domingo, 17 de junio de 2012

La compañía Iberia y el ketchup


Esta es la última Sosería que me ha publicado La Nueva España


No hace mucho me refería al honor de la patata frita y hoy me veo obligado a volver sobre esta filigrana del quehacer humano pues el cerco que se cierne sobre ella es cada vez más estrecho.
Como se sabe, cuando a la patata frita se le añaden unos huevos, aceite y sal (a veces también cebolla) sale la tortilla de patata, suprema creación de los fogones y verdadera seña de identidad de la cocina española. Nunca he entendido cómo los italianos han conseguido colocar su pizza en el mundo entero y ahora los turcos su kebab y nosotros no lo hemos logrado (o ni siquiera lo hemos intentado) con nuestra tortilla de patatas. O con nuestras empanadas a las que algún día será necesario dedicar una sosería de lujo.
Debería crearse una Orden específica consagrada a la gloria de la tortilla de patata y organizar romerías y peregrinaciones a los lugares de culto a la tortilla. Adviértase que esta tortilla se llama “española” desde hace varios siglos y compárese con la que lleva el adjetivo “francesa” desde hace también mucho tiempo. No hay color entre ellas: la francesa es escueta, le falta imaginación y altura de miras; la española es heroica, lleva consigo el alma del alboroto que ha producido en la cocina, y acumula secretos y delicias. No hay dos familias españolas que la hagan igual y eso es ya una muestra innegable de su genialidad porque esta cualidad se predica precisamente de lo irrepetible. Se puede estar comiendo tortilla de patatas todos los días pero, si se hace en casas distintas, el sabor, la textura, la mixtura de sus elementos, la color misma, todo será distinto como distintas son las olas que se acogen a la orilla o al acantilado por más que vengan engendradas por las mismas alcobas del mar y el mismo viento.
La tortilla admite cientos de miradas y también miles de exigencias. La tortilla de patatas tiene algo de eucaristía, de sacramento pues ¿qué es sino un signo de la gracia a través del cual se accede a una vida que, por él, cobra mayor plenitud?
Si pienso todo esto y soy capaz de teorizarlo, se comprenderá la cara que puse cuando, viajando recientemente en avión, me ofrecieron -¡y encima previo pago!- un bocadillo de tortilla de patatas con ketchup. Alguien me dirá: “bah, sería en alguna compañía aérea extranjera o incluso protestante”. Pues no, en la mismísima IBERIA, la que lleva los colores de la bandera de España en sus aviones, la que pasea la españolidad por los cinco continentes, esa empresa, que tan bien nos trata en otras ocasiones, se permite mancillar el honor de la españolísima tortilla de patatas mezclándola con el ketchup.
Entiendo que las personas más sensibles desconocerán qué es el ketchup. Les explicaré que se trata de una salsa de tomate de origen americano condimentada con vinagre, azúcar, sal y algunas especias. El resultado es algo vulgar, propio para mezclarlo con alimentos apócrifos, con productos de una imaginación culinaria degradada y sin músculo.
Nunca ¡con la tortilla de patatas! Esto es una indecencia y solo por eso merecería la compañía IBERIA ser llevada ante los tribunales de justicia, ante los servicios de la competencia y ante los confesonarios más puntillosos. No se puede ofender a la tortilla de patatas de esta manera tan agresiva y, además, tan gratuita. ¿A qué viene esta mezcla ignominiosa? ¿Es una burla, un insulto, una afrenta inspirada por alguien que quiere contribuir a arruinar el prestigio de España? ¿Es la vuelta a la leyenda negra solo que ahora pintada de ese abominable color rojizo?
Mediten los facedores de este entuerto el atropello que han cometido y reparen el daño causado rindiendo un homenaje a la tortilla de patatas española e invocando al demonio para que se lleva a las entrañas de su imperio esa bastarda combinación que han tenido el tupé de ofrecer a sus indefensos viajeros. 
 
 
 

sábado, 9 de junio de 2012

El honor de la patata frita

 
No, no y no. Se impone proclamar de una forma rotunda que no siempre la ayuda a la investigación es un elemento indispensable para el progreso de una sociedad. Es esta una cantinela que estamos escuchando ahora -con motivo de la crisis- con una insistencia que aturde, desgasta y aburre. Pues no hay experto, gurú o sacerdote de las nuevas tecnologías que no nos la canten a diario en español y aun en los idiomas más peregrinos del mundo.
 
¿A qué viene esta afirmación mía tan heterodoxa?
 
Para entendernos conviene que recordemos previamente qué es una patata frita.  De entre el rico prontuario de creaciones que la cocina internacional nos ofrece, la patata frita se alza como una de las más selectas, más distinguidas y más sabrosas. Me refiero, claro es, a la patata frita española, la que se produce a base de nuestras inmejorables patatas y nuestro aceite, ese producto milagroso que es vida frágil y color cifrado, un misterio de la naturaleza que solo un poeta de verso terso podría cantar adecuadamente. Hablamos además de esa patata que se fríe en una de nuestras sartenes tradicionales, artefactos antiguos que hemos recibido de las manos temblorosas de la Historia y que tienen como misión adorar las lumbres y dorar las patatas.
 
No aludo pues a las patatas fritas hechas sobre un producto congelado, que es como un ser  insepulto, insípido y escorbútico. Pues ha de saberse que en los países centroeuropeos se permiten el lujo de afrentar a la patata metiéndola en un congelador días y días ... un crimen este que se encuentra entre los más aflictivos que conozco. Al verlas así maltratadas, yo me desespero y me doy en cavilar qué autor o qué religión justificarán estas tropelías cometidas impunemente contra los ritos más excelsos.
 
Estamos pues ante las patatas fritas tal como se producen y consumen entre nosotros. Que, acompañadas de unos huevos también fritos, se convierten en un universo para la boca dichosa que los disfruta, en la cumbre de los placeres afectantes a la bucólica que es como llama Cervantes a los achaques del comer.
Pues bien, ahora, unos investigadores ociosos se han preguntado la razón por la cual no es posible comer una sola patata frita. Es decir, se enfrentan al hecho natural de que, quien come una patata frita, lo que desea es seguir comiéndolas: desordenamente y con desafuero. A estos energúmenos, esta sensatísima inclinación humana les parece mal y la atribuyen a la acción de los “endocannabinoides” (así, como suena), unas sustancias que al parecer nuestro propio organismo genera y cuyas características químicas son similares al componente activo de la marihuana.
 
Los tales “endocannabinoides” son factores poderosos para desencadenar la gula, proceso químico que empieza en la lengua y termina en el cerebro adonde llega la orden bendita de comer patatas fritas y jamón. 
 
Es decir, lo que a cualquier persona bien constituida le parece normal y plausible, a estos científicos les suena a aberración de la humana naturaleza y es por ello por lo que se afanan en crear unos fármacos que permitan bloquear los receptores de “endocannabinoides”. ¿Se da cuenta el lector de lo que estamos hablando? De tomar unas pastillas ¡para obstaculizar nuestro sano apetito de patatas fritas! Unas pastillas que habríamos de añadir a las de la lucha contra el colesterol, el ácido úrico, la desgana en el trance mingitorio ... etc. 
 
En este despropósito emplean el dinero ciertos centros de investigación. Se verá ahora la razón del grito contrario a la investigación con el que he abierto esta Sosería. Que cierro con el deseo de que el fracaso más sonado corone los lamentables esfuerzos de estos desaprensivos.

viernes, 1 de junio de 2012

Arquitectos para Europa


(El jueves día 31 de mayo me publicaron este artículo en el periódico El Mundo).

La foto ha sido demoledora: de los prebostes reunidos en la residencia de Obama, seis representaban a Europa. Allí estaban Barroso, van Rompuy, Merkel,  Hollande, Monti y Cameron, es decir la Comisión europea, el Consejo europeo, más cuatro presidentes de Gobiernos europeos. Además, para confundir con mayor eficacia al interlocutor, sostenían opiniones divergentes.

Claro que esta última sesión del G8 a la que aludo no aportaba, en este punto, novedad relevante. Solo que, chorreando crisis económica como chorreamos, la visión de tal galimatías se hace más lacerante. Y pone de manifiesto, aun para las personas duras de oído, la necesidad de meditar sobre las estructuras políticas y administrativas en las que cristaliza el gobierno europeo.


Tampoco esto es nuevo pues esa meditación y el empeño por pensar y repensar viene siendo  constante desde hace medio siglo. En rigor, nunca se ha interrumpido. Probablemente porque, herederos como somos de Jean Monnet, todos nos acordamos de aquellas palabras suyas que tienen aire de canto profético: “Europa se hará en las crisis y será al cabo la suma de las soluciones que se diseñen para esas crisis”.  

Gentes que piensen cómo avanzar y no perder el equilibro impuesto por intereses tan contrapuestos, países tan distintos y culturas tan variadas, las hay por docenas. Las ideas florecen por aquí y por allá, no es elocuencia lo que falta precisamente. Es verdad que algunas  voces recuerdan a las de los arbitristas que, en el siglo XVII, fueron satirizados por la pluma de Quevedo. Pero las más proceden de personas con las entendederas bien aparejadas, con experiencia y saberes, personas que saben hacer encajes de bolillos, esos que tanta fama han dado a Bélgica. A veces pienso que la selección de este país como epicentro de las instituciones europeas no es una casualidad sino que está ligada precisamente a su crédito a la hora de confeccionar estas filigranas.


Pues bien, de los proyectos que están lanzándose a la marejada de la opinión pública quiero seleccionar algunos por la autoridad que ostentan quienes los formulan. Así, por ejemplo, el de Viviane Reding hecho público en la prensa alemana a principios del pasado mes de marzo. Esta mujer, luxemburguesa, es en la actualidad comisaria y vicepresidenta de la Comisión europea en la que se ocupa de la Justicia y los derechos fundamentales. En el documento citado propone que, en las próximas elecciones europeas, a celebrar en 2014, los partidos políticos presenten un candidato para presidir la Comisión. Después el vencedor deberá recabar el respaldo del Parlamento europeo. Esa misma persona ostentará además la presidencia del Consejo europeo.

Como se advertirá, con esta sencilla alteración, conseguiríamos suprimir de la foto del G8 más arriba citada a una persona al quedar los señores Barroso y van Rompuy fundidos en uno tal cual si de un nuevo misterio teológico se tratara. Un avance ciertamente.

Este Presidente debería -siempre según la señora Reding- convocar una Convención que atribuiría al Parlamento europeo la iniciativa legislativa -de la que hoy carece, como se sabe- y además la elección de los miembros de la Comisión europea (hoy confiada a la propuesta de los Estados miembros). Al Presidente de la Comisión europea debería atribuírsele la facultad de disolver el Parlamento al modo como es habitual en los parlamentos nacionales.

Para que el plan Reding funcione es necesario que cada familia política europea -socialista, liberal etc- se una, más allá de las fronteras nacionales, en torno a una persona que será, si gana, el llamado a recabar la confianza del Parlamento. Como se exigiría una reforma de los Tratados, esta debería coronarse con un referéndum celebrado en toda Europa aunque en condiciones distintas de las muy chapuceras que han dominado tales consultas hasta la fecha.

La otra propuesta reciente procede del bien dinámico -pese a sus limitaciones físicas- ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble. La ha formulado con ocasión de la entrega del premio Carlomagno en la ciudad de Aquisgrán.

A su juicio, las reformas de la arquitectura institucional de la Unión deben hacerse efectivas para las elecciones de 2019 aprovechando la circunstancia de que en cinco años el actual -y mal llamado “pacto fiscal”, en rigor, pacto “presupuestario”- ha de incluirse en el Tratado de Lisboa. Esa sería la ocasión para actuar y conseguir algunos objetivos importantes: los ciudadanos europeos deberían elegir de forma directa al presidente de la Comisión; los Estados deberían renunciar al derecho de enviar, cada uno de ellos, un comisario para formar parte de la Comisión, con lo que se reduciría su número y se ganaría en cohesión; en fin, el Parlamento actual debería completarse con una segunda Cámara que representara -con decreciente proporcionalidad- a los Estados. Es evidente que Schäuble tiene en la cabeza el modelo, no del Senado americano, sino el del Bundesrat alemán.

Como desaparecería el Consejo europeo tal como hoy funciona, sería necesario, de un lado, cambiar muchas de las normas que hoy disciplinan la distribución de competencias y, de otro, resolver si subsistiría el actual sistema de presidencias rotatorias de los Estados. Estos “detalles” se tratan de forma muy desdibujada en el discurso del ministro alemán. Tampoco se aclara qué tipo de mayoría sería necesaria para esa elección directa del presidente de la Comisión ni si sería obligada una segunda vuelta en caso de no conseguirla ninguno de los candidatos, lo que conduciría a una nueva movilización de varios cientos de millones de electores.

En marcha hay otras iniciativas. Tal la que protagoniza el ministro de Asuntos Exteriores alemán Guido Westerwelle quien convoca a algunos de sus homólogos para discutir estas cuestiones de arquitectura institucional, entre ellos al español García Margallo, buen conocedor de Europa. Westerwelle ha dicho al periódico alemán Die Zeit, que quiere “un presidente de la Unión europea elegido directamente por los electores pues en el momento en el que políticos europeos tengan que explicar y discutir sus ideas por toda Europa, los problemas europeos serán conocidos por los ciudadanos y se acortarán las distancias entre las decisiones políticas y la ciudadanía. Muchas de las cuestiones que a todos nos afectan escapan al debate público porque los políticos temen recibir una bronca dentro de este clima de peligroso nacionalismo que se percibe”.

Es la Europa de “murallas antiguas” que evocaba Rimbaud. 

Resulta evidente que hay en todas estas exposiciones ideas que quedan en el aire colgadas de un signo de interrogación y además adelanto que no comparto muchas de ellas. Pero es bueno que -junto a ensayistas, intelectuales, clubes de opinión etc- políticos en activo se ocupen de pensar el futuro pues ponen de manifiesto que saben mirar por encima de esas bardas truculentas que componen los mil asuntos que se acumulan sobre las mesas de sus despachos.

Porque lo importante es no perder de vista el largo plazo ni dejarse ganar por el desánimo causado por tantas oscuras zozobras como nos rodean. Y saber que Europa es la única luminaria que puede aclararnos el camino. Europa es el espacio que, engarzado a nuestros interiores, alberga la majestad de la grandeza de un mundo nuevo. Lo contrario es volver, apoyados en el bastón del valetudinario, hacia el nacionalismo, que no es el opio del pueblo sino la “cocaína de las clases medias” (Nial Fergusson). Un nacionalismo, el que hoy reivindican al unísono las izquierdas comunistófilas y las derechas extremas, con el que volveríamos a acogernos a la tutela de un ángel sombrío escapado de un cuerpo en ruinas.

domingo, 27 de mayo de 2012

La mala leche




La oferta más variada que existe ahora en los supermercados es la de leche. Hay muchas leches, tantas que es difícil seleccionarlas pues la hay natada y desnatada, con isoflavonas, con vitaminas modernas y acreditadas y sin vitaminas o vitaminas pasadas de moda, fermentadas y no fermentadas, fementidas y verdaderas, nutritivas y no nutritivas, para viejos, para mujeres en el puerperio, para concejales, para aspirantes a concejales ...   No falta nada. Aparentemente. Porque falta la más importante: la mala leche.  No me refiero a la mala leche que es madre del resentimiento, de las envidias oscuras o de los odios eternos, me refiero a la mala leche que procrea el ingenio y su derivado el humor, el humor inteligente, nunca el de esos botarates que salen por la televisión. Si esta sustancia tan necesaria no aparece en ninguna lista de precios se debe a que esa mala / buena leche ni se compra ni se vende. El tipo con mala leche nace, no se hace; ocurre como con el subsecretario, cuando viene al mundo una criatura ya se sabe si alcanzará o no esta altanera dignidad burocrática: por los andares, por los decires, qué sé yo ... Pero el asunto es grave porque la mala leche resulta clave para desvelar los misterios de la sociedad y fundamental para desenmascarar los mil disfraces que adopta la hipocresía que, tal como ocurría en los tiempos de Quevedo, es calle sin fin donde hay cuartos y aposentos para todos.





Es decir que quien quiera cultivar el humor debe mojar su pluma en esa tinta fecunda. En este sentido, creo que la prosa gana a la poesía. Acaso porque aquella aventaja en general a su hermana en variedad de asuntos y riqueza en la forma de expresarlos. En las “Conversaciones con Goethe” de Eckermann, el poeta, que se hallaba cuando está hablando en su ancianidad alta, desliza esta perla: “la cuestión es bien sencilla: para escribir en prosa hay que tener algo que decir. Quien no tenga nada que decir, siempre podrá componer versos y rimas, donde una palabra lleva a la otra y siempre termina por salir algo que, aun sin ser nada, logra dar el pego”. Un poco exagerado el severo Goethe pero algo sabía del asunto.


Porque es bien cierto que los poetas son un poco pelmazos y, aunque en los últimos decenios se han empeñado en recorrer caminos nuevos, lo cierto es que propenden a seguir cantando los amores con Purita y la vistosidad de las flores en primavera, o lo que es peor, la muerte y la malaventura. Lo harán en rima asonante o consonante, creyéndose clásicos, vanguardistas o ultramodernos, pero casi siempre recalan en los mismos caladeros. Parece que la forma de escribir en verso los encadena a los que ellos entienden cumbres de los sentimientos y de las sensaciones, como si una forma tan alada de expresarse no pudiera malgastarse en asuntos fútiles. El escritor en prosa es mucho más fecundo, dispone de alas para escapar de las dictaduras convencionales.


Hay, claro es, poesía de humor y ahí están los testimonios de los siglos pasados. Cuando Gonzalo de Berceo llama a un contemporáneo “ome revolvedor” está cultivando la invectiva social sana y de buena puntería pues se está refiriendo a esa especie eterna, intemporal, del amigo de los enredos, del intrigante, del trapisondista. Por supuesto nadie reconocerá serlo pero el personaje está presente y es bien visible en el escenario social: en el Parlamento, en las agrupaciones de los partidos, en las Universidades y hasta en las empresas de recauchutado de ruedas o de exprimidores de zumo, “omes revolvedores” los hay a cientos. Con el añadido contemporáneo de las mozas “revolvedoras”. Es humor por supuesto la letrilla satírica que cultivaron Góngora y no digamos Quevedo o las redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz, y luego Torres y Villarroel etc hasta Ángel González o Andrés Trapiello.  Si disparan con puntería es porque todos ellos tuvieron en su infancia un ama de mala leche.


Quiero que la Seguridad social me proporcione una de esas ubres gozosas para pasar mejor las gachas espesas de la chabacana realidad circundante.



domingo, 20 de mayo de 2012

Un lugar donde mirar


Entre la población es un clamor. Por eso, con una u otra fórmula se oye a diario: la situación es de tal deterioro que no hay institución ni lugar alguno al que se pueda mirar. 
 
Da igual que hablemos del tribunal constitucional, del supremo, del gobierno, de los bancos, de los parlamentos, de las cajas de ahorro, de la universidad, del rey y de la monarquía, de las comunidades autónomas, de los municipios o de las provincias... todo parece empantanado a los ojos de una gran parte de la ciudadanía que deplora aquí y acullá comportamientos irregulares o tropelías sin cuento. El resultado es una gran inquietud y un desasosiego continuo apenas aliviado con grandes dosis de balompié. 
¿Qué hacer? se hubiera preguntado Lenin si anduviera todavía preparando revoluciones por estos pagos. Descartadas estas porque a muchos nos pilla ya muy artríticos y desvencijados y los más jóvenes no aciertan a formular propuestas que calen entre las masas, habrá que buscar fórmulas salvadoras o que al menos mitiguen la situación de desconcierto y desamparo que estoy tratando de analizar. Al menos para seguir tirando... 
 
La más tradicional es la de darse a la botella. Caldos hay para todos los gustos siendo hoy el conocimiento de añadas, denominaciones de origen y bodegas uno de los signos de desparpajo mundano más acreditado, parecido al que antiguamente confería seguir y conocer las cotizaciones de bolsa (lo que hoy a nadie se le ocurre hacer a menos que se haya forrado previamente de ansiolíticos). A partir de ahí, están el coñac, el whisky, el ron, el vodka y otros mejunjes que te disparan rápidamente y también otras bebidas explosivas que, por increíble que parezca, se venden en los supermercados con la tranquilidad de conciencia con la que venden unas pastas para el desayuno las monjas clarisas.
 
Entre los escritores ha sido la escapada del alcohol muy habitual, tanto que resulta un poco vulgar, y ahí están para confirmarlo Pessoa, Erich Kästner, Truman Capote, Hemingway, Simenon más un largo etcétera y no digamos Verlaine que luego vomitaba ante sus admiradores con serena templanza y aplaudida eficacia. El insigne poeta Max Estrella, el de las luces valleinclanescas, se pasea por la noche madrileña, noche con más ansias y penas que estrellas, con una pítima en relieve para olvidar el maltrato que a su musa le daba el paisanaje ignaro.
 
Todo esto es muy convencional y por eso debe descartarse para el tratamiento de las tribulaciones actuales. Como lo que se denuncia, y con razón por parte de la ciudadanía, es que no hay un sitio donde mirar conservando la mirada limpia -mirada de balcón sereno-, lo mejor es pedir a los ayuntamientos que apresten un espacio municipal para este fin. Ahora que los alcaldes se ven obligados a cerrar tantas empresas públicas y tantos servicios como habían creado, podrían habilitar lugares donde los ciudadanos pudieran depositar su mirada sin quedar heridos de angustia. No me refiero a un lugar virtual al que se accede por wifi -que eso es todo industria y embeleco- sino un lugar real, una zona concreta y acotada, prevista en el plan urbanístico, que sirva de descanso al batallar de los ojos contra tanto despropósito. 
 
Habría allí una maqueta que reprodujera un tribunal constitucional funcionando, una caja de ahorros con aspecto de hucha y no de sumidero, una universidad cuyo rector aplicara la ley sin mirar a quien afectaba, y hasta un parlamento donde los diputados razonaran sin encalabrinarse ... todo ello envuelto en un paisaje de farolas acogedoras y de flores descaradas. Al fondo se oiría el sonar de unas campanas que darían una hora única, envuelta en un velo de fantasía, la hora que anunciara el disipar de esta tormenta interminable ... 
 
¿No sería una meritoria iniciativa municipal?  





domingo, 13 de mayo de 2012

Gloria de la espuma





Andan muy ocupados los grandes cocineros en explicarnos los misterios de la espuma y al efecto han pedido la colaboración de varias especialistas, profesoras de Física, que nos hablan del desdoble de las proteínas, de la formación de una película elástica que hace que las burbujas resistan y por ahí seguido.

Pero la espuma tiene otros secretos que no se dejan capturar por la ciencia como ocurre con el amor que ya sabemos que no es sino luz y abismo, el bosque donde conviven los mejores aciertos con los más conseguidos errores.

Una cerveza tirada por un camarero español poco tiene en común con análoga acción protagonizada por un colega bávaro en un local de Munich. El nuestro actúa -con excepciones- de manera atropellada, saltándose trámites y dando por concluido el procedimiento cuando este no debería haber hecho más que empezar. La espuma apenas existe, de ahí el aspecto deslavado y escorbútico de nuestras cervezas, su falta de dignidad. Su desaliño. El alemán, por el contrario, se demora en el trance, repasa varias veces la espuma que se va formando poco a poco, la deja reposar para que medite sobre su destino y su circunstancia, y es solo así como nace una espuma tersa, una espuma con donaire, que es como el penacho que corona un peinado artístico o el pináculo admirable de una catedral gótica.   

Y lo mismo se puede decir respecto de la espuma del capuchino (me refiero al café, no al fraile). La tensión, el mimo y el respeto con que se fabrica en una cafetería de Milán nada tiene que ver con la desgana que vemos en Madrid. Aquella tiene de entereza y de gloria lo que esta de flaqueza y abatimiento.

La espuma es pues hija de la paciencia, de la diligencia y de la reverencia.

Que nosotros, los españoles, sí ponemos en la confección del merengue y del “soufflé”. Las pastelerías españolas -como las portuguesas- están llenas de ofertas de merengues gloriosos, orgullosos de su condición merenguil, merengues persuasivos, virtuosos. Un compendio de ficción y de capricho. Y lo mismo ocurre con el “soufflé” que, recién salido del horno, comparece ante nosotros como el altivo personaje que ha llegado a ser, todo él sensibilidad porque, en sus entrañas, lleva la sorpresa y la fortuna. Dispone además de mil rostros como un artista de circo o un ilusionista fértil.
                                                                                             
Cuando tantas y tan malas son las noticias con que nos obsequia la actualidad, convertida en una maga especializada en abatirnos y en sumirnos en la desesperanza, pensar en la espuma, en el “soufflé” o en el merengue, nos devuelve el optimismo y nos proporciona un aliento reparador que nos recupera -como un bálsamo- de nuestros pensamientos exhaustos.

Pues a lo mejor resulta que la causa de nuestros males está en querer llegar al meollo de los problemas, al hueso íntimo donde anidan sus explicaciones, a la raíz donde brota la savia de nuestras tribulaciones. Y como son enigmáticas y muy viejas y además gastan muy mala leche -sin espuma-, nos aturden y nos zarandean. Es decir, nos dejan como navíos partidos por la noche.

Por todo ello propongo que, al menos por un rato, por el leve espacio de una sosería, pensemos que podría ser que lo mejor del fondo fuera la superficie.












domingo, 6 de mayo de 2012

El colmillo del Rey

(Hace unos días me publicó La Nueva España esta Sosería).



No entiendo bien a qué ha venido todo este revuelo con el episodio del rey don Juan Carlos y su jornada cinegética. Me da la impresión de que entre nuestros compatriotas anda suelto mucho partidario de la monarquía absoluta aunque ellos lo ignoren como es fama que le ocurría al personaje del burgués gentilhombre del señor de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.

Porque quienes defendemos la monarquía constitucional y parlamentaria lo que queremos justamente es que el rey se entregue a la caza, a la pesca, a intensas jornadas de parchís y al aprendizaje del perfecto batido de la clara de huevo. Pues, entretenido en estas inofensivas actividades, no se le ocurrirá poner las manos en los asuntos del gobierno, asuntos estos en relación con los cuales las grandes casas reales han desarrollado a lo largo de la Historia un instinto innato e infalible para errar y marrar.

Precisamente nuestro actual monarca, que conoce a su estirpe, sabe perfectamente que fue el descuido de las artes cinegéticas lo que obligó a su ilustre abuelo a tener que despojarse de la corona y la capa de armiño en aquel infausto catorce de abril. La manía de aquel Alfonso de meterse donde no le llamaban, le obligó a irse precisamente a donde no le llamaban, es decir, al exilio. ¡Cuánto hubiera ganado la estabilidad y la salud institucional de España si aquella testa coronada, en lugar del cabildeo de ministros, presidentes, generales y demás a que tan gustosamente se entregaba, se hubiera ido de caza a matar unas cuantas perdices e incluso acabar con algún urogallo despistado se le podía permitir, con tal de que no se le ocurriera hacer nada en beneficio del bien común.

De manera que a ver si aprendemos un poco de derecho constitucional y no nos trabucamos con el estatuto de la majestad real.

Dicho esto, a mí realmente lo que más me preocupa de este episodio es el colmillo, es decir, qué pasa con los colmillos del elefante abatido. ¿Para qué quiere el rey esos colmillos? Esto es lo que me inquieta.

Porque sabemos que quien enseña los colmillos es que quiere amenazar u obrar con energía o con violencia. Y ¿a quién quiere amenazar don Juan Carlos o qué violencia quiere ejercer? No le conocemos hasta la fecha ninguna y nos extrañaría que a sus años tomara gusto a estas actitudes desafiantes e infantiles.  

¿O es que quiere escupir por el colmillo, que es lo mismo que decir fanfarronadas? Al no haber sido aficionado a ellas hasta la fecha ¿a qué vendría practicarlas cuando se entra en una edad venerable do las pasiones se acoquinan y los ardores se tornan asustadizos?

Por último, de quien se dice que tiene el colmillo retorcido es porque resulta difícil de engañar por su astucia. Desde mi modestia provinciana le aconsejaría al monarca que no intentara dar lecciones de esta asignatura a sus súbditos, es decir, la de utilizar procedimientos engañosos para conseguir algún objetivo -normalmente, torpe- porque hay miles y miles de españoles que, en este punto, no precisan aprendizaje suplementario alguno: les sale con la mayor naturalidad. Suelen ser personas acomplejadas y mediocres ¡pero son tantos y tan activos!
           
En resumen: sí a la caza; no a los colmillos. Porque ya sería el colmo.