domingo, 18 de marzo de 2012

Cádiz contada por los vientos

En el suplemento cultural del periódico El Mundo


se ha publicado éste artículo mío



Si Cádiz tiene hoy el honor de haber sido el escenario donde se representa la primera escena de la revolución liberal es porque fueron los suaves vientos atlánticos de la bahía, aires que revuelan y alborotan, los encargados por la Historia de aventar las miasmas del Antiguo Régimen.

Esos vientos nos trajeron el Estado que todavía hoy conocemos, y nos dejaron, como niños recién nacidos, a los municipios y a las provincias, y depositaron entre nosotros el humus de la centralización administrativa sin cuyos instrumentos no hubiera sido posible empezar el desescombro de las estructuras políticas y administrativas del pasado.

Ni hubiéramos podido concebir la división de poderes pues fue entonces cuando comenzamos a balbucir la distinción entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, aún hoy santo y seña de un régimen constitucional digno. Al primero correspondía -nos explicarán los tratadistas de la época- tomar las medidas generales acomodadas a todo el país y al segundo toca actuar por medidas particulares. De la misma manera que la legislación ha de encargarse a muchas personas mientras que la ejecución es asunto de pocos, cuantos menos, mejor. Los legisladores se deben reunir de forma intermitente pero el poder ejecutivo debe actuar sin descanso. El judicial por su parte tiene, en estos momentos natalicios, sus funciones limitadas a dirimir las contiendas entre los particulares y castigar los delitos ya que en la mente de los constituyentes gaditanos solo existen las jurisdicciones civil y criminal. Habrán de pasar algunos años para que veamos empinarse en su cuna lo que acabaría siendo la jurisdicción contencioso-administrativa, especializada en las contiendas entre los particulares y la Administración. Nuestro modelo -adoptado por los moderados- será el francés con el Consejo de Estado como centro.

Estos vientos gaditanos serán especialmente inclementes con las estructuras territoriales que habían llegado hasta finales del siglo XVIII y a las que era preciso poner cerco pues que en ellas anidaban los restos de los viejos poderes señoriales y feudales, cuya destrucción era justamente la tarjeta de visita con la que se presentaba en el nuevo siglo el pensamiento liberal.

Y así la nueva distribución del mapa municipal se monta sobre la supresión de las divisiones del Antiguo Régimen y de la desaparición de los señoríos, desmantelados por un Decreto anterior a las propias Cortes -de 6 de junio de 1811- y que deja reducido el poder del señor al de propietario de las tierras (produciéndose el paso, como se ha escrito, del señor al señorito).

Otro de los objetivos revolucionarios fue la creación homogénea del escalón provincial, dirigido contra la heterogeneidad de la división del espacio durante el Antiguo Régimen. Tras varios proyectos -de 1813, 1821, 1822- resultó como definitiva la de 1833, formulada por Javier de Burgos, todavía hoy vigente.

Esos mismos vientos nos traen la representatividad en los escalones municipal y provincial. Aunque montada sobre bases censitarias, supone la supresión del régimen de la perpetuidad de oficios y de los privilegios de la nobleza. Los municipios se componen de vecinos iguales ante la ley, que eligen a los alcaldes y regidores en elección de dos grados; los cargos son gratuitos, se renuevan cada año los alcaldes y la mitad de los concejales. En el ámbito provincial, a la supresión de corregidores y alcaldes mayores, sigue la creación de la figura del jefe político, nombrado por el Gobierno como máxima autoridad en la provincia, sin perjuicio de la creación simultánea de un órgano parcialmente electivo, la Diputación, a la que se encarga el fomento de los intereses provinciales.

Las competencias que se atribuyen a los Ayuntamientos son, entre otras, las relacionadas con la administración de bienes de propios y los arbitrios, los establecimientos de beneficencia y primera enseñanza, la construcción y reparación de caminos y obras públicas, la vigilancia y explotación de los montes... La necesidad centralizadora de incorporar las tareas municipales a la acción general del Estado se consigue poniendo a los Ayuntamientos bajo la supervisión de la Diputación Provincial, que es presidida por el jefe político. Asume funciones de fomento y la aprobación del reparto de las contribuciones generales entre los pueblos de la provincia.

Toda esta reforma hay que entenderla en el marco de la situación económica de penuria que viven los nuevos municipios debida a causas variadas, entre ellas su número excesivo (más de ocho mil ¡que aún hoy subsisten!) y el consiguiente fraccionamiento de su patrimonio. El telón de fondo es el empobrecimiento general del país, fruto amargo de la guerra contra Napoleón, que obliga a las ventas de bienes de propios, autorizadas por las Cortes.

En relación con la Iglesia, aunque se declara la religión católica como “
la propia de la Nación española”, se suprimió el Santo Oficio y se reformaron las órdenes religiosas. De otro lado, se sabía, desde los ilustrados del siglo anterior (y aun desde los novatores), que la única medida útil para salvar la deuda nacional (¿suena este asunto en nuestros días?) y poner en circulación bienes estancados era la venta de bienes nacionales y por ello en septiembre de 1813 se encarga a una Junta la venta de tales bienes, es decir, los confiscados a traidores, los pertenecientes a conventos y monasterios, fincas de la Corona, la mitad de baldíos y realengos ... Lástima que el suave viento gaditano se convirtiera en un huracán cuando Fernando VII se sentó en el trono. Con él todo el esfuerzo revolucionario se derrumba chorreando sangre, “triunfando en fin la Religión de ese monstruo horrendo de la impiedad” en palabras de un fogoso predicador.

La Constitución fue abolida dejando una sombra de esqueletos. Pero quedará como bandera y nuevos vientos la agitarán siendo su mástil faro de las mejores quimeras.

domingo, 11 de marzo de 2012

Enseñanzas de la crisis

Ya lo tengo, ya sé cómo hacer rentables las experiencias que la crisis económica nos está proporcionando. Por todas partes leo que las empresas de este o de aquel sector se cierran o decretan paros más o menos temporales de su actividad: quien deja de producir coches, quien viviendas, quien cepillos de dientes. Y esto, que estamos viendo en nuestro país, sucede igualmente en Francia, en Alemania, en Italia ... Frente a la hiperactividad que ha sido el norte de los últimos decenios, se impondría la contención, el frenazo, el silencio temporal de las máquinas y del engranaje productivo.

¿No se advierte la importancia de las enseñanzas que el sector privado nos transmite? Ahora apliquemos este modelo a nuestras Administraciones y veremos su valor magnífico. Que detengan su marcha los boletines oficiales, que se paren los enredos de los burócratas, que se decrete un ERE para la aprobación de tanto reglamento inútil ... las víctimas pedimos por caridad un respiro.

Solo en leyes se han aprobado en el último año miles: unas proceden del Estado, de las Cortes generales o del Gobierno, que lo hacen en forma a veces de textos que llaman “refundidos” y que más bien son confundidos; otras, de esos grifos incensantes en que se han convertido los parlamentos regionales, ciclón lastimero de las peores ocurrencias; o de los propios ayuntamientos que no quieren aparecer como poco laboriosos y asperjan Ordenanzas con las mismas maneras que el obispo diligente asperja agua bendita ... todo ello conduce a un caleidoscopio inasimilable, a un tormento ante el que gime cualquier persona bien constituida y ante el que se desesperan los mejores talentos.

Es verdad que siempre ha existido más o menos una catarata semejante (fuera de la originada en las Comunidades autónomas que son hallazgo reciente) pero, como no se había inventado ni la informática ni las bases de datos, nadie daba la mayor importancia a los estragos legislativos pues prácticamente se desconocían y en la paz de la ignorancia vivían los abogados, los jueces y los funcionarios. Todo ello conducía a un mundo positivo y plausible, dominado por el ritmo pausado del tiempo y las inofensivas charlas de café en el casino.

Pero este idílico escenario se ha desvanecido. Ahora la situación es angustiosa porque, con solo darle a una tecla, nos sale el chorro de disposiciones con una cadencia imperturbable e inclemente, dijérase que sin piedad: golpeándonos, aniquilándonos, y encima percutiendo en nuestras entretelas porque nos hace conscientes de lo mucho que pecamos, legislativamente hablando, es decir, lo mucho que incumplimos o la cantidad de normas que nos tomamos por el pito de un sereno.

¿Se imagina alguien un parlamento sometido a un expediente temporal de silencio? Los diputados tendrían prohibido aprobar nuevas normas, menos por supuesto ordenar en los periódicos oficiales su reproducción que tanta alarma causa en las almas cándidas. ¿Se imagina alguien a todas las Administraciones calladitas por imperativo legal una temporadita, dos o tres años, un suponer? Habría cientos de oficinas -que son todas iguales entre sí- punto en boca, pues es cosa famosa que en la España plural, después de reivindicar los territorios su propia autonomía, todos ellos reproducen las mismas organizaciones y las mismas oficinas que tienen los vecinos y el Estado. Es una operación de clonación tan extensa que no tiene parangón en el mundo de la reproducción animal.

Crearíamos a buen seguro un dique contra la ansiedad y contra las obsesiones compulsivas que sufre tanto infortunado, y al mismo tiempo lograríamos que la felicidad dejara de ser esa sombra que se disipa y se desvanece a la menor brisa.

jueves, 23 de febrero de 2012

Carta abierta a H. M. Enzensberger

(Ayer día 22 nos publicó el periódico El Mundo este artículo)

Admiradores como somos de su obra y enamorados asimismo de sus poemas, querido amigo, debemos confesarle la perplejidad que nos ha causado la lectura de su último libro El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela. La perplejidad y la decepción.

Su obra empieza enumerando las glorias alcanzadas en la Europa comunitaria y, junto a los decenios de paz que disfrutamos, cita las ventajas de la movilidad en el espacio europeo, que ha derogado los infinitos problemas causados tradicionalmente por aduanas y fronteras; la moneda única y la supresión de cuantiosos costes en pagos y transferencias; en fin, también las garantías con las que contamos los consumidores al disponer de una información acerca de los productos que utilizamos desconocida en la historia, etcétera.

Pero, al mismo tiempo, usted se queja de la cantidad de normas que aparecen en el diario oficial e incluso las cuantifica en miles y miles de páginas. Con ello ignora que, para construir esas ventajas y beneficios, es necesario promulgar directivas, reglamentos y todo tipo de instrumentos jurídicos. Si quiere entretenerse en seguir cuantificando, consulte los repertorios legislativos del land de Baviera donde usted vive, o los de la República Federal Alemana, o, si quiere un país de menor envergadura, haga lo mismo con semejantes publicaciones en Letonia o Estonia. Se trata éste, admirado Hans Magnus Enzensberger, de un asunto muy complejo que se inscribe en el ámbito de la cultura jurídica occidental, que probablemente merece muchos reproches, pero que desde luego no es privativo de las instituciones europeas.

Injustas son las críticas que formula al Tribunal de Justicia de Luxemburgo, páginas donde, por cierto, se advierte alguna confusión acerca de sus actuales perfiles institucionales. Pero, pasando por alto este descuido de redacción, sorprende que un europeísta convencido como es usted -tal como nos ha demostrado en muchas otras de sus publicaciones- no repare en que precisamente el Tribunal de Luxemburgo es la organización que con más seriedad y tesón contribuye a dotar de sólidos cimientos a la construcción europea. Ahí están las reglas de la «primacía» y del «efecto directo» del derecho comunitario para corroborarlo. Instrumentos capitales para definir el todo como un orden federal por el que se pueda transitar con una mínima seguridad jurídica.

Europa se olvida de la cultura. Éste es otro de sus alegatos. Señor Enzensberger, ¿qué es entonces la selección anual de «capitales europeas de la cultura»? ¿Es o no una política que permite atraer la atención sobre una ciudad, sobre su patrimonio histórico, sobre sus hijos ilustres o sobre las nuevas manifestaciones artísticas a las que se presta escenario y ayuda para su exhibición? Y, sobre todo, en un ámbito cercano a éste, el de la educación, ¿sabe usted los miles de estudiantes que hoy pueden visitar, gracias a los programas Erasmus, universidades extranjeras, conocer sus métodos de trabajo o entablar relaciones de amistad con profesores o compañeros? En el pasado, ¿cuántos jóvenes españoles o portugueses se podían permitir el lujo de desplazarse a un centro especializado de Alemania, de Inglaterra o de Italia? Convendrá usted con nosotros que sólo hijos de familias muy acomodadas han disfrutado durante siglos de este privilegio que tan incalculable valor tiene para personas en formación.

El déficit democrático es estrofa inevitable en el discurso político europeo. Y usted la incorpora al suyo. Un recurso dialéctico muy sencillote porque es evidente que siempre aspiraremos a más democracia: en eso consisten precisamente -como usted nos ha enseñado en sus libros- los cauces anchos y ventilados que las sociedades democráticas propician. Pero poner como ejemplo de mecanismo democrático el referéndum es olvidar que éste es uno de los juguetes más cariñosamente utilizados por todos los dictadores que en el mundo han sido y usted, que conoce la historia reciente de España, lo sabe bien. Con Franco no teníamos democracia pero tuvimos muchos referendos.

De otro lado, Europa cuenta con un Parlamento elegido por sus ciudadanos. Es verdad que la participación en las elecciones europeas es baja, pero esto se debe a que no existe una educación europea en los colegios, tal como usted acertadamente denuncia; también a la escasa atención que en los procesos electorales se presta a las cuestiones europeas, así como al limitado seguimiento por los medios informativos de las actividades que se desarrollan en Estrasburgo a lo largo de una legislatura. Pero, ¿qué diríamos si no existiera esta magna Asamblea, única en todo el planeta y modelo quimérico en otros continentes?

Denuncia usted el dinero que desembolsa ese Parlamento en mantener un canal de televisión. Pero ignora que, gracias a ese canal, cualquier persona en cualquier parte del mundo puede seguir en tiempo real las intervenciones de los parlamentarios en el Pleno, en las Comisiones y en otros debates que allí se celebran. Ítem más: el voto de cada uno de los diputados se puede conocer por millones de ciudadanos a los pocos minutos de haber sido emitido. ¿No pedimos transparencia en la discusión de los asuntos públicos?

Permítanos una confesión personal. Uno de nosotros es parlamentario europeo, representante de un pequeñísimo partido político español. Pues bien, jamás ha tenido la más mínima dificultad para tomar la palabra en los Plenos y, por supuesto, en las Comisiones. Lo que es bien probable que no hubiera podido hacer en muchos parlamentos nacionales, allí donde -según usted- todavía se cultiva la democracia y la división de poderes.

¿Escenario paradisíaco el que pintamos? En absoluto. Los defectos en la construcción del edificio, las deficiencias en el funcionamiento de sus instituciones, la falta de brújula en la conducción de ciertos asuntos, etcétera, todo ello es denunciado por quienes creemos en Europa una y mil veces, oralmente y por escrito. Nosotros desde luego así lo hemos hecho en libros y acogiéndonos a la amabilidad de este periódico.

Sabemos que la definición de un «interés europeo» es tarea titánica pero no menor que la definición de un «interés nacional» ayer y hoy desfigurado por la presión que ejercen cientos de centros de poder difusos pero siempre activos. En el mundo moderno ya no es «el hombre un lobo para el hombre» sino que el hombre es un lobby para el hombre. Pero esto, convendrá usted con nosotros, vale para la Europa unida como valdría para la Europa desunida. Mire usted, si quiere ratificarlo, hacia su entorno bávaro.

Nos sorprende que, para hacer la crítica de las instituciones europeas, no haya recurrido a la excelente y demoledora prosa que se contiene en el libro de Jochen Bittner So nicht, Europa! (Munich, 2010). Es Bittner un notable conocedor de los pasillos y de los entresijos del poder en Bruselas, siendo sus amplios saberes lo que le permite huir de tópicos y lugares comunes.

Admirado Enzensberger, nos quedamos con los magníficos diálogos entre el joven economista y la soprano jubilada de su inigualable Josefina y yo, o con su insuperable El diablo de los números, y con tantas otras páginas de sus libros que seguiremos siempre regalando a nuestras amistades. Nos alegrará que siga usted con salud.


Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UpyD. Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto (2011, Marcial Pons).

lunes, 20 de febrero de 2012

Carnaval

En época de carnaval hasta los artículos de los periódicos deberían aparecer disfrazados. Con erratas y el título cambiado, el nombre del autor velado tras un seudónimo, libres de enseñanzas, entregados tan solo al juego y a la chanza. Así es como se disfraza una columna y se la libera de su quietud habitual de artrítica. En carnaval se impone dar alas a las páginas de los periódicos para que salgan al espacio, preservadas de pensamientos sesudos, dedicadas simplemente a asustar a los lectores.

Sin descartar claro es el antifaz de la buena prosa, lo único que justifica un sitio en los papeles. Con ella -con la buena prosa- podemos hacer maravillas porque es la máscara que nos permite decir burradas y practicar el arte de la ocultación de una manera equívoca, fecunda y divertida. Los escritores, si son tales, es porque saben manejar la serpentina de los adjetivos. ¿Qué son los versos sino el confeti que esparcimos para comunicar nuestros sentimientos? Todo poema -excepto los que escriben poetas muy pelmazos de los que hay copia- debería tener alma de confeti. Y lo mismo ocurre con el género de las greguerías, pensamientos, aforismos o guindas en aguardiente, como yo he llamado en un libro a mis ocurrencias efímeras. Se lanzan al espacio con la intención de que queden enredados en los cabellos de los lectores y se adornen de partículas por breve espacio de tiempo. Quitárselos cuesta algo como cuesta librarse del mensaje que traen las greguerías tras quitarles el celofán de la ligereza. También sirven estas para ponerlas en el ojal y dar brillo al traje y conquistar así a una señorita por una eternidad fugaz, intensa e inolvidable. La moda de pegar parches en las rodilleras o en el tafanario no es más que una forma de poner sufijos. Y el sombrero con pluma de colorines que se gasta en los bailes ¿qué es sino la forma de escribir una interjección? Esas señoritas que van medio desnudas en una carroza -con nuestras ciudades gélidas- hacen un esfuerzo de excentricidad que debe agradecerse: el de disfrazar a nuestras calles de brasileñas, con sus calores tersos como capullos.
O sea que, como digo, en carnaval, el artículo disfrazado, burlón, apto para ser enterrado -con la sardina- sin remordimiento alguno.

No sé por qué me recuerda esta época de carnaval a la bohemia antigua, esa que ya ha desaparecido porque ahora los escritores gastan cartera de piel, móvil analógico (que no sé si existe pero debería existir) y una conferencia sobre el arte de narrar siempre dispuesta para colocársela al concejal de cultura que a tiro se ponga. El bohemio tradicional no podía ni soñar con ese concejal y, si llevaba la conferencia, tenía la misma función que el preservativo que guardan algunos en el bolsillo con la ilusión de usarlo en ocasión propicia pero sin esperanza alguna tangible. Ese bohemio tradicional y gargajoso de mil bacilos era un señor permanentemente de carnaval porque metía de matute -disfrazados- sus productos averiados que eran aquellas novelas por entregas tan infames y tan inanes. Lo había rendido la vida y lo había desengañado, de la misma manera que se halla rendido y desengañado quien en una noche de carnaval se ha pasado las horas bailando y al final descubre que está solo y que, pasada la borrrachera, ya no puede convocar a las musas ni a las gracias sino que tiene que conformarse con irse a la cama con un par de aspirinas.

Pero, mientras dura, hay que disfrutarlo y sacar el fruto al disfraz, aprovechando para encender la bengala de lo imprevisto e iluminar con ella los espacios de la incorrección. Es el momento de cultivar el capricho, la extravagancia, de hacerse el estrafalario haciendo afirmaciones inesperadas y fantásticas. Es el momento de hacer la caricatura a nuestra vida.