domingo, 30 de octubre de 2011

El próximo puente

Puede decirse ya a estas alturas que la vida discurre entre dos puentes. La oficina, el taller, la Universidad, la clínica y las molestias que conllevan, no son más que paréntesis entre puentes, un alto que hacemos para preparar el próximo desplazamiento. En realidad, el empleado del Banco, el dentista o el profesor, todos nosotros, atendemos nuestros afanes de manera muy superficial e interina porque en rigor en lo que estamos pensando es en el puente. O en el fin de semana, cuando nos hemos de conformar con menores ambiciones. Así, puentes y fines de semana son las referencias temporales modernas, los acontecimientos ya no ocurren tal día de octubre o de noviembre sino entre el puente del Pilar y el de los Santos, porque el tiempo, ese enigma antiguo, se esfuma entre los ojos de los puentes. Podríamos decir que nada mejor, para apreciar el paso del tiempo, que colocarnos sobre el puente y, desde allí, verlo llegar y desaparecer en el horizonte.

De la misma forma que ahora estudiamos la era de los glaciares o el siglo de los descubrimientos, en el futuro nuestro tiempo será identificado como el de los puentes, época dichosa en la que se han desdibujado las fechas con sus atrabiliarias imposiciones. Antes, los ciclos de la tierra, de la siembra o de la cosecha, determinaban la vida de los campesinos, mientras que en las ciudades era la “saison”, la temporada, la que marcaba los ritmos. “Búsquese usted un padre o una madre antes de que termine la temporada” dice un personaje de Oscar Wilde a un joven que se le ha presentado como huérfano. Hoy es claro que se diría: “si quiere recuperar su dignidad, busque un padre antes del próximo puente”. Porque este, el puente, es el único horizonte vital tangible. Adiós pues a aquel viejo puente pletórico de humedades que se conformaba con ver pasar por sus bajos a los ríos con sus aguas revueltas y sus truchas saltarinas, o por encima a los carruajes con aquellas damas que sufrían el “spleen”: hoy el puente tiene otros cometidos más solemnes al haberse convertido en el presidente de la gran procesión del tiempo, del desfile acompasado y marcial de los períodos. Ante él pasan rindiendo armas porque todo se rinde ante el puente.

Puede ser humilde pontón, confeccionado a base de unas tablas, para quien carezca de medios económicos, pero es ambiciosa obra hidráulica si se cuenta con posibles. En cualquier caso estamos ante la referencia moderna de Cronos, quien, por cierto, en la mitología griega, tenía como uno de sus atributos la guadaña, lo cual debe ser recuperado hoy porque los puentes están asociados a los muertos, a las cifras terroríficas de la mortandad en la carretera. Es más, estos, los muertos, cuando hablan entre ellos en la eternidad, ya no dicen “yo la diñé en la guerra de los Treinta años” o en el terremoto de Lisboa, señales de cierta distinción histórica, sino yo soy un muerto del puente de la Constitución o del Corpus. Resulta menos heroico y menos digno pero es que menos dignos y menos heroicos son los tiempos modernos en general. Es inútil pedirles más.

También la semana ha perdido su dignidad estando solamente su fin rodeado de excelso prestigio. El principio, en cambio, representado por el lunes, es momento aciago, del que se procura no hablar para no herir. Adviértase la tremenda mutación sufrida: el fin, que es el perecimiento y el agotamiento, alzado a la máxima distinción y encumbrado hacia la gloria en la medición del tiempo. “Buen fin de semana” decimos, nadie desea sin embargo, “buen principio” o “buena mediada” de semana. Cuando apenas se recuerda la liturgia, hemos consagrado los amenes, el introito nos parece un fastidio, y hoy Marcel Proust no tendría nada que hacer escribiendo tomos y tomos en busca del tiempo perdido porque lo que se lleva es la búsqueda del tiempo fugaz hallado bajo un puente, el próximo. Y a la magdalena que le den dos duros. ¡Tiempo de desguaces, en verdad, el nuestro!

Y así, entre puentes, pasamos una vida que no tardaremos en poner en las páginas amarillas como simple objeto comercial.

sábado, 29 de octubre de 2011

Bancarrota del Estado y Europa como contexto

Este es mi último libro.

miércoles, 5 de octubre de 2011

¿Sobran Administraciones?

(Ayer, día 4 de octubre, me publicó la edición nacional de El Mundo este artículo).

El debate no es nuevo pero ahora lo tenemos planteado en carne viva debido al descubrimiento que acabamos de hacer relativo al pozo de deuda pública en el que estamos metidos y desde donde hacemos todo tipo de aspavientos para salir a la superficie.

Y, entre ellos, está la polémica sobre las Administraciones. ¿Tenemos muchas, tenemos pocas, están mal organizadas, se pueden perfeccionar, es mejor abandonar todo intento? Preciso es tener en cuenta, a la hora de adentrarse en este bosque, que las Administraciones de las que hablo son correosas, dijérase que tienen la piel del proboscídeo por lo que ofrecen resistencia inusitada a ser perforadas.

En España tenemos, según creo, muchas Administraciones. Demasiadas para las que un cuerpo social moderado y que pretende ser elástico puede soportar. Diecisiete Comunidades autónomas -más dos ciudades igualmente autónomas en el norte de África-, cincuenta provincias, ocho mil y pico municipios, miles de entidades locales menores, comarcas, mancomunidades ... un festival para los juristas, para los abogados, para los políticos. Pero ¿y los ciudadanos? ¿no estarían más satisfechos con un aparato administrativo más ligero, más portátil?

Sin necesitar dotes de arúspice, es fácil sostener que el contribuyente, ese ser que gime bajo el peso del despiadado ejercicio de la potestad tributaria, se alegraría si en ese bosque espeso se hiciera algún clareo que dejara penetrar un poco más de luz, aquella luz que dicen reclamaba Goethe en el momento de ofrendar su vida a la eternidad.

La gran lanzada se ha proyectado recientemente sobre las provincias. Incluso alguna voz, con reconocida autoridad en la política española, ha llegado a anudar la desaparición de las provincias a la salvación del sistema sanitario público. Un desvarío que ha sido seguido de otros como esos ecos que se multiplican en las anfractuosidades de una cordillera. A mi modesto entender, afrontar este asunto exige recordar que en España tenemos espacios donde han desaparecido las organizaciones provinciales -las Comunidades autónomas uniprovinciales-, territorios insulares que tienen sus específicas soluciones, supervivencias de las guerras carlistas como son las históricas forales -de Navarra y del País Vasco-, en fin, Diputaciones “normales” en las comunidades autónomas pluriprovinciales. Entre estas, a su vez, la prudencia aconseja distinguir entre aquellas que disponen de dos o tres diputaciones -Valencia o Extremadura- y las que cuentan con un número más abultado -las dos Castillas, Andalucía ...-.

Toda fórmula simplificadora debe por tanto rechazarse. Menor atención si cabe merece la de ligar las churras provinciales con las merinas de la sanidad porque, si así se hiciera, antes habría de planearse un homenaje al papel destacado que las Diputaciones tuvieron en la modernización de una parte de nuestro sistema sanitario público, luego engullido ciertamente por el del Estado, pero tras un momento de esplendor -provincial- inequívoco.

¿Qué hacer con esta barroca situación? Creo que fue un error dotar de rigidez constitucional a la organización provincial porque su diseño exige soluciones diferenciadas. Ahora bien, contando con este “rigor mortis” a lo mejor sería bueno desempolvar las fórmulas que la Comisión de Expertos presidida por García de Enterría propuso a comienzos de los años ochenta: a saber, utilizar los servicios provinciales como estructuras para el ejercicio “provincial” de las competencias autonómicas. Este consejo no se siguió porque, para los responsables de las Comunidades autónomas, crear un aparato administrativo aquí y acullá les resultaba más apetecible que un bizcocho recién horneado y, encima, bien relleno con la crema pastelera de las tentaciones políticas. Por tanto, ¿por qué en vez de dirigir nuestros dardos contra las provincias, constitucionalmente encapsuladas, no lo dirigimos contra la robusta estructura periférica de las Comunidades autónomas?

Y ya que hablamos de estas, algún día será preciso pensar en reducir su número. Nosotros tenemos más Comunidades autónomas que Länder los alemanes cuando ellos nos doblan en población. Y, sin embargo, desde hace años está allí pendiente una reforma territorial destinada a su reducción. A tal efecto se han hecho muchos estudios de los que se extrae la conclusión de que los actuales dieciséis Länder deberían quedar en seis o siete. Es verdad que esta renovación esta remitida ad calendas graecas o “puesta en el hielo” por utilizar la expresión alemana. Pero la discusión ahí está. Y me pregunto y pregunto ¿nosotros no podemos tratar este asunto? Creo que algún día se hará y por eso siempre me ha parecido un disparate el proyecto de llevar los nombres de las Comunidades autónomas al texto constitucional. Otro error que sería primo hermano del cometido con las provincias.

¿Y qué pasa con los municipios? Es bien probable que, cuando se haya consumado la revolución de las estructuras administrativas que los tiempos modernos reclaman y que afectan al mismo Estado, nos siga quedando pegado en los bolsillos el polvo municipal y ello por grande que sean las convulsiones de la globalización. No olvidemos que toda la inmensa Odisea gira en torno a la pequeña Ítaca de la misma forma que el enorme “Ulises” está centrado en un día cualquiera de la ciudad de Dublín.

En muchos países europeos se ha producido en el último tercio del siglo XX una supresión drástica de municipios. La Alemania anterior a la reunificación pasó de veinticinco mil a ocho mil en los años setenta como consecuencia de leyes específicas aprobadas en los parlamentos de los Länder. Y que, por cierto, dieron lugar a una cantidad apreciable de pleitos constitucionales, planteados por las autoridades locales, todos ellos desestimados sin que hicieran mella en los magistrados las invocaciones altisonantes a la “autonomía local”. Y un proceso análogo está en marcha en los nuevos Länder.

Lo mismo podemos decir de Bélgica que, por la misma época, dejó contraído su número de municipios de 2700 a menos de 600. Y Dinamarca vivió algo semejante. Francia ha tenido menos suerte porque la ley “Marcellin”, de principios de los setenta, cosechó escasos efectos prácticos y ahora existe un Plan que llega hasta 2014. En Grecia, Italia y Portugal son las autoridades europeas las que están forzando los cambios.

En España reducir el número de municipios, sobre la base de acuerdos voluntarios y, si no se logran, aplicando el bisturí, es indispensable. Pero no para ahorrar porque los pequeños ayuntamientos generan muy poco gasto siendo los grandes los que exhiben cifras de sonrojo. Es decir, la reducción del número de municipios no debe ser -o no debe ser tan solo- parte de una política de ahorro sino de una política de mejora de la calidad de la democracia pues un Ayuntamiento que representa a pocos vecinos antes es familia que organización política seria. Y de perfeccionamiento en la oferta de servicios. Cuando un Ayuntamiento no los presta o ha de recurrir para hacerlo a mancomunarse con otros es que algo ha ocurrido en ese tejido social y la ley ha de ofrecer la respuesta adecuada.

Ahora bien, como trámite previo a todos esos esfuerzos, podríamos empezar -como ya se está haciendo en parte- con meter en el quirófano a las miles de sociedades, falsas fundaciones y otros “entes instrumentales” que se han creado sobre todo en los grandes municipios, en las provincias y en las Comunidades autónomas como nidos de despilfarro y de clientelismo político. Si no lo hacemos así, estaremos disparando sobre un blanco equivocado.

Sépase en fin que el citado bisturí sobre el cuerpo municipal ha de ser empuñado por el gobierno y por los parlamentos de las Comunidades autónomas. Primero, por exigencias constitucionales, de los Estatutos de autonomía y de la ley básica de régimen local. Segundo, porque las Comunidades autónomas tienen un magnífico espacio para demostrar que sirven para atender sus asuntos cercanos, cabalmente la propia ordenación de su espacio. Si no son capaces de esto, estarán poniendo de manifiesto que, desde lejos, se legisla y administra mejor. Lo que comprometería la dignidad y aun el sentido mismo de su papel institucional.

Salvar la vida municipal, que es a un tiempo cosmopolita, decadente y vanguardista, merece la pena.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Viaje y viraje de la identidad







Desde hace años tenemos de moda en España hablar de las identidades de suerte que hay como una cadena de identidades, un rosario inacabable pues se superponen en capas sucesivas y al cabo forman un milhojas que nos confunde.

En las épocas pasadas y comedidas la identidad ha estado referida siempre a los individuos y ello se expresaba en el «carné» o documento de identidad. Uno se llamaba Roberto Alfredo y añadía sus apellidos, la fecha de su nacimiento, su huella dactilar, su foto con cara de asustado y poco más. Y con esa identidad iba por el mundo con cierta seguridad aunque a veces en el extranjero se podían cometer errores como el que cuenta Wenceslao Fernández Flórez a quien ponían en los impresos de los hoteles el nombre de Fernández, el apellido de Flórez y, como profesión, Wenceslao. Pero eso le pasaba a este escritor por tener un nombre tan raro que sonaba a polaco o a alguno de esos países balcánicos de historia desmesurada y atrabiliaria. Siendo gallego como era podía haber recurrido al de Santiago y se hubiera evitado molestias.

De esta identidad personal e intransferible pasamos a las identidades locales, a las regionales, a las nacionales y ahí empieza todo ya a embarullarse. Hasta el barrio en el que se vive pretende segregar una identidad propia, diferenciada del barrio de la estación del metro de un poco más allá. Este es el caldo de cultivo de esa confusión a la que aludía al principio y que lleva un poco al desconcierto de quienes, faltos de sindéresis, ignoran a qué identidad acogerse, no pareciéndoles suficientemente confusa la suya propia. Téngase en cuenta que la identidad es la circunstancia de ser una persona la que dice ser y ¿quién de verdad sabe qué es? Si todo en nuestras entretelas es un pozo negro de contradicciones, de saberes y de ignorancias, de memorias y olvidos, de seriedad y de picardía ¿con qué nos quedamos al final? Y es que quien realmente sepa lo que es ya está en disposición de entender hasta lo de la prima de riesgo.

Ahora, calcúlese si a la identidad personal se añade la de ser riojano, asturiano, salmantino o egabrense. El barranco de la mezcolanza se abre ante nosotros y no es extraño que en él, en sus hondones, haya crecido la planta de «lo identitario» que es palabro felizmente no aceptado por la Academia pero que circula entre gacetilleros y rascaplumas.

Porque «identitario», aunque emparentado con identidad, es ya un escalón más arriba, un concepto más compacto y de una solemnidad bien precisa. Tanto que sobre él se tratan de edificar nada menos que instituciones políticas singulares e incluso un Estado con su jefe, sus banderas, su himno, sus carteros y su orquesta sinfónica. Hemos llegado tan lejos que disponer de una fiesta local propia con su Virgen, su procesión y su suelta de vaquillas nos da derecho a reclamar un trato político diferente y deferente.

Buena parte del desvarío que vive España en estos momentos tiene su origen en el viaje que va de la identidad a lo «identitario».

Y como en él estamos instalados asistimos a perversiones que ya dan mucha risa. Vivimos ahora muchas fusiones de cajas de ahorro por las trapacerías cometidas por sus directivos. Pues bien, para tranquilizar a sus imponentes, expresión pomposa con la que se conoce al cuitado que tiene una cuenta corriente en números rojos, se le dice que puede dormir a pierna suelta pues «su caja no va a perder su identidad». Cuál sea la «identidad» de una caja de ahorros es un misterio para ese ser desesperado pero la existencia de misterios es lo que nos mantiene erguidos y con ganas de seguir bregando.

Me doy cuenta, meditando sobre estos asuntos, que soy un privilegiado pues compro la medicación en una farmacia con identidad propia y echo gasolina solo en surtidores con identidad definida. Esta es la ventaja de ser uno de letras.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Palabros para la Universidad

Una especie de tic profesional me lleva a leer la ley de Economía Sostenible que las Cortes han aprobado recientemente. Con ella se pretende enderezar nuestra maltrecha situación y, si el asunto va de necedad lingüística, entonces estamos salvados. Porque pasma la fecundidad de sus redactores a la hora de renovar el Diccionario y lo malo es que los señores de la Docta Casa se apresuran a acoger esta mercancía averiada con una diligencia censurable. Desde mi ignorancia, me atrevería a proponer a estos sabios la creación de un pudridero donde dejaran descansar los palabros que ponen en circulación los gacetilleros de los deportes y los tecnócratas a la violeta de los ministerios para que allí tomaran el polvo de los años y el rapé de la sindéresis. Veintitantos están los cuerpos de nuestros monarcas sometidos a la acción despiadada del tiempo antes de pasar con todos los honores al ilustre panteón, ya convenientemente achicados y adecuadamente emperifollados para comparecer, en medio de velones moribundos, al espectáculo de la eternidad.

Pues así debía hacerse con esas palabras que colocan en el mercado de los decires quienes no leen jamás. Una verbigracia: me sueltas lo de la «trazabilidad», pues ahí que te llevo al pudridero y a ver si resistes el paso de los años y el fluir de las estaciones. Si sobrevives, al Diccionario; si fuiste moda pasajera y estúpida de iletrados que no han leído a fray Luis de León, al centro de tratamiento de residuos. Claro es que también tienen que estar previstas reacciones más contundentes. Recurro a otra verbigracia: si alguien nos dice que, en los próximos comicios, va a elegir la «gobernanza» de España, directamente se le acomete para dañarle el hígado empleando la mayor violencia disponible y luego que venga el juez de instrucción. Pero el honor ha quedado salvado.

Vuelvo a la ley de Economía Sostenible, título que es ya una cursilada entre las cursiladas sublimes. Hay en ella un capítulo dedicado a la Universidad, mejor dicho, al «sistema universitario»: un monumento a la imbecilidad creativa, a una imbecilidad refinada, alquitarada, puro merengue corrompido. Desde los escritos de Humboldt y, entre nosotros, de Ortega, teníamos todos más o menos claro qué era la Universidad. Pues no es así, estamos ante innovaciones trascendentales: ahora sirve para promover la competitividad, la mejora en la eficiencia, facilitar la gobernanza, la implementación de buenas prácticas, atraer capital privado, incorporar habilidades y destrezas, fomentar el emprendimiento (sic), promover la agregación de instituciones, crear un entorno de innovación...

He copiado directamente y, mientras lo hacía, oía una voz en mis entretelas que me pedía que parara, que no hiciera más sangre del desatino ajeno, que tuviera piedad. Sólo ha faltado que se añadiera que también servía para facilitar la digestión y ayudar a disolverse los cálculos biliares...

El lector habrá advertido que no he puesto comillas. En efecto, las he omitido porque tengo un grandísimo respeto a las comillas y no quiero violentarlas haciéndolas comparecer entre palabras necias y prestarles así una dignidad de la que carecen.

Las comillas merecen deferencia como las hijas que son de las comas. La coma no debía estar sola y el ortógrafo -siempre liberal y comprensivo- le dio como compañero al punto. Y, ya juntos, engendraron las comillas, que son esas chicas responsables que se organizan la vida por su cuenta. Ellas decidieron, libremente, acompañar a las palabras. Una función aparentemente subalterna pero que tiene la dignidad del cosmético que fija y realza.

Claro que deben administrarse con mesura, nunca para enmarcar desechos lingüísticos como los citados procedentes de la ley de Economía Sostenible. ¿O será indigerible?

viernes, 9 de septiembre de 2011

El tiempo encadenado

Cuando parece que la inventiva española desfallece y se anega en nimiedades, aparece de pronto el estro redivivo que logra alumbrar un hallazgo de los que se asientan en los libros de historia.

El último se aloja en las normas laborales. Nunca pude pensar que en tales textos, insípidos y escorbúticos productos de la legislación, pudiera hallarse nada digno de atención. Y, sin embargo, la sorpresa ha saltado y yo la acojo y le doy la bienvenida.

En España se ha inventado el “contrato temporal encadenado”. ¿Quiere decir que quien tiene un contrato temporal, indignado por su precaria situación, se encadena como signo de protesta a los barrotes que sirven de protección al Palacio episcopal? ¿O a los de la Caja de Ahorros? En absoluto, lo entendemos mejor si lo llamamos “encadenamiento de contratos temporales”. Significan -si yo he entendido bien pues pudiera ser que esté disparatando- que los vínculos que ligan al trabajador con el empresario están concebidos en términos temporales -días, meses, lo que sea- pero se encadenan de manera que forman un continuum, una especie de ese perpetuum mobile que se oye en la música sobre todo en los conciertos de Año nuevo, gracias a la inspiración de Johann Strauss.

¿Nos damos cuenta de lo que esto significa? Nada menos que un desafío en toda la regla al tiempo, ese monstruo voraz, ese animal sin entrañas que se posa sobre nuestras vidas sin que nadie le haya invitado, y que nos devora, y nos pinta arrugas, y nos llena de canas, de ácido úrico, de mala leche ... El tiempo, musa de los poetas, ahora se halla vencido, como el pobre don Quijote cuando volvía a su aldea natal, pues que puede ser burlado y encadenado a sí mismo, lo que lo convierte en tiempo perpetuamente renovado, es decir, en la eternidad que todo lo disuelve (hasta el tiempo).

Estas paradojas me gustan mucho y me recuerdan la columna que escribía Josep Pla en la revista “Destino” hace años bajo el título genérico de “calendario sin fechas”. Él decía que era un contrasentido impuesto por el editor y, en efecto, sonaba a algo así como a unos Alpes sin Aníbal o a un juzgado penal sin unos buenos reos, pero lo cierto es que son un acicate para la imaginación.

Que es, entiendo, de lo que se trata. Porque las leyes laborales no creo que haya nadie en el mundo que se las tome en serio, fuera de los esforzados galeotes que de ellas viven, pues cada estación del año se aprueba por el Gobierno de turno su reforma pactada con estos y con aquellos ... (que siempre son los mismos): el otoño, la primavera, el invierno ... tienen la suya propia que acuden a la cita con la regularidad de las castañas, las cigüeñas o el pavo de navidad.

La imaginación a veces se reseca y, entonces, es preciso acudir al “más difícil todavía” de los trapecistas de circo que, en este caso, es el descubrimiento sensacional del “encadenamiento de los contratos temporales”, última moda de la próxima temporada.

Y aquí es donde viene mi inquietud porque la temporada dura poco, menos que esas semanas eternas que anuncia el Corte Inglés, y entonces si en invierno derogamos, como se hará, el “encadenamiento” y ya el tiempo vuelve a ser lo que era, apremiante, implacable, fugaz, pasajero, litúrgico ¿qué queda del nuevo contrato ligado al calendario sin fechas de Pla?

Si no se encadenan las reformas laborales y cada una vive su propio destino en lo temporal ¿cómo diablos se encadenan los contratos temporales nacidos bajo su cobijo? ¿quién corre detras de quién?

Contestar estas cuestiones exigiría encadenar esta sosería a la siguiente y eso son ya ganas de matar el tiempo.

domingo, 21 de agosto de 2011

Bolzano, donde las lenguas se entrelazan

(Ayer publicó el periódico El Mundo este artículo mío)


Llegar a Bolzano desde Múnich es fácil: apenas cuatro horas de tren que transcurren a través de un paisaje feliz que se encarna en alturas altivas, en lagos apacibles, en bosques cuyo corazón en verano es un torrente en ejarbe, y donde las temperaturas son tan cordiales que parecen ofrecer los buenos días como lo hacen esos enanitos jocundos que pueblan los jardines de tantas casas de la región.

Además, el tren austriaco dispone de esos vagones tradicionales que ya apenas quedan y donde se cometían los crímenes de la época gloriosa y novelada. En el que me instalo había un matrimonio japonés con su hijo de 12 o 13 años que se dirigía hacia Milán. Curiosa la actitud de los tres: habían venido -según contaron- por primera vez a Europa en viaje turístico, estaban atravesando nada menos que los Alpes Dolomitas... Pues bien, ¿alguien cree que dedicaban alguna atención al paisaje? Es probable que ese hubiera sido su deseo pero les resultaba imposible pues estaban literalmente enredados entre cables: del ordenador, del iPod, del iPad, de los móviles, de la máquina de fotos, de la de vídeo... En medio de aquel lío era imposible mirar por la ventana ni disfrutar de aquellos montes suntuosos y venerables.

Bolzano (en alemán, Bozen) es, como ciudad, un descubrimiento sobre todo si se disfruta de un tiempo sereno en el que aletean las brisas finas y se reciben por doquier las galanterías de las flores. Bolzano es una maravilla urbanística, una coquetería arquitectónica, el mimo austriaco y la gracia italiana maridadas... No me extraña que se hayan peleado por esta joya unos y otros a lo largo de los siglos. Perteneció al Imperio austrohúngaro y pasó al dominio italiano tras la Gran Guerra. Mussolini quiso italianizarla utilizando los métodos recios a que acostumbraba y Bolzano hizo como que aceptaba los deseos de aquel histrión de teatro en almoneda. Pero siguió con sus sentimientos partidos, entre las culturas italiana y germánica.

Capital de lo que hoy es, jurídicamente, una provincia autónoma dentro de una región italiana, Bolzano es, en términos geográficos e históricos, la zona sur del Tirol. El Imperio de Austria se vio obligado a ceder en 1858 ciudades y espacios a la Lombardía y en 1866 a Venecia. A partir de ese momento, los italianos bajo dominio austriaco eran los que vivían en los territorios costeros de Goricia, Istria, Gradisca y Trieste así como de Dalmacia. En el Tirol estaban mezclados con la población alemana. El catolicismo era, en esta zona, militante -se le llamaba el sagrado Tirol- y ya en las jornadas revolucionarias de 1848-1849 se gestó la idea de dividir el territorio en dos partes: un Tirol alemán en el norte, con Innsbruck como referencia, y otro italiano en el sur, con Bolzano como epicentro. En el marco del Imperio regido desde Viena, los tiroleses disfrutaron de una suerte de Administración autónoma que perdieron en buena medida cuando se convirtieron en zona fronteriza con el reino de Piamonte-Cerdeña primero y de Italia después en el conocido proceso de unificación de este país. Ante estas nuevas circunstancias, se impuso por parte de las autoridades austriacas una discreta pero vigorosa vigilancia. Con todo, los tiroleses siguieron disfrutando de unas ciertas libertades e incluso se hubiera podido crear alguna universidad italiana en el Imperio austriaco si dificultades menores no hubieran desbaratado el proyecto.

Esta región fue, para el Imperio, un problema limitado si lo comparamos con los gigantescos causados en otros lugares. Cuando llegaron sus amenes, las pérdidas territoriales establecidas por el Tratado de Saint-Germain (septiembre de 1919) fueron muy aflictivas para los austriacos: cesión a Italia del Trentino, Tirol del Sur, Trieste, Istria, varias islas de Dalmacia y el Friuli. Se reavivaron las lágrimas derramadas con ocasión de las derrotas de 1859 y 1866.

Después de la Segunda Guerra Mundial se creó la región del Trentino Alto Adige porque Alcide De Gasperi era oriundo de esas tierras y porque quería compensar la alemanidad de una zona con la italianidad de la otra. Tras las últimas reformas constitucionales hay dos provincias: el Trentino, con la capital en Trento, italiana; y el Alto Adige (Südtirol para los alemanes) cuya capital es Bolzano donde se habla el italiano y el alemán con normalidad. Ha habido en el pasado enfrentamientos lingüísticos e incluso terrorismo -en los años 60- pero hoy parecen superados, en todo caso no conocen expresiones violentas. A esta situación se ha llegado por la conjunción de varios factores, entre ellos la prudencia de sus gobernantes y de sus poblaciones, y la incorporación de Austria a la Unión Europea.

El quiosquero, los empleados del hotel, los conductores de los autobuses, los camareros, los jóvenes que uno se tropieza por la calle, hablan uno y otro idioma. En la escuela se aprenden y es así como se construye una comunidad. Comparo la situación lingüística con la de Bélgica, dividida en dos poblaciones rencorosamente enfrentadas y donde las lenguas no se utilizan como instrumentos del entendimiento sino como armas de combate. Lenguas como trincheras. Pruebe el viajero a acudir en tren desde Bruselas a Amberes, a Brujas, a Gante: en cuanto sale de la región de Bruselas -bilingüe- los anuncios de las estaciones del recorrido ya se hacen solo en neerlandés. Sin concesión alguna, ni siquiera al inglés. Para qué hablar del francés...

O en España, donde los partidos nacionalistas vascos, catalanes y gallegos están empeñados en formar comunidades unilingües a base de forzar la historia de la tierra, de las familias, de las costumbres, de todo aquello al alcance de su obstinación política. Bolzano es, por el contrario, tierra donde las lenguas se entrelazan que es como más gustosas son las lenguas. Por sus bosques de músicas, olores y colores anduvo hace miles de años un hombre que careció en su tiempo de significación alguna pero que, convertido en momia y descubierto 5.000 años después en un estado de conservación apreciable, le ha hecho ser un personaje de telediario. ¡No eres nadie en vida y de momia eres un momio!

Es tierra además de vinos. Hay varios pero quiero recordar que la famosa uva Gewürztraminer tiene su origen en un pueblecito que se halla a poco más de 20 kilómetros de Bolzano. Se llama Tramin, un lugarejo bellísimo. Es lástima que un domingo, en pleno verano, sea imposible en él comprar nada, ni una botella de vino, ni un recuerdo, pues todos los comercios cierran. El único mesonero que trabaja me cuenta que Tramin es un paraíso porque está a poco más de 200 metros sobre el nivel del mar, apenas nieva en invierno y disfruta de un clima que permite grandes cosechas de peras, manzanas y verduras. Y tiene razón pero tampoco hay que llevar esa condición paradisíaca a sus últimas consecuencias pues es verdad que en el paraíso no se pegaba golpe pero, al final, de él fueron expulsados nuestros primeros padres para «ganarse el pan con el sudor de su frente» y este mandato podría ser observado con mayor rigor por los privilegiados habitantes de este lugar.

En fin, de Tramin queda la uva milagrosa, una uva audaz pues se ha escapado hace ya años a buscar aventuras por Francia, por Alemania, por España (Cataluña, El Bierzo...), lugares todos donde ha echado raíces. El vino que produce, tomado frío, con quesos suaves o con un postre pecaminoso por pingüe, es una tentación por la que toda persona bien conformada debe dejarse atrapar.