Proliferan las bromitas sobre la economía sostenible, cuando es asunto serio y de muchos quilates intelectuales. Un municipio cercano al mío se ha declarado sostenible, es decir, y, según doña María Moliner, susceptible de ser mantenido. ¿Qué objeción se puede poner a este adjetivo? Es bien correcto, porque, en efecto, los dineros de los contribuyentes lo mantienen, sin ellos no habría municipio, ni alcalde digno de tal nombre, ni casas consistoriales, que son las que albergan la Administración municipal, no las de mala nota, como algún rijoso apresurado pudiera creer. Las universidades públicas -muchísimas en número y en cargos académicos- pugnan por ser y parecer sostenibles, y todas, por supuesto, lo son: como que están mantenidas por los frutos de la recaudación obligatoria de alcabalas y pechos que desgarran los bolsillos de todos los paganos. Es más, muchos de nosotros somos sostenibles, pues vivimos gracias al Erario público, que nos procura una mantenencia más que digna y sólida. Y así sucesivamente...
España, pues, es sostenible. Y su economía, también. Pero es que hay más, hurgando en el sufijo «-ible» y prendiéndolos -para que no se nos desbaraten- en un imperdible, podemos decir que España es ininteligible, porque todos los días se suceden acontecimientos que nadie puede entender, y eso le da también una dimensión inconfudible en el (des) concierto de las naciones: de las naciones que tienen Estado, de las pobres naciones que no tienen un Estado que llevarse a su bandera, de los Estados sin nación, y de las naciones de naciones, y no sigo porque me parece que me estoy liando, es decir, me estoy haciendo incomprensible.
España es, además, indefinible, puesto que resulta difícil someterla a cánones conocidos o de prosapia contrastada. Si no lo fuera, ¿cómo podríamos estar los españoles todos los días preguntándonos por nuestro ser, nuestro yo, nuestra alma intransferible y nuestra mismidad corpórea?, ¿cómo estaríamos debatiendo, antes de ducharnos por las mañanas, si somos vascos, gascones, moros, monegascos o fenicios?, ¿cómo andaríamos a la búsqueda penosa de un idioma para podernos entender, descubierto el hecho lacerante de que carecemos de él?, ¿de qué servirían tantos y tan diversos estatutos de Autonomía, cuajados todos ellos de exposiciones de motivos, artículos, disposiciones y preceptos horribles y suprimibles?
España es, encima, lector paciente, repartible. Justamente en ello -en su reparto- están los hunos y los otros, tirando de su piel desde las cuatro esquinas cardinales para quedarse con sus fragmentos y comérselos solos con esa avidez que ponen muchos mamíferos con el producto de sus cacerías. Y esto convierte también a España en digerible, en un ligero producto comestible y bebible. A poco que siga cociendo este país en la gran olla de la improvisación quedará listo para el gran banquete, aunque para entonces ya no será reconocible. Pero no importa, ya que esto a muchos ciudadanos les parece plausible.
España es, en fin, no lo olvidemos, incorregible. De nada valen los gruesos tomos en que está contenida la Historia de Menéndez Pidal ni los de Lafuente antiguos o los modernos de Artola ni tantos otros esfuerzos por descifrar nuestro pasado como a diario se culminan. España repite, con insistencia de comida mal especiada o de ajo mal administrado, unos y los mismos errores, de manera machacona, sin aprender casi nada del testimonio de sus muertos, que se convierten, entre tanta algarabía y sectarismo, en seres inaudibles.
Por todo lo dicho España es, y así se puede proclamar en leyes ilegibles: sostenible, discutible, perdible... Menos mal que se mantiene bonancible y, gracias a ello, redimible.
domingo, 13 de diciembre de 2009
sábado, 12 de diciembre de 2009
Molinos

El molino de viento mueve sus aspas porque, en rigor, es un castillo abandonado que dice adiós a los guerreros
lunes, 7 de diciembre de 2009
La memoria gastronómica
Es hora de proclamar la defensa de la memoria gastronómica. Y con urgencia. Se impone buscar ya, sin más dilaciones, en los viejos arcones, en las buhardillas de las casas antiguas, en los aparadores jubilados de los desvanes, las recetas de nuestras abuelas que yacen allí a la espera del soplo amigo y efusivo que las honre como se merecen después de años y años de olvido, de incuria, de deshonor ... Recuperar la memoria gastronómica es un acto de justicia, tardío si se quiere, pero imprescindible para volver a estar en paz con nosotros mismos y poder mirar en nuestras intimidades sin avergonzarnos, con esa cabeza erguida y altiva que gasta quien nada tiene que ocultar.
Yo -aun desde mi poquedad provinciana- convoco a los españoles a esta labor patriótica, a este desescombro histórico, a este remover de restos que ha de ser una empresa nacional que a todos nos una y que a todos nos galvanice. Y, si no se atiende este llamamiento mío, si por pereza o por ignorancia acerca de lo que nos jugamos, continuamos indiferentes a este desafío de la historia, entonces habrán de ser las autoridades de todos los gobiernos quienes actúen de manera coactiva. Y, si por desventura tampoco lo hicieran, que venga el legislador, que entre en el escenario el Parlamento para aprobar una ley de recuperación de la memoria gastronómica con su Exposición de motivos, sus decenas de artículos y sus disposiciones derogatorias, transitorias, manducatorias y contradictorias.
Y, si tenemos la osadía de dar la espalda a la ley o de hacerle un descortés corte de mangas o esta acabara durmiendo el pegajoso sueño del Boletín, entonces será irremediablemente el juez el convocado: sí, el juez de instrucción para que diligencie la causa criminal que abra el proceso penal. A ver entonces quien es el guapo que se le resiste.
Porque resulta que, en la época de las identidades y de la España plural, se nos quiere imponer la uniformidad gastronómica, la uniformidad de hamburguesas y pizzas en multinacionales de los asuntos de boca, de la “bucólica” que se decía en el Siglo de Oro. No y no.
Los signos que ya conocemos son inquietantes: en todas las ciudades se multiplican los burgers, los macdonalds, las pizzerías, y lo que es peor, la juventud, esperanza de la sociedad, se vuelca en ellos, y en ellos se alimenta mancillando el honor gastronómico patrio, que es el mejor fundado de cuantos honores existen. Jóvenes briosos de fornidos hombros y muchachas de adorables pechos, os exhorto: ¡enarbolad un botillo y acorralad al happy meal! Porque ¿cómo se atreve a competir uno de esas bazofias rociadas de ketchup con nuestros callos? ¿es que una blancuzca salchicha con mostaza puede sustituir a un montadito de lomo, a unos mejillones al vapor? ¿Nadie ve la locura?
Y todo es porque tenemos enterradas y sin dar cristiana sepultura, en la fosa común del olvido, las recetas de nuestras abuelas y de nuestras madres que glorificaron figones y fogones. Pues ¿qué decir de los dulces sobrenaturales de las monjas? Mesarme los cabellos o lanzarme al río Bernesga con una piedra al cuello es lo que me pide el cuerpo cuando veo en el mostrador de una cafetería esos bollos insustanciales, que encima aparecen metidos en un condón, para más humillación de todos: de nosotros, de los bollos y del condón.
Yo os digo que, si nos aplicamos a desenterrar recetas, encontraremos sin dificultad las de esos dulces de almendra que llevaban en su superficie dibujos de azúcar que reproducían el acueducto de Segovia o los frisos de la Alhambra. Pues ¿qué de las hojuelas, pestiños, mostachones, bizcotelas que dieron ánimos a nuestros antepasados para las hazañas a las que debemos nuestro ser?
O daremos con la del pollo que se llama “en pebre”: se asa en parrilla, frotado con manteca, zumo de limón y ajos. En la cazuela o marmita se pone perejil, pimienta, sal, laurel, el jugo del asado, aceite y agua caliente para que hierva. Después se vierten en la salsa ocho o diez yemas de huevo, se baten para espesarlas y se deja hervir todo otro poco. Adorable el pollo, memorable el guiso.
Sépase que la pérdida de la memoria gastronómica nos lleva al escorbuto y al deterioro del semen. O lo que es peor: al sushi y a las comidas orientales pues empezamos con los chinos pero hoy son también los vietnamitas, los tailandeses y los coreanos quienes protagonizan una invasión implacable que es la avanzadilla de otra más amenazadora. ¿Quien no piensa que lo que hoy son inofensivos rollos de primavera y arroces tres delicias no serán mañana obuses y misiles cuerpo a tierra?
España debe sin más demora recuperar la dignidad defendiéndose ante el peligro de la desmemoria gastronómica. ¡Todos al desván de la abuela con el pico y la pala!
Yo -aun desde mi poquedad provinciana- convoco a los españoles a esta labor patriótica, a este desescombro histórico, a este remover de restos que ha de ser una empresa nacional que a todos nos una y que a todos nos galvanice. Y, si no se atiende este llamamiento mío, si por pereza o por ignorancia acerca de lo que nos jugamos, continuamos indiferentes a este desafío de la historia, entonces habrán de ser las autoridades de todos los gobiernos quienes actúen de manera coactiva. Y, si por desventura tampoco lo hicieran, que venga el legislador, que entre en el escenario el Parlamento para aprobar una ley de recuperación de la memoria gastronómica con su Exposición de motivos, sus decenas de artículos y sus disposiciones derogatorias, transitorias, manducatorias y contradictorias.
Y, si tenemos la osadía de dar la espalda a la ley o de hacerle un descortés corte de mangas o esta acabara durmiendo el pegajoso sueño del Boletín, entonces será irremediablemente el juez el convocado: sí, el juez de instrucción para que diligencie la causa criminal que abra el proceso penal. A ver entonces quien es el guapo que se le resiste.
Porque resulta que, en la época de las identidades y de la España plural, se nos quiere imponer la uniformidad gastronómica, la uniformidad de hamburguesas y pizzas en multinacionales de los asuntos de boca, de la “bucólica” que se decía en el Siglo de Oro. No y no.
Los signos que ya conocemos son inquietantes: en todas las ciudades se multiplican los burgers, los macdonalds, las pizzerías, y lo que es peor, la juventud, esperanza de la sociedad, se vuelca en ellos, y en ellos se alimenta mancillando el honor gastronómico patrio, que es el mejor fundado de cuantos honores existen. Jóvenes briosos de fornidos hombros y muchachas de adorables pechos, os exhorto: ¡enarbolad un botillo y acorralad al happy meal! Porque ¿cómo se atreve a competir uno de esas bazofias rociadas de ketchup con nuestros callos? ¿es que una blancuzca salchicha con mostaza puede sustituir a un montadito de lomo, a unos mejillones al vapor? ¿Nadie ve la locura?
Y todo es porque tenemos enterradas y sin dar cristiana sepultura, en la fosa común del olvido, las recetas de nuestras abuelas y de nuestras madres que glorificaron figones y fogones. Pues ¿qué decir de los dulces sobrenaturales de las monjas? Mesarme los cabellos o lanzarme al río Bernesga con una piedra al cuello es lo que me pide el cuerpo cuando veo en el mostrador de una cafetería esos bollos insustanciales, que encima aparecen metidos en un condón, para más humillación de todos: de nosotros, de los bollos y del condón.
Yo os digo que, si nos aplicamos a desenterrar recetas, encontraremos sin dificultad las de esos dulces de almendra que llevaban en su superficie dibujos de azúcar que reproducían el acueducto de Segovia o los frisos de la Alhambra. Pues ¿qué de las hojuelas, pestiños, mostachones, bizcotelas que dieron ánimos a nuestros antepasados para las hazañas a las que debemos nuestro ser?
O daremos con la del pollo que se llama “en pebre”: se asa en parrilla, frotado con manteca, zumo de limón y ajos. En la cazuela o marmita se pone perejil, pimienta, sal, laurel, el jugo del asado, aceite y agua caliente para que hierva. Después se vierten en la salsa ocho o diez yemas de huevo, se baten para espesarlas y se deja hervir todo otro poco. Adorable el pollo, memorable el guiso.
Sépase que la pérdida de la memoria gastronómica nos lleva al escorbuto y al deterioro del semen. O lo que es peor: al sushi y a las comidas orientales pues empezamos con los chinos pero hoy son también los vietnamitas, los tailandeses y los coreanos quienes protagonizan una invasión implacable que es la avanzadilla de otra más amenazadora. ¿Quien no piensa que lo que hoy son inofensivos rollos de primavera y arroces tres delicias no serán mañana obuses y misiles cuerpo a tierra?
España debe sin más demora recuperar la dignidad defendiéndose ante el peligro de la desmemoria gastronómica. ¡Todos al desván de la abuela con el pico y la pala!
lunes, 30 de noviembre de 2009
Catedráticos por silencio
Los ha habido por oposición, por concurso de traslado, por méritos sobresalientes -Marañón lo fue sin haber pasado pruebas específicas- pero el supremo invento, rigurosamente contemporáneo, es el catedrático por silencio.
Sepa el lector no avezado en el laberinto universitario que ya no existen las oposiciones públicas al cuerpo de catedráticos de universidad. Aquellas en las que un candidato se presentaba ante un tribunal de especialistas y, en unos cuantos ejercicios o pruebas, trataba de demostrar sus habilidades y de ocultar sus carencias. Luego obtenía la plaza o se marchaba contrito, en función de su calidad pero también, nadie puede negarlo, de los cambalaches de las escuelas y de los grupos en que se descompone la tribu universitaria (en rigor, las tribus universitarias del mundo entero, éramos muy poco originales). Todo aquello tenía muchos inconvenientes pero su ventaja consistía en que se hacía cara al respetable, “coram populo” que decíamos en el Lacio: enjuagues, sí, pero, al menos en el gremio correspondiente, todos se enteraban de que se había consumado un atropello a la razón o a la dignidad científica.
Ahora, la postmodernidad en la que vivimos, pletórica de excelencias, aptitudes, sensaciones y emociones pedagógicas finas, ha ideado un sistema en virtud del cual el candidato se limita a enviar su curriculum a una comisión que, integrada por no especialistas, “acredita” al interesado como catedrático que luego es nombrado por una Universidad, aquella en la que está. Pues sépase que la movilidad -tan cacareada- ha desaparecido entre los profesores quienes hoy tienen la misma posibilidad de salir de la Universidad que le ha acogido desde estudiante que la que tendría el doncel de Sigüenza si quisiera tomar unos vinos por los alrededores de la catedral, por estirar un poco las piernas mayormente.
El mecanismo nadie me negará que es original, una revelación del legislador actual, tan ingenioso él. Hasta ahora se había mantenido en los términos de su pintoresquismo hasta que de pronto se ha colado en su aplicación práctica el invento del silencio administrativo. Porque, si quien ha presentado su curriculum al comité que le juzga -compuesto, insisto, por no especialistas-, advierte que no obtiene contestación en el plazo previsto, su solicitud se entiende estimada por silencio positivo. La siesta de unos comisionados o el extravío de un expediente convierte a un señor/a en catedrático de esto/a o aquello/a.
No me negarán el supremo hallazgo. Acaso por lo exótico del asunto se han desatado las críticas entre los universitarios y más de una carcajada se ha oído en las sagradas bóvedas de claustros y aulas. Los carcas de siempre han clamado: ¡catedráticos por silencio positivo! Lo último que nos quedaba por ver.
Sin embargo, acaso porque ahora estoy fuera de mi oficio natural, pienso que el descubrimiento es magnífico y que lejos de ser objeto de burlas, debe ser imitado y generalizado. ¿Qué tal para cubrir una plaza de cirujano jefe del servicio de cardiología de un hospital de campanillas? ¿Y para el de físico encargado de un Observatorio Astronómico o Vulcanológico? ¿O para el de general al mando de una unidad muy acorazada?
La Iglesia, que es pionera en la historia del diseño de la selección del personal, podría nombrar así a sus cardenales u obispos. Se ahorraría intrigas y el manejo de dagas con mañas florentinas.
¿Quién decía que la Universidad se ha empobrecido o que no investiga? Ahí está a la vista de todos cómo, con la música callada del silencio, ha hecho su mejor contribución al I+D+I.
Sepa el lector no avezado en el laberinto universitario que ya no existen las oposiciones públicas al cuerpo de catedráticos de universidad. Aquellas en las que un candidato se presentaba ante un tribunal de especialistas y, en unos cuantos ejercicios o pruebas, trataba de demostrar sus habilidades y de ocultar sus carencias. Luego obtenía la plaza o se marchaba contrito, en función de su calidad pero también, nadie puede negarlo, de los cambalaches de las escuelas y de los grupos en que se descompone la tribu universitaria (en rigor, las tribus universitarias del mundo entero, éramos muy poco originales). Todo aquello tenía muchos inconvenientes pero su ventaja consistía en que se hacía cara al respetable, “coram populo” que decíamos en el Lacio: enjuagues, sí, pero, al menos en el gremio correspondiente, todos se enteraban de que se había consumado un atropello a la razón o a la dignidad científica.
Ahora, la postmodernidad en la que vivimos, pletórica de excelencias, aptitudes, sensaciones y emociones pedagógicas finas, ha ideado un sistema en virtud del cual el candidato se limita a enviar su curriculum a una comisión que, integrada por no especialistas, “acredita” al interesado como catedrático que luego es nombrado por una Universidad, aquella en la que está. Pues sépase que la movilidad -tan cacareada- ha desaparecido entre los profesores quienes hoy tienen la misma posibilidad de salir de la Universidad que le ha acogido desde estudiante que la que tendría el doncel de Sigüenza si quisiera tomar unos vinos por los alrededores de la catedral, por estirar un poco las piernas mayormente.
El mecanismo nadie me negará que es original, una revelación del legislador actual, tan ingenioso él. Hasta ahora se había mantenido en los términos de su pintoresquismo hasta que de pronto se ha colado en su aplicación práctica el invento del silencio administrativo. Porque, si quien ha presentado su curriculum al comité que le juzga -compuesto, insisto, por no especialistas-, advierte que no obtiene contestación en el plazo previsto, su solicitud se entiende estimada por silencio positivo. La siesta de unos comisionados o el extravío de un expediente convierte a un señor/a en catedrático de esto/a o aquello/a.
No me negarán el supremo hallazgo. Acaso por lo exótico del asunto se han desatado las críticas entre los universitarios y más de una carcajada se ha oído en las sagradas bóvedas de claustros y aulas. Los carcas de siempre han clamado: ¡catedráticos por silencio positivo! Lo último que nos quedaba por ver.
Sin embargo, acaso porque ahora estoy fuera de mi oficio natural, pienso que el descubrimiento es magnífico y que lejos de ser objeto de burlas, debe ser imitado y generalizado. ¿Qué tal para cubrir una plaza de cirujano jefe del servicio de cardiología de un hospital de campanillas? ¿Y para el de físico encargado de un Observatorio Astronómico o Vulcanológico? ¿O para el de general al mando de una unidad muy acorazada?
La Iglesia, que es pionera en la historia del diseño de la selección del personal, podría nombrar así a sus cardenales u obispos. Se ahorraría intrigas y el manejo de dagas con mañas florentinas.
¿Quién decía que la Universidad se ha empobrecido o que no investiga? Ahí está a la vista de todos cómo, con la música callada del silencio, ha hecho su mejor contribución al I+D+I.
miércoles, 25 de noviembre de 2009
Pechos y retroactividad
Estamos los ciudadanos de esta modernidad fulgurante dispuestos a todo y ya muy entrenados a ver mentiras detrás de cada discurso y detrás de cada rueda de prensa. Nos hemos hecho difidentes, recelamos del político, del tendero, del vecino, del colega, convencidos como estamos todos de que se hallan dispuestos a meternos de matute su particular mercancía averiada. Esta es la realidad y de ella se sigue que el mundo es un grandísimo embeleco y no hay asunto, como se lee en el Quijote, que no se halle mezclado “con la maldad, el embuste o la bellaquería”.
Aceptar todo esto es una cosa y otra aceptar algo tan terrible como lo siguiente: que el pecho de Marilyn Monroe tenía truco. Así, como suena. Esta dura afirmación no es una patraña ni un señuelo para captar lectores. Porque, suprema prueba documental, en una exposición de casi trescientas fotografías, en las que se incluyen varias con la actriz in puribus, se demuestra que su exuberancia no era un derroche de la madre Naturaleza sino fruto de la industria o la manufactura. Rellenos en el sostén, aros ortopédicos y otras muestras de prestidigitación lograban una apariencia ilusoria, como de encantamiento, a la que contribuía asimismo la imaginación y el calentón que cada cual echaba al asunto. Marilyn pues no tenía esas tetas abundosas, pletóricas, tetas de ofrenda, auténticos exvotos religiosos, que bien merecían un salmo o el mismísimo canto gregoriano, y de las que tanto se escribió y habló en el pasado. No: Marilyn tenía más bien tetitas manejables y terciadas, semejantes a palomitas asustadizas, a gorrioncillos prestos a emprender un vuelo temeroso. No eran pues el gran tronco que echa raíces por el resto del cuerpo al que fortifican, ni el ancla que utilizan las mujeres p
ara evitar ser arrastrada por los vientos, ni la gran pieza de mármol que está esperando la mano cinceladora y atrevida del artista. Eran, gran decepción, frutitas del bosque, fina confitería, cierto, pero incapaces de satisfacer hambrunas sólidas y las secreciones más exigentes de la virilidad. Calmaban, entretenían, pero no saciaban.
Y yo, que tantas veces me dormí en mi juventud pensando en esas cucurbitáceas, ahora no puedo dar crédito a las fotos. Fotos desconsideradas porque todo lo aclaran sin que hubiera para ello necesidad alguna, con la peor de las intenciones. Porque, de verdad ¿a quién dañaba que siguiéramos viviendo en esa creencia, al fin de cuentas tan inocente? ¿no es suficiente desvelarnos la verdadera identidad de los reyes magos, del papá Noel y del ratoncito Pérez? ¿no bastaba con la cigüeña y su vuelo desde París? ¿era de verdad preciso desnudar a Marilyn para vestir nuestros sueños con el manto del desencanto?
Porque hoy es natural que no nos creamos nada de lo que vemos o tocamos pues sabemos que existe la rinoplastia, la otoplastia, la blefaroplastia, el microinjerto, el lifting, el botox y la liposucción. Aludo a mi propio ejemplo: yo recibo a diario, en mi correo electrónico, propuestas muy sugerentes para alargarme el pene sin que, por cierto, haya llegado a saber nunca cómo se tiene constancia en los abismos de Internet de la magnitud de mis credenciales. Es decir que todo esto hoy no tiene importancia y ya estamos al cabo de la calle de que un pezón puede no ser sino un garbanzo recubierto y con pretensiones, y que al palpar un muslo nos podemos tropezar, no con la entereza de su altivez, sino con una cánula de liposucción. Sabemos que existe el “surgiholic”, es decir, el adicto a las operaciones de estética, como también que se celebran los llamados “botox party”, reunión de amigos con cirujano dispuesto a estirar, acortar, succionar, modelar y tensar.
Pero a Marilyn le atribuíamos la condición de prodigio, de pecado mortal en estado puro, sin paliativos teológicos, de barranco donde se desploman los vicios, de cielo al que ascienden todas las lujurias. Por eso, para hacer menos amargo el trago, propongo a las autoridades que no otorguen al maldito descubrimiento actual efectos retroactivos.
Aceptar todo esto es una cosa y otra aceptar algo tan terrible como lo siguiente: que el pecho de Marilyn Monroe tenía truco. Así, como suena. Esta dura afirmación no es una patraña ni un señuelo para captar lectores. Porque, suprema prueba documental, en una exposición de casi trescientas fotografías, en las que se incluyen varias con la actriz in puribus, se demuestra que su exuberancia no era un derroche de la madre Naturaleza sino fruto de la industria o la manufactura. Rellenos en el sostén, aros ortopédicos y otras muestras de prestidigitación lograban una apariencia ilusoria, como de encantamiento, a la que contribuía asimismo la imaginación y el calentón que cada cual echaba al asunto. Marilyn pues no tenía esas tetas abundosas, pletóricas, tetas de ofrenda, auténticos exvotos religiosos, que bien merecían un salmo o el mismísimo canto gregoriano, y de las que tanto se escribió y habló en el pasado. No: Marilyn tenía más bien tetitas manejables y terciadas, semejantes a palomitas asustadizas, a gorrioncillos prestos a emprender un vuelo temeroso. No eran pues el gran tronco que echa raíces por el resto del cuerpo al que fortifican, ni el ancla que utilizan las mujeres p

Y yo, que tantas veces me dormí en mi juventud pensando en esas cucurbitáceas, ahora no puedo dar crédito a las fotos. Fotos desconsideradas porque todo lo aclaran sin que hubiera para ello necesidad alguna, con la peor de las intenciones. Porque, de verdad ¿a quién dañaba que siguiéramos viviendo en esa creencia, al fin de cuentas tan inocente? ¿no es suficiente desvelarnos la verdadera identidad de los reyes magos, del papá Noel y del ratoncito Pérez? ¿no bastaba con la cigüeña y su vuelo desde París? ¿era de verdad preciso desnudar a Marilyn para vestir nuestros sueños con el manto del desencanto?
Porque hoy es natural que no nos creamos nada de lo que vemos o tocamos pues sabemos que existe la rinoplastia, la otoplastia, la blefaroplastia, el microinjerto, el lifting, el botox y la liposucción. Aludo a mi propio ejemplo: yo recibo a diario, en mi correo electrónico, propuestas muy sugerentes para alargarme el pene sin que, por cierto, haya llegado a saber nunca cómo se tiene constancia en los abismos de Internet de la magnitud de mis credenciales. Es decir que todo esto hoy no tiene importancia y ya estamos al cabo de la calle de que un pezón puede no ser sino un garbanzo recubierto y con pretensiones, y que al palpar un muslo nos podemos tropezar, no con la entereza de su altivez, sino con una cánula de liposucción. Sabemos que existe el “surgiholic”, es decir, el adicto a las operaciones de estética, como también que se celebran los llamados “botox party”, reunión de amigos con cirujano dispuesto a estirar, acortar, succionar, modelar y tensar.
Pero a Marilyn le atribuíamos la condición de prodigio, de pecado mortal en estado puro, sin paliativos teológicos, de barranco donde se desploman los vicios, de cielo al que ascienden todas las lujurias. Por eso, para hacer menos amargo el trago, propongo a las autoridades que no otorguen al maldito descubrimiento actual efectos retroactivos.
domingo, 8 de noviembre de 2009
Cementerios
Ya existen varios cementerios virtuales que pueden visitarse en la Red ("paz eterna", "el árbol de la vida", "in memory of..." cada uno de ellos con sus respectivas direcciones llenas de uves dobles, puntos y rayas) en los que descansan nuestros allegados de forma virtual, es decir, según una conformación tácita o ficticia, de mentirijillas. Si estos cementerios prosperaran, nos ahorraríamos acudir a los cementerios verdaderos que son suburbiales y macilentos, habitados por los "heraldos negros" de César Vallejo, y nos limitaríamos a poner, con ayuda del ordenador, unas flores en una página web, unas flores virtuales, sin olor, sin sabor, sin poesía, sin luz, sin soles, sin lunas, pura degradación, ahora ya irreversible, de las flores de plástico o de papel.
Quizás los cementerios españoles se merezcan este trato aflictivo y destructor porque son espacios sin estética alguna, fríos en su insolencia marmórea, desnudos cual cristos crucificados, pero yo recuerdo los cementerios de algunas viejas ciudades europeas como apacibles jardines de un verdor espeso y húmedo, en los que acogedores árboles montan, en el uniforme de sus negros troncos, la guardia de los muertos, como si fueran amigos solícitos y, en el
crepúsculo, mandan a sus melancólicas hojas gotear una lágrima de respeto. En esos lugares hay una inmensa paz solo turbada acaso por el murmullo de unas palabras que se pronuncian en cuchicheo por miedo a que lleguen a los oidos de los difuntos. ¿Llegará también a ellos la moda ficticia de la virtualidad?
Nosotros venimos de una cultura funeraria sólida y maciza, de los cuadros de Valdés Leal y del fusilamiento del contrario, también de lo que aprendimos en la literatura del XIX, en el romanticismo que es una "invitación al viaje" como tantas veces se ha escrito, al viaje hacia la muerte, hacia el suicidio que nos libera de la angostura cotidiana y nos hace entrar en el infinito, otro anhelo del romántico que rompe así los límites en que gustaba encerrarse el mundo clásico, un viaje que tenía como destino el Destino, escrito con mayúscula como si fuera el nombre propio de un pariente cercano, y a través de Él en el sentido último de la Muerte, gran jugarreta.
Lo bien que debió de pasarlo Nicasio Álvarez de Cienfuegos escribiendo aquellas expresiones feroces como "sepulcro voraz", "entrañas cóncavas", "sangrientas lágrimas"... Y no digamos Rico y Amat con lo de "me agrada un cementerio / de muertos bien relleno/ manando sangre y cieno/ que impida el respirar...". A este hombre, un cementerio virtual de los que ahora se proponen le parecería una cursilada insuperable, censurable amaneramiento de cadáveres sin la dignidad exigible a los fiambres.
Nuestra misma gastronomía está hecha de muerte prematura, de infanticidios, así el tierno
corderito, el cerdo en pañales. Por algún sitio da cuenta Pío Baroja de una poesía dedicada a uno de los criminales del Huerto del Francés que decía "soy el terrible Muñoz/ el asesino feroz/ que nunca se encuentra inerme/ y soy capaz de comerme/ cadáveres con arroz". A lo que contestó don Pío: "eso no tiene ningún mérito y menos para un valenciano porque cadáveres con arroz es lo que constituye una paella".
O sea que a nosotros nos va la muerte y del humor negro hemos hecho una filigrana y así cuando le dijeron a Valle Inclán que había muerto Blasco Ibañez, contestó don Ramón: "lo hace solo para darse importancia". El sepulturero es además un personaje bien literario "de tétrica mirada/ con mano despiadada" que decía también el citado Rico y Amat y los epitafios son gloria pura y acerca de ellos será necesario escribir algún día despacio.
De manera que preveo un fracaso en España de esta modalidad de adulteración de la muerte no solo porque "al fin y al cabo el hombre se ha hecho labrando su esperanza sorda en urnas y pirámides" como enseñó Dionisio Ridruejo, sino porque la muerte es hermana del Sueño y fue soñando precisamente como Quevedo escribió la obra satírica más despiadada que se conoce en nuestra literatura.
Muerte, sueño, sátira: España.
Quizás los cementerios españoles se merezcan este trato aflictivo y destructor porque son espacios sin estética alguna, fríos en su insolencia marmórea, desnudos cual cristos crucificados, pero yo recuerdo los cementerios de algunas viejas ciudades europeas como apacibles jardines de un verdor espeso y húmedo, en los que acogedores árboles montan, en el uniforme de sus negros troncos, la guardia de los muertos, como si fueran amigos solícitos y, en el

Nosotros venimos de una cultura funeraria sólida y maciza, de los cuadros de Valdés Leal y del fusilamiento del contrario, también de lo que aprendimos en la literatura del XIX, en el romanticismo que es una "invitación al viaje" como tantas veces se ha escrito, al viaje hacia la muerte, hacia el suicidio que nos libera de la angostura cotidiana y nos hace entrar en el infinito, otro anhelo del romántico que rompe así los límites en que gustaba encerrarse el mundo clásico, un viaje que tenía como destino el Destino, escrito con mayúscula como si fuera el nombre propio de un pariente cercano, y a través de Él en el sentido último de la Muerte, gran jugarreta.
Lo bien que debió de pasarlo Nicasio Álvarez de Cienfuegos escribiendo aquellas expresiones feroces como "sepulcro voraz", "entrañas cóncavas", "sangrientas lágrimas"... Y no digamos Rico y Amat con lo de "me agrada un cementerio / de muertos bien relleno/ manando sangre y cieno/ que impida el respirar...". A este hombre, un cementerio virtual de los que ahora se proponen le parecería una cursilada insuperable, censurable amaneramiento de cadáveres sin la dignidad exigible a los fiambres.

Nuestra misma gastronomía está hecha de muerte prematura, de infanticidios, así el tierno

O sea que a nosotros nos va la muerte y del humor negro hemos hecho una filigrana y así cuando le dijeron a Valle Inclán que había muerto Blasco Ibañez, contestó don Ramón: "lo hace solo para darse importancia". El sepulturero es además un personaje bien literario "de tétrica mirada/ con mano despiadada" que decía también el citado Rico y Amat y los epitafios son gloria pura y acerca de ellos será necesario escribir algún día despacio.
De manera que preveo un fracaso en España de esta modalidad de adulteración de la muerte no solo porque "al fin y al cabo el hombre se ha hecho labrando su esperanza sorda en urnas y pirámides" como enseñó Dionisio Ridruejo, sino porque la muerte es hermana del Sueño y fue soñando precisamente como Quevedo escribió la obra satírica más despiadada que se conoce en nuestra literatura.
Muerte, sueño, sátira: España.
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