armonías y que, maga de discretas mañas, se tapaba púdicamente con la toalla las zonas de mayor compromiso, dando alas a la imaginación del espectador que quedaba envuelto en suspiros de fantasía y atrapado en aluvión de ardentías.


Y la bañera ha servido, en fin, para que Charlotte Corday asesinara en ella a Jean Paul Marat quien le pedía con insistencia los nombres de unos desdichados para mandarlos al otro baño, el de sangre que manaba de la guillotina.

Si hoy ya no queda nada de esto, bueno será que las bañeras desaparezcan y sean sustituidas por modestas duchas con un suelo en campo de arrugas, el apto para impedir el deslizamiento. Que no están los tiempos para alegrías acuáticas ni debemos admitir a ninguna Corday en el recinto de nuestras intimidades higiénicas.