
Lo cierto es, sin embargo, que ya es difícil darse tono con estas prácticas por mucho barroquismo que se le eche y por ello surge el criogenizado, un personaje nuevo, fresquito, recién despedido de la vida, al que se mete en una nevera, a sesenta grados bajo cero, a la espera de más placenteros momentos. Esto hizo en Francia un noble con su joven esposa y ahora han hecho lo mismo con él sus hijos de forma que el matrimonio se halla ya felizmente reunido en el frigorífico dándose mutuo calor, comentando lo de las elecciones y celebrando los aniversarios y demás circunstancias evocadoras. Se ha suscitado una batalla legal porque los burócratas del Ayuntamiento quieren imponer las prácticas tradicionales y meterlos en un sarcófago como está el general De Gaulle ya que “si aceptamos estas ideas, un día nos encontraremos con frigoríficos semejantes en cualquier casa”.
Aquí es donde está el asunto y donde vendría bien la réplica al funcionario: ¿y qué? ¿pasaría algo si en cada vivienda hubiera su frigorífico tumba? Porque ¿qué es al cabo un frigorífico sino una tumba de lenguados, de pollos, de tomates y de calamares a la romana? Nada nuevo se descubre pues y, de otro lado ¿qué diferencia hay entre esta práctica y la del cementerio a las afueras de la ciudad con su tapia bien encalada para fusilar rojos o nacionales?
Es más: la promesa de la resurrección de la carne de los católicos, tan bien descrita en el Tratado escrito por Atenágoras ¿qué es sino la criogenización? Según él y según los Santos Padres y copia de resoluciones conciliares, un día se producirá la reunión del alma racional con el mismo cuerpo que le animó durante su vida mortal de manera que conserve aquél no solo su integridad, identidad e incorruptibilidad sino también su sutileza, claridad y agilidad. Lo único que ocurre es que la sala de espera no es un frigorífico sino un cementerio, pero esta diferencia no me parece sustancial desde el punto de vista de las exigencias del razonamiento teológico.
Ocurre, sin embargo, que a mí estas fantasías, como las ideadas por Julio Verne, no es que no

¿Se imagina alguien el suplicio? Convengamos pues en que la inmortalidad es la forma más sutil que se conoce del aburrimiento. Y la más duradera.
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