A la vista de lo que está pasando con el almacenamiento de los residuos de las centrales nucleares a mí me da por recordar que soy autor (junto a mi hijo Igor) de un libro titulado “El Estado fragmentado” que cosechó muchas ediciones en poco tiempo y críticas elogiosas pero también que muchos “progres” oficiales nos endilgaron epítetos poco afectuosos o nos ignoraron con su silencio, un silencio que llevaba en sus entrañas rumor de borborigmos de secta.
Hasta hace poco el Estado tenía el territorio como ingrendiente fundamental. Un Estado moderno sin territorio en el que imponer la ley era un oxímoron. Ahora, nosotros hemos creado un Estado que carece de territorio. No es extraño que hayamos dado con una fórmula tan original porque, en nuestro sistema educativo, contamos con cursos donde impera la competitividad, la excelencia, la sostenibilidad y la imbecilidad. Y en ellos se aprenden las materias más atrevidas y sugerentes.
Es verdad que un Estado sin territorio ha existido en el pasado. En la Edad Media, allá cuando las masas andaban prevenidas de reformas educativas, no existía Estado e imperaba el régimen señorial, un sistema montado sobre la relación de dependencia económica y jurídica que vinculaba a los pobladores de grandes dominios con los dueños de estos, es decir con los señores (por eso se llamaban “señoríos”). Los tales señores, con sus barbas pobladas y con sus túnicas y calzas de color rojo, estaban investidos de potestades e inmunidades, lo que les permitía hacer lo que les venía en gana con sus gentes y gentas.
Para mayor sutileza, el “feudo” permitía la concesión por el Rey a nobles de una tierra, de un derecho o de una función pública, liberalidad y delicadeza que llevaba ínsita -¡no faltaba más!- la prestación de servicios personales, militares o cortesanos, por parte de los agraciados que, cuando no les quedaba otro remedio, correspondían con gratitud, conscientes de que en ello les iba la vida y la hacienda.
Con estos ladrillos, puestos uno encima del otro al buen tuntún para no cansar al lector, se construyeron los regímenes señorial y el feudal.
Después vino la expansión de los poderes del Rey y, con ellos, la creación de los territorios “realengos” y luego Locke, Montesquieu, Rousseau: una panda innombrable de herejes que pusieron el mundo patas para arriba. Nos fuimos animando e hicimos las revoluciones, la inglesa, la francesa, la norteamericana y todas las que se nos fueron ocurriendo. Corrió sangre por todas las esquinas, cincelamos las estatuas del dolor, se removieron las tierras y se arremolinaron los vientos, hasta que, a golpe de sustos, descubrimos, allá en un rincón, el Estado: con su territorio, su población, sus derechos ciudadanos y demás.
Y así estábamos tan contentos. Cuando a los españoles, que no podíamos inventar un chip u otro ingenio electrónico de mucho impacto, se nos ocurrió descubrir el Estado sin territorio, es decir, aquel Estado que no puede mandar sobre un espacio físico concreto porque se lo impiden los señores que lo dominan y lo controlan. Con la singularidad de que, ahora, son varios los señores que disputan entre ellos, sin que el Estado sea capaz de mediar, y sin que ya existan ni siquiera territorios “de realengo”.
Así de fecundos somos en este pueblo campechano y de gestos gallardos, dispuestos a exportar nuestro invento en cuanto nos lo supliquen desde las Naciones Unidas.
¿Que copiamos de la Edad Media? Paparruchas. Lo dejó escrito Eugenio d´Ors: lo que es no es tradición, es plagio.
sábado, 30 de enero de 2010
miércoles, 27 de enero de 2010
¿Comer y yacer a oscuras?
Se pone de moda comer a oscuras. Al parecer, tanto en restaurantes como en el seno del hogar familiar. Hasta ahora, como sabe cualquier historiador diserto, lo que se hacía a oscuras era el coito, en un ambiente de luces apagadas, cortinas echadas formando penumbras y acogiendo quedos gemidos. Al menos en las casas decentes, pues en las de contentamiento y en los «meublés» todo ha sido siempre una exaltación de luces y espejos, una orgía de lentejuelas y doseles y un olor penetrante, el propio del leño encendido.
Por el contrario, allí donde moraba la virtud y las costumbres morigeradas, el regocijo carnal se ha practicado con presurosa diligencia, sin demoras ni insistencias que pudieran poner de manifiesto un júbilo excesivo. Habría que preguntar a los especialistas pero aventuro que el origen de estas cautelas ha sido religioso pues los prebendados siempre han sostenido que tal acto o bien era directamente pecaminoso o, por lo menos, se hallaba en el filo de lo permitido. Por ello lo mejor era pasar el trance de la manera menos fogosa y menos visible, es decir, haciendo el menor hincapié posible.
Y ello aunque los celebrantes fueran jóvenes y mantuvieran el vigor de la tierra fértil y se apretaran con denuedo en un abrazo nudoso y corpulento. Pues, en caso contrario, cuando se hacen esfuerzos allá en la vejez seca, toda tiniebla ha sido siempre poca.
Pero, como digo, ahora de lo que se habla no es del acto carnal, sino del acto de comer carne. ¿Es bueno o malo que se practique a oscuras?, ¿cuál es el criterio moral ante este nuevo escenario del sacramento alimenticio?
Pues depende, amigo lector. Depende de lo que se coma. Por de pronto, adelanto que comer una paella a oscuras es un pecado -y de los gordos, de los que necesitan el perdón de un penitenciario con asiento en iglesia mayor o en basílica- pues que la paella pide luz, tartana abierta a los aires y a los soles, naranjos encendidos como pezones vigorosos, calor y, al fondo, un mar tranquilo cual ave que planea.
Y lo mismo vale para la fabada o el botillo. Son comidas éstas del mayor rigor, de respeto, pero que reclaman luz, algarabía, el pequeño torbellino de la fiesta. Pues ¿qué decir del lechazo al horno? Tengo para mí que quien come con gusto un lechazo crujiente es un ser bienaventurado, tocado por la mano divina... el lechazo no es apto para las almas quebradizas ni para las bocas de melindres. El lechazo es todo él una paradoja pues, en su fragilidad, tiene cuerpo de desafío y espíritu de combate. Del más exigente combate gastronómico. Por eso sólo un ser depravado y con el alma aleve puede incurrir en una descortesía con el lechazo. Y descortesía es no encender las luces o descorrer las cortinas cuando llega a la mesa en albórbola de olores. Una marcha triunfal deberían componer para ese momento señero quienes saben desempeñarse en estas habilidades.
Entonces, ¿hay algo que se deba comer a oscuras? Sí. Claramente las acelgas hervidas: a oscuras, a regañadientes y de luto. Igual ocurre con las judías verdes o los cardos o las fementidas borrajas que tampoco son dignas de la caricia de la claridad. Ahora bien, preciso es explicar que estas verduras merecen la clandestinidad cuando se presentan aisladas y severas. Porque cuando lo hacen juntas y adoptan la vestimenta de una menestra, ah, amigo, entonces, de nuevo, procede tocar la sinfonía del sol y convocar a los pífanos que canten a los colores, al balcón abierto, a los cristales brillantes...
Conclusión: que en el coito como en la comida todo depende de la guarnición.
Por el contrario, allí donde moraba la virtud y las costumbres morigeradas, el regocijo carnal se ha practicado con presurosa diligencia, sin demoras ni insistencias que pudieran poner de manifiesto un júbilo excesivo. Habría que preguntar a los especialistas pero aventuro que el origen de estas cautelas ha sido religioso pues los prebendados siempre han sostenido que tal acto o bien era directamente pecaminoso o, por lo menos, se hallaba en el filo de lo permitido. Por ello lo mejor era pasar el trance de la manera menos fogosa y menos visible, es decir, haciendo el menor hincapié posible.
Y ello aunque los celebrantes fueran jóvenes y mantuvieran el vigor de la tierra fértil y se apretaran con denuedo en un abrazo nudoso y corpulento. Pues, en caso contrario, cuando se hacen esfuerzos allá en la vejez seca, toda tiniebla ha sido siempre poca.
Pero, como digo, ahora de lo que se habla no es del acto carnal, sino del acto de comer carne. ¿Es bueno o malo que se practique a oscuras?, ¿cuál es el criterio moral ante este nuevo escenario del sacramento alimenticio?
Pues depende, amigo lector. Depende de lo que se coma. Por de pronto, adelanto que comer una paella a oscuras es un pecado -y de los gordos, de los que necesitan el perdón de un penitenciario con asiento en iglesia mayor o en basílica- pues que la paella pide luz, tartana abierta a los aires y a los soles, naranjos encendidos como pezones vigorosos, calor y, al fondo, un mar tranquilo cual ave que planea.
Y lo mismo vale para la fabada o el botillo. Son comidas éstas del mayor rigor, de respeto, pero que reclaman luz, algarabía, el pequeño torbellino de la fiesta. Pues ¿qué decir del lechazo al horno? Tengo para mí que quien come con gusto un lechazo crujiente es un ser bienaventurado, tocado por la mano divina... el lechazo no es apto para las almas quebradizas ni para las bocas de melindres. El lechazo es todo él una paradoja pues, en su fragilidad, tiene cuerpo de desafío y espíritu de combate. Del más exigente combate gastronómico. Por eso sólo un ser depravado y con el alma aleve puede incurrir en una descortesía con el lechazo. Y descortesía es no encender las luces o descorrer las cortinas cuando llega a la mesa en albórbola de olores. Una marcha triunfal deberían componer para ese momento señero quienes saben desempeñarse en estas habilidades.
Entonces, ¿hay algo que se deba comer a oscuras? Sí. Claramente las acelgas hervidas: a oscuras, a regañadientes y de luto. Igual ocurre con las judías verdes o los cardos o las fementidas borrajas que tampoco son dignas de la caricia de la claridad. Ahora bien, preciso es explicar que estas verduras merecen la clandestinidad cuando se presentan aisladas y severas. Porque cuando lo hacen juntas y adoptan la vestimenta de una menestra, ah, amigo, entonces, de nuevo, procede tocar la sinfonía del sol y convocar a los pífanos que canten a los colores, al balcón abierto, a los cristales brillantes...
Conclusión: que en el coito como en la comida todo depende de la guarnición.
miércoles, 20 de enero de 2010
lunes, 18 de enero de 2010
jueves, 14 de enero de 2010
martes, 12 de enero de 2010
viernes, 8 de enero de 2010
A vueltas con el lenguaje jurídico
Una vez más compruebo cómo el poder público está pendiente de mis “Soserías” y cómo reacciona ante sus contenidos según puede y sabe. Hace poco me he pronunciado acerca del lenguaje de los juristas y la respuesta no se ha hecho esperar: el ministerio de Justicia acaba de crear una comisión para lograr que el lenguaje jurídico “sea más comprensible para la ciudadanía”. Entre los comisionados hay sabios de mucha relevancia, entre ellos mi amigo Salvador Gutiérrez Ordoñez, académico de la Real de la Lengua.
Me temo que las autoridades no han entendido nada de mi mensaje, lo cual no es de extrañar pues es su triste sino no acertar a ver más allá de sus narices.
A ver si nos aclaramos: yo defiendo que el lenguaje de los profesionales del Derecho sea lo más enrevesado posible, lo más oscuro y arcano. Trufado de esos latinajos adorables que son como peanas que nos elevan por encima del común de los mortales, como joyas envueltas en misterio, signos de una liturgia remota y caduca ... Debería inventarse un hisopo con el que los magistrados y los notarios asperjaran sus humedades formularias con la misma gracia y el mismo mimo con que el pastelero esparce el azúcar sobre los bollos recién horneados.
¿A cuento de qué viene expresar con claridad al litigante el contenido de una sentencia? ¿O de una escritura pública? ¿O de un asiento registral? Si las leyes no contuvieran al final una serie de disposiciones transitorias y derogatorias que oscurecen el texto y lo hacen todo él contradictorio ¿de qué vivirían los abogados? Bien decían los latinos: “in claris non fit interpretatio”, es decir, en las cosas claras no hace falta interpretar. Pero es que justamente de eso, de interpretar, de lo que vive el jurista, dicho de otra forma, de moverse “con astucia, con argucias, con criterio”, de “revolver en el Índice con un equívoco, con un sinónimo y encontrar algún embrollo” como canta don Bartolo en “Las Bodas de Fígaro” de Mozart en su memorable aria “La venganza, oh, la venganza”. Y lo que se dice en las óperas nadie puede negar que va a misa ...
El lenguaje, parece mentira tener que recordarlo, crea todas las ficciones del mundo permitiéndonos entenderlas y sobre todo darles credibilidad. Sin él no hay nada y todo se vuelve una nebulosa pegajosa e indescifrable. No existen “las profesiones”, existe el “lenguaje de las profesiones”, sin el lenguaje y los diccionarios todas ellas se vendrían abajo como castillo de naipes, faltas del aliento que las sustenta y las mantiene erguidas. El lenguaje es lo único real en un mundo irreal. Las personas adultas sabemos que los fantasmas no existen, existen solo las sábanas que los cubren. Pues exactamente lo mismo ocurre con el lenguaje, sábana de todas las sábanas y embeleco de todos los embelecos.
Pues ¿de qué vivirían los médicos si les entendiéramos? ¿Y los físicos y los veterinarios? ¿Y esos analistas financieros que nos llevan a perder los ahorros porque nos embarullan con sus ratios y sus índices? ¿Qué decir de los pedagogos, constructores del gran mecano de la nadería para poder sobrevivir en un mundo tan inhóspito como el que tenemos?
Y por fin ¿de qué vivirían los lingüistas cuyas gramáticas están llenas de palabros como “implemento”, “aditamento atributivo” o “atributo del implemento”? Yo propongo que si los lingüistas nos quieren corregir, creemos una comisión para corregirles nosotros a ellos.
Lo mejor es dejar las cosas como están pues las personas decentes sabemos que toda innovación es extravío. Además ¿se imagina alguien un mundo en el que todos nos puidéramos entender? ¿De qué podríamos hablar?
Me temo que las autoridades no han entendido nada de mi mensaje, lo cual no es de extrañar pues es su triste sino no acertar a ver más allá de sus narices.
A ver si nos aclaramos: yo defiendo que el lenguaje de los profesionales del Derecho sea lo más enrevesado posible, lo más oscuro y arcano. Trufado de esos latinajos adorables que son como peanas que nos elevan por encima del común de los mortales, como joyas envueltas en misterio, signos de una liturgia remota y caduca ... Debería inventarse un hisopo con el que los magistrados y los notarios asperjaran sus humedades formularias con la misma gracia y el mismo mimo con que el pastelero esparce el azúcar sobre los bollos recién horneados.
¿A cuento de qué viene expresar con claridad al litigante el contenido de una sentencia? ¿O de una escritura pública? ¿O de un asiento registral? Si las leyes no contuvieran al final una serie de disposiciones transitorias y derogatorias que oscurecen el texto y lo hacen todo él contradictorio ¿de qué vivirían los abogados? Bien decían los latinos: “in claris non fit interpretatio”, es decir, en las cosas claras no hace falta interpretar. Pero es que justamente de eso, de interpretar, de lo que vive el jurista, dicho de otra forma, de moverse “con astucia, con argucias, con criterio”, de “revolver en el Índice con un equívoco, con un sinónimo y encontrar algún embrollo” como canta don Bartolo en “Las Bodas de Fígaro” de Mozart en su memorable aria “La venganza, oh, la venganza”. Y lo que se dice en las óperas nadie puede negar que va a misa ...
El lenguaje, parece mentira tener que recordarlo, crea todas las ficciones del mundo permitiéndonos entenderlas y sobre todo darles credibilidad. Sin él no hay nada y todo se vuelve una nebulosa pegajosa e indescifrable. No existen “las profesiones”, existe el “lenguaje de las profesiones”, sin el lenguaje y los diccionarios todas ellas se vendrían abajo como castillo de naipes, faltas del aliento que las sustenta y las mantiene erguidas. El lenguaje es lo único real en un mundo irreal. Las personas adultas sabemos que los fantasmas no existen, existen solo las sábanas que los cubren. Pues exactamente lo mismo ocurre con el lenguaje, sábana de todas las sábanas y embeleco de todos los embelecos.
Pues ¿de qué vivirían los médicos si les entendiéramos? ¿Y los físicos y los veterinarios? ¿Y esos analistas financieros que nos llevan a perder los ahorros porque nos embarullan con sus ratios y sus índices? ¿Qué decir de los pedagogos, constructores del gran mecano de la nadería para poder sobrevivir en un mundo tan inhóspito como el que tenemos?
Y por fin ¿de qué vivirían los lingüistas cuyas gramáticas están llenas de palabros como “implemento”, “aditamento atributivo” o “atributo del implemento”? Yo propongo que si los lingüistas nos quieren corregir, creemos una comisión para corregirles nosotros a ellos.
Lo mejor es dejar las cosas como están pues las personas decentes sabemos que toda innovación es extravío. Además ¿se imagina alguien un mundo en el que todos nos puidéramos entender? ¿De qué podríamos hablar?
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