En Alemania han finalizado hace poco tiempo las negociaciones de una «mesa» que se ha ocupado de un asunto singular: la posible indemnización a que pudieran tener derecho los jóvenes que, entre 1949 y 1975, hubieran vivido en internados.
El resultado ha sido el reconocimiento de tal pretensión porque se ha definido a los establecimientos que acogían a esos alumnos como lugares «fuera del Derecho» donde se practicaba el acoso, los castigos corporales, la coacción religiosa... A destacar que eran los padres quienes decidían libremente el envío del retoño a lo que consideraban un lugar de fiable disciplina.
Ahora toca resolver los expedientes uno a uno para ver la dimensión del daño infligido a los ex jóvenes, pues las personas afectadas que hoy pueden acogerse a la reparación andan por los 70.
Así se las gastan los alemanes a la hora «de tapar las grietas del mundo», que diría Heinrich Heine. En todo caso, se están oyendo voces que han montado buena juerga porque se preguntan si también la asistencia familiar a la misa del gallo en Navidad o el canto del «Stille Nacht» («Noche de Paz») junto al abeto cuajado en filigranas será también susceptible de desagravio monetario.
Ahora imaginemos que se pusiera en marcha un procedimiento parecido en España y nuestros septuagenarios pidieran llegar en su día a ser indemnizados por haber vivido en los internados de frailes y monjas o por haber asistido a los campamentos del Frente de Juventudes. ¿A cuánto ascenderá cada «Cara al sol» entonado? ¿A cuánto la lacerante experiencia de gritar los vivas al caudillo y encima hacerlo con unos ridículos pantalones cortos y en la sudada camisa azul, el jugo y las flechas que tú bordaste en rojo ayer? De mí puedo decir que he permanecido en posición de firmes infinidad de veces en el cine cuando se interrumpía la película y aparecía el retrato del «invicto» en medio de un trepidante acompañamiento musical y un tufo de héroe mareante.
Y aquellos rosarios interminables con sus misterios dolorosos y gozosos y las aburridísimas letanías, ¿habrá dinero en el mundo que compense las horas de resignado aburrimiento? Y los oficios de Semana Santa en los que el vaho de las ceras alimentaba en la mente las más aviesas venganzas, y aquellos nueve primeros viernes de mes, y aquellos coscorrones del padre prefecto por no haber confesado con rigor y minucia, ¿habrá presupuesto público que logre achicar el pasado infortunio?
Pero avancemos más y miremos al futuro. ¿Qué cuentas no pedirán las víctimas de los engendros pedagógicos ideados estos años, de logses y otros despropósitos? Las pobres criaturas que sufren hoy los atropellos de las «competencias», las «habilidades» y las «destrezas» discurridas por pedagogos a la violeta, ¿qué armas no estarán ya preparando para desangrar a los gobernantes pasados unos decenios?
A un niño al que se le ha dicho que «instruir es el resultado del proceso enseñanza-aprendizaje en el que los contenidos se cristalizan y se estructuran entre sí hasta llegar a una forma cognitiva, funcional y operativa más eficaz», ¿cómo le restauraremos su dignidad maltratada?
Con esta pedantería perifrástica ¿no vemos que el agujero en los Presupuestos del Estado es sólo cuestión de tiempo y de una «mesa» como la alemana? Pero dígase de verdad, ¿es oportuno guardar las memorias del alma ultrajada y recrearnos en ellas para afrontar esta época dispersa y gregaria por la que transitamos?
domingo, 9 de enero de 2011
jueves, 6 de enero de 2011
domingo, 2 de enero de 2011
miércoles, 29 de diciembre de 2010
Estado de alarma
Terminamos el año y empezamos otro nuevo alarmados, es decir, asustados y sobresaltados. Y yo quisiera explicar que no hay razón justificada para ello porque la autoridad competente ha tenido el caballeroso gesto de declarar el estado de alarma.
Hemos visto cómo se ha reunido la tal autoridad con las demás autoridades, se han sentado en torno a una mesa llena de códigos y ahíta de sabios asesores, han cogido recado de escribir y han tomado la decisión de que es obligado declarar la alarma, es decir, avisarnos a todos de la existencia de un peligro cierto que nos acecha habida cuenta de la preocupante situación en la que nos encontramos. A mí esto me parece un signo de claridad y de sinceridad que debe ser agradecido por la ciudadanía. ¿Alguien se molesta con la jefatura de tráfico porque nos advierte de que nos pueden caer unas piedras sobre el parabrisas del coche si persistimos en circular por tal o cual carretera? ¿O con el Ministerio de Industria porque nos previene que, si tocamos un poste de la luz, nos podemos quedar, como es fama, queda el triste residuo de un cigarrillo abandonado a su suerte? ¿O con el radiólogo que nos avisa del riesgo que corre la mujer grávida si entra confiadamente por sus dominios?
Parece claro que, a la vista de tales prudentes advertencias, todos tomamos nuestras medidas y quedamos tan agradecidos.
Pues lo mismo con quien ha declarado el estado de alarma: autoridades llenas de sabiduría y sensatez que, a la vista de cómo anda el patio, nos señalan el peligro cual padres que velan por la seguridad de sus hijos. Ahora que estamos en época de restricciones yo propondría que a estos beneméritos gobernantes se les suba el sueldo porque esta vez de verdad se lo han ganado. Limpiamente y con suma honradez.
Por el contrario, lo que es absolutamente reprochable es que no lo hayan hecho hasta ahora, pues señales de alarma llevan sonando desde hace muchos años en el solar hispano de nuestras entretelas. Así, verbigracia, cuando se enteraron, porque así lo consignaron estudios serios avalados por organizaciones internacionales de «prestige» (perdón, de prestigio), de que el nivel educativo en España era bajísimo, que el jovencillo con el Bachillerato acabado confundía a Pérez Galdós con Pérez Rubalcaba y creía que Napoleón era una acreditada marca de calzoncillos con abertura aliviadora, o no sabía más que el nombre del río que pasa por su pueblo, ¿por qué no declararon el estado de alarma?
Y cuando esa misma autoridad u otra parecida ha decidido destruir millones de vacunas compradas alegremente por causa de la improvisación con el dinero de los contribuyentes o cuando los ganaderos se veían obligados a tirar la leche por el desagüe, ¿por qué tampoco se declaró el estado de alarma?
Y cuando todos nos endeudábamos de forma desenvuelta haciendo cola ante las oficinas de bancos y cajas de ahorros formando un ovillo inextricable que habría de estallar como estallan las luminarias de feria, ¿por qué no se declaró el preventivo estado de alarma?
Y cuando nos enteramos de que cientos de investigadores españoles no pueden volver a su país porque la investigación en la Universidad está agarrotada por la endogamia, ¿por qué no se declaró el estado de alarma de la creación y la inventiva?
Y así podríamos seguir...
Es decir, que en un estado de alarma como el que vivimos lo procedente es declararlo a boletín oficial destapado y con las vergüenzas al desnudo. Y esto es lo que se ha hecho con limpieza. Lo que esperamos ahora es que no vuelvan a ocultarnos nunca más el alarmante estado de nuestro Estado.
Hemos visto cómo se ha reunido la tal autoridad con las demás autoridades, se han sentado en torno a una mesa llena de códigos y ahíta de sabios asesores, han cogido recado de escribir y han tomado la decisión de que es obligado declarar la alarma, es decir, avisarnos a todos de la existencia de un peligro cierto que nos acecha habida cuenta de la preocupante situación en la que nos encontramos. A mí esto me parece un signo de claridad y de sinceridad que debe ser agradecido por la ciudadanía. ¿Alguien se molesta con la jefatura de tráfico porque nos advierte de que nos pueden caer unas piedras sobre el parabrisas del coche si persistimos en circular por tal o cual carretera? ¿O con el Ministerio de Industria porque nos previene que, si tocamos un poste de la luz, nos podemos quedar, como es fama, queda el triste residuo de un cigarrillo abandonado a su suerte? ¿O con el radiólogo que nos avisa del riesgo que corre la mujer grávida si entra confiadamente por sus dominios?
Parece claro que, a la vista de tales prudentes advertencias, todos tomamos nuestras medidas y quedamos tan agradecidos.
Pues lo mismo con quien ha declarado el estado de alarma: autoridades llenas de sabiduría y sensatez que, a la vista de cómo anda el patio, nos señalan el peligro cual padres que velan por la seguridad de sus hijos. Ahora que estamos en época de restricciones yo propondría que a estos beneméritos gobernantes se les suba el sueldo porque esta vez de verdad se lo han ganado. Limpiamente y con suma honradez.
Por el contrario, lo que es absolutamente reprochable es que no lo hayan hecho hasta ahora, pues señales de alarma llevan sonando desde hace muchos años en el solar hispano de nuestras entretelas. Así, verbigracia, cuando se enteraron, porque así lo consignaron estudios serios avalados por organizaciones internacionales de «prestige» (perdón, de prestigio), de que el nivel educativo en España era bajísimo, que el jovencillo con el Bachillerato acabado confundía a Pérez Galdós con Pérez Rubalcaba y creía que Napoleón era una acreditada marca de calzoncillos con abertura aliviadora, o no sabía más que el nombre del río que pasa por su pueblo, ¿por qué no declararon el estado de alarma?
Y cuando esa misma autoridad u otra parecida ha decidido destruir millones de vacunas compradas alegremente por causa de la improvisación con el dinero de los contribuyentes o cuando los ganaderos se veían obligados a tirar la leche por el desagüe, ¿por qué tampoco se declaró el estado de alarma?
Y cuando todos nos endeudábamos de forma desenvuelta haciendo cola ante las oficinas de bancos y cajas de ahorros formando un ovillo inextricable que habría de estallar como estallan las luminarias de feria, ¿por qué no se declaró el preventivo estado de alarma?
Y cuando nos enteramos de que cientos de investigadores españoles no pueden volver a su país porque la investigación en la Universidad está agarrotada por la endogamia, ¿por qué no se declaró el estado de alarma de la creación y la inventiva?
Y así podríamos seguir...
Es decir, que en un estado de alarma como el que vivimos lo procedente es declararlo a boletín oficial destapado y con las vergüenzas al desnudo. Y esto es lo que se ha hecho con limpieza. Lo que esperamos ahora es que no vuelvan a ocultarnos nunca más el alarmante estado de nuestro Estado.
domingo, 26 de diciembre de 2010
Cavilaciones navideñasa
Cuando se acerca la Navidad, una de las más angustiosas cuestiones que se plantea en esta sociedad de la abundancia (para pocos, más bien, los de siempre) es organizar los menús, qué comer, y ahora también qué beber. Hay quien no quiere novedades y se aferra a las tradiciones del pavo o el besugo o a la resurrección de viejas recetas que se guardan de los antepasados y se transmiten de generación en generación como trofeos de una conquista gloriosa y risueña. Mi aplauso para quien así proceda porque debe sentirse orgulloso, fortificado en su parapeto familiar erigido en defensa de la conservación de viejos sabores y de acreditadas sensaciones que han sabido resistir plantando cara al paso trotón de los almanaques. Porque acaso sea cierto que toda innovación es extravío, como aseguraba el profeta Mahoma, o que lo que no es tradición es plagio, según corrigió en forma de jeroglífico nuestro Eugenio d́Ors.
Sin embargo, tengo la sensación de que esta sociedad, que ahuyenta los recuerdos o los traslada a desvanes propios para ocultar cadáveres, está matando las costumbres tradicionales navideñas en punto a organización de las comidas. A este fenómeno contribuye también la rica despensa de que ahora se disfruta durante todo el año, lo que convierte a estas fechas en momentos gastronómicos sin especial significación, privados del esplendor que otorgaba la excepcionalidad en épocas pasadas, más austeras y de mayores privaciones. El pollo que imaginaba Carpanta en sus ensoñaciones es hoy comida de colegios y de enfermos con bacterias muy obstinadas, por lo que su ingesta se ha convertido en un hecho de una vulgaridad apabullante y dilatada, incompatible con una noche estelar. Lo mismo el pavo, vulgarizado en cualquier menú de plato combinado al amparo de las enfermedades que padecen los orondos cerdos y las vacas, necesitadas de tratamiento psiquiátrico como cualquiera de nosotros. Algún día habrá que escribir la oda al pavo, un salmo dedicado a un ave que fue prez de los fogones, a un ave destronada de su pináculo de gloria culinaria, que ha pasado de entrar en la cocina altivo y graznando, con sus plumas multicolores, a entrar tímido, silencioso, desplumado y reducido a yacer en lonchas en la bandeja insípida de una gran superficie, como si fuera el cuerpo insepulto de un ajusticiado. ¿Cómo no se ha escrito ya un concierto para piano a cuatro manos dedicado a esta gloria de antaño, humillada hogaño?
La situación actual es por consiguiente de desbarajuste. De un lado, parece predominar la idea de que la comida navideña exige entrar en paisajes inexplorados de la mano de una imaginación juguetona pero no estoy muy seguro de que se trate del camino correcto. De otro, y por si ello fuera poco ¿qué decir de la bebida, territorio apacible en un pasado dominado por el peleón? Hoy, es preciso elegir la zona geográfica y, dentro de ella, la añada que haya emitido fulguraciones más consistentes, o decidirnos por pasar sin trámites a ese cava que es glorioso y vulnerable a un tiempo, símbolo un día de la francachela y de la persecución venturosa de ninfas huidizas. Como se ve, lo único cierto en este embrollo es la complejidad en las decisiones, que han de ser adoptadas además en medio de las grandes catástrofes que nos afligen. Yo pido poco: unos huevos fritos con encaje, patatas fritas de confianza, chorizo sangrante de pasiones y un vino del año, en el que los dioses mimaron las vides.
Sin embargo, tengo la sensación de que esta sociedad, que ahuyenta los recuerdos o los traslada a desvanes propios para ocultar cadáveres, está matando las costumbres tradicionales navideñas en punto a organización de las comidas. A este fenómeno contribuye también la rica despensa de que ahora se disfruta durante todo el año, lo que convierte a estas fechas en momentos gastronómicos sin especial significación, privados del esplendor que otorgaba la excepcionalidad en épocas pasadas, más austeras y de mayores privaciones. El pollo que imaginaba Carpanta en sus ensoñaciones es hoy comida de colegios y de enfermos con bacterias muy obstinadas, por lo que su ingesta se ha convertido en un hecho de una vulgaridad apabullante y dilatada, incompatible con una noche estelar. Lo mismo el pavo, vulgarizado en cualquier menú de plato combinado al amparo de las enfermedades que padecen los orondos cerdos y las vacas, necesitadas de tratamiento psiquiátrico como cualquiera de nosotros. Algún día habrá que escribir la oda al pavo, un salmo dedicado a un ave que fue prez de los fogones, a un ave destronada de su pináculo de gloria culinaria, que ha pasado de entrar en la cocina altivo y graznando, con sus plumas multicolores, a entrar tímido, silencioso, desplumado y reducido a yacer en lonchas en la bandeja insípida de una gran superficie, como si fuera el cuerpo insepulto de un ajusticiado. ¿Cómo no se ha escrito ya un concierto para piano a cuatro manos dedicado a esta gloria de antaño, humillada hogaño?
La situación actual es por consiguiente de desbarajuste. De un lado, parece predominar la idea de que la comida navideña exige entrar en paisajes inexplorados de la mano de una imaginación juguetona pero no estoy muy seguro de que se trate del camino correcto. De otro, y por si ello fuera poco ¿qué decir de la bebida, territorio apacible en un pasado dominado por el peleón? Hoy, es preciso elegir la zona geográfica y, dentro de ella, la añada que haya emitido fulguraciones más consistentes, o decidirnos por pasar sin trámites a ese cava que es glorioso y vulnerable a un tiempo, símbolo un día de la francachela y de la persecución venturosa de ninfas huidizas. Como se ve, lo único cierto en este embrollo es la complejidad en las decisiones, que han de ser adoptadas además en medio de las grandes catástrofes que nos afligen. Yo pido poco: unos huevos fritos con encaje, patatas fritas de confianza, chorizo sangrante de pasiones y un vino del año, en el que los dioses mimaron las vides.
jueves, 23 de diciembre de 2010
Navidades: un gran invento
Las Navidades son la más creadora invención del ser humano. Ningún acontecimiento del año puede compararse, en originalidad, con la celebración que los humanos hacemos, a los dos mil años, del nacimiento del niño Dios.
Cuando se conmemora una batalla importante o el fin de una guerra victoriosa, de esas en la que el hombre se ha distinguido por su piedad con sus semejantes, se organiza un gran desfile militar, en el que participan unos legionarios tatuados precedidos de una cabra, una banda de música toca enaltecedores pasodobles, se lucen mantillas en las tribunas y a un cura castrense se le deja decir una misa por los caídos que siguen con fervor los que aún están en pie.
Si se quiere recordar el nacimiento de Kant o de cualquier otro pensador terrible, un grupo de sus entusiastas, habitualmente destacados intelectuales que viven de lo que aquel hombre dejó escrito, prepara un congreso en el que se pronuncian conferencias destinadas a analizar tal o cual fragmento de la obra del sabio celebrado y llorado, normalmente financiadas por la Caja de Ahorros, con lo que el lloro resulta menos compungido y más llevadero.
Véase cómo en ambos ejemplos, existe una relación identificable entre aquello que se conmemora y los fastos de la conmemoración.
En las Navidades, no. Porque dígaseme ¿qué relación existe entre el nacimiento del niño Jesús allá en Belén con regalar una pitillera a un pariente próximo? Y el hecho de afanarse medio kilogramo de polvorones ¿tiene alguna conexión, siquiera sea remota, con la venida al mundo del Salvador? Pues qué, rellenar un pobre pavo de castañas, ponerlo al horno y comerlo después con voracidad, en compañía de algunos parientes importunos ¿puede decirse que recuerde en algo aquel humilde y remoto parto? Comprarse una bufanda, jugar a la lotería para atraer al único gordo con prestigio en la sociedad, ir a esquiar a los Alpes, tomar las uvas en un hotel en la poética proximidad del jefe de una entidad bancaria, ¿puede relacionarse con los llantos de un recién nacido y los afanes de una madre sin el consuelo del dodotis?
No. Ni la más fecunda imaginación puede asociarlos. Por eso decía que las navidades son el fruto de la más creadora imaginación del ser humano. Y el definitivo triunfo del Corte Inglés.
Cuando se conmemora una batalla importante o el fin de una guerra victoriosa, de esas en la que el hombre se ha distinguido por su piedad con sus semejantes, se organiza un gran desfile militar, en el que participan unos legionarios tatuados precedidos de una cabra, una banda de música toca enaltecedores pasodobles, se lucen mantillas en las tribunas y a un cura castrense se le deja decir una misa por los caídos que siguen con fervor los que aún están en pie.
Si se quiere recordar el nacimiento de Kant o de cualquier otro pensador terrible, un grupo de sus entusiastas, habitualmente destacados intelectuales que viven de lo que aquel hombre dejó escrito, prepara un congreso en el que se pronuncian conferencias destinadas a analizar tal o cual fragmento de la obra del sabio celebrado y llorado, normalmente financiadas por la Caja de Ahorros, con lo que el lloro resulta menos compungido y más llevadero.
Véase cómo en ambos ejemplos, existe una relación identificable entre aquello que se conmemora y los fastos de la conmemoración.
En las Navidades, no. Porque dígaseme ¿qué relación existe entre el nacimiento del niño Jesús allá en Belén con regalar una pitillera a un pariente próximo? Y el hecho de afanarse medio kilogramo de polvorones ¿tiene alguna conexión, siquiera sea remota, con la venida al mundo del Salvador? Pues qué, rellenar un pobre pavo de castañas, ponerlo al horno y comerlo después con voracidad, en compañía de algunos parientes importunos ¿puede decirse que recuerde en algo aquel humilde y remoto parto? Comprarse una bufanda, jugar a la lotería para atraer al único gordo con prestigio en la sociedad, ir a esquiar a los Alpes, tomar las uvas en un hotel en la poética proximidad del jefe de una entidad bancaria, ¿puede relacionarse con los llantos de un recién nacido y los afanes de una madre sin el consuelo del dodotis?
No. Ni la más fecunda imaginación puede asociarlos. Por eso decía que las navidades son el fruto de la más creadora imaginación del ser humano. Y el definitivo triunfo del Corte Inglés.
sábado, 18 de diciembre de 2010
Real Academia y ortografía
Es de ver el guirigay que se ha formado con el intento de la Academia Española de modificar algunas reglas de la ortografía de nuestra lengua. Al gran sabio que es Salvador Gutiérrez Ordóñez, autor del trabajo filológico, le han llovido rayos cósmicos desde todos los cantones amotinados de las Españas. Como él mismo ha dicho con gracia «algunos han reaccionado como si quitar una tilde fuera algo parecido a cortar un dedo».
¿Qué podemos pensar de esta labor? Pues la verdad es que uno no sabe para qué se esfuerzan los señores de la Docta Casa en tales empeños. Los chicos españoles son víctimas de las reformas y de los planes elaborados por pedagogos a la violeta y además ahora escriben solamente signos en los mensajes de correo electrónico y SMS que es el género literario que cultivan. Bastante tienen las pobrecillas criaturas con saber conjugar el verbo «haber» y con entender el jeroglífico de las palabrejas alumbradas por la alta ciencia pedagógica (los «segmentos», las «habilidades», las «competencias» y otras lindezas).
A ello hay que añadir que una buena porción de ellos ya no estudia el castellano sino el vasco, el gallego, el catalán, el bable, el leonés, etc. Se advertirá pues que las fatigas ortográficas académicas carecen de sentido.
Mejor sería que los académicos dedicaran sus bien aparejadas entendederas a decirnos algo sobre el festival de exóticas expresiones y siglas que salpican las conversaciones de los españoles más enterados. Verbigracia ¿qué debemos pensar cuando un señor nos dice que se ha comprado un coche que lleva ESP, ABS, ASR, EDL y MSR? O que tiene «desbloqueo remoto del respaldo». O árbol de serie para neutralizar el C02. O volante multifunción detector de fatigas... Un amigo mío me ha preguntado hace poco si mi coche incorpora el «asistente de carril» y la radio RCD con lector MP3. Como lo he negado, sólo su educación le ha impedido decirme lo que estaba pensando: que soy un soplagaitas merecedor de un soplamocos.
Pues si de la conversación automovilística pasamos a la económica, de moda por la crisis que han tenido a bien desencadenar los bancos de nuestros pecados y desvelos, nos encontraremos con misterios lingüísticos de parecida envergadura. Un compañero de infancia, que era un muchacho encantador con el que yo intercambiaba cromos y títulos de novelas imprescindibles, hoy es un gestor de carteras y de lo que me habla es de colocarme «SWAPS y ventas PUT». La verdad es que sólo lo intenta porque estoy determinado a no escucharle hasta saber qué piensa el estructuralismo lingüístico de este galimatías.
Hace poco acudo a un cóctel en Bruselas y oigo a un directivo, de esos empedernidos, con las pilas cargadas de dinamismo y fuerza persuasiva, que estaba «dispuesto a aprovechar las sinergias de la fusión de INFINIX Y MOLINIX para ganar continuidad operativa y autenticidad». Ahí queda eso...
Ahora, lo más moderno entre la gente con recursos saneados en Liechtenstein es tener una «hoja de ruta», «conocer el escenario», padecer «jetlag» y apostar por los «unit linked» que aseguran rentas copiosas, dios sabe a costa de qué trapacerías (las descubriremos en breve y sus costes los pagaremos entre todos; no se haga el distraído, lector, usted también).
A la vista de estas circunstancias idiomáticas ¿no les parece a nuestras lumbreras de la Lengua que procede declarar el estado de sitio y fusilar a quienes expulsan estos excrementos? Si así procedieran ya tendrían justificadas las dietas. Y recibirían la recompensa en la morada eterna.
¿Qué podemos pensar de esta labor? Pues la verdad es que uno no sabe para qué se esfuerzan los señores de la Docta Casa en tales empeños. Los chicos españoles son víctimas de las reformas y de los planes elaborados por pedagogos a la violeta y además ahora escriben solamente signos en los mensajes de correo electrónico y SMS que es el género literario que cultivan. Bastante tienen las pobrecillas criaturas con saber conjugar el verbo «haber» y con entender el jeroglífico de las palabrejas alumbradas por la alta ciencia pedagógica (los «segmentos», las «habilidades», las «competencias» y otras lindezas).
A ello hay que añadir que una buena porción de ellos ya no estudia el castellano sino el vasco, el gallego, el catalán, el bable, el leonés, etc. Se advertirá pues que las fatigas ortográficas académicas carecen de sentido.
Mejor sería que los académicos dedicaran sus bien aparejadas entendederas a decirnos algo sobre el festival de exóticas expresiones y siglas que salpican las conversaciones de los españoles más enterados. Verbigracia ¿qué debemos pensar cuando un señor nos dice que se ha comprado un coche que lleva ESP, ABS, ASR, EDL y MSR? O que tiene «desbloqueo remoto del respaldo». O árbol de serie para neutralizar el C02. O volante multifunción detector de fatigas... Un amigo mío me ha preguntado hace poco si mi coche incorpora el «asistente de carril» y la radio RCD con lector MP3. Como lo he negado, sólo su educación le ha impedido decirme lo que estaba pensando: que soy un soplagaitas merecedor de un soplamocos.
Pues si de la conversación automovilística pasamos a la económica, de moda por la crisis que han tenido a bien desencadenar los bancos de nuestros pecados y desvelos, nos encontraremos con misterios lingüísticos de parecida envergadura. Un compañero de infancia, que era un muchacho encantador con el que yo intercambiaba cromos y títulos de novelas imprescindibles, hoy es un gestor de carteras y de lo que me habla es de colocarme «SWAPS y ventas PUT». La verdad es que sólo lo intenta porque estoy determinado a no escucharle hasta saber qué piensa el estructuralismo lingüístico de este galimatías.
Hace poco acudo a un cóctel en Bruselas y oigo a un directivo, de esos empedernidos, con las pilas cargadas de dinamismo y fuerza persuasiva, que estaba «dispuesto a aprovechar las sinergias de la fusión de INFINIX Y MOLINIX para ganar continuidad operativa y autenticidad». Ahí queda eso...
Ahora, lo más moderno entre la gente con recursos saneados en Liechtenstein es tener una «hoja de ruta», «conocer el escenario», padecer «jetlag» y apostar por los «unit linked» que aseguran rentas copiosas, dios sabe a costa de qué trapacerías (las descubriremos en breve y sus costes los pagaremos entre todos; no se haga el distraído, lector, usted también).
A la vista de estas circunstancias idiomáticas ¿no les parece a nuestras lumbreras de la Lengua que procede declarar el estado de sitio y fusilar a quienes expulsan estos excrementos? Si así procedieran ya tendrían justificadas las dietas. Y recibirían la recompensa en la morada eterna.
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