Estos días han estado dedicados a los dulces, filigranas que nos acompañan todos los años y que son la magdalena de Proust pues evocan mil recuerdos de nuestra infancia, de nuestra abuela, de nuestros primeros papás noeles ... En cuanto nos metemos un polvorón en la boca se desencadena automáticamente en nuestro interior todo un mundo de parientes, de regalos, de villancicos, transitando por ellos la vida que así se renueva. Un rito en definitiva pleno de misterios a medio desvelar.
¿Se llevan hoy los ritos? preguntaría un aficionado a escudriñar en las costumbres y sacar conclusiones para escribir un libro. Yo creo que ritos siempre hay, solo que van cambiando con el tiempo y lo que ayer fue rito puntillosamente observado deja de serlo hoy para, a lo mejor, reaparecer mañana con bríos restablecidos. Estamos en una sociedad donde el botarate abunda y este, el botarate, propende a confundirlo todo esparciendo sus tópicos como si fueran verdades reveladas. Ha estado y en parte está de moda abominar de las fiestas navideñas porque traen un contacto con la familia que a muchos se hace insoportable. Y es cierto: la Navidad es la única ocasión en todo el año en la que nos acordamos de un primo, de los cuñados, incluso hacemos largos viajes para ver a la suegra o al hermano ... Repárese que todas las demás circunstancias festivas son justamente para lo contrario: la huida del entorno familiar, cuanto más lejos, mejor, existen aficionados incluso a viajar a continentes exóticos, a Asia, a África y por ahí de lejos, precisamente para no correr el riesgo de encontrarse en una calle con un allegado. Es más: en la cena de navidad hay quien, para sus adentros y a la vista de los parientes, está pensando, paladeando un regusto íntimo, “en semana santa a Bombay donde no hay posibilidad de tropezar con esta panda de pelmazos”.
Sin embargo, con moderación hasta la familia es llevadera. No conviene atracarse de ella como no conviene atracarse de turrón o de alfajores porque los empachos tienen efectos devastadores. Un cuñado, el suegro, algún niño y poco más. Con estas piezas se observa el rito y queda uno como comulgado en el sacramento de la convivencia y las buenas maneras.
Cumplido, queda ya tiempo para darse una vuelta por la librería y comprar un par de obras, yo recomiendo una clásica, del más rancio clasicismo quiero decir, y otra moderna, para ver qué se escribe, qué asuntos se barajan, por dónde andan las palpitaciones del prójimo que dispone de un intelecto creador. Claro que en las librerías cobran y hay miles de familias -incluso con profesionales universitarios dentro- que no se gastan un euro en un libro ni bajo amenaza de denuncia a la Ertzaina o a alguna otra policía de la España plural. Pero, en fin, a quien no le importa rascarse el bolsillo, siempre encontrará en la librería algo que le saque de su rutina agostadora. Porque este es el milagro siempre renovado del libro: su capacidad para transportarnos a mundos sorprendentes que nos enriquecen y nos hacen ver cuán pequeñitos somos.
Si el turrón o el rosco de reyes significan la citada magdalena evocadora del tiempo perdido proustiano, junto con el té y los olores antiguos, el libro es -o puede ser- justo lo contrario: lo que nos coloca en territorio de frontera, pértiga para saltar al otro lado del río o para atravesar la cordillera, más allá de la cual se esconde un mundo de sobresaltos. Si el turrón nos atasca, un buen libro nos libera pues, entre sus páginas, siempre se esconde la ganzúa con la que robar secretos al horizonte esquivo. Esta y no otra es la razón por la que el libro recibe tan a menudo el trato de un torvo delincuente y por la que a muchos no nos importa pasar la Navidad entre rejas.
jueves, 7 de enero de 2010
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