domingo, 27 de mayo de 2012

La mala leche




La oferta más variada que existe ahora en los supermercados es la de leche. Hay muchas leches, tantas que es difícil seleccionarlas pues la hay natada y desnatada, con isoflavonas, con vitaminas modernas y acreditadas y sin vitaminas o vitaminas pasadas de moda, fermentadas y no fermentadas, fementidas y verdaderas, nutritivas y no nutritivas, para viejos, para mujeres en el puerperio, para concejales, para aspirantes a concejales ...   No falta nada. Aparentemente. Porque falta la más importante: la mala leche.  No me refiero a la mala leche que es madre del resentimiento, de las envidias oscuras o de los odios eternos, me refiero a la mala leche que procrea el ingenio y su derivado el humor, el humor inteligente, nunca el de esos botarates que salen por la televisión. Si esta sustancia tan necesaria no aparece en ninguna lista de precios se debe a que esa mala / buena leche ni se compra ni se vende. El tipo con mala leche nace, no se hace; ocurre como con el subsecretario, cuando viene al mundo una criatura ya se sabe si alcanzará o no esta altanera dignidad burocrática: por los andares, por los decires, qué sé yo ... Pero el asunto es grave porque la mala leche resulta clave para desvelar los misterios de la sociedad y fundamental para desenmascarar los mil disfraces que adopta la hipocresía que, tal como ocurría en los tiempos de Quevedo, es calle sin fin donde hay cuartos y aposentos para todos.





Es decir que quien quiera cultivar el humor debe mojar su pluma en esa tinta fecunda. En este sentido, creo que la prosa gana a la poesía. Acaso porque aquella aventaja en general a su hermana en variedad de asuntos y riqueza en la forma de expresarlos. En las “Conversaciones con Goethe” de Eckermann, el poeta, que se hallaba cuando está hablando en su ancianidad alta, desliza esta perla: “la cuestión es bien sencilla: para escribir en prosa hay que tener algo que decir. Quien no tenga nada que decir, siempre podrá componer versos y rimas, donde una palabra lleva a la otra y siempre termina por salir algo que, aun sin ser nada, logra dar el pego”. Un poco exagerado el severo Goethe pero algo sabía del asunto.


Porque es bien cierto que los poetas son un poco pelmazos y, aunque en los últimos decenios se han empeñado en recorrer caminos nuevos, lo cierto es que propenden a seguir cantando los amores con Purita y la vistosidad de las flores en primavera, o lo que es peor, la muerte y la malaventura. Lo harán en rima asonante o consonante, creyéndose clásicos, vanguardistas o ultramodernos, pero casi siempre recalan en los mismos caladeros. Parece que la forma de escribir en verso los encadena a los que ellos entienden cumbres de los sentimientos y de las sensaciones, como si una forma tan alada de expresarse no pudiera malgastarse en asuntos fútiles. El escritor en prosa es mucho más fecundo, dispone de alas para escapar de las dictaduras convencionales.


Hay, claro es, poesía de humor y ahí están los testimonios de los siglos pasados. Cuando Gonzalo de Berceo llama a un contemporáneo “ome revolvedor” está cultivando la invectiva social sana y de buena puntería pues se está refiriendo a esa especie eterna, intemporal, del amigo de los enredos, del intrigante, del trapisondista. Por supuesto nadie reconocerá serlo pero el personaje está presente y es bien visible en el escenario social: en el Parlamento, en las agrupaciones de los partidos, en las Universidades y hasta en las empresas de recauchutado de ruedas o de exprimidores de zumo, “omes revolvedores” los hay a cientos. Con el añadido contemporáneo de las mozas “revolvedoras”. Es humor por supuesto la letrilla satírica que cultivaron Góngora y no digamos Quevedo o las redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz, y luego Torres y Villarroel etc hasta Ángel González o Andrés Trapiello.  Si disparan con puntería es porque todos ellos tuvieron en su infancia un ama de mala leche.


Quiero que la Seguridad social me proporcione una de esas ubres gozosas para pasar mejor las gachas espesas de la chabacana realidad circundante.



domingo, 20 de mayo de 2012

Un lugar donde mirar


Entre la población es un clamor. Por eso, con una u otra fórmula se oye a diario: la situación es de tal deterioro que no hay institución ni lugar alguno al que se pueda mirar. 
 
Da igual que hablemos del tribunal constitucional, del supremo, del gobierno, de los bancos, de los parlamentos, de las cajas de ahorro, de la universidad, del rey y de la monarquía, de las comunidades autónomas, de los municipios o de las provincias... todo parece empantanado a los ojos de una gran parte de la ciudadanía que deplora aquí y acullá comportamientos irregulares o tropelías sin cuento. El resultado es una gran inquietud y un desasosiego continuo apenas aliviado con grandes dosis de balompié. 
¿Qué hacer? se hubiera preguntado Lenin si anduviera todavía preparando revoluciones por estos pagos. Descartadas estas porque a muchos nos pilla ya muy artríticos y desvencijados y los más jóvenes no aciertan a formular propuestas que calen entre las masas, habrá que buscar fórmulas salvadoras o que al menos mitiguen la situación de desconcierto y desamparo que estoy tratando de analizar. Al menos para seguir tirando... 
 
La más tradicional es la de darse a la botella. Caldos hay para todos los gustos siendo hoy el conocimiento de añadas, denominaciones de origen y bodegas uno de los signos de desparpajo mundano más acreditado, parecido al que antiguamente confería seguir y conocer las cotizaciones de bolsa (lo que hoy a nadie se le ocurre hacer a menos que se haya forrado previamente de ansiolíticos). A partir de ahí, están el coñac, el whisky, el ron, el vodka y otros mejunjes que te disparan rápidamente y también otras bebidas explosivas que, por increíble que parezca, se venden en los supermercados con la tranquilidad de conciencia con la que venden unas pastas para el desayuno las monjas clarisas.
 
Entre los escritores ha sido la escapada del alcohol muy habitual, tanto que resulta un poco vulgar, y ahí están para confirmarlo Pessoa, Erich Kästner, Truman Capote, Hemingway, Simenon más un largo etcétera y no digamos Verlaine que luego vomitaba ante sus admiradores con serena templanza y aplaudida eficacia. El insigne poeta Max Estrella, el de las luces valleinclanescas, se pasea por la noche madrileña, noche con más ansias y penas que estrellas, con una pítima en relieve para olvidar el maltrato que a su musa le daba el paisanaje ignaro.
 
Todo esto es muy convencional y por eso debe descartarse para el tratamiento de las tribulaciones actuales. Como lo que se denuncia, y con razón por parte de la ciudadanía, es que no hay un sitio donde mirar conservando la mirada limpia -mirada de balcón sereno-, lo mejor es pedir a los ayuntamientos que apresten un espacio municipal para este fin. Ahora que los alcaldes se ven obligados a cerrar tantas empresas públicas y tantos servicios como habían creado, podrían habilitar lugares donde los ciudadanos pudieran depositar su mirada sin quedar heridos de angustia. No me refiero a un lugar virtual al que se accede por wifi -que eso es todo industria y embeleco- sino un lugar real, una zona concreta y acotada, prevista en el plan urbanístico, que sirva de descanso al batallar de los ojos contra tanto despropósito. 
 
Habría allí una maqueta que reprodujera un tribunal constitucional funcionando, una caja de ahorros con aspecto de hucha y no de sumidero, una universidad cuyo rector aplicara la ley sin mirar a quien afectaba, y hasta un parlamento donde los diputados razonaran sin encalabrinarse ... todo ello envuelto en un paisaje de farolas acogedoras y de flores descaradas. Al fondo se oiría el sonar de unas campanas que darían una hora única, envuelta en un velo de fantasía, la hora que anunciara el disipar de esta tormenta interminable ... 
 
¿No sería una meritoria iniciativa municipal?  





domingo, 13 de mayo de 2012

Gloria de la espuma





Andan muy ocupados los grandes cocineros en explicarnos los misterios de la espuma y al efecto han pedido la colaboración de varias especialistas, profesoras de Física, que nos hablan del desdoble de las proteínas, de la formación de una película elástica que hace que las burbujas resistan y por ahí seguido.

Pero la espuma tiene otros secretos que no se dejan capturar por la ciencia como ocurre con el amor que ya sabemos que no es sino luz y abismo, el bosque donde conviven los mejores aciertos con los más conseguidos errores.

Una cerveza tirada por un camarero español poco tiene en común con análoga acción protagonizada por un colega bávaro en un local de Munich. El nuestro actúa -con excepciones- de manera atropellada, saltándose trámites y dando por concluido el procedimiento cuando este no debería haber hecho más que empezar. La espuma apenas existe, de ahí el aspecto deslavado y escorbútico de nuestras cervezas, su falta de dignidad. Su desaliño. El alemán, por el contrario, se demora en el trance, repasa varias veces la espuma que se va formando poco a poco, la deja reposar para que medite sobre su destino y su circunstancia, y es solo así como nace una espuma tersa, una espuma con donaire, que es como el penacho que corona un peinado artístico o el pináculo admirable de una catedral gótica.   

Y lo mismo se puede decir respecto de la espuma del capuchino (me refiero al café, no al fraile). La tensión, el mimo y el respeto con que se fabrica en una cafetería de Milán nada tiene que ver con la desgana que vemos en Madrid. Aquella tiene de entereza y de gloria lo que esta de flaqueza y abatimiento.

La espuma es pues hija de la paciencia, de la diligencia y de la reverencia.

Que nosotros, los españoles, sí ponemos en la confección del merengue y del “soufflé”. Las pastelerías españolas -como las portuguesas- están llenas de ofertas de merengues gloriosos, orgullosos de su condición merenguil, merengues persuasivos, virtuosos. Un compendio de ficción y de capricho. Y lo mismo ocurre con el “soufflé” que, recién salido del horno, comparece ante nosotros como el altivo personaje que ha llegado a ser, todo él sensibilidad porque, en sus entrañas, lleva la sorpresa y la fortuna. Dispone además de mil rostros como un artista de circo o un ilusionista fértil.
                                                                                             
Cuando tantas y tan malas son las noticias con que nos obsequia la actualidad, convertida en una maga especializada en abatirnos y en sumirnos en la desesperanza, pensar en la espuma, en el “soufflé” o en el merengue, nos devuelve el optimismo y nos proporciona un aliento reparador que nos recupera -como un bálsamo- de nuestros pensamientos exhaustos.

Pues a lo mejor resulta que la causa de nuestros males está en querer llegar al meollo de los problemas, al hueso íntimo donde anidan sus explicaciones, a la raíz donde brota la savia de nuestras tribulaciones. Y como son enigmáticas y muy viejas y además gastan muy mala leche -sin espuma-, nos aturden y nos zarandean. Es decir, nos dejan como navíos partidos por la noche.

Por todo ello propongo que, al menos por un rato, por el leve espacio de una sosería, pensemos que podría ser que lo mejor del fondo fuera la superficie.












domingo, 6 de mayo de 2012

El colmillo del Rey

(Hace unos días me publicó La Nueva España esta Sosería).



No entiendo bien a qué ha venido todo este revuelo con el episodio del rey don Juan Carlos y su jornada cinegética. Me da la impresión de que entre nuestros compatriotas anda suelto mucho partidario de la monarquía absoluta aunque ellos lo ignoren como es fama que le ocurría al personaje del burgués gentilhombre del señor de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.

Porque quienes defendemos la monarquía constitucional y parlamentaria lo que queremos justamente es que el rey se entregue a la caza, a la pesca, a intensas jornadas de parchís y al aprendizaje del perfecto batido de la clara de huevo. Pues, entretenido en estas inofensivas actividades, no se le ocurrirá poner las manos en los asuntos del gobierno, asuntos estos en relación con los cuales las grandes casas reales han desarrollado a lo largo de la Historia un instinto innato e infalible para errar y marrar.

Precisamente nuestro actual monarca, que conoce a su estirpe, sabe perfectamente que fue el descuido de las artes cinegéticas lo que obligó a su ilustre abuelo a tener que despojarse de la corona y la capa de armiño en aquel infausto catorce de abril. La manía de aquel Alfonso de meterse donde no le llamaban, le obligó a irse precisamente a donde no le llamaban, es decir, al exilio. ¡Cuánto hubiera ganado la estabilidad y la salud institucional de España si aquella testa coronada, en lugar del cabildeo de ministros, presidentes, generales y demás a que tan gustosamente se entregaba, se hubiera ido de caza a matar unas cuantas perdices e incluso acabar con algún urogallo despistado se le podía permitir, con tal de que no se le ocurriera hacer nada en beneficio del bien común.

De manera que a ver si aprendemos un poco de derecho constitucional y no nos trabucamos con el estatuto de la majestad real.

Dicho esto, a mí realmente lo que más me preocupa de este episodio es el colmillo, es decir, qué pasa con los colmillos del elefante abatido. ¿Para qué quiere el rey esos colmillos? Esto es lo que me inquieta.

Porque sabemos que quien enseña los colmillos es que quiere amenazar u obrar con energía o con violencia. Y ¿a quién quiere amenazar don Juan Carlos o qué violencia quiere ejercer? No le conocemos hasta la fecha ninguna y nos extrañaría que a sus años tomara gusto a estas actitudes desafiantes e infantiles.  

¿O es que quiere escupir por el colmillo, que es lo mismo que decir fanfarronadas? Al no haber sido aficionado a ellas hasta la fecha ¿a qué vendría practicarlas cuando se entra en una edad venerable do las pasiones se acoquinan y los ardores se tornan asustadizos?

Por último, de quien se dice que tiene el colmillo retorcido es porque resulta difícil de engañar por su astucia. Desde mi modestia provinciana le aconsejaría al monarca que no intentara dar lecciones de esta asignatura a sus súbditos, es decir, la de utilizar procedimientos engañosos para conseguir algún objetivo -normalmente, torpe- porque hay miles y miles de españoles que, en este punto, no precisan aprendizaje suplementario alguno: les sale con la mayor naturalidad. Suelen ser personas acomplejadas y mediocres ¡pero son tantos y tan activos!
           
En resumen: sí a la caza; no a los colmillos. Porque ya sería el colmo.


martes, 1 de mayo de 2012

Fantasmas de Estados

(El viernes 27 de abril publicó el periódico El Mundo este artículo mío) 

La preocupación por la delicada situación económica que atravesamos ha colocado a las cotizaciones bursátiles, las primas de riesgo, las emisiones de deuda o el rescate de este o de aquel país en el eje en torno al cual giran nuestro desasosiego y nuestros ataques de ira. Pues descubrimos ahora que, entre los gobernantes, han proliferado los pícaros que, como en el cervantino Retablo de las Maravillas, se hicieron con el poder para ofrecer al pueblo una función insólita de teatro. Cuya entrada nos está costando un ojo de la cara.

Pero en medio de este galimatías, que viene acompañado de ese despliegue florido de anglicismos en que consiste la moderna cursilería, acaso no hayamos dedicado suficiente atención a dos hechos que tienen el aspecto de ser nubarrones despeinados dispuestos a encapotar nuestro futuro como comunidad política.

Me refiero, en primer lugar, a la opción por un Estado propio que un partido político catalán acaba de hacer en un congreso. Quiero subrayar que no estamos hablando de una organización cualquiera sino de aquella que ha compartido las riendas del poder con todos los gobiernos que en España han sido y son desde que existen los mecanismos democráticos. Un partido regional invariablemente cortejado y contemplado con los ojos codiciosos de la lujuria por sus hermanos mayores nacionales. Recibir una calabaza desde Cataluña ha sido una forma de labrarse el fin de los cambalaches parlamentarios y de las propias piruetas políticas; por el contrario, acogerse a su bendición era demostración de sutil templanza y de habilidosa flexibilidad en el manejo de la cosa pública. O, como se ha solido decir, de cintura.

En segundo lugar, debe citarse la manifestación que hace unos días recorrió las calles de Pamplona con una bandera que reclamaba “independencia” para el País Vasco y sus cuatro puntos cardinales. Reivindicación apoyada a distancia y con amor de padre por otro partido nacionalista, buen tejedor de glorias en la política española.

Es decir, estamos a principios del siglo XXI, varias décadas después del desmantelamiento de la farsa franquista, contemplando el espectáculo de unos partidos que representan a miles de ciudadanos, empeñados en el designio de comenzar una aventura como Estados. De la misma forma que el pequeño bote de un barco se echa a la mar en busca de la mar de aventuras sin pensar en que pueda quebrarse o romperse no bien se enfrente a la primera roca.

Algunas plumas ilustres defienden que sería bueno disponer en nuestro texto constitucional de un mecanismo de secesión de una parte del territorio para que, por una vía pacífica y de mutuo entendimiento, cada cual emprendiera el destino que le pareciera más conveniente. Pero lo cierto es que tal previsión no consta en el Derecho político español por lo que cualquier medida que se tomara en esa dirección -que sería unilateral- supondría la ruptura grave de nuestro ordenamiento y también la irreversible quiebra del equilibrio en el que desarrollan su vida nuestras instituciones.

Con todo, teniendo en cuenta la población que anda detrás de esas pancartas, a lo mejor no es malo propiciar una salida de esta naturaleza a la que se diera su conformidad desde España. Eso sí: previo un finiquito minucioso que no dejara cuenta pendiente sin comprobar ni saldo sin cobrar.

A partir de ahí, desligados de la opresora monarquía española, ya podrían proclamar sus repúblicas independientes. Porque no sería cosa de entronizar un nuevo monarca extraído de las casas reinantes por la sencilla razón de que no quedan o están para pocos trotes o padecen una artrosis desbocada. Una república implicaría nombrar un presidente (a ser posible, sin antecedentes penales), buscar un palacio en cuyas ventanas cante el ruiseñor y unos guardias con uniformes vistosos como cristalerías de luces. El himno no es problema pues existe, lo mismo que las gargantas para cantarlo. Y la bandera ya ondea en sus edificios, tan solo se trataría de quitar la otra y en ello con un minuto sobra.
Es coser y cantar y no digamos presidentes de tribunales de justicia, de cuentas, constitucionales... Colas harían los profesionales más distinguidos para atarse al ejercicio de estas responsabilidades aunque con ello pusieran en peligro su salud y su vida familiar. Coches oficiales habría que comprarlos a cientos con lo que el ramo, tan deprimido ahora por la crisis, volvería a conocer días de gloria y esplendor.

Habría que imponer a esa población entusiasta tributos e impuestos pero ésta los pagaría con entusiasmo; la lacra de la evasión fiscal no se conocería, pues que todo lo recaudado iría a parar al engrandecimiento de la nueva nación. A lo mejor crear un Ejército, comprar tanques, aviones de combate o buques de guerra, formar escuadrones, batallones y divisiones no gusta a algunos pacifistas pero hay que contar con ellos porque la pluralidad es una seña de la nueva república que se distingue así de la vieja monarquía que ponía grilletes por años a quienes no mostraban entusiasmo militar.

Pues ¿y diseñar una moneda propia? ¡Ahí es nada poder reivindicar la vieja prerrogativa de acuñar moneda! Eso sí que sería gloria y no verse obligados a aceptar exigencias foráneas para disponer de la calderilla del euro. A partir de ahí, sería innecesario endeudarse pero, si tal acaeciera, los virtuosos republicanos de la nueva nación adquirirían cualesquiera títulos que se les hiciera llegar. Si aun así, hicieran falta nuevos fondos, ahí estarían los mercados internacionales dispuestos a comprar el producto financiero más sólido y el de garantías más aquilatadas.
¡Adiós a los vaivenes de las primas de riesgo! Sólo por despedir a estos parientes, merece la pena iniciar la aventura de la independencia.

Porque, lector paciente, el discurso contrario, el que consiste en aclarar a quien no quiere oír que el nacionalismo ha sido el partero de las desgracias colectivas más aniquiladoras que ha sufrido la humanidad, que reproducirlo en los inicios de este siglo XXI es suicidio y homicidio a un tiempo, y añadirles que no hay sueño más placentero para las grandes empresas del planeta que la proliferación de Estados raquíticos, empinados en su ridícula poquedad, esforzarse en todo ello -digo- es sin más empeñarse en perder el tiempo. O, como se dice clásicamente, majar en hierro frío.

Con todo, al menos pluma en ristre, es obligado no darse por vencido, vestir las armas del combate y luchar contra estas sombras lúgubres del pasado.