(Hace unos días La Nueva España publicó mi última Sosería).
Recientemente se ha
vuelto a suscitar el debate acerca del fin del mundo de la mano de una
profecía maya y hay incluso quienes han vivido angustiados el pasado 21
de diciembre temiendo su veracidad. En una emisora de radio oigo una
entrevista con un constructor español de refugios nucleares que estaba
muy contento porque su cartera se había abultado por los encargos
recibidos de personas que pensaban utilizarlos para conjurar la
hecatombe anunciada. Al parecer, están ideados para resistir hasta
veinte años.
Me di en cavilar qué tipo de sujetos son esos
que deciden ponerse a salvo: ellos, es decir, la familia más el gato y
un canario en su jaula, mientras el mundo se desconcierta y acaba
pereciendo atraído por las fauces hambrientas de la desolación y la
ruina. El sujeto que cree estar rodeado de bohemios irrecuperables y
piensa ¡allá ellos! ¡que les zurzan! Morirán, padecerán la destrucción
de sus bienes, la desaparición de sus seres queridos, mientras que yo,
aquí dentro, en mi refugio, con mi María, con mis hijitos Aitor y Eva
Luisa, con la perra «Laila» que está en celo... bien calentitos,
comiendo fabada y piña en lata. Es cierto que no se pueden comunicar con
nadie ni usar internet ni la tableta ni el washapp pues todo se va
tornando en el exterior neblinoso, atrapado como ha quedado el Universo
en un pantano de olvidos hostiles, de piedras verdinosas, de mármoles
aliquebrados, de versos marchitos, de tiempo exhausto, de pasado hecho
cenizas.
Y ellos, en su refugio. Todavía con los pagos pendientes de la hipoteca, pero en su pleno y gozoso usufructo.
¡Lo
que es no haber leído la buena literatura, y especialmente la española
de humor! Porque estas gentes ignoran que todo esto fue tratado por
Enrique Jardiel Poncela en su obra «cuatro corazones con freno y marcha
atrás» donde aparecen esas entrañables parejas que consideran que
«morirse es un error» y deciden confabularse contra la maldita visita de
la guadaña y además tomar el elixir de la juventud. A partir de ahí,
empiezan una vida pletórica de aventuras, dulce de acontecimientos y
deleitosa, llena de anhelos colmados hasta que... advierten lo tedioso
de una situación que carece de horizonte porque está vacía de
sobresaltos, de amores inesperados, de versos nuevos, de lágrimas, de
noticias de la Bolsa y de los familiares, incluida la prima de riesgo,
es decir, una existencia que tiene el atrevimiento de ignorar las
jugarretas que guarda en su seno el arca misteriosa del Tiempo.
Y
eso ni es vida ni es nada pues lo excitante es ver delante de nosotros,
como anuncia Kavafis en su poema, «los días venideros como fila de
cirios encendidos, cirios ardientes, áureos y vivos». Por eso lo que
gusta del fin del mundo es su comienzo. Pero su comienzo explicado por
el Yavista en el relato mágico del Génesis con sus jardines, sus
serpientes, sus manzanas, sus pecados, su carne tentadora, su Eva
hirviente y su Adán cercado por el perfume de los deleites.
¿El
fin del mundo? Vendrá, claro que vendrá, pero será cuando ya no suene
la música de Mozart ni se pueda avistar el espectáculo de una mujer
enfundada en el traje de su voluptuosidad ni se pueda vivir en pecado o
cuando perdamos el hilo de nuestras costumbres y extraviemos nuestras
manías.
Ahora bien, la espera ha de ser en descampado, bajo
la dictadura del sol y de los vientos, tiranizados por los cielos
desmayados y sus nubes socarronas, luchando por el aire entre la
algarabía de las vidas. No en el refugio nuclear, refugio de certezas
secas.
domingo, 6 de enero de 2013
domingo, 30 de diciembre de 2012
Barbas reales
Hace unos días publicó La Nueva España esta Sosería mía.
Es verdad que la barba en la actualidad carece de la perdurabilidad que tuvo tiempo ha pues bien sabemos que, en el pasado, cuando un varón decidía dejársela, se trataba de algo duradero, no sujeto a vaivenes pasajeros ni a modas inconstantes. Y así, cuando pensamos en personajes como Olózaga o Sagasta o Menéndez y Pelayo, los tenemos en la mente siempre con su barba pues fueron muy fieles a su desparrame capilar. Y de él hicieron incluso su particular seña de identidad.
Se convendrá conmigo que esta sostenida convicción sobre la barba desapareció hace tiempo de suerte que hoy podemos ver a un personaje lampiño un día y barbado al mes siguiente y viceversa. Sin que a la mutación nadie le conceda la menor importancia. Con ello, se ha ganado en desconcierto pero se ha perdido, claro es, en seriedad pues la barba queda degradada a la condición de objeto de quita y pon, de disfraz efímero. Pasa como con los tatuajes a los que dediqué mi reflexión soseril hace unos meses: también ellos aparecen y desaparecen con la fluidez de la máscara de un cómico en un tablado.
Es -se me dirá- el signo de los tiempos pues todo en él es volátil como una cotización de bolsa o el toque del desodorante.
Esta sesuda cavilación sobre la barba viene a cuento porque veo desde hace poco a nuestro joven príncipe de Asturias, heredero de la corona de España, luciendo una barba poblada. Y me pregunto si estamos ante un postizo inconsistente, inspirado en la frívola coyuntura de una foto en el «Hola», o ante una decisión regia tomada con firmeza y vocación de estabilidad. Una decisión de las que otorgan carácter y temple. Porque de un príncipe se espera coherencia y, pues que hablamos de barbas, coherencia capilar.
Carezco de autoridad para inmiscuirme en sus opciones estéticas pero me permito hacerle ver, desde el respeto, que, si persiste en exhibirse con barba, rompe con la tradición borbónica pues desde Felipe V para acá los reyes no llevaron barba. Gastaron peluca, que era lo propio del barroco, pero no barba. Alfonso XII, en el siglo XIX, lució, sí, unas enormes patillas y un aparatoso bigote pero no barba propiamente dicha. Y lo mismo puede decirse de Alfonso XIII, aunque este fue más inconstante con sus añadidos capilares fiel a su condición de regio botarate.
Sepa pues don Felipe que, con su barba, engarza con las personas reales de la casa de Austria pues tanto el emperador Carlos (ahí está Tiziano para corroborarlo) como los Felipes hasta el cuarto gastaron barba hirsuta interrumpiéndose la tradición solo con Carlos II (a Carreño me remito) pero para este soberano la ausencia de barba era una carencia más de su particular colección de descuidos.
Y asimismo enlaza nuestro don Felipe con los reyes godos -la lista famosa de nuestras tribulaciones infantiles- pues casi todos aquellos fugaces monarcas fueron imponentes barbados: los Eurico, Alarico, Gundemaro, Witiza, etc.
¿Es todo ello puro chascarrillo? De ninguna manera. Antes, al contrario, se impone una meditación severa sobre estos símbolos. Porque es bien sabido que políticos hay en la actual España que sueñan con reeditar los modos austriacos para edificar sus aspiraciones nacionalistas por lo que sería prudente no ofrecerles fáciles remembranzas.
A menos que la actual barba principesca sea heredera de la muy simpática de los reyes magos y entonces sería una imagen de sencilla decoración, de presencia tranquilizadora y acogedora, de discursos de humo, de palabras esponjosas e inofensivas...
Es verdad que la barba en la actualidad carece de la perdurabilidad que tuvo tiempo ha pues bien sabemos que, en el pasado, cuando un varón decidía dejársela, se trataba de algo duradero, no sujeto a vaivenes pasajeros ni a modas inconstantes. Y así, cuando pensamos en personajes como Olózaga o Sagasta o Menéndez y Pelayo, los tenemos en la mente siempre con su barba pues fueron muy fieles a su desparrame capilar. Y de él hicieron incluso su particular seña de identidad.
Se convendrá conmigo que esta sostenida convicción sobre la barba desapareció hace tiempo de suerte que hoy podemos ver a un personaje lampiño un día y barbado al mes siguiente y viceversa. Sin que a la mutación nadie le conceda la menor importancia. Con ello, se ha ganado en desconcierto pero se ha perdido, claro es, en seriedad pues la barba queda degradada a la condición de objeto de quita y pon, de disfraz efímero. Pasa como con los tatuajes a los que dediqué mi reflexión soseril hace unos meses: también ellos aparecen y desaparecen con la fluidez de la máscara de un cómico en un tablado.
Es -se me dirá- el signo de los tiempos pues todo en él es volátil como una cotización de bolsa o el toque del desodorante.
Esta sesuda cavilación sobre la barba viene a cuento porque veo desde hace poco a nuestro joven príncipe de Asturias, heredero de la corona de España, luciendo una barba poblada. Y me pregunto si estamos ante un postizo inconsistente, inspirado en la frívola coyuntura de una foto en el «Hola», o ante una decisión regia tomada con firmeza y vocación de estabilidad. Una decisión de las que otorgan carácter y temple. Porque de un príncipe se espera coherencia y, pues que hablamos de barbas, coherencia capilar.
Carezco de autoridad para inmiscuirme en sus opciones estéticas pero me permito hacerle ver, desde el respeto, que, si persiste en exhibirse con barba, rompe con la tradición borbónica pues desde Felipe V para acá los reyes no llevaron barba. Gastaron peluca, que era lo propio del barroco, pero no barba. Alfonso XII, en el siglo XIX, lució, sí, unas enormes patillas y un aparatoso bigote pero no barba propiamente dicha. Y lo mismo puede decirse de Alfonso XIII, aunque este fue más inconstante con sus añadidos capilares fiel a su condición de regio botarate.
Sepa pues don Felipe que, con su barba, engarza con las personas reales de la casa de Austria pues tanto el emperador Carlos (ahí está Tiziano para corroborarlo) como los Felipes hasta el cuarto gastaron barba hirsuta interrumpiéndose la tradición solo con Carlos II (a Carreño me remito) pero para este soberano la ausencia de barba era una carencia más de su particular colección de descuidos.
Y asimismo enlaza nuestro don Felipe con los reyes godos -la lista famosa de nuestras tribulaciones infantiles- pues casi todos aquellos fugaces monarcas fueron imponentes barbados: los Eurico, Alarico, Gundemaro, Witiza, etc.
¿Es todo ello puro chascarrillo? De ninguna manera. Antes, al contrario, se impone una meditación severa sobre estos símbolos. Porque es bien sabido que políticos hay en la actual España que sueñan con reeditar los modos austriacos para edificar sus aspiraciones nacionalistas por lo que sería prudente no ofrecerles fáciles remembranzas.
A menos que la actual barba principesca sea heredera de la muy simpática de los reyes magos y entonces sería una imagen de sencilla decoración, de presencia tranquilizadora y acogedora, de discursos de humo, de palabras esponjosas e inofensivas...
viernes, 21 de diciembre de 2012
Apariciones y desapariciones. Carta a Benedicto XVI
Hace unos días publicó La Nueva España esta Sosería mía.
Las épocas floridas son de mucha imaginación y nos traen, junto a grandes creaciones artísticas -en la pintura, en la literatura, en el ars amandi, en los fogones, etcétera-, también espectaculares apariciones, y la religión en esto nos enseña mucho. Apariciones como las de la Virgen, señora de los reinos, en praderías floridas o con una fuente o en un clarear del bosque, siempre nimbada la Señora de bellas luces, de cielos vestidos de estrellas, o por un sol pletórico de quilates: acá era la de Fátima; allá, la de Lourdes; o la de la Sierra, o la del Valle, todas hermosas y derramando bendiciones y triunfos, perpetuamente renovados, entre los mortales.
Son momentos de gozo los que propician estas imágenes, mezcla de quimera y ensueño, un torbellino que alienta e ilumina la fantasía. Pero para verlas es indispensable gozar de la necesaria predisposición para ello. Quiero decir que el ciudadano que no ve más allá de sus narices de besugo consumado, de adocenado espectador del esfuerzo ajeno, quien no es capaz de recrearse en naderías, en vagos placeres, inútiles como un editorial de periódico o una de estas «Soserías», ése no es capaz de reparar en la cercanía de un ser quimérico junto a él y sería capaz incluso de darle un papirotazo y apartarlo para afanarse en cualquier prosaica diligencia bancaria o bursátil. Sépase que no hay remedio con estos sujetos que disfrutan yendo de un lado para otro con ojos de vacua concentración, o lo pasan pipa «estando reunidos» o en permanente e infecunda agitación.
Pues lo importante en la vida es llenarla de caprichos, de paparruchas doradas, de humor inofensivo, de felicidades sencillas y por eso es tan beneficiosa la existencia de historias bien urdidas como éstas de las apariciones de las Vírgenes o los milagros del Nuevo Testamento, hallazgos insuperables con los que nutrimos lo mejor de nosotros siendo todo lo demás -la realidad y sus aledaños- peña hiriente, pantano lóbrego, el disfavor de los dioses.
Por eso no perdono al Santo Padre que nos derribe los mitos y esas cándidas creencias que nos han permitido mantenernos erguidos. Y es que Benedicto se solaza anunciando desapariciones y así, ayer, nos confesó que el infierno no existe. Claro que no, ilustre catedrático de Teología, ya lo sabíamos, todos éramos conscientes de que se trataba de un truco para asustar y sacarnos los cuartos; pero era tan eficaz, tan lleno de resonancias literarias desde que leímos a Dante con sus círculos, y sus reyes y sus papas y sus traidores y toda aquella gentuza cuya vida ultraterrena entre llamas nos complacía y
nos ayudaba a
soportar la terrena... Pues, desde hace unos años, esta maravilla de la
ilusión, el papa Benedicto, apoyado en sus selectos saberes, nos la
suprime y encima le pone notas a pie de página. Esto es una crueldad
innecesaria, señor Padre Santo.
Que se la podríamos perdonar si no se le hubiera ocurrido hace unos días otra desaparición. Pues ¿qué autoridad tiene Su Santidad para, de un papirotazo, desmontarnos el belén suprimiendo el burro y el buey del portal navideño? También sabíamos que estos mamíferos en el trance natalicio eran puro embeleco, tan ingenuos no somos, pero ¿qué necesidad había de hacernos caer del burro? Ninguna, acaso un prurito de pureza teológica, apta para sacar una cátedra o escribir un doctorado, pero inservible para fantasear.
La religión -parece mentira tener que recordárselo, Sabio y Santo Padre- es una fantasía, pura inspiración, la poesía que alfombra el camino hacia la Gloria.
Las épocas floridas son de mucha imaginación y nos traen, junto a grandes creaciones artísticas -en la pintura, en la literatura, en el ars amandi, en los fogones, etcétera-, también espectaculares apariciones, y la religión en esto nos enseña mucho. Apariciones como las de la Virgen, señora de los reinos, en praderías floridas o con una fuente o en un clarear del bosque, siempre nimbada la Señora de bellas luces, de cielos vestidos de estrellas, o por un sol pletórico de quilates: acá era la de Fátima; allá, la de Lourdes; o la de la Sierra, o la del Valle, todas hermosas y derramando bendiciones y triunfos, perpetuamente renovados, entre los mortales.
Son momentos de gozo los que propician estas imágenes, mezcla de quimera y ensueño, un torbellino que alienta e ilumina la fantasía. Pero para verlas es indispensable gozar de la necesaria predisposición para ello. Quiero decir que el ciudadano que no ve más allá de sus narices de besugo consumado, de adocenado espectador del esfuerzo ajeno, quien no es capaz de recrearse en naderías, en vagos placeres, inútiles como un editorial de periódico o una de estas «Soserías», ése no es capaz de reparar en la cercanía de un ser quimérico junto a él y sería capaz incluso de darle un papirotazo y apartarlo para afanarse en cualquier prosaica diligencia bancaria o bursátil. Sépase que no hay remedio con estos sujetos que disfrutan yendo de un lado para otro con ojos de vacua concentración, o lo pasan pipa «estando reunidos» o en permanente e infecunda agitación.
Pues lo importante en la vida es llenarla de caprichos, de paparruchas doradas, de humor inofensivo, de felicidades sencillas y por eso es tan beneficiosa la existencia de historias bien urdidas como éstas de las apariciones de las Vírgenes o los milagros del Nuevo Testamento, hallazgos insuperables con los que nutrimos lo mejor de nosotros siendo todo lo demás -la realidad y sus aledaños- peña hiriente, pantano lóbrego, el disfavor de los dioses.
Por eso no perdono al Santo Padre que nos derribe los mitos y esas cándidas creencias que nos han permitido mantenernos erguidos. Y es que Benedicto se solaza anunciando desapariciones y así, ayer, nos confesó que el infierno no existe. Claro que no, ilustre catedrático de Teología, ya lo sabíamos, todos éramos conscientes de que se trataba de un truco para asustar y sacarnos los cuartos; pero era tan eficaz, tan lleno de resonancias literarias desde que leímos a Dante con sus círculos, y sus reyes y sus papas y sus traidores y toda aquella gentuza cuya vida ultraterrena entre llamas nos complacía y

Que se la podríamos perdonar si no se le hubiera ocurrido hace unos días otra desaparición. Pues ¿qué autoridad tiene Su Santidad para, de un papirotazo, desmontarnos el belén suprimiendo el burro y el buey del portal navideño? También sabíamos que estos mamíferos en el trance natalicio eran puro embeleco, tan ingenuos no somos, pero ¿qué necesidad había de hacernos caer del burro? Ninguna, acaso un prurito de pureza teológica, apta para sacar una cátedra o escribir un doctorado, pero inservible para fantasear.
La religión -parece mentira tener que recordárselo, Sabio y Santo Padre- es una fantasía, pura inspiración, la poesía que alfombra el camino hacia la Gloria.
martes, 11 de diciembre de 2012
Europa y los nacionalismos
(Ayer día 10 publicó el periódico El Mundo este artículo mío).
Menos en España, más bien pobre en este
género, se multiplican por Europa las reflexiones sobre el futuro de las
instituciones europeas, de las naciones y los Estados que las han encarnado, de
la democracia, de los sistemas electorales, a la búsqueda de modelos que no
signifiquen invariablemente la tergiversación de la voluntad popular.
En este sentido resultan interesantes las
reflexiones contenidas en el Manifiesto que han firmado conjuntamente Daniel
Cohn-Bendit y Guy Verhofstadt, presidentes de los grupos verde y liberal, respectivamente,
en el Parlamento europeo. Se trata de dos personalidades relevantes de la
escena europea que tienen tras de sí un pasado conocido: el primero, iniciado
en las famosas jornadas parisinas de mayo del 68, luego continuado en una labor
sostenida de eficaz crítica social plasmada en libros y en el activismo
político; el segundo ha sido varios años presidente del Gobierno belga, un
oficio truculento que solo se desea a los enemigos muy encarnizados. En
cualquier caso, ambos exhiben una vida polémica, la única que merece la pena
pues es rica en proteínas y elimina el ácido úrico. Hoy, ambos, representan a
millones de ciudadanos europeos que han votado sus concepciones de la política
y de la sociedad.

Y más adelante: “La identidad nacional es el
nuevo rostro del nacionalismo. Es el último disfraz de la ideología
nacionalista ... Lejos de nosotros la idea de que no exista una identidad o de
que carezca de importancia. Al contrario: es el alma misma de cada individuo.
Lo que combatimos es la manera como se manipula para ser utilizada en beneficio
de sus representaciones nacionalistas y esclerotizadas de la sociedad. O,
todavía más grave, para crear categorías artificiales entre las personas y así
mangonear las sociedades ... Frente a los desequilibrios de la actual
globalización económica y financiera, Europa debe promover sus valores
sociales, ecologistas y políticos. Europa debe acabar lo que ha iniciado
durante los siglos precedentes y completar la mundialización. Para lograrlo se
debe cumplir una condición ineludible: Europa debe, de una vez por todas, liberarse
de sus demonios nacionalistas”.
En un momento de la entrevista con Quatremer,
Daniel Cohn-Bendit reitera: “no se puede negar que emerge un egoísmo regional.
Como el Estado-Nación no es capaz de protegernos frente a la mundialización,
algunos piensan que un espacio más pequeño será más eficaz ... esto es
evidentemente falso: el espacio regional no ofrece ninguna protección
suplementaria, es justamente lo contrario. Si un Estado no es capaz de resistir
frente a la mundialización, ¿cómo lo podrá hacer una región pequeña? El espacio
adecuado es solo el europeo que es el único que nos permitirá defender nuestro
modo de vida frente a los otros grandes espacios continentales”.
Bien claritos, como se ve, los disertos
europeístas Daniel Cohn-Bendit y Guy Verhofstadt. Lástima que unas
declaraciones tan contundentes se hallen en absoluta contradicción con la
presencia en sus filas en el Parlamento europeo de diputados españoles y de
otros países que defienden justamente las posiciones nacionalistas que ellos tan
brillantemente combaten: de palabra en el hemiciclo y con la pluma en este
Manifiesto. En el caso de los verdes, en el Parlamento europeo, forman además
coalición con la “Alianza libre europea”, una organización política que acoge a
"los partidos políticos que tienen como referente el derecho a la
autodeterminación".
Con la edad, todos sabemos que la vida es el
arte de administrar nuestras contradicciones pero, al ser estas tan clamorosas,
convendría que los autores del Manifiesto las explicaran con buena letra y
haciéndose entender.
Otro libro que circula, este por el mundo
germano pues -que yo sepa- solo ha aparecido en alemán, es el escrito por el
periodista y ensayista austriaco Robert Menasse y cuyo título podría traducirse
como “el mensajero europeo” (Der
europäische Landbote). Menasse, según ha contado en entrevistas a los
periódicos, se instaló en Bruselas
porque tenía en la cabeza escribir una novela crítico-satírica de las
instituciones europeas. Pero, al ponerse en contacto con personas que en ellas
trabajan, fue viviendo una transformación intelectual que le ha llevado a
escribir un alegato en su defensa, especialmente de la denostada Comisión, sancta sanctorum o mihrab para muchos indocumentados de burócratas, parásitos y otras
modalidades de insectos hemípteros.
Lo que le ha salido, aunque yo discrepe de
algunas de sus tesis de fondo, es bastante regocijante (“la UE es el infierno
más cool de todos los que existen en
la Tierra”) pero sobre todo es, de nuevo, un alegato en toda la regla contra el
peligro de los nacionalismos porque “una agotada ideología, la identidad
nacional, ha conducido de manera continua a guerras y a cometer delitos contra
la Humanidad ... tener una patria es un derecho de las personas, pero no así
disponer de una identidad nacional”. En este sentido, la UE es justamente el
proyecto para superar esos nacionalismos sangrientos y también los
Estados-Nación que han cumplido ya en Europa su ciclo histórico. Considera
Menasse que es precisamente la democracia “nacional” la que bloquea el
desarrollo de la democracia “trasnacional” de suerte que es imprescindible
encontrar un nuevo modelo democrático que no esté ya unido -como está ahora- a
la idea del Estado nacional.
Si, a lo hasta aquí contado, unimos las voces
de Élie Barnavi, de Edgar Morin, de Ulrich Beck
o las declaraciones muy recientes a la prensa alemana de un
Bernard-Henri Lévy, percibiremos que en efecto estamos en época de extinción de
grandes mamíferos, entre los que ocupan lugar de privilegio los nacionalismos y
sus Estaditos de bolsillo. Una vez yertos, la buena educación impone
enterrarles y dejar caer sobre su tumba una aureola de tinieblas.
domingo, 9 de diciembre de 2012
De la fonda al fondo
(Hace días se publicó esta Sosería en La Nueva España)
Con las estrellas de los hoteles se han perdido los grados, que el lenguaje hacía bien explícitos, en que antiguamente se dividían estos establecimientos y que iban desde la fonda al hotel propiamente dicho pasando por la posada o la pensión. «Vivir de fonda» es algo que todavía se practicaba en los años cincuenta del pasado siglo y «estar de pensión» era propio de estudiantes desplazados que eran muchos cuando no existían más que doce o trece universidades en toda España como antes era la casa de pupilaje del «Buscón».
Las fondas -como las posadas ligadas al servicio de postas- salen mucho en las novelas antiguas y despiden un olor a guiso, a cocina de muchas fritangas, a comedor con una mesa larga en la que convivían el trajinante con el maestro acabado de llegar o el cura y a veces personajes más aventureros, pongamos un titiritero o un trotamundos. El ama o la criada iban y venían con los pucheros y en ese trajín anotaban las amistades y las enemistades que se iban tejiendo entre sus pupilos, que a veces fructificaban en amoríos fugaces o consistentes y sacramentados por todo lo alto y a golpe de incensario.
¿Quién va hoy a una fonda? Nadie imagina que un «tour operator» ofrezca en sus programas una fonda, pues se consideraría una ofensa a los modernos viajeros tan atildados como nos hemos hecho y con ese golpe de cursilería que gastamos al distinguir añadas por el olfato y al saber calificar los platos que llaman «de autor».
Pero el lenguaje crea sus compensaciones y ya que no hay fondas tenemos fondos: fondos de rescate, fondos del mecanismo de estabilidad financiera, de garantía salarial, de inversión mobiliaria e inmobiliaria, de pensiones, de riesgo, de muy alto riesgo... y el gran fondo que en rigor es un hondón sin fin, el Fondo Monetario Internacional, en cuyos muros lloran como plañideras todos los gobernantes arruinados del mundo. Allí pasan el platillo de la misericordia como el desahuciado de la sociedad lo hace a la puerta de la catedral. Vivimos pendientes del fondo y ¡ay como se desfonde el fondo o como toquemos fondo! Si tal ocurre, todo se habrá ido precisamente al fondo.
Así como en materia de fondas hemos
perdido, en achaque de fondos hemos ganado en barroquismo. Pues hasta
hace bien poco los únicos fondos eran los «de reptiles» que existían en
todos los ministerios para retribuir la zalamería que un plumilla
dirigía a un diputado de la mayoría o al ministro. Entre los papeles del
ilustre prócer asturiano José Posada Herrera, ministro de la
Gobernación en el siglo XIX, yo encontré los recibos de las cantidades
que don José hacía llegar a honrados padres de familia que habían de
poner su pluma, buril pensado para cincelar delicados sonetos, al
servicio de un idiota que, en una carambola de gobierno, se había hecho
con la cartera de Fomento. A Max Estrella, en las «Luces»
valleinclanescas de Bohemia, su amigo el ministro le ofrece una cantidad
procedente del socorrido fondo de reptiles, que Max acepta asegurando
que es un canalla y además porque no quería salir de este mundo sin
poner la mano en el dichoso y codiciado fondo. Y es que como hay un
socorro «rojo» debe haber -y a mucha honra- un socorro de bohemiazos sin
remedio.
Se advertirá cómo el lenguaje se desvanece entre tecnicismos de badulaques porque ¡qué acierto lingüístico unir a los reptiles con los dineros oscuros! Hoy, sin embargo, empleamos términos embrollados como el rescate, la estabilidad, la inversión, el riesgo y por ahí seguido para designar un enredo opaco y laberíntico en el que vivirían bien a gusto los reptiles.
Con las estrellas de los hoteles se han perdido los grados, que el lenguaje hacía bien explícitos, en que antiguamente se dividían estos establecimientos y que iban desde la fonda al hotel propiamente dicho pasando por la posada o la pensión. «Vivir de fonda» es algo que todavía se practicaba en los años cincuenta del pasado siglo y «estar de pensión» era propio de estudiantes desplazados que eran muchos cuando no existían más que doce o trece universidades en toda España como antes era la casa de pupilaje del «Buscón».
Las fondas -como las posadas ligadas al servicio de postas- salen mucho en las novelas antiguas y despiden un olor a guiso, a cocina de muchas fritangas, a comedor con una mesa larga en la que convivían el trajinante con el maestro acabado de llegar o el cura y a veces personajes más aventureros, pongamos un titiritero o un trotamundos. El ama o la criada iban y venían con los pucheros y en ese trajín anotaban las amistades y las enemistades que se iban tejiendo entre sus pupilos, que a veces fructificaban en amoríos fugaces o consistentes y sacramentados por todo lo alto y a golpe de incensario.
¿Quién va hoy a una fonda? Nadie imagina que un «tour operator» ofrezca en sus programas una fonda, pues se consideraría una ofensa a los modernos viajeros tan atildados como nos hemos hecho y con ese golpe de cursilería que gastamos al distinguir añadas por el olfato y al saber calificar los platos que llaman «de autor».
Pero el lenguaje crea sus compensaciones y ya que no hay fondas tenemos fondos: fondos de rescate, fondos del mecanismo de estabilidad financiera, de garantía salarial, de inversión mobiliaria e inmobiliaria, de pensiones, de riesgo, de muy alto riesgo... y el gran fondo que en rigor es un hondón sin fin, el Fondo Monetario Internacional, en cuyos muros lloran como plañideras todos los gobernantes arruinados del mundo. Allí pasan el platillo de la misericordia como el desahuciado de la sociedad lo hace a la puerta de la catedral. Vivimos pendientes del fondo y ¡ay como se desfonde el fondo o como toquemos fondo! Si tal ocurre, todo se habrá ido precisamente al fondo.
Se advertirá cómo el lenguaje se desvanece entre tecnicismos de badulaques porque ¡qué acierto lingüístico unir a los reptiles con los dineros oscuros! Hoy, sin embargo, empleamos términos embrollados como el rescate, la estabilidad, la inversión, el riesgo y por ahí seguido para designar un enredo opaco y laberíntico en el que vivirían bien a gusto los reptiles.
domingo, 2 de diciembre de 2012
Tatuajes
Hubo un tiempo en que, al menos entre
nosotros, el tatuaje fue marca propia de los condenados a largas penas de
prisión y se veía como lógico pues estos desdichados entretenían sus ocios
carcelarios dejándose pintar la piel por otro recluso que no habiendo podido
pintar la familia de Carlos IV porque llegaba tarde, pintaba en un brazo una
sirena u otro ser quimérico o un diablo monstruoso, recursos estos frecuentes
pues el encierro enferma la imaginación y propende a dirigirla hacia
extravagancias. También era propio el tatuaje entre las gentes de mar
acostumbradas a ver pasar las aves por el cielo en ardores de hoguera, y pasear
los puertos rudos y visitar los prostíbulos amarillentos de orines.
El tatuaje ha estado ligado entre nosotros a
las gentes del bronce, es decir, a gentes despachadas y prontas a la pendencia.
Aunque es verdad que tatuajes y por tanto
tatuados ha habido muchos a lo largo de la historia de la Humanidad y en
algunas civilizaciones han tenido una función mágica pues se le atribuían
efectos protectores frente al infortunio o eran considerados como rito de paso
entre la niñez y la pubertad. Se sabe que en determinados ambientes, en cuanto
el nene cumplía doce años, se le regalaba un rifle para cazar y se le pintaba
en un muslo una gacela herida. A veces el lugar elegido era un miembro al que
se suele dar un uso más íntimo.
Pensando en este grave asunto de los
tatuajes, me doy en imaginar, en islas remotas de cielos paralizados, a bellas
muchachas tatuadas. Chicas hermosas de la Polinesia, las que pintaba Paul
Gauguin con el falo, esas criaturitas estoy seguro que llevaban tatuajes
enrevesados y soñadores en su piel tersa, que era - al menos así lo creo- piel
de sacramento recién administrado, piel tibia en la que se habían desposado la
excitación y el temple. Serían tatuajes en relieve, mórbidos, terapéuticos:
¡cómo galopan mis sentidos imaginando a estas hechuras tatuadas!
Pero, ay, vuelvo a la realidad y pienso en
los tatuajes que los nazis marcaban a los prisioneros de los campos de
concentración para eternizar en ellos la condena y dejarles en la piel un
número con calambres de humillación. Esos tatuajes son ominosos y nos traen
recuerdos a los huevos podridos que deja el ave ponzoñosa de la
intolerancia.
En la sociedad actual el tatuaje ya no es
propio de las gentes del bronce que antes evocaba ni de los marineros o los
sentenciados por estupro sino de los banqueros, de los empleados de las
agencias de rating, de las nadadoras
olímpicas, de los brokers (que no sé lo que son pero me suenan a oficio
pavoroso unido al mundo sórdido de las bolsas) y hasta estoy por pensar que los
notarios y los profesores de instituto llevan un tatuaje pintado en salva sea
la parte. Tampoco el tatuaje es hoy eterno sino superficial de manera que quien
hoy se pinta un dragón comiéndose a un niño, mañana lo cambia por un velero
llegando a las costas de Sicilia.
sábado, 17 de noviembre de 2012
Vacaciones solidarias
(Hace unas semanas me publicó La Nueva España esta Sosería)
Todavía se siguen celebrando la fiesta de la Cruz Roja, las huchas a favor del cáncer (que las personas generosas siempre han apoyado), ignoro si ha desaparecido el Domund, fecha en la que mandábamos a los chinos (o a los negros, no lo recuerdo) el papel de «plata» del chocolate (el antecedente del albal, o sea, el protoalbal), cualquiera sabe con qué designio, pues nunca se nos explicó el uso que tales pueblos hacían de ese material.
Hoy todo eso ha quedado arrumbado entre las muchas antiguallas que vamos amontonando. En breve habrá que hacer un homenaje a la antigualla, tan devaluada, y dedicar un día al «orgullo de lo antiguo», donde pudiéramos exhibir sin pudor, por las calles y en carrozas engalanadas, lo anticuado, lo añejo, lo rancio, todo aquello que la polilla va sepultando sin piedad entre los pliegues del gusano corrosivo de la indiferencia. Imitemos al vino, o al vinagre o al whisky que proclaman su antigüedad con ínfulas, despreciando sin más la existencia loca de las jóvenes generaciones.
Pero a lo que iba es que esas muestras de acercamiento al infortunio ajeno hoy han sido sustituidas por los actos «solidarios». El «progre» actual no hace ya vacaciones normales, en Benidorm o en la aldea de los abuelos, sino «vacaciones solidarias», y cuando se pregunta en qué consisten, resulta que son algo parecido a lo ya practicado por el SEU, sindicato de estudiantes de cuando la dictadura, que organizaba unos campos de trabajo en España y en países europeos (yo asistí a varios en Francia). En ellos se colaboraba con los obreros de una fábrica o los agricultores de la zona o se ayudaba en la ejecución de pequeñas obras en los pueblos. «Nihil novum sub sole», se lee en el Eclesiastés como aviso para bajar los humos a quienes van por el mundo con la pegatina de la originalidad.
Lo mejor son las comilonas «solidarias». Antes también existían los banquetes que se daban al amigo ganador de una flor natural por haber perpetrado un poema «a Purita», o al vecino cuyo hijo había sacado el número uno en las notarías. A Pérez Galdós le dieron copia de banquetes con gran consumo de pollo, capitán de los manjares, y, cuando terminaba la tabarra de los discursos, don Benito se encaminaba con diligencia a aliviarse entre las extremidades de alguna opulenta moza de fortuna.
Hoy el banquete ha sido sustituido por el «lunch» o el «breakfast», que, en determinados ambientes, se convierte en el «lunch solidario». Se comen las mismas gambas a la gabardina, se degustan las mismas croquetas y los mismos montaditos de lomo que en los tradicionales e incluso se sopla el mismo whisky de reserva, pero se hace con la intención puesta en los pobres y los desheredados de la tierra.
Y es que si para librar al mundo de sus injusticias e infortunios es preciso engullir canapé tras canapé, todas las personas magnánimas estamos dispuestas a hacer el sacrificio.
Todavía no existe, pero propongo como novedad a tener en cuenta por la población más ligera de años la modalidad del «botellón solidario». A los mayores que no se relacionan con la juventud les explicaré que el «botellón» es una original y fecunda manera de organizar el contacto entre los jóvenes, especialmente universitarios, y que se practica las noches de los jueves, los viernes y los sábados, es decir, cuando es obligado reponerse de los rigores del estudio y la reflexión.
Al «botellón», luminoso signo de los tiempos, es preciso dedicarle una reflexión específica y además es urgente publicar el «Juanito» de los botellones, es decir, el libro de la urbanidad y los buenos modales en el «botellón». Pero de momento quede enunciada aquí esta modalidad nueva que ayudaría a profundizar en el mundo botellonil y sobre todo a conectarlo con el de la solidaridad, es decir, con el ancho espacio donde los escrúpulos y remordimientos se bañan y perfuman.
Todavía se siguen celebrando la fiesta de la Cruz Roja, las huchas a favor del cáncer (que las personas generosas siempre han apoyado), ignoro si ha desaparecido el Domund, fecha en la que mandábamos a los chinos (o a los negros, no lo recuerdo) el papel de «plata» del chocolate (el antecedente del albal, o sea, el protoalbal), cualquiera sabe con qué designio, pues nunca se nos explicó el uso que tales pueblos hacían de ese material.
Hoy todo eso ha quedado arrumbado entre las muchas antiguallas que vamos amontonando. En breve habrá que hacer un homenaje a la antigualla, tan devaluada, y dedicar un día al «orgullo de lo antiguo», donde pudiéramos exhibir sin pudor, por las calles y en carrozas engalanadas, lo anticuado, lo añejo, lo rancio, todo aquello que la polilla va sepultando sin piedad entre los pliegues del gusano corrosivo de la indiferencia. Imitemos al vino, o al vinagre o al whisky que proclaman su antigüedad con ínfulas, despreciando sin más la existencia loca de las jóvenes generaciones.
Pero a lo que iba es que esas muestras de acercamiento al infortunio ajeno hoy han sido sustituidas por los actos «solidarios». El «progre» actual no hace ya vacaciones normales, en Benidorm o en la aldea de los abuelos, sino «vacaciones solidarias», y cuando se pregunta en qué consisten, resulta que son algo parecido a lo ya practicado por el SEU, sindicato de estudiantes de cuando la dictadura, que organizaba unos campos de trabajo en España y en países europeos (yo asistí a varios en Francia). En ellos se colaboraba con los obreros de una fábrica o los agricultores de la zona o se ayudaba en la ejecución de pequeñas obras en los pueblos. «Nihil novum sub sole», se lee en el Eclesiastés como aviso para bajar los humos a quienes van por el mundo con la pegatina de la originalidad.
Lo mejor son las comilonas «solidarias». Antes también existían los banquetes que se daban al amigo ganador de una flor natural por haber perpetrado un poema «a Purita», o al vecino cuyo hijo había sacado el número uno en las notarías. A Pérez Galdós le dieron copia de banquetes con gran consumo de pollo, capitán de los manjares, y, cuando terminaba la tabarra de los discursos, don Benito se encaminaba con diligencia a aliviarse entre las extremidades de alguna opulenta moza de fortuna.
Hoy el banquete ha sido sustituido por el «lunch» o el «breakfast», que, en determinados ambientes, se convierte en el «lunch solidario». Se comen las mismas gambas a la gabardina, se degustan las mismas croquetas y los mismos montaditos de lomo que en los tradicionales e incluso se sopla el mismo whisky de reserva, pero se hace con la intención puesta en los pobres y los desheredados de la tierra.
Y es que si para librar al mundo de sus injusticias e infortunios es preciso engullir canapé tras canapé, todas las personas magnánimas estamos dispuestas a hacer el sacrificio.
Todavía no existe, pero propongo como novedad a tener en cuenta por la población más ligera de años la modalidad del «botellón solidario». A los mayores que no se relacionan con la juventud les explicaré que el «botellón» es una original y fecunda manera de organizar el contacto entre los jóvenes, especialmente universitarios, y que se practica las noches de los jueves, los viernes y los sábados, es decir, cuando es obligado reponerse de los rigores del estudio y la reflexión.
Al «botellón», luminoso signo de los tiempos, es preciso dedicarle una reflexión específica y además es urgente publicar el «Juanito» de los botellones, es decir, el libro de la urbanidad y los buenos modales en el «botellón». Pero de momento quede enunciada aquí esta modalidad nueva que ayudaría a profundizar en el mundo botellonil y sobre todo a conectarlo con el de la solidaridad, es decir, con el ancho espacio donde los escrúpulos y remordimientos se bañan y perfuman.
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