domingo, 26 de diciembre de 2010

Cavilaciones navideñasa

Cuando se acerca la Navidad, una de las más angustiosas cuestiones que se plantea en esta sociedad de la abundancia (para pocos, más bien, los de siempre) es organizar los menús, qué comer, y ahora también qué beber. Hay quien no quiere novedades y se aferra a las tradiciones del pavo o el besugo o a la resurrección de viejas recetas que se guardan de los antepasados y se transmiten de generación en generación como trofeos de una conquista gloriosa y risueña. Mi aplauso para quien así proceda porque debe sentirse orgulloso, fortificado en su parapeto familiar erigido en defensa de la conservación de viejos sabores y de acreditadas sensaciones que han sabido resistir plantando cara al paso trotón de los almanaques. Porque acaso sea cierto que toda innovación es extravío, como aseguraba el profeta Mahoma, o que lo que no es tradición es plagio, según corrigió en forma de jeroglífico nuestro Eugenio d́Ors.

Sin embargo, tengo la sensación de que esta sociedad, que ahuyenta los recuerdos o los traslada a desvanes propios para ocultar cadáveres, está matando las costumbres tradicionales navideñas en punto a organización de las comidas. A este fenómeno contribuye también la rica despensa de que ahora se disfruta durante todo el año, lo que convierte a estas fechas en momentos gastronómicos sin especial significación, privados del esplendor que otorgaba la excepcionalidad en épocas pasadas, más austeras y de mayores privaciones. El pollo que imaginaba Carpanta en sus ensoñaciones es hoy comida de colegios y de enfermos con bacterias muy obstinadas, por lo que su ingesta se ha convertido en un hecho de una vulgaridad apabullante y dilatada, incompatible con una noche estelar. Lo mismo el pavo, vulgarizado en cualquier menú de plato combinado al amparo de las enfermedades que padecen los orondos cerdos y las vacas, necesitadas de tratamiento psiquiátrico como cualquiera de nosotros. Algún día habrá que escribir la oda al pavo, un salmo dedicado a un ave que fue prez de los fogones, a un ave destronada de su pináculo de gloria culinaria, que ha pasado de entrar en la cocina altivo y graznando, con sus plumas multicolores, a entrar tímido, silencioso, desplumado y reducido a yacer en lonchas en la bandeja insípida de una gran superficie, como si fuera el cuerpo insepulto de un ajusticiado. ¿Cómo no se ha escrito ya un concierto para piano a cuatro manos dedicado a esta gloria de antaño, humillada hogaño?

La situación actual es por consiguiente de desbarajuste. De un lado, parece predominar la idea de que la comida navideña exige entrar en paisajes inexplorados de la mano de una imaginación juguetona pero no estoy muy seguro de que se trate del camino correcto. De otro, y por si ello fuera poco ¿qué decir de la bebida, territorio apacible en un pasado dominado por el peleón? Hoy, es preciso elegir la zona geográfica y, dentro de ella, la añada que haya emitido fulguraciones más consistentes, o decidirnos por pasar sin trámites a ese cava que es glorioso y vulnerable a un tiempo, símbolo un día de la francachela y de la persecución venturosa de ninfas huidizas. Como se ve, lo único cierto en este embrollo es la complejidad en las decisiones, que han de ser adoptadas además en medio de las grandes catástrofes que nos afligen. Yo pido poco: unos huevos fritos con encaje, patatas fritas de confianza, chorizo sangrante de pasiones y un vino del año, en el que los dioses mimaron las vides.

2 comentarios:

  1. Profesor Sosa Wagner
    ¡Pues no pide usted nada! ¡Unos huevos fritos (sin sabor a pienso compuesto, supongo ), y con encaje!
    Que han desaparecido de las cartas en los restaurantes, excepto en algunos de pueblo, que mantienen su gallinero propio...

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  2. Mira yo ya he comido de todo y bebido los más distintos licores y vinos por lo tanto no me hables de comida en esta noche de Navidad porque me da igual lo que pongas.

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