miércoles, 28 de julio de 2010

Antorchas como culos

Lo ha dicho hace poco Jennifer López:los españoles se obsesionan con el culo”. No tengo autoridad para enmendar a esta imponente musa pero, desde mi pequeñez, me permito indicarle que yerra, que los españoles solo se obsesionan con determinados culos, no con el culo genéricamente considerado, es decir, con ese “conjunto de las dos nalgas” según la árida y triste definición que nos proporciona la Real Academia.

Vamos a entendernos: claro que todos los culos merecen un respeto, faltaría más, incluso aquellos que representan tan solo un instante de la humana arquitectura, los que no pasan de la consideración de abreviatura, de manojillo de romero, de breve rocío de los prados, también esos son acreedores de nuestra educada consideración. Ahora bien, la obsesión hacia ellos, la chifladura recia y sostenida, esa, querida Jennifer, solo se tributa a algunos que fabrica la Naturaleza como una expresión de su natural (para eso es Naturaleza) caprichoso y magnánimo, y además lo hace como quien alarga una dádiva desmesurada, como quien sabe que está fabricando un tesoro.

Sabemos que estos culos, cuando los vemos pasar erguidos y distantes en su firme entereza, nos proporcionan sudores y temblores pero los vivimos con alegría dirigiéndoles parecidas alabanzas a las que reservamos para esa rosa efímera que es la vida, nuestra vida. Y cosa curiosa: a la vista de uno de ellos, todo lo demás que nos rodea, el resto de los seres humanos, los edificios, las cotizaciones de la Bolsa, las sentencias del Tribunal constitucional, todo eso, de tan aparente consistencia, se nubla, dijérase que adquiere un aire fantasmal, como esos seres que se pasean entre bosques umbrosos y respecto de los que nos resulta difícil precisar sus exactos contornos.

Es decir, cuando un culo de obsesión comparece en escena es como si se abriera un claustro escondido y nos mostrara sus flores, sus hierbas, que son huchas de olores, sus guirnaldas y se oyera además el canto medido de un coro vibrante y seductor. Obsérvese que estamos en un momento refulgente ante el que todo debe quedar como suspendido pues es la hora del disfrute del prodigio, la hora en la que hasta nuestra manía por descifrar los enigmas del mundo debe quedar aplazada.

No es una casualidad que los grandes escritores hayan cantado estos milagros. La Fontaine nos cuenta cómo hubo en Grecia dos siracusanas “que tenían un trasero portentoso. Y por saber cuál de las dos hermanas lo tenía más gentil, duro y carnoso, desnudas se mostraron a un perito que, después de palpar con dulce apremio, ofreció a la mayor su mano, en premio”. Pero la menor no le andaba a la zaga (nunca mejor empleada la expresión) y por eso fue tomado el suyo por el hermano del perito y ambos se casaron y se concertaron para edificar un templo dedicado a “Venus, nalga recia” y “fuera aqueste el templo de la Grecia al que más devoción se ha tenido”.

Y así es porque el culo -cuando no es frívolo sino que alega hechuras imperecederas- tiene algo de roca emergente, pero también de un cielo abierto que nos confiara su indescifrable abismo, de antorcha que portara un fuego de sobresaltos.

Por eso La Fontaine lo lleva a los altares del templo. Más laico, yo lo llevo a algún escondite pleno de melodías, a una cueva profunda donde solo el júbilo del goce esté soleado.

martes, 13 de julio de 2010

Escritores

Hay escritores que se parecen mucho a las muelas porque nos duelen.

sábado, 10 de julio de 2010

Hipócrita

Hipócrita es quien tiene hipo de mentiras.

martes, 6 de julio de 2010

La sentencia de las mil páginas

Una sentencia con mil páginas, cuando sale a la circulación y se mete en el trajín diario, corre el riesgo de abandonar su ser de sentencia pura, de fruto (es) cogido del árbol de la teoría del derecho, para convertirse en festín, en un gran banquete -ubérrimo de alimentos- del que todos podrán servirse a su antojo y según sus más acuciantes necesidades. En sus cientos de fundamentos jurídicos cada quien encontrará un argumento a medida, el apto y encaminado a satisfacer sus pretensiones en función de la peripecia en la que se vea inmerso. Se hará así realidad la figura de ese abogado de la quevediana “Fortuna con seso” que “salpicaba de leyes a todos” y que aseguraba: “su justicia de vuestra merced no es discutible; ley hay en los propios términos; ese no es pleito, es caso juzgado, todo el derecho habla en nuestro favor; no tiene muchos lances, es fuerza que se revoque la sentencia dada ...”. Porque, revolviendo entre Baldos e Irnerios y las leyes del reino, era -y es- imposible no encontrar las reglas para apuntalar el razonamiento pertinente que resulte más beneficioso.

Recuérdese que, de un simple contrato de matrimonio, Bartolo le promete a Marcellina en las mozartianas “Bodas de Fígaro” que "con astucia, con argucias, con buen juicio, con criterio ... si hay que darle la vuelta a todo el código, si hay que revolver en el índice, con un equívoco, con un sinónimo ya se encontrará algún embrollo... [para que] ... el canalla de Fígaro sea vuestro". Pues bien, si tales posibilidades existen en la panza de un modesto contrato privado, calcule el lector lo que ofrecerán mil páginas ricas en párrafos interpretativos, aclaratorios, contradictorios y eyaculatorios.

¿Qué no podríamos añadir a esta situación de acomodado desconcierto que el derecho puede suscitar si nos metiéramos en las páginas escritas por el cáustico Rabelais o incluso por el mesurado Montaigne? Vuelvo a los fecundos libretos de las óperas para evocar al letrado Blind en el “El murciélago” quien, dispuesto a urdir embrollos procesales, aconseja a su defendido, que tiene que ir a la cárcel por haber insultado a un funcionario, "recurrir, apelar, reclamar, revisar, recibir, subvertir, devolver, envolver, protestar, liquidar, embargar, extorsionar, arbitrar, resumir, exculpar".

Todo parece indicar que de esto se trata en la actual coyuntura: de hacer un poco de luz en tal o cual cuita pero también de asegurar el funcionamiento de la manivela, de seguir dándole al manubrio del bodrio. ¿Rige esta regla lo mismo en Gerona que en Cáceres? Y aquella ¿es de efecto idéntico en Almería y en Santiago de Compostela? Esta ley ¿está viva o ha decaído su vigencia? Y si conserva su lozanía ¿es la misma en todos los territorios españoles? ¿o solo en algunos de ellos? ¿procede la derogación o basta la caducidad o la suspensión o la no aplicación por el juez...? Se verá que tales dudas -de mucha emoción y de mucho fondo pues afectan al núcleo duro de la interpretación jurídica- se enredan como es fama lo hacen las cerezas en el cesto de esta época veraniega.

El hecho de que todo ello sea en beneficio de curiales y litigantes es lo que me hace contemplar el panorama que abre la sentencia de las mil páginas con simpatía pues al fin y al cabo yo mismo pertenezco a ese oficio y he contribuido en muchas ocasiones con mi pluma a enredar los textos legales y a embrollar a litigantes en las lianas de los considerandos y los resultandos.

Si, además, cada español va a poder disponer de un orden jurídico a su medida y le va a ser permitido invocar en los pleitos aquello que mejor le pete, pues miel sobre hojuelas. ¿No hemos llegado así a ese paraíso que es la más plural de las Españas?

sábado, 3 de julio de 2010

Insolente

Insolente es quien desafía al Sol.

domingo, 27 de junio de 2010

Donación de órganos

Los españoles estamos entre los ciudadanos más generosos del mundo a la hora de donar órganos y de ello se benefician muchas personas enfermas. Constatar esto -y oírlo como lo he oído yo a muchos oradores en diversas lenguas en el Parlamento europeo- produce satisfacción. No todo va a ser malo entre nosotros ni todo ha de llevarnos al desánimo.

Ocurre sin embargo que deberíamos ampliar esta disposición virtuosa que tan buena fama nos proporciona y llevarla al mundo político y administrativo.

¿Qué tal donar el Consejo general del Poder judicial? ¿Y el ministerio para la Igualdad y la Fraternidad? ¿y el Tribunal constitucional? ¿y un centenar de consejerías de las Comunidades autónomas? Descargar el organigrama de sociedades públicas y fundaciones-tapadera de diversos enjuagues tampoco nos vendría mal al organismo, tendría incluso un efecto laxante.

¿Alguien se imagina el alivio? Antiguamente se hacían sangrías y, aunque en el siglo XIX ya se dudaba de su efecto curativo, se siguieron practicando como se puede leer en muchas novelas y folletones de la época. Las sanguijuelas eran el medio preferido. En los libros de bandoleros que escribía Manuel Fernández y González salen mucho. Pues bien, habría que volver a ellas y aplicarlas sobre el cuerpo artrítico de nuestras entretelas administrativas, doloridas y con las agujetas propias del trajín desordenado e inútil.

El hecho es que tenemos a mano esta modalidad de consuelo para nuestros males y nunca hemos reparado en él, nos perdemos por los anacolutos de los discursos. Menos mal que existen las “soserías” desde las que se pueden reivindicar tales prácticas y defender su incorporación a los programas para las próximas elecciones.

Así el partido A dirá: voy a donar siete órganos colegiados y la Junta Coordinadora de Edificios traslaticios. Además, de propina, meto la Subsecretaría que engloba las Gerencias territoriales hipocalóricas y los Consejos transfonterizos de cooperación.

Por su parte, el partido B, más lanzadillo, haría una oferta de mayores ínfulas: doce Comisiones asesoras, entre ellas la de Infraestructura de apoyo, el Subregistro de sistemas, un centenar de Consejos consultivos, la Comisión interministerial del Catastro (con exclusión del de Ensenada), doce Agencias, ocho entidades públicas empresariales y la División de Prospectiva y Mirada al horizonte.

Los Gabinetes formarían un paquete sólido y compacto. Todos donados.

En las Universidades el festín sería de época: los vicerrectorados, los secretariados de vicerrectorados, las gerencias, las subgerencias y las viceintervenciones, los subjefes de departamento y los vicesecretarios de vicedecanos con los vicedecanos incluidos. Y lo mismo la Comisión de gobierno y el Patronato de Momios y Momias.

Poco a poco, pero con determinación, se va descargando el panorama. El problema está, y no lo ignoro, en el donatario. ¿Quién puede querer semejante morralla? Podrían emplearse las técnicas de destrucción de residuos: vertederos, plantas incineradoras, compostaje, pirólisis ... Pero, si las empresas de basuras se resisten alegando que se manchan, se impone acudir a la lista de nuevos países integrados en el (des)concierto internacional de la ONU e ir colocándoles con buenas maneras toda esta mercancía averiada. Sé que es dura semejante estafa pero podemos aliviar nuestra conciencia ofreciéndoles al tiempo dinero y un Observatorio de fines benéficos y humanitarios.

jueves, 24 de junio de 2010

La gobernanza, esa adivinanza

(Ayer me publicó el periódico El Mundo esta Tribuna).


Quienes nos empeñamos en acumular trienios recordamos cómo a finales de los años 80 se puso de moda en España la nueva gestión pública -a la que los iniciados llamaban new public management-. En tal sentido, son significativas las publicaciones que se promovieron desde el Ministerio para las Administraciones Públicas a principios de los 90. En sus títulos se repiten expresiones que hacían furor -cierto que entre personas de dudoso gusto estético- como «clima organizacional», «decisiones multicriterio», «eficiencia», «modernización», «gestión de calidad», etcétera.

De estos esfuerzos bibliográficos no ha quedado felizmente nada, si exceptuamos cuatro cursiladas. Cuando de tales frutos ya no hubo más jugo que exprimir y una inmensa sensación de vacío se empezaba a apoderar de aquellos espíritus innovadores, surgió de forma redentora la nueva pócima mirífica: la gobernanza.

El curioso que pretenda acercarse a este concepto de gobernanza, lo primero que hace es abrir el Diccionario de la Real Academia y allí se informa de que «es el arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía». Se advertirá fácilmente que todo esto no es sino lo que han pretendido los gobiernos de todas las épocas, por lo que el esfuerzo que los señores académicos han realizado para describir la gobernanza tiene el aire de ser, en cierta manera, el parto de los montes.

Si nos vamos a los trabajos científicos publicados, nos encontramos con que la gobernanza se define como «la conversión de la pluralidad de los intereses sociales en una acción unitaria alcanzando las expectativas de los actores sociales» (A. Cerrillo). Y, a partir de ahí, se incorporan al debate muchas expresiones pintorescas como «interacción multinivel» (Fritz Scharpf), «interorganizacional», el aprendizaje «por prueba y error» (J. Prats) y otras del mismo tenor. La misma Comisión Europea en su Libro Blanco de 2001 la define diciendo que «designa las normas, procesos y comportamientos que influyen en el ejercicio de los poderes a nivel europeo, especialmente desde el punto de vista de la apertura, la participación, la responsabilidad, la eficacia y la coherencia».

Ahora bien, lo mismo que acabo de señalar respecto del esfuerzo llevado a cabo por la Academia, podemos repetir respecto de este Libro blanco, pues establecer las normas y procesos para garantizar la participación, la responsabilidad o la eficacia es lo que han pretendido todos los sistemas políticos y los gobernantes que en el mundo han sido y no se les ha ocurrido jamás invocar la gobernanza para el ejercicio de su mando.

Dispuestos a seguir indagando en el invento, procede avanzar más para tratar de ver al trasluz este concepto. Clave para su comprensión es la idea de red, de red de políticas públicas. El punto de partida es el siguiente: hasta ahora el Gobierno era el órgano encargado de dirigir la política. Así ha ocurrido al menos desde que se transformó el Estado a partir de la revolución liberal. Sin embargo, hoy en día, con una sociedad tan compleja, con tantos actores que forman la convivencia en una enrevesada malla social, esa concepción ya no puede ser mantenida. Por ello, se impone aceptar que la política es definida por sujetos variados, públicos y privados, entre los cuales se cuenta al Gobierno como un participante más: forma parte del coro pero no es el tenor. Con la gobernanza se rompería el monopolio de la definición de los intereses generales, tradicionalmente confiado al Estado convertido ahora en simple «gestor de interdependencias» (J. Prats).

Es en este momento cuando a algunos nos asaltan las dudas. Cierto es que en el mundo actual han sufrido una dura erosión las ideas sobre el poder para establecer el derecho y para definir las normas jurídicas. Esta quiebra afecta a asuntos muy de fondo: al concepto de la ley, al poder del Parlamento, a los procesos en suma de adopción de decisiones con relevancia pública. Es mérito de la gobernanza haber puesto de manifiesto las carencias de un sistema -el democrático- que exige una meditación rigurosa y, probablemente al cabo, la puesta en pie de nuevos mecanismos representativos que refuercen la identificación de los ciudadanos con el marco donde se relacionan con sus semejantes. Ahora bien, no parece que sea la gobernanza, con su lenguaje de estrambótica complejidad, sus lagunas clamorosas y sus peligrosas conclusiones, el camino adecuado.

Pues en el fondo lo que se discute es, como siempre en la política, la identificación del titular de las decisiones que pretenden conformar la realidad social y establecer los cauces por los que se ha de desarrollar la vida de los ciudadanos como garantía de la libertad de todos. La respuesta tradicional ha sido la voluntad reflejada en los parlamentos y en los gobiernos. Ahora, se nos dice, hay más protagonistas en la arena social que demandan su participación en los procesos de adopción de normas o acuerdos que les afectan pues proliferan las corporaciones, los grupos de intereses, las grandes empresas, las redes transnacionales, etcétera. A esta realidad -innegable- es preciso oponer una observación inicial: todo eso, corporaciones, empresas, grupos de presión, han existido siempre y son localizables desde que existe el Estado: ¿o es que no existían cuando se hicieron en el siglo XIX las leyes de minas, las de ferrocarriles o las de bancos? ¿Es que esa sociedad que ahora se llama civil es un invento de nuestros días? No lo parece; de hecho ha sido tradicionalmente denominada pueblo, nación, sociedad burguesa, etcétera.

Justamente es en medio de esta andadura cuando nuestros antepasados encontraron al Estado y su instrumento más poderoso, el Gobierno, inventos a los que se confía la defensa de valores comunes y medios para intentar estrangular a un tiempo los intereses egoístas de los grupos y las redes de clientelismo a ellos anudados.

De ahí que proceda denunciar la palabrería embaucadora y atosigante de los teóricos de la gobernanza. Pues lo que más sorprende de los escritos a ella dedicados, aparte su extravagante lenguaje y su desembarazada sintaxis, es que intentan establecer unos nuevos modos de gestión de los intereses colectivos ignorando los problemas más manifiestos de nuestros sistemas democráticos, en especial, y por lo que a nosotros afecta, del español.

Mucha «red» y mucha «transparencia», mucha «poliarquía deliberativa», pero señalar con el dedo lo más visible de nuestra realidad, a saber, una democracia envilecida por unos partidos políticos que no pagan sus deudas a los bancos y han degenerado el sistema hasta llevarlo a intolerables prácticas de corrupción, esto parece que no está en la agenda de nuestros expertos en gobernanza.

Por ello, a mi entender, ésta no añade nada a una meditación seria sobre una nueva manera de gobernar. Toma nota, eso sí, de la forma en que se desarrollan hoy las negociaciones y acuerdos que se traban para adoptar las decisiones colectivas. Pero de ahí, de levantar acta de un estado de cosas, a erigir una doctrina correctora, hay un salto para el que la gobernanza carece de la pértiga adecuada.

Puede decirse que la gobernanza acampa en el espacio que han dejado vacío las ideologías y como muchos de quienes encarnan el poder público no tienen una idea clara de qué hacer con sus instrumentos, por carecer de una formación adecuada y por carecer asimismo de ideología, es fácil que se dejen acunar por la voz de falsete de quienes gustan de estos abominables neologismos.

La conclusión es: más Gobierno con ideas claras y menos meliflua gobernanza. Es decir, se impone caminar justo en la dirección contraria para recuperar el honor del Estado y de la Política con mayúscula y de las ideas que han de estimularla y dignificarla. Dicho de otra forma, se trata de reivindicar ideales que conformen un ideario y tejan una ideología.

Desnudada la gobernanza, cabe concluir que no queda sino una adivinanza que esconde en su seno una trampa enormemente reaccionaria.