lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidades: un gran invento

Las Navidades son la más creadora invención del ser humano. Ningún acontecimiento del año puede compararse, en originalidad, con la celebración que los humanos hacemos, a los dos mil años, del nacimiento del niño Dios.

Cuando se conmemora una batalla importante o el fin de una guerra victoriosa, de esas en la que el hombre se ha distinguido por su piedad con sus semejantes, se organiza un gran desfile militar, en el que participan unos legionarios tatuados precedidos de una cabra, una banda de música toca enaltecedores pasodobles, se lucen mantillas en las tribunas y a un cura castrense se le deja decir una misa por los caídos que siguen con fervor los que aún están en pie.

Si se quiere recordar el nacimiento de Kant o de cualquier otro pensador terrible, un grupo de sus entusiastas, habitualmente destacados intelectuales que viven de lo que aquel hombre dejó escrito, prepara un congreso en el que se pronuncian conferencias destinadas a analizar tal o cual fragmento de la obra del sabio celebrado y llorado, normalmente financiadas por la Caja de Ahorros, con lo que el lloro resulta menos compungido y más llevadero.

Véase cómo en ambos ejemplos, existe una relación identificable entre aquello que se conmemora y los fastos de la conmemoración.

En las Navidades, no. Porque dígaseme ¿qué relación existe entre el nacimiento del niño Jesús allá en Belén con regalar una pitillera a un pariente próximo? Y el hecho de afanarse medio kilogramo de polvorones ¿tiene alguna conexión, siquiera sea remota, con la venida al mundo del Salvador? Pues qué, rellenar un pobre pavo de castañas, ponerlo al horno y comerlo después con voracidad, en compañía de algunos parientes importunos ¿puede decirse que recuerde en algo aquel humilde y remoto parto? Comprarse una bufanda, jugar a la lotería para atraer al único gordo con prestigio en la sociedad, ir a esquiar a los Alpes, tomar las uvas en un hotel en la poética proximidad del jefe de una entidad bancaria, ¿puede relacionarse con los llantos de un recién nacido y los afanes de una madre sin el consuelo del dodotis?

No. Ni la más fecunda imaginación puede asociarlos. Por eso decía que las navidades son el fruto de la más creadora imaginación del ser humano. Y el definitivo triunfo del Corte Inglés.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Aventuras baratas

Las agencias de viajes hacen su agosto en diciembre gracias a este afán de aventuras a plazos que vivimos los españoles: vamos de aquí para allá, sin mucho orden ni concierto, por el solo gusto de movernos, una suerte de inquietud motora nos invade que no conoce fechas de reposo. Y lo último consiste en visitar países exóticos de continentes lueñes a los que el visitante debe ir pertrechado de un arsenal de vacunas y pócimas para hacer frente a males insólitos, propios de lugares que dan cobijo a mosquitos aviesos y consumen productos no uperizados y, lo que es peor, sin isoflavonas.

Ganas de perder el tiempo. Para aventuras, aventuras de verdad, de esas que dejan secuelas y dan para muchas conversaciones, las que se viven en cualquiera de nuestras ciudades. Solo salir a comprar el pan o dar un modesto paseo para atraparle al sol gramos de su benigna influencia, nos pueden proporcionar una experiencia indeleble. Por ejemplo, sufrir una caída. ¿Ocasiones para la desgracia? Variadas, todas emocionantes.

Está -en la coyuntura invernal- el hielo. Esta traición del agua se forma tras las nevadas, por lo que, cuando se producen, es conveniente calzarse los pies de plomo y andar con miramientos. Este año todavía no ha nevado pero, para suplir tal deficiencia, ahí están los limpiadores municipales que dejan agua en las inmediaciones de las bocas de riego o en las aceras. Un fenómeno de la física que entendemos hasta los de derecho, nos dice que tal charco o película de agua propende a convertirse en hielo, no bien pasan unos minutos. Ya solo falta la viejecita que sale de misa confiada y sacramentada. En cuanto aparezca, caerá en la trampa tendida por el irresponsable limpiador, y en el hospital le será diagnosticada una rotura de cadera. Nada relevante.

Sin consideración al paso de las estaciones, se pueden contabilizar otros momentos emocionantes. Por ejemplo, las baldosas bailables. Estas, las baldosas, tuvieron en el pasado vocación de inmovilidad, pero hoy conviven las baldosas tranquilas con las que padecen el baile de san Vito. Se agitan retozonas y traviesas, constituyendo ocasión propicia para que el viandante pierda el equilibrio. Total, tantas cosas se pierden a lo largo de la vida, la virginidad, los ahorros, la decencia y el sano temor a dios, que perder el equilibrio no es nada del otro mundo. Ahora bien, tiene una consecuencia molesta: el perdedor cae al suelo y de ahí surgen males como en racimo: una muñeca dislocada, un codo que deja de cumplir su función a la hora de beber en la bota, un pie que se niega a avanzar de forma ordenada y así sucesivamente. Responsable: el contratista que puso la baldosa. Pero este se llamará andanas, ya ha cobrado y que le registren, para eso está el Ayuntamiento que, con el dinero de los contribuyentes, hará frente a las indemnizaciones.

Ítem más: esos adorables viandantes, entrañables con los animales, que sacan a mear al perro. Antes, iban cogidos por una cadena poco complaciente, ahora van conducidos por una correa juguetona, que se extiende y se acorta, para permitir al animal movilidad y hacer cabriolas mil. Ay de quien no advierta semejante artilugio y quede enredado en una de esas correas extensibles. Al suelo irá y, como consuelo, recibirá -en el mejor de los casos- las disculpas del insensato propietario que ha provocado el accidente. O un bufido por no ir atento al juego.

En fin, están los adorables niños que circulan en patines a toda velocidad por las aceras, arrollando lo que a su paso encuentran. Nadie les dice nada, benditas criaturitas que en algún sitio tendrán que desahogar sus ímpetus aún intactos.

En tales condiciones, quien vuelve a casa con su esqueleto indemne ha vivido un milagro. ¿A qué ir a un safari a África? Emociones de verdad en nuestras calles, las demás son artificios caros.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Nubes en guerra

Lo de las nubes, asunto que fue tratado con el rigor habitual ya en otra Sosería, sigue dando que hablar y no solo en la información meteorológica donde, como es lógico, son invitadas habituales.
Habíamos quedado -recuerdo al lector- en que la nube es ese espacio enigmático donde se almacenan cartas, películas o vídeos y documentos de todo tipo, incluso esa novela a la que todos andamos siempre dando vueltas pero que no acaba de salirnos, escritos como están ya los Episodios nacionales y el Quijote. Menos las grasas que acumulamos y la mala leche todo acabará en la nube, regazo de todos los regazos y puerto de acogida de nuestras intimidades, manías y desvaríos. El disco duro y la unidad DVD pasarán a formar parte de los cachivaches del desván junto a los sombreros de la abuela y la máquina Singer.
Aparentemente el uso de la nube es simple y todo consistiría en darle a un botón y mandarle nuestros mensajes para que ella vele por su integridad y los mime. Pero las cosas se complican, y no porque un potente anticiclón disuelva las nubes y se lleve a un limbo ignoto nuestros envíos, sino porque ahora resulta que cada país quiere tener su propia nube por razones defensivas y de seguridad. El presidente de la República francesa lo ha dicho de una forma que está a medio camino entre la amenaza diplomática y el desafío chulesco: “crearé mi propio sistema de nube en Internet” y ha adelantado un montón de millones de euros para tal fin.
¿Nos damos cuenta del vuelco que estamos viviendo? Durante siglos la defensa de nuestro patrimonio ha estado confiada a las murallas de la ciudad y, después, a los tanques y los buques de guerra. Los gobernantes se esforzaban en comprarlos y tenerlos limpios y lustrosos para cumplir su misión de forma aseada. En ello radicaba la soberanía que, desde Bodino para acá, asegura la seriedad de los Estados, es decir, que nadie se los tome por el pito de un sereno (otras antiguallas por cierto: el sereno y el pito). “¿Cuántos carros de combate tiene el Papa?” dicen que preguntó un gobernante sobrado y soberbio para mofarse de las opiniones del Santo Padre de Roma, sabedor de que carecía de ellos y solo disponía de sus mustios sermones.
Antes, para declarar una guerra había que invadir Polonia o asesinar al príncipe heredero en Sarajevo, a ser posible con su esposa. Ahora, los más terribles conflictos podrán estallar porque Inglaterra ha invadido la nube de Suecia o viceversa. Se enviarán aviones de combate para que abran fuego contra las nubes y las crónicas nos dirán que se ha derribado tal “cirro” o tal “cúmulo” o “la toma de tal nimbo ha dado gran moral a nuestras tropas”.
Todo un sistema complicadísimo de acecho se pondrá en marcha y tendrá por objeto espiar la nube del vecino y tomar nota de lo que almacena para usarla en la batalla por la hegemonía en el cielo do las nubes moran. ¿Quién se lo iba a decir a estas? Toda la eternidad se han esforzado tan solo en componer inofensivos decorados, a lo sumo mandaban una tormenta pero era solo para que un pintor, pongamos el riosellano Darío de Regoyos, la sacara en un cuadro.
Tan inocentes han sido que estos días se ha recordado el oficio al que le hubiera gustado dedicarse a Ramón Gómez de la Serna, precisamente el de “inspector de nubes”, seleccionado por el imaginativo escritor como símbolo del trabajo inútil, de un ocio tibio parecido al de quien se contenta con buscar violetas.
¡Ahora querría ver yo a Ramón inspeccionando las nuevas nubes que asoman por el horizonte preñadas de delicados secretos! Esas nubes como piñatas que, en vez de caramelos, arrojan sobre nuestras cabezas un manantial de datos encriptados, de códigos html, de bits, de dígitos infames. ¿Tendremos que volver a la mili a aprender a despanzurrar nubes? Si así fuera ¡cuán grande es el retroceso lírico que padecemos!

domingo, 4 de diciembre de 2011

El amor en un espacio protegido


Se extiende, entre los urbanistas más comprometidos, la moda de debatir acerca de la creación en las ciudades de espacios específicos para que las parejas se hagan mimos, prodiguen sus caricias o se dirijan miradas tiernas con las que derretir la dureza urbana y convertirlo todo a su alrededor en una aurora asombrada.

Como siempre, son especialistas americanos y japoneses los que andan enredados en estos asuntos: se trata de personas animosas que escriben libros y, sobre todo, organizan encuentros y seminarios para agitarse mucho, viajar de una punta a otra del mundo, patear aeropuertos con cara de muchas prisas y celebrar por aquí y por allá un “briefing” o un “meeting” que son las formas más depuradas que ha encontrado el hombre moderno para perder el tiempo.

Hay ya experiencias de este tipo en ciudades americanas y japonesas de las que están muy orgullosos sus alcaldes. Sin embargo, aquí en España, sin tanta alharaca, yo he visto en una ciudad gallega cómo en sus aguas termales y a la vista del público una joven pareja se entregaba a la práctica del coito con el brío y el júbilo que son propios de tal trance. Y sin haber necesitado recabar el auxilio técnico de japonés alguno (ni el alcalde de la ciudad ni mucho menos la pareja del disfrute).

Lo que quiero decir es que alguien me tiene que explicar para qué demonios sirven unos espacios singulares y acotados para la expansión amorosa o para el mimo y la caricia callejera. Porque es bien cierto que cualquiera lo es cuando hablamos de personas que se hallan urgidas por unos deseos que empujan para convertirse en llamas venturosas.

Así, por ejemplo, los árboles de un parque cualquiera ¿para qué están y para qué alzan hacia el cielo las copas de su envergadura arbórea si no es para cobijar los apetitos de una pareja? Los bancos que escoltan sus paseos y veredas ¿qué son sino regazo para ese sacudimiento incomparable que es el arrumaco? Y los lagos que acogen cisnes blancos como la eternidad blanca ¿qué son sino espejos para reflejar unos besos de ojos cerrados, envueltos en esos silencios que son como un poblado vacío y habitado tan solo por los misterios?

¿Alguien concibe que las grandes plazas de las ciudades tengan otro destino que el ver llegar a ellas a unos enamorados, sus manos entrelazadas, todos los sentimientos exaltados y saltando anárquicos en sus venas? ¿Para qué están San Marcos en Venecia o Am Graben en Viena si no es para recibir con sus mejores luces, ceñidas sus galas, a un par de víctimas gozosas del amor y de sus adorables trampas?

Y lo mismo podemos decir de cualquier calleja, de cualquier esquina por vulgar que pueda parecer cuando se contemplan con ojos rutinarios y oficinescos pero que se convierten en lugares mágicos cuando son disfrutados por quienes se regalan las complacencias de sus halagos.

Es superfluo pues crear espacios singulares para el amor y sus derivados por la sencilla razón de que estos desconocen las fronteras de la misma manera que los pajarillos ignoran si vuelan o no sobre un parque nacional o protegido. Para ellos todo está protegido como para la pareja todo es albórbola y olor a flor aunque acabe siendo, ay, flor baudeleriana.

No es pues raro que el amor desconozca el espacio porque lo cierto es que también desconoce el tiempo. Por eso los mejores enamoramientos se producen los días ajetreados que no tenemos tiempo para nada. Excepto para enamorarnos.