Cuando se viaja o se camina por los pueblos de esta España judicialmente pegajosa una de las tareas más recomendables y útiles a que puede entregarse el viajero es la de conocer y disfrutar los dulces y los postres locales porque en ellos se encuentra condensada la sabiduría del lugar. El postre es la rúbrica que echamos al texto de la comida y, por ello, es lo que la hace auténtica y fidedigna. De la misma forma que no aceptamos ningún documento que no lleve la firma de quien lo ha escrito o expedido, de igual modo no podemos fiarnos de un cocinero hasta que vemos su firma estampada en forma de postre que es lo que le define y le singulariza. Y es que el postre es el desenlace, donde queda clara toda la trama de aquello que hemos comido con anterioridad; es también el epílogo, los últimos compases de la composición, aquellos que nos impulsan a aplaudir y a pedir que salga el director a escena.
Por eso es tan triste la moda actual de los postres industriales que, en los restaurantes, están conservados en armarios frigoríficos como cadáveres en espera de su sepultura definitiva. Una de las más inequívocas muestras del declinar de esta tierra nuestra es precisamente esa: la generalización de las tartas al whisky o al ron que se toman lo mismo en Almería que en Lugo o en Segovia. Es este un delito de lesa gastronomía del que alguien debería responder ante los tribunales competentes porque no se puede perpetrar una agresión tan descomunal a la tradición y a los buenos modales culinarios de forma impune. Esos armarios son buenos para los laboratorios donde se guardan las muestras del ensayo científico o el cultivo de un hongo, también para los hospitales y las peleterías porque parece que a los despojos humanos o animales les va bien el fresquito. Pero una buena tarta, un hojaldre terso y curruscante o el orondo bizcocho bien relleno de crema merecen un trato distinguido, afectuoso, con cierto calor maternal.
El postre, por no ser cosa de broma, hay que tomarlo en serio. De ahí que debamos rechazar el postre en serie. La
condesa de Pardo Bazán, que fue el ama de cría de la literatura española, tiene un precioso libro sobre la cocina española antigua, acaso lo más notable de su producción, en el que recuerda cómo en materia de postres no es infrecuente que se puedan incluso rastrear los vestigios de nuestra historia y así dice que "
en Granada tuve ocasión de ver unos dulces notabilísimos. Eran de almendra o quizás de bizcocho y ostentaban en la superficie dibujos de azúcar que reproducían los alicatados de los frisos de la Alhambra y no por artificio de confitero moderno sino con todo el inconfundible carácter de lo tradicional".Don Juan Valera, que fue un gran viajero, una especie de trotamundos de levita y plastrón, era gran aficionado a los dulces y postres enjundiosos y en su obra se pueden encontrar muchas alusiones a hojuelas, pestiños, rosquillas, mostachones, bizcotelas... Se recordará que uno de los primeros obsequios que recibe don Luis de Vargas al instalarse en casa de su padre y empezar allí a escribir las cartas a su tío el Deán, poco antes de conocer a
Pepita Jiménez, fue precisamente un
"tarro de almíbar, una torta de bizcocho, un cuajado y una pirámide de piñonate". ¿Qué hubiera sentido
don Juan Valera si, en uno de sus viajes, allá por tierras centroeuropeas, se encuentra, metidos en una fresquera, los bizcochos con canela empapados en vino generoso de que nos habla en
Las ilusiones del doctor Faustino? Es mejor no pensarlo porque puede removerse en su tumba.
Una responsabilidad muy importante en el trajín dulcero han tenido y siguen teniendo las monjas, que ponen ingredientes sabrosos y naturales, verdaderos, porque si metieran acidulantes, conservantes y demás inventos de mangantes se condenarían sin remisión posible al infierno.
A la prensa ha saltado la noticia de la incorporación a Internet de las yemas de santa Teresa. Son éstas una de las más importantes creaciones del genio humano y, aunque dicen que

las inventó Isabelo Sánchez a mediados del pasado siglo, en realidad no son sino el milagro más consistente de la santa de Ávila. El hecho de que ahora figuren en Internet y, por tanto, salgan en millones de ordenadores, solo alegría debe causarnos y, por ello, debemos animar a los demás artistas confiteros a hacer lo propio. Porque ya no es hora de conquistar tierras con la espada ni de evangelizar indios renuentes. Es la hora de señalizar las autopistas informáticas con los indicadores luminosos y gozosos de nuestros postres.