domingo, 11 de marzo de 2012

Enseñanzas de la crisis

Ya lo tengo, ya sé cómo hacer rentables las experiencias que la crisis económica nos está proporcionando. Por todas partes leo que las empresas de este o de aquel sector se cierran o decretan paros más o menos temporales de su actividad: quien deja de producir coches, quien viviendas, quien cepillos de dientes. Y esto, que estamos viendo en nuestro país, sucede igualmente en Francia, en Alemania, en Italia ... Frente a la hiperactividad que ha sido el norte de los últimos decenios, se impondría la contención, el frenazo, el silencio temporal de las máquinas y del engranaje productivo.

¿No se advierte la importancia de las enseñanzas que el sector privado nos transmite? Ahora apliquemos este modelo a nuestras Administraciones y veremos su valor magnífico. Que detengan su marcha los boletines oficiales, que se paren los enredos de los burócratas, que se decrete un ERE para la aprobación de tanto reglamento inútil ... las víctimas pedimos por caridad un respiro.

Solo en leyes se han aprobado en el último año miles: unas proceden del Estado, de las Cortes generales o del Gobierno, que lo hacen en forma a veces de textos que llaman “refundidos” y que más bien son confundidos; otras, de esos grifos incensantes en que se han convertido los parlamentos regionales, ciclón lastimero de las peores ocurrencias; o de los propios ayuntamientos que no quieren aparecer como poco laboriosos y asperjan Ordenanzas con las mismas maneras que el obispo diligente asperja agua bendita ... todo ello conduce a un caleidoscopio inasimilable, a un tormento ante el que gime cualquier persona bien constituida y ante el que se desesperan los mejores talentos.

Es verdad que siempre ha existido más o menos una catarata semejante (fuera de la originada en las Comunidades autónomas que son hallazgo reciente) pero, como no se había inventado ni la informática ni las bases de datos, nadie daba la mayor importancia a los estragos legislativos pues prácticamente se desconocían y en la paz de la ignorancia vivían los abogados, los jueces y los funcionarios. Todo ello conducía a un mundo positivo y plausible, dominado por el ritmo pausado del tiempo y las inofensivas charlas de café en el casino.

Pero este idílico escenario se ha desvanecido. Ahora la situación es angustiosa porque, con solo darle a una tecla, nos sale el chorro de disposiciones con una cadencia imperturbable e inclemente, dijérase que sin piedad: golpeándonos, aniquilándonos, y encima percutiendo en nuestras entretelas porque nos hace conscientes de lo mucho que pecamos, legislativamente hablando, es decir, lo mucho que incumplimos o la cantidad de normas que nos tomamos por el pito de un sereno.

¿Se imagina alguien un parlamento sometido a un expediente temporal de silencio? Los diputados tendrían prohibido aprobar nuevas normas, menos por supuesto ordenar en los periódicos oficiales su reproducción que tanta alarma causa en las almas cándidas. ¿Se imagina alguien a todas las Administraciones calladitas por imperativo legal una temporadita, dos o tres años, un suponer? Habría cientos de oficinas -que son todas iguales entre sí- punto en boca, pues es cosa famosa que en la España plural, después de reivindicar los territorios su propia autonomía, todos ellos reproducen las mismas organizaciones y las mismas oficinas que tienen los vecinos y el Estado. Es una operación de clonación tan extensa que no tiene parangón en el mundo de la reproducción animal.

Crearíamos a buen seguro un dique contra la ansiedad y contra las obsesiones compulsivas que sufre tanto infortunado, y al mismo tiempo lograríamos que la felicidad dejara de ser esa sombra que se disipa y se desvanece a la menor brisa.

jueves, 23 de febrero de 2012

Carta abierta a H. M. Enzensberger

(Ayer día 22 nos publicó el periódico El Mundo este artículo)

Admiradores como somos de su obra y enamorados asimismo de sus poemas, querido amigo, debemos confesarle la perplejidad que nos ha causado la lectura de su último libro El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela. La perplejidad y la decepción.

Su obra empieza enumerando las glorias alcanzadas en la Europa comunitaria y, junto a los decenios de paz que disfrutamos, cita las ventajas de la movilidad en el espacio europeo, que ha derogado los infinitos problemas causados tradicionalmente por aduanas y fronteras; la moneda única y la supresión de cuantiosos costes en pagos y transferencias; en fin, también las garantías con las que contamos los consumidores al disponer de una información acerca de los productos que utilizamos desconocida en la historia, etcétera.

Pero, al mismo tiempo, usted se queja de la cantidad de normas que aparecen en el diario oficial e incluso las cuantifica en miles y miles de páginas. Con ello ignora que, para construir esas ventajas y beneficios, es necesario promulgar directivas, reglamentos y todo tipo de instrumentos jurídicos. Si quiere entretenerse en seguir cuantificando, consulte los repertorios legislativos del land de Baviera donde usted vive, o los de la República Federal Alemana, o, si quiere un país de menor envergadura, haga lo mismo con semejantes publicaciones en Letonia o Estonia. Se trata éste, admirado Hans Magnus Enzensberger, de un asunto muy complejo que se inscribe en el ámbito de la cultura jurídica occidental, que probablemente merece muchos reproches, pero que desde luego no es privativo de las instituciones europeas.

Injustas son las críticas que formula al Tribunal de Justicia de Luxemburgo, páginas donde, por cierto, se advierte alguna confusión acerca de sus actuales perfiles institucionales. Pero, pasando por alto este descuido de redacción, sorprende que un europeísta convencido como es usted -tal como nos ha demostrado en muchas otras de sus publicaciones- no repare en que precisamente el Tribunal de Luxemburgo es la organización que con más seriedad y tesón contribuye a dotar de sólidos cimientos a la construcción europea. Ahí están las reglas de la «primacía» y del «efecto directo» del derecho comunitario para corroborarlo. Instrumentos capitales para definir el todo como un orden federal por el que se pueda transitar con una mínima seguridad jurídica.

Europa se olvida de la cultura. Éste es otro de sus alegatos. Señor Enzensberger, ¿qué es entonces la selección anual de «capitales europeas de la cultura»? ¿Es o no una política que permite atraer la atención sobre una ciudad, sobre su patrimonio histórico, sobre sus hijos ilustres o sobre las nuevas manifestaciones artísticas a las que se presta escenario y ayuda para su exhibición? Y, sobre todo, en un ámbito cercano a éste, el de la educación, ¿sabe usted los miles de estudiantes que hoy pueden visitar, gracias a los programas Erasmus, universidades extranjeras, conocer sus métodos de trabajo o entablar relaciones de amistad con profesores o compañeros? En el pasado, ¿cuántos jóvenes españoles o portugueses se podían permitir el lujo de desplazarse a un centro especializado de Alemania, de Inglaterra o de Italia? Convendrá usted con nosotros que sólo hijos de familias muy acomodadas han disfrutado durante siglos de este privilegio que tan incalculable valor tiene para personas en formación.

El déficit democrático es estrofa inevitable en el discurso político europeo. Y usted la incorpora al suyo. Un recurso dialéctico muy sencillote porque es evidente que siempre aspiraremos a más democracia: en eso consisten precisamente -como usted nos ha enseñado en sus libros- los cauces anchos y ventilados que las sociedades democráticas propician. Pero poner como ejemplo de mecanismo democrático el referéndum es olvidar que éste es uno de los juguetes más cariñosamente utilizados por todos los dictadores que en el mundo han sido y usted, que conoce la historia reciente de España, lo sabe bien. Con Franco no teníamos democracia pero tuvimos muchos referendos.

De otro lado, Europa cuenta con un Parlamento elegido por sus ciudadanos. Es verdad que la participación en las elecciones europeas es baja, pero esto se debe a que no existe una educación europea en los colegios, tal como usted acertadamente denuncia; también a la escasa atención que en los procesos electorales se presta a las cuestiones europeas, así como al limitado seguimiento por los medios informativos de las actividades que se desarrollan en Estrasburgo a lo largo de una legislatura. Pero, ¿qué diríamos si no existiera esta magna Asamblea, única en todo el planeta y modelo quimérico en otros continentes?

Denuncia usted el dinero que desembolsa ese Parlamento en mantener un canal de televisión. Pero ignora que, gracias a ese canal, cualquier persona en cualquier parte del mundo puede seguir en tiempo real las intervenciones de los parlamentarios en el Pleno, en las Comisiones y en otros debates que allí se celebran. Ítem más: el voto de cada uno de los diputados se puede conocer por millones de ciudadanos a los pocos minutos de haber sido emitido. ¿No pedimos transparencia en la discusión de los asuntos públicos?

Permítanos una confesión personal. Uno de nosotros es parlamentario europeo, representante de un pequeñísimo partido político español. Pues bien, jamás ha tenido la más mínima dificultad para tomar la palabra en los Plenos y, por supuesto, en las Comisiones. Lo que es bien probable que no hubiera podido hacer en muchos parlamentos nacionales, allí donde -según usted- todavía se cultiva la democracia y la división de poderes.

¿Escenario paradisíaco el que pintamos? En absoluto. Los defectos en la construcción del edificio, las deficiencias en el funcionamiento de sus instituciones, la falta de brújula en la conducción de ciertos asuntos, etcétera, todo ello es denunciado por quienes creemos en Europa una y mil veces, oralmente y por escrito. Nosotros desde luego así lo hemos hecho en libros y acogiéndonos a la amabilidad de este periódico.

Sabemos que la definición de un «interés europeo» es tarea titánica pero no menor que la definición de un «interés nacional» ayer y hoy desfigurado por la presión que ejercen cientos de centros de poder difusos pero siempre activos. En el mundo moderno ya no es «el hombre un lobo para el hombre» sino que el hombre es un lobby para el hombre. Pero esto, convendrá usted con nosotros, vale para la Europa unida como valdría para la Europa desunida. Mire usted, si quiere ratificarlo, hacia su entorno bávaro.

Nos sorprende que, para hacer la crítica de las instituciones europeas, no haya recurrido a la excelente y demoledora prosa que se contiene en el libro de Jochen Bittner So nicht, Europa! (Munich, 2010). Es Bittner un notable conocedor de los pasillos y de los entresijos del poder en Bruselas, siendo sus amplios saberes lo que le permite huir de tópicos y lugares comunes.

Admirado Enzensberger, nos quedamos con los magníficos diálogos entre el joven economista y la soprano jubilada de su inigualable Josefina y yo, o con su insuperable El diablo de los números, y con tantas otras páginas de sus libros que seguiremos siempre regalando a nuestras amistades. Nos alegrará que siga usted con salud.


Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UpyD. Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto (2011, Marcial Pons).

lunes, 20 de febrero de 2012

Carnaval

En época de carnaval hasta los artículos de los periódicos deberían aparecer disfrazados. Con erratas y el título cambiado, el nombre del autor velado tras un seudónimo, libres de enseñanzas, entregados tan solo al juego y a la chanza. Así es como se disfraza una columna y se la libera de su quietud habitual de artrítica. En carnaval se impone dar alas a las páginas de los periódicos para que salgan al espacio, preservadas de pensamientos sesudos, dedicadas simplemente a asustar a los lectores.

Sin descartar claro es el antifaz de la buena prosa, lo único que justifica un sitio en los papeles. Con ella -con la buena prosa- podemos hacer maravillas porque es la máscara que nos permite decir burradas y practicar el arte de la ocultación de una manera equívoca, fecunda y divertida. Los escritores, si son tales, es porque saben manejar la serpentina de los adjetivos. ¿Qué son los versos sino el confeti que esparcimos para comunicar nuestros sentimientos? Todo poema -excepto los que escriben poetas muy pelmazos de los que hay copia- debería tener alma de confeti. Y lo mismo ocurre con el género de las greguerías, pensamientos, aforismos o guindas en aguardiente, como yo he llamado en un libro a mis ocurrencias efímeras. Se lanzan al espacio con la intención de que queden enredados en los cabellos de los lectores y se adornen de partículas por breve espacio de tiempo. Quitárselos cuesta algo como cuesta librarse del mensaje que traen las greguerías tras quitarles el celofán de la ligereza. También sirven estas para ponerlas en el ojal y dar brillo al traje y conquistar así a una señorita por una eternidad fugaz, intensa e inolvidable. La moda de pegar parches en las rodilleras o en el tafanario no es más que una forma de poner sufijos. Y el sombrero con pluma de colorines que se gasta en los bailes ¿qué es sino la forma de escribir una interjección? Esas señoritas que van medio desnudas en una carroza -con nuestras ciudades gélidas- hacen un esfuerzo de excentricidad que debe agradecerse: el de disfrazar a nuestras calles de brasileñas, con sus calores tersos como capullos.
O sea que, como digo, en carnaval, el artículo disfrazado, burlón, apto para ser enterrado -con la sardina- sin remordimiento alguno.

No sé por qué me recuerda esta época de carnaval a la bohemia antigua, esa que ya ha desaparecido porque ahora los escritores gastan cartera de piel, móvil analógico (que no sé si existe pero debería existir) y una conferencia sobre el arte de narrar siempre dispuesta para colocársela al concejal de cultura que a tiro se ponga. El bohemio tradicional no podía ni soñar con ese concejal y, si llevaba la conferencia, tenía la misma función que el preservativo que guardan algunos en el bolsillo con la ilusión de usarlo en ocasión propicia pero sin esperanza alguna tangible. Ese bohemio tradicional y gargajoso de mil bacilos era un señor permanentemente de carnaval porque metía de matute -disfrazados- sus productos averiados que eran aquellas novelas por entregas tan infames y tan inanes. Lo había rendido la vida y lo había desengañado, de la misma manera que se halla rendido y desengañado quien en una noche de carnaval se ha pasado las horas bailando y al final descubre que está solo y que, pasada la borrrachera, ya no puede convocar a las musas ni a las gracias sino que tiene que conformarse con irse a la cama con un par de aspirinas.

Pero, mientras dura, hay que disfrutarlo y sacar el fruto al disfraz, aprovechando para encender la bengala de lo imprevisto e iluminar con ella los espacios de la incorrección. Es el momento de cultivar el capricho, la extravagancia, de hacerse el estrafalario haciendo afirmaciones inesperadas y fantásticas. Es el momento de hacer la caricatura a nuestra vida.

sábado, 4 de febrero de 2012

A la busca del humor perdido

En Madrid se puede visitar estos días una exposición dedicada a La Codorniz. Pocos jóvenes sabrán que fue una espléndida revista de humor de la época franquista en la que unos cuantos escritores y dibujantes derramaban todas las semanas sobre el papel un ingenio absolutamente demoledor. Se trataba de subvertir el orden social con el arma de la pluma, de reírse de lo que tan serio parecía en aquella sociedad pacata y poner en la picota a tanto cursi petulante. Lo curioso es que quienes alentaron aquella publicación eran personas de derechas sin mezcla de trampa alguna, entre ellos notoriamente Miguel Mihura, su fundador, un mago inolvidable de la agudeza corrosiva.

En una época de hambre lacerante, un mendigo le dice a otro: “si empiezas a preocuparte por el estómago es mucho peor. Tú come de todo”. Algo parecido: “llevamos tres días sin comer, señora” a lo que responde la interpelada: “¡vaya fuerza de voluntad!”. O esta muestra de tierna compasión: “ha tenido suerte, amigo: en vez de fusilarle al amanecer, le fusilaremos al atardecer. Así no tendrá que madrugar”.

Hoy, aunque hay buenos humoristas gráficos, no hay una revista que cultive el tipo de humor destructor que fue propio de La Codorniz. En este sentido la única que me gusta es una digital llamada “El Mundo Today” que trae titulares como el siguiente: "Aferrarse a la vida porque sí es un acto insolidario. Los tanatorios españoles piden más muertos”. O este otro: “herido un periodista al estallarle una noticia que estaba manipulando”. O: “una mujer de cien kilos gana la prueba de salto de régimen”.

No es extraño que en épocas de dictadura o en sociedades muy rígidas surjan revistas críticas que el poder tolera. En Austria de principios del siglo XX, Karl Kraus estuvo publicando “Die Fackel” desde cuyas páginas no dejó títere con cabeza: la hipocresía medioambiental, el psicoanálisis de moda, la corrupción rampante en el imperio de los Habsburgos, el nacionalismo pan-alemán, la política económica o la no intervención y otros asuntos tabú de aquella época, severa y poco complaciente. La diferencia entre “Die Fackel” y “La Codorniz” es que aquella fue más bien minoritaria mientras que esta era muy leída y comentada en todos los ambientes sociales en la época de la dictadura. Cuando a Franco se le ocurrió alterar el orden de los apellidos de un nieto para que no se perdiera el suyo, “La Codorniz” salió de esta forma titulada: “Codorniz La”.

España vive en un ambiente de libertad de expresión como nunca antes había existido. Cuando se evocan bobamente los años de la II República se olvida que en ellos el arma de las sanciones y cierres de periódicos se usó con largueza, tanto en el período social-azañista como en el radical-cedista y no digamos a partir de la victoria del Frente Popular en 1936. ¿Se imagina alguien que hoy día el ministro de la Gobernación pudiera cerrar un periódico o tachar un artículo? Pues eso se hacía casi todos los días al amparo de la Constitución de 1931.

Sin embargo, hoy en España existe algo que es al tiempo torre y tapón: la autocensura, la conciencia que tenemos quienes escribimos de que hay asuntos intocables, a menos que nos guste que nos zurren la badana. Y esta actitud temerosa tiene una influencia maligna en el cultivo del humor y en el ejercicio de la destrucción suave y de buenos miramientos que este propicia.

Plumas como las del citado Mihura, las de Tono, Edgar Neville, Acevedo, el propio Álvaro de la Iglesia, de Jardiel o los personajes de las comedias de López Rubio ¿qué dirían hoy ante la cabalgata de despropósitos que a diario pasan ante nuestros ojos?

Sabemos mucho de la prima de riesgo y distinguimos el Ipod del Ipad, llevamos ropa de seda, honramos como se merecen las añadas de los vinos y contratamos viajes y safaris, pero ¿sabemos reírnos de nosotros mismos, de esa flor en sazón que es nuestra cursilería? ¿Somos conscientes de las cuchilladas que silbarían a nuestro alrededor si no se prodigaran tantos silencios de miedo ni estuviéramos enterrados bajo la lápida de la cobardía?

sábado, 28 de enero de 2012

Fiambre bien conservado

¿Alguien sabe que es un señor criogenizado? Inútil acudir a los diccionarios pues nada aclaran. Al parecer se trata de un cadáver que metemos en un frigorífico como si fuera una lubina con la esperanza de resucitarlo al cabo de cien o doscientos años. Para que el fiambre no se deteriore es preciso inyectarle una sustancia parecida a uno de esos conservantes misteriosos que figuran en las etiquetas de los productos comprados en el supermercado. Estamos pues ante una nueva frontera en este asunto del tratamiento de los muertos, que estaba exigiendo una renovación y la adopción de pautas imaginativas, superadas como están las etapas de la inhumación o de la cremación, hoy reducidas por el mucho uso a simples formas que la vulgaridad tiene para expresarse. Porque ¿quien no tiene a un cuñado o a un primo político viaticado por estos tradicionales métodos? Es verdad que la incineración ha sido durante años una suerte de rebeldía ante lo establecido, una burla a los curas que estaban más bien por la tradicional paletada de tierra y el sello en mármol.

Lo cierto es, sin embargo, que ya es difícil darse tono con estas prácticas por mucho barroquismo que se le eche y por ello surge el criogenizado, un personaje nuevo, fresquito, recién despedido de la vida, al que se mete en una nevera, a sesenta grados bajo cero, a la espera de más placenteros momentos. Esto hizo en Francia un noble con su joven esposa y ahora han hecho lo mismo con él sus hijos de forma que el matrimonio se halla ya felizmente reunido en el frigorífico dándose mutuo calor, comentando lo de las elecciones y celebrando los aniversarios y demás circunstancias evocadoras. Se ha suscitado una batalla legal porque los burócratas del Ayuntamiento quieren imponer las prácticas tradicionales y meterlos en un sarcófago como está el general De Gaulle ya que “si aceptamos estas ideas, un día nos encontraremos con frigoríficos semejantes en cualquier casa”.

Aquí es donde está el asunto y donde vendría bien la réplica al funcionario: ¿y qué? ¿pasaría algo si en cada vivienda hubiera su frigorífico tumba? Porque ¿qué es al cabo un frigorífico sino una tumba de lenguados, de pollos, de tomates y de calamares a la romana? Nada nuevo se descubre pues y, de otro lado ¿qué diferencia hay entre esta práctica y la del cementerio a las afueras de la ciudad con su tapia bien encalada para fusilar rojos o nacionales?

Es más: la promesa de la resurrección de la carne de los católicos, tan bien descrita en el Tratado escrito por Atenágoras ¿qué es sino la criogenización? Según él y según los Santos Padres y copia de resoluciones conciliares, un día se producirá la reunión del alma racional con el mismo cuerpo que le animó durante su vida mortal de manera que conserve aquél no solo su integridad, identidad e incorruptibilidad sino también su sutileza, claridad y agilidad. Lo único que ocurre es que la sala de espera no es un frigorífico sino un cementerio, pero esta diferencia no me parece sustancial desde el punto de vista de las exigencias del razonamiento teológico.

Ocurre, sin embargo, que a mí estas fantasías, como las ideadas por Julio Verne, no es que no las crea ¿cómo no voy a creerlas? solo que me producen mucha inquietud y me suscitan interrogantes que se encadenan unos a otros y al final debo reconocer que me armo un lío caudaloso que únicamente solucionan la siesta y la aspirina con vitamina C. Creo que quienes mejor han tratado este asunto han sido los humoristas finos, así José López Rubio en “La otra orilla” o Enrique Jardiel Poncela, en “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”, donde los personajes, que han tomado una pócima que garantiza la inmortalidad, ven cómo transcurre el tiempo sin que ellos envejezcan y, al fin, aburridos, tienen que recurrir a una nueva droga que les haga volver a su niñez, al colegio, a la reválida, a los granos ellos, a las primeras reglas ellas...

¿Se imagina alguien el suplicio? Convengamos pues en que la inmortalidad es la forma más sutil que se conoce del aburrimiento. Y la más duradera.

domingo, 22 de enero de 2012

Endemoniados

Hace poco ha muerto en Roma un fraile. No sería noticia porque Roma es la Ciudad Eterna pero no así sus moradores que están hechos del barro frágil con el que todos estamos moldeados. Si el fraile viaticado tenía su importancia era porque se trataba nada menos que del jefe mundial de los exorcistas por lo que no extraña que su funeral fuera concelebrado por varias docenas de curas.

Ya estoy oyendo a algún lector impaciente que pregunta: pero ¿existen los exorcistas? Naturalmente: no solo existen sino que lo más lamentable es que no haya más y, sobre todo, mejor entrenados. Si en algo no deberíamos ser cicateros en el gasto público sería en la creación de plazas municipales o autonómicas de unos eficaces exorcistas que ingresaran por medio de pruebas públicas, devengaran un buen salario, percibieran trienios, se jubilaran con el respeto de íncubos y súcubos y fallecieran honradamente.

Del fraile desaparecido se dice que era capaz de sacar seis o siete demonios de una vez del cuerpo de una pobre cuitada accionando el hisopo con cierto ritmo y pronunciando cuatro jaculatorias de forma especialmente fervorosa. Y es que el exorcista es el zurriago de los demonios, la persona a quienes más temen Satanás, Belcebú, Lucifer o como quiera que le llamemos. Si esto es así, por algo será. Alejarlos de nuestro entorno siempre se celebrará como una tarea benéfica.

Ahora bien ¿cómo notamos que un vecino o un pariente está poseído por el demonio? Hay quien cree que estos enfermos se manifiestan mostrando su adhesión a Ahmadineyad o a Fidel Castro o creyendo lo que predican los pedagogos pero se ha demostrado que estos males exigen tratamientos prolongados en hospitales civiles. Según la tradición conocida, el poseído es un paisano que muestra una especial repulsión hacia las cosas sagradas (por ejemplo, una imagen o la cruz) o hacia personas de la misma condición (pongamos el Mesías, la Virgen, los santos o incluso el obispo de la diócesis). Cuando nos encontramos con alguien que, sin venir a cuento, desbarra contra san Agustín o contra el cardenal encargado de la doctrina de la Fe, es que esa persona está poseída por el demonio o va a estarlo. Lo mejor es no demorarse en llamar al móvil del exorcista o invocarle a través del correo electrónico.

Pero hay otros síntomas. Así por ejemplo en la bibliografía sobre exorcismo se cita también como caso para el tratamiento el hecho de “hablar con muchas palabras de lenguas desconocidas y entenderlas”. Y esto ¡al fin! aclara muchas de las tribulaciones que algunos padecemos. Es decir que quien dice job por empleo, default por quiebra, provisionar por reservar, briefing por informe, presentación por conferencia, freelancer por autónomo, paper por ponencia, abstract por resumen, monitorizar por dirigir, gobernanza por gobierno etc es un endemoniado porque tales anomalías no pueden ser consideradas como un don de dios -el don de las lenguas- sino como expresión de la lamentable condición de gurripato. ¿Cómo se le queda a uno el cuerpo cuando lee que “Rock The Post ayuda a encontrar recursos a las start-ups”? Pues como titular aparecía en un periódico de campanillas hace poco. Una de dos: o decretamos prisión de máxima seguridad para todos estos soplagaitas o los llevamos al exorcista para que les extraiga el demonio que llevan dentro.

El demonio de la majadería, de la cursilería y del papanatismo.

viernes, 13 de enero de 2012

Embalsamados

La muerte del jefe del Estado de Corea del Norte hace unas semanas ha llenado de tristeza a sus súbditos como hemos podido apreciar por la televisión que nos ha ofrecido imágenes de seres desconsolados y llorosos, componiendo muecas de consternación definitiva. Pero, sin embargo, ha llenado de gozo a los embalsamadores, que es oficio en franco declive. Obsérvese que, desde los faraones egipcios, los únicos seres que reciben el estimulante trato del embalsamamiento son esos líderes comunistas que tanta gloria y libertad han dado a la Humanidad y que se llaman Lenin, Mao, Ho-Chi-Minh. Poco más. Acaso Evita Perón, aquella señora que mentía más que un oriental borracho.

Parece que pasar la laguna Estigia embalsamado no está de moda.

Acaso porque la delicada operación de embalsamar cuesta una pasta con ese trasiego que conlleva de vísceras, tripas, entrañas, fajas, lavados, vendados, lavativas y demás, imprescindibles para dejar al muerto con la apariencia de quien se emperifolla para asistir a la ópera o a un banquete. Pero no acaba tan pronto el gasto, luego hay que conservar la momia con lozano aspecto y ahí viene otro capítulo que, en el caso de Corea del Norte, no ofrece problema pues su población cede con gusto su parte en cereales y otros nutrientes con tal de ver a su líder máximo bien guapetón y con las cruces y medallas cubriendo su pecho de general invicto. Poblaciones más roñosas se lo tienen que pensar dos veces por más que quieran disfrutar de sus guías espirituales toda la eternidad.

Si no se hace bien, es decir, si la momia no recibe el tratamiento adecuado de resinas y ungüentos, esto se acaba sabiendo. Así, por ejemplo, cuando se asaltó el Museo egipcio de El Cairo con motivo de la revolución que vive aquel país, se suscitó en la población la lógica preocupación por los efectos que los destrozos causados podían tener sobre las momias allí conservadas. Hubo en efecto pérdidas irreparables, pero pronto los especialistas dictaminaron que la alarma era infundada porque las momias afectadas eran «de segunda clase».

Un gran alivio para muchos. Para otros un motivo más de desasosiego e inquietud porque constatar que, incluso de momia, hay distinciones sociales es desesperante. Uno puede aguantar al rico terrateniente de por vida pero soportarlo como momia de superior jerarquía ya es inaceptable. En algún momento, decimos muchos, se deberían acabar los distingos y las clases sociales. Pero, a lo que se ve, no lo entendían así los egipcios.

Vemos pues que los embalsamadores están muertos, lo cual para quienes han hecho de la muerte su oficio no es nada extraño pues entre ellos se entienden. Lo malo es que no han sido embalsamados porque nadie se puede embalsamar a sí mismo como nadie puede salir de un pantano tirándose de los cabellos, según nos trató de enseñar el barón Münchhausen.

Ahora bien, la pregunta es ¿deberíamos resucitar a los embalsamadores y darles una plaza en las plantillas municipales? Creo que sí y que, en una civilización de tantas prisas como la nuestra, hay que conservar embalsamados ciertos personajes sociales para que no se difumine su pista por el veloz galopar de la historia. Por ejemplo, desaparecieron los campanudos gobernadores civiles sustituidos por esa figura mustia que son los «subdelegados». ¿No se debería haber embalsamado a un gobernador lucido, que los hubo, para recuerdo imperecedero de su función y de su época? ¿No debimos tomar la precaución de embalsamar a un sereno para sacarlo en las zarzuelas? El antiguo bañero ¿no procedía embalsamarlo antes de su conversión en el plebeyo socorrista? Y disponer de un sacristán embalsamado ¿no sería una bendición?

Hay pues mucho trabajo para los embalsamadores porque, además, muchos quisiéramos embalsamar el paisaje que nos calma, el silencio que nos mece, el otoño que nos cautiva, la música que nos lleva, el beso que nos mima...