miércoles, 1 de junio de 2011

Compromisos en el negro horizonte español

(Me han publicado este artículo en el periódico La Nueva España)

Ortega solía repetir la frase con la que comienza la «Ética» de Aristóteles: «Busca el arquero un blanco para sus flechas y ¿no lo buscaremos nosotros para nuestras vidas?».

Precisamente en medio del ruido que sufrimos estos días es oportuno recordar a ese arquero para no perder de vista cuáles deben ser las preocupaciones fundamentales en esta España que un gobernante dado a la baratija ideológica y un partido de clamorosa inconsistencia han dejado al borde del precipicio. La conclusión que debemos sacar para el futuro sería la siguiente: para estar en el timón de mando de un país complejo hay que estudiar mucho y leer algo más que un periódico por mucho aprecio que se tenga al editorialista.

Y esas preocupaciones fundamentales deben centrarse, en primer lugar, en la reforma de la legislación electoral, y hacerlo con la ayuda -bien solvente- del dictamen que elaboró al efecto el Consejo de Estado. Se trataría de construir un sistema que lleve al ánimo de los electores la convicción de que no están encadenados, como si de un maleficio se tratara, a votar a A o a B y así hasta que suenen las trompetas del Apocalipsis. Si algo caracteriza a una democracia es el hecho de disponer de una ventana por la que, de vez en cuando, entra aire fresco. Dicho de otra forma, la democracia es ventilación.

Véase el ejemplo expresivo de Alemania. Cuando se funda la República, a finales de los años cuarenta, los partidos social-demócrata y cristiano-demócrata protagonizaban la escena política. Pronto, un partido pequeño, el de los liberales, empieza a ocupar posiciones de poder hasta llegar a formar gobierno nada menos que con el mismísimo Willy Brandt. Más tarde, en los años sesenta, aparecen tímidamente los verdes. Yo andaba por aquella época estudiando en esas tierras y recuerdo la mirada desdeñosa con que se acogió a esa nueva organización. Unos años después acabarían sentándose en el gobierno con los poderosos socialistas. En estos momentos son los favoritos de todas las encuestas y acaban de hacerse con el mando en un feudo -tenido por imbatible- de la democracia cristiana (Baden-Württenberg). Y lo mismo ha ocurrido con los comunistas de la antigua DDR, hoy presentes en muchas instituciones. La lección a extraer es que existen allí unos mecanismos que permiten, con precauciones, ir incorporando al escenario político aquellas ideas que en la sociedad nacen y que, al estirarse, logran captar la atención de los electores.

Es mi opinión que, para desentumecer un sistema como el español, convertido en una democracia escoltada, es imprescindible que las elecciones del año 2012 se celebren bajo el signo de una nueva ley electoral.

En ellas, quien acierte a tejer un discurso pedagógico pensado para gentes adultas, será escuchado con respeto y obtendrá el beneficio de quien razona, que es lo contrario de quien grita. Entiendo por discurso pedagógico el que lleva en su panza una argumentación sólida y alto sentido práctico. Hoy, la crisis económica debería obligar especialmente tanto por lo enrevesado de sus enigmas como por lo inerme que la ciudadanía se halla ante ellos.

¿Qué tal si empezáramos por suprimir los carísimos mítines vociferantes a los que asiste la parroquia en nómina? ¿O la compra de votos con mañas limosneras ideadas un mes antes de las elecciones y que en nada se diferencian de esas prácticas corruptas que los historiadores atribuyen al conde de Romanones?

La segunda tarea a acometer es la reforma del Estado para salir de la ineficacia a la que el sistema autonómico nos ha abocado.

Permitir -como se ha permitido a partir de 2004- que cada comunidad autónoma procediera a hacer aquellas modificaciones de su texto estatutario que considerara pertinentes sin existir un acuerdo previo acerca de cuestiones fundamentales como las competencias, la financiación, las relaciones institucionales, etcétera, es un desatino que carece de parentesco alguno con los modelos conocidos. Es por tanto una invención castiza.

Se podrá sostener que, para armonizarlo todo, está prevista la intervención de las Cortes generales. Pero limitarse a ella olvida un dato fundamental que a nadie pasa desapercibido: la existencia de partidos políticos que proclaman su clara vocación secesionista y que son determinantes para conformar mayorías en esas mismas Cortes. Es decir, que las previsiones de reforma estatutaria en España viven en la peligrosa inopia de considerar nuestro país como un país integrado y armónico, en el que las partes que lo conforman creen en el todo que las aglutina. Desgraciadamente, éste no es el caso.

Por ello nunca se debió iniciar el banquete estatutario sin un acuerdo de todos los comensales, y menos hacerlo movido por exigencias coyunturales de apoyos parlamentarios. Porque aquello que se decida en el Este afecta al Oeste, y lo que se acuerde para el Sur repercute en el Norte, al ser buena verdad que las artificiales fronteras administrativas no logran embridar realidades tercas que las trascienden.

Como guinda del despropósito, este irreflexivo proceso de reforma de los estatutos se puso en marcha sin preguntarse previamente nadie qué estaba funcionando bien y qué mal en nuestros servicios públicos, dando por buenas siempre las pretensiones de los gobernantes regionales -nacionalistas confesos a veces; otras, simplemente conversos oportunistas-. Y, sin embargo, nos llevan haciendo tan serias señales desde instancias foráneas sobre el deterioro de muchos de esos servicios que unos gobernantes prudentes deberían prestarles atención. Los informes PISA sobre nuestra realidad educativa descentralizada son demoledores; por su parte, nuestras universidades, tan «autónomas» ellas, ni por casualidad aparecen en lugares destacados. Y hasta el Parlamento europeo ha atizado una resplandina a las autoridades urbanísticas españolas poniendo en cuestión el modelo sobre el que se asienta nuestro desarrollo, todo él descentralizado desde los orígenes mismos de la recuperación de la democracia en España.

¿No se puede hablar de todo esto y de paso abordar la indisciplina presupuestaria de la mayoría de las comunidades autónomas? ¿Por qué el Gobierno no utiliza sus armas para comprobar la racionalidad del conjunto del modelo administrativo?

Si no queremos sucumbir en el desbarajuste, tal modelo es indispensable que exista, siendo el Gobierno, como custodio del interés general de España, el llamado a velar por su vigor y energía ordenadora.

De momento lo que tenemos, como acabamos de explicar Mercedes Fuertes y yo en un libro reciente («El Estado sin territorio. Cuatro relatos de la España autonómica», Marcial Pons, 2011), es el navío averiado de una Administración ineficaz y cara, de un Estado cada vez más inerme, rebajado al deslucido papel de coordinador de territorios que ganan músculo, fuerza y potencia. Un Estado fragmentado y esqueletizado.

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