Hace unos días publicó La Nueva España esta Sosería mía.
Es verdad que la barba en la actualidad carece de la perdurabilidad que
tuvo tiempo ha pues bien sabemos que, en el pasado, cuando un varón
decidía dejársela, se trataba de algo duradero, no sujeto a vaivenes
pasajeros ni a modas inconstantes. Y así, cuando pensamos en personajes
como Olózaga o Sagasta o Menéndez y Pelayo, los tenemos en la mente
siempre con su barba pues fueron muy fieles a su desparrame capilar. Y
de él hicieron incluso su particular seña de identidad.
Se
convendrá conmigo que esta sostenida convicción sobre la barba
desapareció hace tiempo de suerte que hoy podemos ver a un personaje
lampiño un día y barbado al mes siguiente y viceversa. Sin que a la
mutación nadie le conceda la menor importancia. Con ello, se ha ganado
en desconcierto pero se ha perdido, claro es, en seriedad pues la barba
queda degradada a la condición de objeto de quita y pon, de disfraz
efímero. Pasa como con los tatuajes a los que dediqué mi reflexión
soseril hace unos meses: también ellos aparecen y desaparecen con la
fluidez de la máscara de un cómico en un tablado.
Es -se me dirá- el signo de los tiempos pues todo en él es volátil como una cotización de bolsa o el toque del desodorante.
Esta
sesuda cavilación sobre la barba viene a cuento porque veo desde hace
poco a nuestro joven príncipe de Asturias, heredero de la corona de
España, luciendo una barba poblada. Y me pregunto si estamos ante un
postizo inconsistente, inspirado en la frívola coyuntura de una foto en
el «Hola», o ante una decisión regia tomada con firmeza y vocación de
estabilidad. Una decisión de las que otorgan carácter y temple. Porque
de un príncipe se espera coherencia y, pues que hablamos de barbas,
coherencia capilar.
Carezco de autoridad para inmiscuirme en
sus opciones estéticas pero me permito hacerle ver, desde el respeto,
que, si persiste en exhibirse con barba, rompe con la tradición
borbónica pues desde Felipe V para acá los reyes no llevaron barba.
Gastaron peluca, que era lo propio del barroco, pero no barba. Alfonso
XII, en el siglo XIX, lució, sí, unas enormes patillas y un aparatoso
bigote pero no barba propiamente dicha. Y lo mismo puede decirse de
Alfonso XIII, aunque este fue más inconstante con sus añadidos capilares
fiel a su condición de regio botarate.
Sepa pues don Felipe
que, con su barba, engarza con las personas reales de la casa de Austria
pues tanto el emperador Carlos (ahí está Tiziano para corroborarlo)
como los Felipes hasta el cuarto gastaron barba hirsuta interrumpiéndose
la tradición solo con Carlos II (a Carreño me remito) pero para este
soberano la ausencia de barba era una carencia más de su particular
colección de descuidos.
Y asimismo enlaza nuestro don Felipe
con los reyes godos -la lista famosa de nuestras tribulaciones
infantiles- pues casi todos aquellos fugaces monarcas fueron imponentes
barbados: los Eurico, Alarico, Gundemaro, Witiza, etc.
¿Es
todo ello puro chascarrillo? De ninguna manera. Antes, al contrario, se
impone una meditación severa sobre estos símbolos. Porque es bien sabido
que políticos hay en la actual España que sueñan con reeditar los modos
austriacos para edificar sus aspiraciones nacionalistas por lo que
sería prudente no ofrecerles fáciles remembranzas.
A menos
que la actual barba principesca sea heredera de la muy simpática de los
reyes magos y entonces sería una imagen de sencilla decoración, de
presencia tranquilizadora y acogedora, de discursos de humo, de palabras
esponjosas e inofensivas...
domingo, 30 de diciembre de 2012
viernes, 21 de diciembre de 2012
Apariciones y desapariciones. Carta a Benedicto XVI
Hace unos días publicó La Nueva España esta Sosería mía.
Las épocas floridas son de mucha imaginación y nos traen, junto a grandes creaciones artísticas -en la pintura, en la literatura, en el ars amandi, en los fogones, etcétera-, también espectaculares apariciones, y la religión en esto nos enseña mucho. Apariciones como las de la Virgen, señora de los reinos, en praderías floridas o con una fuente o en un clarear del bosque, siempre nimbada la Señora de bellas luces, de cielos vestidos de estrellas, o por un sol pletórico de quilates: acá era la de Fátima; allá, la de Lourdes; o la de la Sierra, o la del Valle, todas hermosas y derramando bendiciones y triunfos, perpetuamente renovados, entre los mortales.
Son momentos de gozo los que propician estas imágenes, mezcla de quimera y ensueño, un torbellino que alienta e ilumina la fantasía. Pero para verlas es indispensable gozar de la necesaria predisposición para ello. Quiero decir que el ciudadano que no ve más allá de sus narices de besugo consumado, de adocenado espectador del esfuerzo ajeno, quien no es capaz de recrearse en naderías, en vagos placeres, inútiles como un editorial de periódico o una de estas «Soserías», ése no es capaz de reparar en la cercanía de un ser quimérico junto a él y sería capaz incluso de darle un papirotazo y apartarlo para afanarse en cualquier prosaica diligencia bancaria o bursátil. Sépase que no hay remedio con estos sujetos que disfrutan yendo de un lado para otro con ojos de vacua concentración, o lo pasan pipa «estando reunidos» o en permanente e infecunda agitación.
Pues lo importante en la vida es llenarla de caprichos, de paparruchas doradas, de humor inofensivo, de felicidades sencillas y por eso es tan beneficiosa la existencia de historias bien urdidas como éstas de las apariciones de las Vírgenes o los milagros del Nuevo Testamento, hallazgos insuperables con los que nutrimos lo mejor de nosotros siendo todo lo demás -la realidad y sus aledaños- peña hiriente, pantano lóbrego, el disfavor de los dioses.
Por eso no perdono al Santo Padre que nos derribe los mitos y esas cándidas creencias que nos han permitido mantenernos erguidos. Y es que Benedicto se solaza anunciando desapariciones y así, ayer, nos confesó que el infierno no existe. Claro que no, ilustre catedrático de Teología, ya lo sabíamos, todos éramos conscientes de que se trataba de un truco para asustar y sacarnos los cuartos; pero era tan eficaz, tan lleno de resonancias literarias desde que leímos a Dante con sus círculos, y sus reyes y sus papas y sus traidores y toda aquella gentuza cuya vida ultraterrena entre llamas nos complacía y
nos ayudaba a
soportar la terrena... Pues, desde hace unos años, esta maravilla de la
ilusión, el papa Benedicto, apoyado en sus selectos saberes, nos la
suprime y encima le pone notas a pie de página. Esto es una crueldad
innecesaria, señor Padre Santo.
Que se la podríamos perdonar si no se le hubiera ocurrido hace unos días otra desaparición. Pues ¿qué autoridad tiene Su Santidad para, de un papirotazo, desmontarnos el belén suprimiendo el burro y el buey del portal navideño? También sabíamos que estos mamíferos en el trance natalicio eran puro embeleco, tan ingenuos no somos, pero ¿qué necesidad había de hacernos caer del burro? Ninguna, acaso un prurito de pureza teológica, apta para sacar una cátedra o escribir un doctorado, pero inservible para fantasear.
La religión -parece mentira tener que recordárselo, Sabio y Santo Padre- es una fantasía, pura inspiración, la poesía que alfombra el camino hacia la Gloria.
Las épocas floridas son de mucha imaginación y nos traen, junto a grandes creaciones artísticas -en la pintura, en la literatura, en el ars amandi, en los fogones, etcétera-, también espectaculares apariciones, y la religión en esto nos enseña mucho. Apariciones como las de la Virgen, señora de los reinos, en praderías floridas o con una fuente o en un clarear del bosque, siempre nimbada la Señora de bellas luces, de cielos vestidos de estrellas, o por un sol pletórico de quilates: acá era la de Fátima; allá, la de Lourdes; o la de la Sierra, o la del Valle, todas hermosas y derramando bendiciones y triunfos, perpetuamente renovados, entre los mortales.
Son momentos de gozo los que propician estas imágenes, mezcla de quimera y ensueño, un torbellino que alienta e ilumina la fantasía. Pero para verlas es indispensable gozar de la necesaria predisposición para ello. Quiero decir que el ciudadano que no ve más allá de sus narices de besugo consumado, de adocenado espectador del esfuerzo ajeno, quien no es capaz de recrearse en naderías, en vagos placeres, inútiles como un editorial de periódico o una de estas «Soserías», ése no es capaz de reparar en la cercanía de un ser quimérico junto a él y sería capaz incluso de darle un papirotazo y apartarlo para afanarse en cualquier prosaica diligencia bancaria o bursátil. Sépase que no hay remedio con estos sujetos que disfrutan yendo de un lado para otro con ojos de vacua concentración, o lo pasan pipa «estando reunidos» o en permanente e infecunda agitación.
Pues lo importante en la vida es llenarla de caprichos, de paparruchas doradas, de humor inofensivo, de felicidades sencillas y por eso es tan beneficiosa la existencia de historias bien urdidas como éstas de las apariciones de las Vírgenes o los milagros del Nuevo Testamento, hallazgos insuperables con los que nutrimos lo mejor de nosotros siendo todo lo demás -la realidad y sus aledaños- peña hiriente, pantano lóbrego, el disfavor de los dioses.
Por eso no perdono al Santo Padre que nos derribe los mitos y esas cándidas creencias que nos han permitido mantenernos erguidos. Y es que Benedicto se solaza anunciando desapariciones y así, ayer, nos confesó que el infierno no existe. Claro que no, ilustre catedrático de Teología, ya lo sabíamos, todos éramos conscientes de que se trataba de un truco para asustar y sacarnos los cuartos; pero era tan eficaz, tan lleno de resonancias literarias desde que leímos a Dante con sus círculos, y sus reyes y sus papas y sus traidores y toda aquella gentuza cuya vida ultraterrena entre llamas nos complacía y

Que se la podríamos perdonar si no se le hubiera ocurrido hace unos días otra desaparición. Pues ¿qué autoridad tiene Su Santidad para, de un papirotazo, desmontarnos el belén suprimiendo el burro y el buey del portal navideño? También sabíamos que estos mamíferos en el trance natalicio eran puro embeleco, tan ingenuos no somos, pero ¿qué necesidad había de hacernos caer del burro? Ninguna, acaso un prurito de pureza teológica, apta para sacar una cátedra o escribir un doctorado, pero inservible para fantasear.
La religión -parece mentira tener que recordárselo, Sabio y Santo Padre- es una fantasía, pura inspiración, la poesía que alfombra el camino hacia la Gloria.
martes, 11 de diciembre de 2012
Europa y los nacionalismos
(Ayer día 10 publicó el periódico El Mundo este artículo mío).
Menos en España, más bien pobre en este
género, se multiplican por Europa las reflexiones sobre el futuro de las
instituciones europeas, de las naciones y los Estados que las han encarnado, de
la democracia, de los sistemas electorales, a la búsqueda de modelos que no
signifiquen invariablemente la tergiversación de la voluntad popular.
En este sentido resultan interesantes las
reflexiones contenidas en el Manifiesto que han firmado conjuntamente Daniel
Cohn-Bendit y Guy Verhofstadt, presidentes de los grupos verde y liberal, respectivamente,
en el Parlamento europeo. Se trata de dos personalidades relevantes de la
escena europea que tienen tras de sí un pasado conocido: el primero, iniciado
en las famosas jornadas parisinas de mayo del 68, luego continuado en una labor
sostenida de eficaz crítica social plasmada en libros y en el activismo
político; el segundo ha sido varios años presidente del Gobierno belga, un
oficio truculento que solo se desea a los enemigos muy encarnizados. En
cualquier caso, ambos exhiben una vida polémica, la única que merece la pena
pues es rica en proteínas y elimina el ácido úrico. Hoy, ambos, representan a
millones de ciudadanos europeos que han votado sus concepciones de la política
y de la sociedad.

Y más adelante: “La identidad nacional es el
nuevo rostro del nacionalismo. Es el último disfraz de la ideología
nacionalista ... Lejos de nosotros la idea de que no exista una identidad o de
que carezca de importancia. Al contrario: es el alma misma de cada individuo.
Lo que combatimos es la manera como se manipula para ser utilizada en beneficio
de sus representaciones nacionalistas y esclerotizadas de la sociedad. O,
todavía más grave, para crear categorías artificiales entre las personas y así
mangonear las sociedades ... Frente a los desequilibrios de la actual
globalización económica y financiera, Europa debe promover sus valores
sociales, ecologistas y políticos. Europa debe acabar lo que ha iniciado
durante los siglos precedentes y completar la mundialización. Para lograrlo se
debe cumplir una condición ineludible: Europa debe, de una vez por todas, liberarse
de sus demonios nacionalistas”.
En un momento de la entrevista con Quatremer,
Daniel Cohn-Bendit reitera: “no se puede negar que emerge un egoísmo regional.
Como el Estado-Nación no es capaz de protegernos frente a la mundialización,
algunos piensan que un espacio más pequeño será más eficaz ... esto es
evidentemente falso: el espacio regional no ofrece ninguna protección
suplementaria, es justamente lo contrario. Si un Estado no es capaz de resistir
frente a la mundialización, ¿cómo lo podrá hacer una región pequeña? El espacio
adecuado es solo el europeo que es el único que nos permitirá defender nuestro
modo de vida frente a los otros grandes espacios continentales”.
Bien claritos, como se ve, los disertos
europeístas Daniel Cohn-Bendit y Guy Verhofstadt. Lástima que unas
declaraciones tan contundentes se hallen en absoluta contradicción con la
presencia en sus filas en el Parlamento europeo de diputados españoles y de
otros países que defienden justamente las posiciones nacionalistas que ellos tan
brillantemente combaten: de palabra en el hemiciclo y con la pluma en este
Manifiesto. En el caso de los verdes, en el Parlamento europeo, forman además
coalición con la “Alianza libre europea”, una organización política que acoge a
"los partidos políticos que tienen como referente el derecho a la
autodeterminación".
Con la edad, todos sabemos que la vida es el
arte de administrar nuestras contradicciones pero, al ser estas tan clamorosas,
convendría que los autores del Manifiesto las explicaran con buena letra y
haciéndose entender.
Otro libro que circula, este por el mundo
germano pues -que yo sepa- solo ha aparecido en alemán, es el escrito por el
periodista y ensayista austriaco Robert Menasse y cuyo título podría traducirse
como “el mensajero europeo” (Der
europäische Landbote). Menasse, según ha contado en entrevistas a los
periódicos, se instaló en Bruselas
porque tenía en la cabeza escribir una novela crítico-satírica de las
instituciones europeas. Pero, al ponerse en contacto con personas que en ellas
trabajan, fue viviendo una transformación intelectual que le ha llevado a
escribir un alegato en su defensa, especialmente de la denostada Comisión, sancta sanctorum o mihrab para muchos indocumentados de burócratas, parásitos y otras
modalidades de insectos hemípteros.
Lo que le ha salido, aunque yo discrepe de
algunas de sus tesis de fondo, es bastante regocijante (“la UE es el infierno
más cool de todos los que existen en
la Tierra”) pero sobre todo es, de nuevo, un alegato en toda la regla contra el
peligro de los nacionalismos porque “una agotada ideología, la identidad
nacional, ha conducido de manera continua a guerras y a cometer delitos contra
la Humanidad ... tener una patria es un derecho de las personas, pero no así
disponer de una identidad nacional”. En este sentido, la UE es justamente el
proyecto para superar esos nacionalismos sangrientos y también los
Estados-Nación que han cumplido ya en Europa su ciclo histórico. Considera
Menasse que es precisamente la democracia “nacional” la que bloquea el
desarrollo de la democracia “trasnacional” de suerte que es imprescindible
encontrar un nuevo modelo democrático que no esté ya unido -como está ahora- a
la idea del Estado nacional.
Si, a lo hasta aquí contado, unimos las voces
de Élie Barnavi, de Edgar Morin, de Ulrich Beck
o las declaraciones muy recientes a la prensa alemana de un
Bernard-Henri Lévy, percibiremos que en efecto estamos en época de extinción de
grandes mamíferos, entre los que ocupan lugar de privilegio los nacionalismos y
sus Estaditos de bolsillo. Una vez yertos, la buena educación impone
enterrarles y dejar caer sobre su tumba una aureola de tinieblas.
domingo, 9 de diciembre de 2012
De la fonda al fondo
(Hace días se publicó esta Sosería en La Nueva España)
Con las estrellas de los hoteles se han perdido los grados, que el lenguaje hacía bien explícitos, en que antiguamente se dividían estos establecimientos y que iban desde la fonda al hotel propiamente dicho pasando por la posada o la pensión. «Vivir de fonda» es algo que todavía se practicaba en los años cincuenta del pasado siglo y «estar de pensión» era propio de estudiantes desplazados que eran muchos cuando no existían más que doce o trece universidades en toda España como antes era la casa de pupilaje del «Buscón».
Las fondas -como las posadas ligadas al servicio de postas- salen mucho en las novelas antiguas y despiden un olor a guiso, a cocina de muchas fritangas, a comedor con una mesa larga en la que convivían el trajinante con el maestro acabado de llegar o el cura y a veces personajes más aventureros, pongamos un titiritero o un trotamundos. El ama o la criada iban y venían con los pucheros y en ese trajín anotaban las amistades y las enemistades que se iban tejiendo entre sus pupilos, que a veces fructificaban en amoríos fugaces o consistentes y sacramentados por todo lo alto y a golpe de incensario.
¿Quién va hoy a una fonda? Nadie imagina que un «tour operator» ofrezca en sus programas una fonda, pues se consideraría una ofensa a los modernos viajeros tan atildados como nos hemos hecho y con ese golpe de cursilería que gastamos al distinguir añadas por el olfato y al saber calificar los platos que llaman «de autor».
Pero el lenguaje crea sus compensaciones y ya que no hay fondas tenemos fondos: fondos de rescate, fondos del mecanismo de estabilidad financiera, de garantía salarial, de inversión mobiliaria e inmobiliaria, de pensiones, de riesgo, de muy alto riesgo... y el gran fondo que en rigor es un hondón sin fin, el Fondo Monetario Internacional, en cuyos muros lloran como plañideras todos los gobernantes arruinados del mundo. Allí pasan el platillo de la misericordia como el desahuciado de la sociedad lo hace a la puerta de la catedral. Vivimos pendientes del fondo y ¡ay como se desfonde el fondo o como toquemos fondo! Si tal ocurre, todo se habrá ido precisamente al fondo.
Así como en materia de fondas hemos
perdido, en achaque de fondos hemos ganado en barroquismo. Pues hasta
hace bien poco los únicos fondos eran los «de reptiles» que existían en
todos los ministerios para retribuir la zalamería que un plumilla
dirigía a un diputado de la mayoría o al ministro. Entre los papeles del
ilustre prócer asturiano José Posada Herrera, ministro de la
Gobernación en el siglo XIX, yo encontré los recibos de las cantidades
que don José hacía llegar a honrados padres de familia que habían de
poner su pluma, buril pensado para cincelar delicados sonetos, al
servicio de un idiota que, en una carambola de gobierno, se había hecho
con la cartera de Fomento. A Max Estrella, en las «Luces»
valleinclanescas de Bohemia, su amigo el ministro le ofrece una cantidad
procedente del socorrido fondo de reptiles, que Max acepta asegurando
que es un canalla y además porque no quería salir de este mundo sin
poner la mano en el dichoso y codiciado fondo. Y es que como hay un
socorro «rojo» debe haber -y a mucha honra- un socorro de bohemiazos sin
remedio.
Se advertirá cómo el lenguaje se desvanece entre tecnicismos de badulaques porque ¡qué acierto lingüístico unir a los reptiles con los dineros oscuros! Hoy, sin embargo, empleamos términos embrollados como el rescate, la estabilidad, la inversión, el riesgo y por ahí seguido para designar un enredo opaco y laberíntico en el que vivirían bien a gusto los reptiles.
Con las estrellas de los hoteles se han perdido los grados, que el lenguaje hacía bien explícitos, en que antiguamente se dividían estos establecimientos y que iban desde la fonda al hotel propiamente dicho pasando por la posada o la pensión. «Vivir de fonda» es algo que todavía se practicaba en los años cincuenta del pasado siglo y «estar de pensión» era propio de estudiantes desplazados que eran muchos cuando no existían más que doce o trece universidades en toda España como antes era la casa de pupilaje del «Buscón».
Las fondas -como las posadas ligadas al servicio de postas- salen mucho en las novelas antiguas y despiden un olor a guiso, a cocina de muchas fritangas, a comedor con una mesa larga en la que convivían el trajinante con el maestro acabado de llegar o el cura y a veces personajes más aventureros, pongamos un titiritero o un trotamundos. El ama o la criada iban y venían con los pucheros y en ese trajín anotaban las amistades y las enemistades que se iban tejiendo entre sus pupilos, que a veces fructificaban en amoríos fugaces o consistentes y sacramentados por todo lo alto y a golpe de incensario.
¿Quién va hoy a una fonda? Nadie imagina que un «tour operator» ofrezca en sus programas una fonda, pues se consideraría una ofensa a los modernos viajeros tan atildados como nos hemos hecho y con ese golpe de cursilería que gastamos al distinguir añadas por el olfato y al saber calificar los platos que llaman «de autor».
Pero el lenguaje crea sus compensaciones y ya que no hay fondas tenemos fondos: fondos de rescate, fondos del mecanismo de estabilidad financiera, de garantía salarial, de inversión mobiliaria e inmobiliaria, de pensiones, de riesgo, de muy alto riesgo... y el gran fondo que en rigor es un hondón sin fin, el Fondo Monetario Internacional, en cuyos muros lloran como plañideras todos los gobernantes arruinados del mundo. Allí pasan el platillo de la misericordia como el desahuciado de la sociedad lo hace a la puerta de la catedral. Vivimos pendientes del fondo y ¡ay como se desfonde el fondo o como toquemos fondo! Si tal ocurre, todo se habrá ido precisamente al fondo.
Se advertirá cómo el lenguaje se desvanece entre tecnicismos de badulaques porque ¡qué acierto lingüístico unir a los reptiles con los dineros oscuros! Hoy, sin embargo, empleamos términos embrollados como el rescate, la estabilidad, la inversión, el riesgo y por ahí seguido para designar un enredo opaco y laberíntico en el que vivirían bien a gusto los reptiles.
domingo, 2 de diciembre de 2012
Tatuajes
Hubo un tiempo en que, al menos entre
nosotros, el tatuaje fue marca propia de los condenados a largas penas de
prisión y se veía como lógico pues estos desdichados entretenían sus ocios
carcelarios dejándose pintar la piel por otro recluso que no habiendo podido
pintar la familia de Carlos IV porque llegaba tarde, pintaba en un brazo una
sirena u otro ser quimérico o un diablo monstruoso, recursos estos frecuentes
pues el encierro enferma la imaginación y propende a dirigirla hacia
extravagancias. También era propio el tatuaje entre las gentes de mar
acostumbradas a ver pasar las aves por el cielo en ardores de hoguera, y pasear
los puertos rudos y visitar los prostíbulos amarillentos de orines.
El tatuaje ha estado ligado entre nosotros a
las gentes del bronce, es decir, a gentes despachadas y prontas a la pendencia.
Aunque es verdad que tatuajes y por tanto
tatuados ha habido muchos a lo largo de la historia de la Humanidad y en
algunas civilizaciones han tenido una función mágica pues se le atribuían
efectos protectores frente al infortunio o eran considerados como rito de paso
entre la niñez y la pubertad. Se sabe que en determinados ambientes, en cuanto
el nene cumplía doce años, se le regalaba un rifle para cazar y se le pintaba
en un muslo una gacela herida. A veces el lugar elegido era un miembro al que
se suele dar un uso más íntimo.
Pensando en este grave asunto de los
tatuajes, me doy en imaginar, en islas remotas de cielos paralizados, a bellas
muchachas tatuadas. Chicas hermosas de la Polinesia, las que pintaba Paul
Gauguin con el falo, esas criaturitas estoy seguro que llevaban tatuajes
enrevesados y soñadores en su piel tersa, que era - al menos así lo creo- piel
de sacramento recién administrado, piel tibia en la que se habían desposado la
excitación y el temple. Serían tatuajes en relieve, mórbidos, terapéuticos:
¡cómo galopan mis sentidos imaginando a estas hechuras tatuadas!
Pero, ay, vuelvo a la realidad y pienso en
los tatuajes que los nazis marcaban a los prisioneros de los campos de
concentración para eternizar en ellos la condena y dejarles en la piel un
número con calambres de humillación. Esos tatuajes son ominosos y nos traen
recuerdos a los huevos podridos que deja el ave ponzoñosa de la
intolerancia.
En la sociedad actual el tatuaje ya no es
propio de las gentes del bronce que antes evocaba ni de los marineros o los
sentenciados por estupro sino de los banqueros, de los empleados de las
agencias de rating, de las nadadoras
olímpicas, de los brokers (que no sé lo que son pero me suenan a oficio
pavoroso unido al mundo sórdido de las bolsas) y hasta estoy por pensar que los
notarios y los profesores de instituto llevan un tatuaje pintado en salva sea
la parte. Tampoco el tatuaje es hoy eterno sino superficial de manera que quien
hoy se pinta un dragón comiéndose a un niño, mañana lo cambia por un velero
llegando a las costas de Sicilia.
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