viernes, 29 de mayo de 2009

En calzoncillos

Durante muchos siglos, el paño de lino se ha usado para un modelo de calzoncillo cuyos extremos inferiores se enrollaban hacia arriba y quedaban en la entrepierna. Se lograba así, en aquellos tiempos remotos, de velar a la colectividad de una forma natural y austera, la rotundidad agresiva de los órganos genitales. Era aquel primigenio calzoncillo una modalidad algo evolucionada del taparrabo, prenda inventada de manera apremiante por nuestro común padre Adán cuando descubrió el alegre atrevimiento con el que se paseaba por el Paraíso, confundido, en su mente incierta de primera criatura, con un campo de nudistas.


También llevaron las personas distinguidas mallas que eran ya cosa fina, de distinción social y sexual (el sexo es el picaporte con el que llamamos a la puerta de la sociedad que ha de acogernos), y esa es la razón por la que en París, durante la Revolución francesa, los insurgentes de las clases humildes fueran bautizados como "sans culottes", es decir, "sin mallas".


Ya en épocas más recientes hizo furor la ropa interior larga y ahí tienen su origen los calzoncillos del doctor Rasurell que tapaban el aparato genesíaco de nuestros abuelos pero que llegaban hasta la tibia dándoles ese aire tibio que suele adornar a los auténticos abuelos. En la posguerra, la severidad de los días y el exaltante patriotismo ambiental obligaban a vestir calzoncillos hasta la entrepierna, blancos por supuesto, y castos. El Caudillo jamás hubiera permitido otro modo de solapar el trapío.


Pero desapareció el general, perdiendo por cierto de esta forma natural y traidora su condición de invicto, y ahí vino el descaro y la desmesura. El "slip" presentó batalla a la cauta prenda tradicional y, ay desdicha, se la ganó. Claramente era un invento del Maligno, que suele presentar de forma artera sus odiosas creaciones, porque, si bien se anunció con hipócrita ingenuidad como una forma deportiva de celar el trinquete, todos supimos bien pronto que de lo que se trataba era de proporcionar mayores hechuras y una más lograda apariencia de acometividad. Y ahí es donde nos quería llevar Belcebú que ya había ensayado análogo cebo en el siglo XIX, época en la que se usaron unos cojinetes para resaltar o dar adecuado relieve a los bolos. En la Corte, quienes se acercaban a doña Isabel II, alzaprimaban de esta suerte su salvoconducto para penetrar mejor en los graves asuntos de la gobernación.


Por si fuera poco, el color blanco, comulgante y seráfico, cedió su puesto a otros tintes e incluso a arriesgadas combinaciones cromáticas y así tal parece en la actualidad que algunos lleven en sus entretelas la bandera de un país remoto y quimérico.


Una constante, sin embargo, se ha mantenido por encima de las modas: siempre han dispuesto estas prendas de rendija o bragueta por la que resultaba fácil extraer el tallo o tronco, según corpulencia. Y aquí es donde viene la innovación más perturbadora que los contemporáneos sufrimos: muchos de los actuales calzoncillos carecen sencillamente de orificio viéndonos obligados sus usuarios a desembolsar por arriba o por uno de los lados y, con ello, a industriar un peregrino tejemaneje, cuando no a entregarnos a circenses contorsiones. Todo ello para quebrar la artificial resistencia del pendón, cuya cortés retractilidad castigamos con un injustificado y gratuito hermetismo.

Señores: si una redención se impone hoy como inaplazable es la de nuestra aherrojada guarnición: ¡libertad, libertad para la cautiva!

jueves, 28 de mayo de 2009

Aceite de oliva

Hoy, Noé se hubiera enterado del fin del Diluvio por un fax que Dios le habría puesto o por un e-mail, pero en su tiempo, y a falta de estos diabólicos artilugios, recibió una paloma con un ramo de olivo en el pico. De esta forma, el Señor le anunciaba que mandaba el cese de las lluvias y que sellaba la paz con los hombres. Desde esa remota época, esa paloma y ese ramo de olivo son el símbolo de la paz y la unción con aceite de oliva es una muestra de hospitalidad en muchos pueblos mediterráneos y a los muertos, cuando se les viatica, se les proporciona aceite sagrado. Picasso sacó mucha rentabilidad a todo eso de la paloma y el olivo y hoy no hay tienda de regalos ni lista de bodas de cierto fuste que no incluya su paloma de la paz.

Y, sin embargo, el pacífico ramo de olivo es capaz de desencadenar en nuestros días una guerra en España. Hasta ahora habíamos conocido la guerra de las naranjas, que fue aquella que montó a principios del siglo XIX Godoy contra Portugal y que se conoció con ese nombre porque los soldados más aduladores le mandaron unas ramas de naranjas de Yelves que el príncipe, a su vez, envió a la reina adúltera para que ésta no olvidara a su guerrero enamorado y fogoso. Ahora es el olivo el que da nombre a un nuevo enfrentamiento en el que no hay trincheras sangrientas ni cañones porque ya no se hacen la guerra como antaño cuando se enviaban unos a otros columnas de soldados entonando himnos, inflamados de sana ardentía bélica. Como todo ese aparato escénico ya no se estila más que en las películas, ahora las guerras se hacen a base de comunicados diplomáticos, plataformas reivindicativas, manifestaciones en Jaén y mesas redondas.

Ahora bien, con todas las armas a nuestro alcance hemos de defender nuestra aceituna y nuestro aceite porque sólo así defendemos nuestras entretelas. ¿Qué español podrá mirarse al espejo con dignidad si descuida o se zafa de esta empresa? Y es que un español decente y educado empieza la jornada echando un chorro de aceite a un pan crujiente y, luego, dependiendo del gusto, le añade sal o azúcar o miel que tampoco es mal contraste el producto de las abejas. Sigue la jornada y, en la comida, se toma una ensalada de jugosas verduras bien regada con aceite de oliva de la sierra del Segura o de Jaén o de Córdoba, y, luego, atiende al aceite que le ponen al sofrito del guiso que se va a zampar porque sabe que su verdadero secreto está ahí precisamente, en el aceite que se usa y en la forma de administrarlo. Si prefiere unos huevos, éstos han de venir fritos en aceite de Antequera o de la sierra de Cádiz o de Tarragona o de Lérida y, cuando pide el postre, se documenta acerca del aceite con el que se ha confeccionado la pastelería o la bollería que se le ofrece y al oír que se ha usado el afrutado y delicado de Aragón, emite una breve pero expresiva muestra de júbilo.

Esta es la realidad que debemos conocer pues fuera de ella todo es confusión y oscuridad. Piénsese por un momento en esos restaurantes donde, para abrir el apetito, nos ponen un plato con mantequilla y pan. ¿Existe un delito gastronómico de mayor envergadura? ¿Puede darse una muestra de ignorancia culinaria más cabal y definitiva? La mantequilla, lejos de incitarnos a la comida, nos aplaca el hambre, nos arrasa los sabores futuros y, encima, nos instala, sin miramiento alguno, el colesterol en los lugares más comprometidos de nuestro organismo. Sustitúyase ese infame introito por unas zanahorias crudas, cortadas en rodajas o en tacos, levemente humedecidas con unas gotas de aceite de oliva y una pizca de sal. Nuestro paladar se abre de par en par y nuestras mejores facultades intelectuales están ya preparadas para recibir las creaciones del cocinero, disfrutarlas y, al cabo, emitir sobre ellas un juicio certero y responsable.

Defendamos el tesoro de nuestros bosques de olivos para que su jugo fiel siga alumbrandonos.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Dulces y postres

Cuando se viaja o se camina por los pueblos de esta España judicialmente pegajosa una de las tareas más recomendables y útiles a que puede entregarse el viajero es la de conocer y disfrutar los dulces y los postres locales porque en ellos se encuentra condensada la sabiduría del lugar. El postre es la rúbrica que echamos al texto de la comida y, por ello, es lo que la hace auténtica y fidedigna. De la misma forma que no aceptamos ningún documento que no lleve la firma de quien lo ha escrito o expedido, de igual modo no podemos fiarnos de un cocinero hasta que vemos su firma estampada en forma de postre que es lo que le define y le singulariza. Y es que el postre es el desenlace, donde queda clara toda la trama de aquello que hemos comido con anterioridad; es también el epílogo, los últimos compases de la composición, aquellos que nos impulsan a aplaudir y a pedir que salga el director a escena.

Por eso es tan triste la moda actual de los postres industriales que, en los restaurantes, están conservados en armarios frigoríficos como cadáveres en espera de su sepultura definitiva. Una de las más inequívocas muestras del declinar de esta tierra nuestra es precisamente esa: la generalización de las tartas al whisky o al ron que se toman lo mismo en Almería que en Lugo o en Segovia. Es este un delito de lesa gastronomía del que alguien debería responder ante los tribunales competentes porque no se puede perpetrar una agresión tan descomunal a la tradición y a los buenos modales culinarios de forma impune. Esos armarios son buenos para los laboratorios donde se guardan las muestras del ensayo científico o el cultivo de un hongo, también para los hospitales y las peleterías porque parece que a los despojos humanos o animales les va bien el fresquito. Pero una buena tarta, un hojaldre terso y curruscante o el orondo bizcocho bien relleno de crema merecen un trato distinguido, afectuoso, con cierto calor maternal.

El postre, por no ser cosa de broma, hay que tomarlo en serio. De ahí que debamos rechazar el postre en serie. La condesa de Pardo Bazán, que fue el ama de cría de la literatura española, tiene un precioso libro sobre la cocina española antigua, acaso lo más notable de su producción, en el que recuerda cómo en materia de postres no es infrecuente que se puedan incluso rastrear los vestigios de nuestra historia y así dice que "en Granada tuve ocasión de ver unos dulces notabilísimos. Eran de almendra o quizás de bizcocho y ostentaban en la superficie dibujos de azúcar que reproducían los alicatados de los frisos de la Alhambra y no por artificio de confitero moderno sino con todo el inconfundible carácter de lo tradicional".

Don Juan Valera, que fue un gran viajero, una especie de trotamundos de levita y plastrón, era gran aficionado a los dulces y postres enjundiosos y en su obra se pueden encontrar muchas alusiones a hojuelas, pestiños, rosquillas, mostachones, bizcotelas... Se recordará que uno de los primeros obsequios que recibe don Luis de Vargas al instalarse en casa de su padre y empezar allí a escribir las cartas a su tío el Deán, poco antes de conocer a Pepita Jiménez, fue precisamente un "tarro de almíbar, una torta de bizcocho, un cuajado y una pirámide de piñonate". ¿Qué hubiera sentido don Juan Valera si, en uno de sus viajes, allá por tierras centroeuropeas, se encuentra, metidos en una fresquera, los bizcochos con canela empapados en vino generoso de que nos habla en Las ilusiones del doctor Faustino? Es mejor no pensarlo porque puede removerse en su tumba.

Una responsabilidad muy importante en el trajín dulcero han tenido y siguen teniendo las monjas, que ponen ingredientes sabrosos y naturales, verdaderos, porque si metieran acidulantes, conservantes y demás inventos de mangantes se condenarían sin remisión posible al infierno.

A la prensa ha saltado la noticia de la incorporación a Internet de las yemas de santa Teresa. Son éstas una de las más importantes creaciones del genio humano y, aunque dicen que las inventó Isabelo Sánchez a mediados del pasado siglo, en realidad no son sino el milagro más consistente de la santa de Ávila. El hecho de que ahora figuren en Internet y, por tanto, salgan en millones de ordenadores, solo alegría debe causarnos y, por ello, debemos animar a los demás artistas confiteros a hacer lo propio. Porque ya no es hora de conquistar tierras con la espada ni de evangelizar indios renuentes. Es la hora de señalizar las autopistas informáticas con los indicadores luminosos y gozosos de nuestros postres.

lunes, 25 de mayo de 2009

Guindas

No hay nada menos heroico que dar nuestra sangre ... al analista.

La persiana es la guillotina con la que cortamos la cabeza a la luz.

domingo, 24 de mayo de 2009

Dos guindas

Hay lágrimas que se ocultan tras los cristales de luto de las gafas de sol.

En los parques debería haber bancos para árboles.

sábado, 23 de mayo de 2009

¿Corbatas?

La polémica la ha desatado el hecho de que un importante personaje se ha presentado sin corbata, con el cuello de la camisa desabrochado y a su aire. Sin embargo, a un opositor a juez lo echaron del examen por ir descorbatado. Luego le han dado la razón en un recurso que presentó pero el hecho ahí queda para que se comente.

¿Quid: corbata sí o corbata no? Parece que Internet está expandiendo el sincorbatismo porque, como el personal se lo monta en casa sin necesidad de ir a la oficina, cada cual viste a su manera, y es lógico que a quien está en el comedor se le dé un ardite estar o no encorbatado. Antes, la única actividad empresarial que se desarrollaba en el propio domicilio era la de enrollar y empaquetar condones pero hoy el asunto parece más serio. Cuidado, mucho cuidado porque estamos ante graves elementos de desintegración social. En primer lugar, si se generaliza el trabajo en casa se seguirán desgracias terribles porque puede traer consigo la desaparición de la oficina, uno de los baluartes de la vida en comunidad, la columna de la represión, el crisol de las diferencias sociales, el horno de los rencores, la cucaña despiadada ... Sin los jugos que segrega la oficina ¿qué será de la mala leche que caracteriza al género humano?

Pero, en segundo lugar, no es solo la corbata lo que se halla en peligro, pues amenazados con el trabajo doméstico están igualmente el traje y la camisa y hasta el jersey si se me apura. Solo quedaría como superviviente el pijama porque en pijama andaríamos todo el día despachando asuntos y aviando encomiendas. Es decir que la gloriosa y rica historia del vestido, y la bibliografía barroca que ha generado, acabaría de una forma lamentable por lo escueta y trivial.

Todo ello tendría consecuencias asimismo negativas en la propia vivienda que habría que vaciar de objetos entrañables y llenar de cachivaches oficinescos, con ficheros y pedidos y balances y albaranes que se nos enredarían entre los pies cuando tratáramos de avanzar por el pasillo. Y en el lugar de la foto del abuelo, habría que poner la del presidente del consejo de administración, menos apacible, más turbadora.

Estamos pues en una encrucijada. Yo creo, por lo dicho, que es malo todo lo que nos lleve a recluirnos en casa, y bueno lo que nos conduzca al aire libre, porque nuestros sueños y nuestras frustraciones es mejor sacarlas a pasear con regularidad. Las revoluciones se han hecho siempre en la calle, bien tomando la Bastilla, o bien acercándose a colgar las 95 tesis de un clavo en la puerta de la iglesia en Wittenberg. La calle, siempre la calle, como palanca del cambio liberador.
Pues bien ¿a esa calle iremos con corbata o sin corbata?

Hubo un tiempo, en las postrimerías del franquismo, en que se hizo signo de progresismo radical ir sin corbata y de esta actitud algunos hicieron religión, credo, dogma implacable. Ir sin corbata era algo parecido a declararse en huelga o a escribir un grafito provocador en un muro. ¡Ahí era nadie el descorbatado! Franco por supuesto ni se inmutaba y seguía como si con él no fuera el asunto pero no sería desde luego porque faltara contundencia a los mensajes que estos sujetos le enviaban diariamente.

Ahora, con el caudillo enterrado con la corbata de general, ya la corbata ha perdido mucho de su patetismo político y también ha desaparecido su vinculación con el falo o minga, un exceso que pregonó Freud, entrenado en verdad este hombre en buscarle cinco pies al gato. Hoy todo ha quedado, más comedidamente, en un asunto de gusto, de conveniencia o de comodidad. La conclusión se impone: haga usted lo que le venga en gana, de donde se sigue que ha perdido el tiempo leyendo este artículo. Por si a alguien le sirve, a mí me gusta la pajarita porque es atuendo de crupieres y de magos y la magia es lo más logrado que tiene la realidad.

viernes, 22 de mayo de 2009

Una guinda

A nadie envidia más el escritor que al chipirón porque nunca le falta tinta