jueves, 29 de abril de 2010

¿Viajes por Internet?

Resulta que por medio de Internet se puede hacer el recorrido del Transiberiano sin movernos de casa. A golpe de clic y de ratón se cubren casi diez mil kilómetros, se visitan monumentos, se contempla el paisaje de estepas monótonas tras los cristales y se oye música de balalaikas, y además, una audición especial de «Guerra y paz» para entrar en un inspirado trance ruso y literario. Al parecer, se atraviesan a lo largo de una semana siete husos horarios, doce regiones y ochenta y siete ciudades. No hay traqueteo ni se huele nada, fuera de los fritos que se estén haciendo en nuestra cocina, ni podemos comprar dulces a las señoras que venden en las estaciones. Yo no he estado nunca en ese tren mítico, pero imagino que hay, en efecto, señoras que ofrecen chucherías y bocadillos, pues este menudeo comercial se da en todas las latitudes, aunque a mí lo que me gusta comprar en los trenes son las mantecadas de Astorga, sobre todo, cuando estoy pasando por Écija.

Lo curioso es que todo esto del Transiberiano se presenta como una novedad cuando lo cierto es que el viaje estático se inventó ya hace tiempo y en eso cabalmente consisten los libros de viajes y la literatura toda. Si Camilo José Cela nos lleva a la Alcarria gracias a su pluma, ¿qué es esto sino un viaje virtual? Si es Jonathan Swift con su Gulliver, además de viajar a extraños lugares con extraños habitantes, nos estamos enterando de todos los vicios de la humanidad mundial de una manera despiadada por lo entretenida. Y Julio Verne o Salgari o nuestro impar Cunqueiro, ¿qué hicieron sino llevarnos a mil confines reales o imaginarios mojando sus plumas en el tintero de su fantasía?

Don Quijote y Sancho viajan, en la novela picaresca se viaja, en las cartas de don Juan Valera se viaja, por cierto, por una Europa de enredos y señoras ligonas; Pío Baroja -gran sedentario- nos lleva a sitios que él no conocía pero que -precisamente por eso- los pinta con galanura gracias a los libros de viajes que compraba a base de regateo en la cuesta de Moyano en los domingos alfonsinos de misa y siesta. Ya se sabe lo que Borges contestó a aquel joven que le pidió una recomendación para ir a Canadá porque quería escribir una novela ambientada en ese país. «Si usted no sabe imaginarla es que no es escritor», le dijo el argentino, malhumorado pero asistido de toda la razón literaria del mundo. Yo me leí de niño «La vuelta al mundo de dos pilletes» una docena de veces, y gracias a eso luego me pude estudiar el «Castán» en la Facultad de Derecho sin sufrir más perturbaciones que las previstas reglamentariamente.

Sin ratón ni inventos modernos, lo que hemos hecho todos los lectores pasados y presentes es viajar. Porque cualquier novela es un viaje, un viaje a las intimidades del protagonista, a los salones que decoran una época, a los campos de las batallas donde se ha gestado siempre el mundo, a los melindres de las enamoradas...

Con todo, a mí el viajero que me ha gustado más es el que salió de la pluma de Jardiel Poncela en «Eloísa está debajo de un almendro»: un señor -Edgardo- que lleva más de veinte años en la cama sin estar atado a ella por enfermedad alguna y que por las noches coge el tren correo o, cuando tiene prisa, el expreso y se llega hasta San Sebastián. Sin moverse de la cama pregunta por los billetes, por los equipajes, por las personas que han acudido a despedirle, por el retraso que llevan, «aunque lo ganaremos mañana en Alsasua».

Es decir, que no nos venga internet con ínfulas ni ratimagos de modernidad, pues del ratón con el que nos movemos por el ciberespacio sabemos hace ya tiempo que es poco más que el ratoncito Pérez de nuestra infancia.

sábado, 24 de abril de 2010

Memoria

Me lo dijo un periodista alemán: "Mire Vd., Herr Sosa, cuanto más se aleja en el tiempo el régimen nazi, más vigorosa es la oposición a Hitler".

miércoles, 21 de abril de 2010

El honor perdido de las vacas

¡Por fin el honor de las vacas se ha restablecido!
Quien me lea -si es que hay alguien con esa disposición de ánimo- recordará que denunciaba hace poco en una de estas “soserías” la campaña que había iniciado el ex-beatle Paul Mc Cartney contra el consumo de carne de vaca porque -según acusaba el cantante travestido de científico- estos animales, al ventosear con estrépito, hedor y contumacia, ponían en riesgo los ecosistemas, el clima y, sobre todo, la venta de discos. Recuerdo incluso que en el Parlamento europeo le reservaron una sala noble para airear allí sus ideas de hombre de ciencia a la violeta.

Las personas con sentimientos delicados hacia estos rumiantes salimos en su defensa recordando su carácter apacible y lo bien que protegen las montañas de los ecologistas de coronel tapioca y 4 x 4. Incluso nos vimos en la obligación de mentar la condición ventoseadora de tantos otros animales -los músicos, un suponer- sin que a nadie se le pase por la cabeza prohibirles su normal expansión por el Planeta.

Ahora las cosas vuelven a su lugar tradicional pues la ONU acaba de admitir otro fallo en sus previsiones sobre el cambio climático: “no es correcto afirmar que comer un kilo de carne de vacuno equivale a viajar 250 kilómetros” como ha sostenido un tal Pachuri que va de un lado a otro dando conferencias y, a lo que se ve, contando camelos a los que él mismo presta oídos. Parece mentira tener que recordarle a este señor algo tan elemental como lo siguiente: todos nos hemos visto obligados a lo largo de nuestra asendereada vida a dar conferencias pero a nadie con buen sentido se le ha ocurrido nunca creerse lo que nos vemos forzados a sostener en ellas, dictadas como están por la necesidad de hacer frente a gastos e hipotecas. La conferencia es el grito de hambre más educado que puede proferir el ser humano y el hombre de letras es ante todo un hombre de letras de cambio.

Ahora bien, un desliz científico de esta naturaleza no puede zanjarse con unas disculpas y un descomprometido “pelillos a la mar”. Este señor y el beatle famoso han de pedir hora y sala de nuevo al Parlamento europeo para explicar allí, con la misma alharaca de la ocasión anterior, que estaban equivocados y que la vaca se tirará pedos pero exactamente igual que los empleados de la ONU y los artistas jubilados. Y no por ello pedimos su exterminación, todo lo más nos limitamos a apartarnos discretamente, cuando la aromática expulsión se produce, del círculo contaminado por sus efluvios.

Yo pondría a estos precipitados apóstoles de sus cuentos a comer hierba y más hierba para que comprobaran si ellos no sucumbían igualmente a estas necesidades fisiológicas. Con una anotación favorable a las vacas: y es que ellas se descomponen bajo el cielo sagrado o alumbradas por el titilar de las estrellas, es decir, allá donde los vientos esparcen miasmas en un rito de pureza siempre renovado y eficaz, mientras que ellos lo hacen en recintos cerrados con toda la perturbación aromática que ello lleva a las almas y a los cuerpos.

Tampoco estaría de más ponerles las orejas de burro -de burro cursi- y hacerles escribir cien veces en la pizarra que los filetes de las vacas son tesoros, que están un punto por encima de las diademas de las casas reales y que, con pimientos verdes y patatas bien fritas, se convierten en gemas magníficas labradas por siglos de mimos.

¡Ah, vaca! Vuestra cortesía os impide hablar, tan solo meneáis la cabeza con gesto contrito de desaprobación, pero contad conmigo para organizar vuestro desagravio y la retribución que os deben estos parlanchines tan bien remunerados. Y tan contaminantes.

jueves, 15 de abril de 2010

Fuego

Cuando el fuego grita, nace el incendio.

viernes, 9 de abril de 2010

¿Quo vadis, Europa?

Ayer publicó el periódico El Mundo este artículo mío.



Anda haciendo mucho ruido por Europa el informe Partenariado euroamericano: un nuevo enfoque, promovido por Notre Europe (el laboratorio de pensamiento impulsado por Jacques Delors) y elaborado por unos cuantos personajes relevantes entre los cuales se encuentran Romano Prodi, Guy Verhofstadt, Jerzy Buzek, Joschka Fischer y el propio Delors.

Dejando aparte el uso de la palabreja partenariado, no aceptada por la RAE y que nosotros deberíamos traducir como alianza, lo cierto es que la calidad de los autores aviva la curiosidad. A algunos de ellos muchos les seguimos porque son especialmente lúcidos. ¿Cómo no acordarnos del discurso de Joschka Fischer en la Universidad Humboldt de Berlín pronunciado el 12 de mayo de 2000? Jacques Delors ha sido el presidente más capaz de la Comisión europea hasta este momento -indispensables sus Memoires-. A Guy Verhofstadt, jefe de los diputados liberales que se sientan en el Parlamento europeo, le escucho -excluidos los inevitables pasteleos políticos en los que incurre- con especial atención en los debates, y he leído con provecho algunos de sus libros, como por ejemplo Les États-Unis d´Europe (2006).

A juicio de estos hombres, «la alianza euroamericana debe ser renovada pero también ser consciente de que no puede pretender guiar al mundo». Porque los dos pilares del poder americano, a saber, la supremacía militar y la económica, se encuentran en un momento de enorme fragilidad. Y, por lo que se refiere a Europa, es claro que este continente corre el riesgo, si no refuerza su unidad, «de llegar a ser insignificante».

Todo ello hace que el liderazgo occidental esté en entredicho, pues los desafíos que presenta la globalización no pueden ser resueltos ya sin la ayuda de Rusia, de China y de otras potencias mundiales.

Javier Solana acaba de decir que estamos asistiendo a una «desoccidentalización» del mundo, propiciada por la pérdida de vitalidad demográfica y de empuje económico de los países que han cargado con el gobierno del planeta en los últimos dos siglos. Muestra de ello es que los europeos y los americanos no aciertan a resolver las crisis internacionales: ni Irán, ni Irak, ni Corea del Norte, ni el Medio Oriente… Pero tampoco los aspectos esenciales del clima o de la salud pueden ser hoy ya afrontados sin apoyos mundiales.

En esta dirección, que mira hacia un nuevo Oriente, es revelador el libro L´Europe et le mythe de l´Occident (2009), de Georges Corm, cuyas conclusiones no comparto pero que resultan igualmente inquietantes.

Desde la perspectiva europea, el retroceso de la UE en el sistema internacional es incontestable. La participación de Europa en el comercio mundial no ha parado de bajar desde hace 15 años en beneficio de países emergentes. Y para acabar de estropearlo, la crisis económica nos ha golpeado de manera dramática. Asimismo, la bandera de la innovación técnica hace tiempo que nos la han arrebatado los espabilados de otros continentes. ¿Hace falta recordar la dependencia energética europea de tres zonas inestables del planeta -Rusia, Medio Oriente y África- en las cuales nuestra influencia política es muy limitada?

Aparte de las peculiares características de su integración política, si Europa tiene dificultades para encontrar su espacio es porque carece de voz en las grandes instituciones internacionales (con alguna excepción, como es el caso de la Organización Mundial del Comercio). Si esto no fuera ya suficiente lastre, resulta que además los diversos Estados europeos no siempre defienden lo mismo, por ejemplo ante el G-20, incluso en los casos en que han hecho esfuerzos por adoptar una política común.

El diagnóstico es claro: la debilidad relativa de Europa y la confusión en que se debate por la «brutalidad» de la crisis económica deben llevarnos a volver a pensar el conjunto del proyecto europeo así como nuestro papel en el orden internacional.

En este contexto, la insuficiencia del marco nacional de los Estados «salta a los ojos». No son ciertamente inútiles en términos de identificación y de legitimidad política, pero sí de eficacia colectiva duradera. Su pretensión de autosuficiencia la contradicen a diario los hechos, y por ello el marco europeo es el único que se revela como verdaderamente satisfactorio.
Es verdad que la unanimidad ha sido consagrada por el Tratado de Lisboa como la regla para el funcionamiento del Consejo europeo, pero «es precisamente esta garantía otorgada a las soberanías nacionales la que debe incitar a los Estados a buscar sistemáticamente la unidad en el seno de ese Consejo, para poder presentarse como un actor único y asegurar así la presencia colectiva de la UE en el conjunto de la escena internacional».

Una regla esta, la de la unanimidad, que felizmente no rige ya en otros ámbitos, por lo que se impone extraer las consecuencias de lo que esa ruptura trascendental ha supuesto. Porque las soberanías nacionales no pueden ejercerse «sin límites» es por lo que debe contemplarse con la máxima preocupación el renacer de los intereses particulares de los Estados, en forma de proteccionismo y otros modos de estirar el cuello.

La conclusión es por tanto evidente: «la historia demuestra que los Estados, incluidos aquellos más poderosos, no pueden ser influyentes sino unidos. Dividida, Europa no cuenta. Unidos, los europeos tienen la posibilidad de llegar a ser uno de los motores del nuevo gobierno de la mundialización».

Pues bien, esa Europa unida debe sellar una nueva alianza con EEUU. A la Casa Blanca también le interesa esa sinergia porque la debilidad europea, su reducción al status de «Suiza del mundo», sería un obstáculo enorme para los propios intereses americanos, que se encontrarían solos frente a la pujanza asiática.

A esa nueva alianza ha de contribuir el hecho de que es justamente la mundialización la que ha relativizado la importancia de las alianzas militares. Es cierto que la OTAN sigue siendo capital, pero otros elementos de las relaciones euroamericanas tienen hoy recorridos comunes, como la gestión de los problemas económicos y financieros, la protección del ambiente, el programa nuclear iraní o la lucha contra las redes del terrorismo internacional. Es decir, «la vitalidad de la relación euro-americana ya no se identifica únicamente, en esta era de la mundialización, con las cuestiones estratégicas ni tampoco con el cuadro institucional de la OTAN».

Ha llegado la hora solemne de que América tome nota: la opción imperial ya no es una posibilidad. Europa, por su parte, debe hacer lo mismo con su nostalgia de las «independencias nacionales» y recordar, con Mitterrand, que «el nacionalismo es la guerra».
Todo ello conduce a la Europa federal que, por cierto, ya existe en parte, pues es falso que Europa sea hoy una confederación mal cosida. Por el contrario, hay en la construcción europea elementos claramente federales, de entre los cuales acaso sea la aplicación del Derecho por el Tribunal de Justicia el ejemplo más cabal.

Se trata por tanto de que la vitamina federal robustezca al resto de las instituciones y afiance sus raíces, reforzando la unidad financiera y fiscal, articulando una política económica común, aparejando los instrumentos para la creación de un presupuesto europeo. ¿Qué tal por ejemplo si los presupuestos de los Estados, antes de ser aprobados, pasaran el examen de las instituciones europeas?

Lo escribió Jean Monnet: «no se trata, al construir este gran edificio, de negociar ventajas sino de buscar la ventaja común». ¿Un castillo de espumas? No: hablo de la identificación de los colores del interés general europeo, que algún día deberá trasladar al lienzo un órgano muy alejado de la actual entumecida y maniatada Comisión. Se llamará Gobierno europeo.

miércoles, 7 de abril de 2010

La vida


No hay que hacer demasiado caso al jeroglífico de la vida porque encontraremos la solución en la última página.

jueves, 1 de abril de 2010

Palomas

Recuerdo una novela de Wolfgang Koeppen, autor alemán que murió en los años noventa del pasado siglo XX, que se titulaba «Palomas en la hierba», primera parte de una trilogía que continuaba con otra que trataba del suicidio de un diputado de la oposición y que continuaba con... ya no me acuerdo. Pero la primera, la de las palomas, era un relato que describía un día en Munich con muchos monólogos, algo pesado el libro (un poco a la manera del «Ulises» de Joyce), pues pasar un día en Munich puede ser muy entretenido. Pero no con la pluma de Koeppen, aunque él era tipo fino y de sutil estilo.

Viene esto a cuento porque leo con retraso que un decreto de hace un par de años derogó el uso de las palomas por las Fuerzas Armadas como medio de transmitir mensajes. Había un palomar militar en los alrededores de Madrid y fue cerrado por vía gubernativa, ahuyentando sin más a las palomas y notificándoles su jubilación. ¡Qué altivez la de aquellas palomas, tan aguerridas ellas llevando noticias de un cuartel a otro! ¡Qué degradación sufrieron! ¡Qué humillación! ¿A qué se dedicarían una vez que vio la luz en el BOE el infame decreto? Las imagino desprendiéndose las pobrecillas de sus anillas y volando contritas a buscar un sitio donde pasar su retiro, su jubilación de palomas trabajadoras, un día dedicadas a los nobles fines de la defensa nacional.

Viajaban en jaulas con los oficiales y cuando la artillería dañaba las comunicaciones, entonces entraban las palomas en acción. Atravesaban las trincheras y cruzaban el campo de batalla del enemigo sin ser derribadas. Volaban durante horas y horas y recorrían miles de kilómetros siendo más difíciles de abatir que un avión.

Si sabemos esto, ¿qué destino puede haber para una paloma que ha llevado en su pico la orden de asaltar una fortaleza?, ¿o de avanzar en orden abierto por las laderas de un monte para tomar un cerro? ¿A qué lugar puede ir que sea acorde con su pasado esplendor y la gloria que atesora en sus plumas? ¿Es que puede ser destino la plaza de un Ayuntamiento llena de niños que le dan unos granos de maíz? O, peor, que se hacen una foto con ellas en el hombro.

Estas funciones están bien para las palomas normales, aquellas que, por sus limitadas habilidades y escaso compromiso con la sociedad, no han servido sino para ornato o para ensuciar los pináculos de las catedrales. O las estatuas, pues es fama que se complacen en defecar sobre la cabeza de Felipe IV o en la túnica de ese magistrado a quien sus paisanos han erigido un monumento en la plaza del pueblo. Pero una paloma mensajera tiene otra dignidad... otro caché como dicen ahora los tontivacuos.

Porque no podemos ignorar que estas palomas se entrenaban en los mejores clubes: haciendo vuelos en torno al palomar, luego aventurándose a vuelos más largos, dejándose ver las tardes soleadas con otras palomas del club de colombofilia, alternando entre ellas y comparando plumas, contándose cómo anda el escalafón, los destinos vacantes, tomando parte en concursos variados donde ganan premios y caricias... ¿Cómo se puede comparar todo esto con el animalito que, sin pasar de pichón, se va a la cazuela como es fama que les ocurre a muchos en buena parte de Castilla? Salen unos guisos magníficos, pero el papel poco glorioso del bicho es patente.

Nada que ver con la honrosa función castrense. Menos aún con la época medieval en la que llevaban cartas de amor cuando no existía el maldito correo electrónico. ¡Lo que se lloraba con el arrullo de las palabras tiernas del enamorado y, como acompañamiento, el zureo de la paloma que descansaba de su trajín postal!

¡Tiempo de barbarie el nuestro! Tiempos que me duelen como ligaduras porque ya no hay palomas laboriosas que crucen el cielo trabajándose el sustento, acompañadas de músicas, mecidas en vuelos...