domingo, 9 de febrero de 2014

Democracia en los manteles

(Hace unos días me publicó La Nueva España esta Sosería).


La democracia lo invade y lo justifica todo. ¡Ay de cualquier decisión que no haya sido tomada siguiendo los cánones de sus reglas! Desde que los clásicos de la Ilustración atisbaron el asunto y después los pensadores de los siglos XIX y XX teorizaron sobre los sistemas democráticos y sus ritos y faustos ha habido tiempo para que estas ideas se hayan infiltrado en cualquier colectividad: desde la organización del Estado hasta la gestión de los asuntos de una humilde comunidad de vecinos. Los beneficios han sido enormes, también los estropicios (véase el caso de la Universidad) pero de estos no se debe hablar si quiero ser fiel al lenguaje festivo de estas “soserías” mías. Saludo pues el reinado de la mayoría y le dirijo las salvas y los aplausos más sentidos y sinceros.

Cavilo sin embargo sobre el salto que el espíritu democrático ha dado desde las más variadas agrupaciones (el municipio, los amantes del jilguero híbrido o los tiradores con arco) hasta la mesa y las costumbres gastronómicas.

En un principio fue el pollo. Para el joven de hoy comer las distintas partes del pollo, pongamos su pingüe pechuga o su opíparo muslo, forma parte de las rutinas más fastidiosas que se ve obligado a padecer. Y, sin embargo, sabe este joven ¿quién comía pollo en los años cincuenta? Pues preciso es recordarle que este simpático animalito era a la sazón símbolo, alegoría o metáfora de holgura económica, el alimento que se podían permitir tan solo las clases adineradas, los señorones de cuenta corriente y fluida y con los chicos estudiando el bachillerato con los reverendos padres jesuitas.

Carpanta, el célebre personaje de Escobar que salía en el “Pulgarcito”, deliraba por las
noches, se sumergía en sudor y en procesos febriles lastimosos cuando soñaba con un pollo. Y cuando podía dar con uno de verdad, con sus muslitos sonrosados y su sobremuslo sencillo y a la vez delicado, entonces vivía un festín de dioses, de esos que salen en algunos cuadros barrocos donde retozan seres sobrenaturales. Carpanta entonces reía, chorreándole la grasa por la barbilla y el cuello, pletórico de dicha, sabiéndose un ser envidiado y odiado por sus compañeros de infortunio con quienes, por supuesto, nada compartía. Antes de zampárselo tenía tiempo para decirle ternuras y toda la escena convertía el puente bajo el que vivía en un palacio de sueños orientales. 

Hoy el pollo es tan común que no lo aprecian ni los eslabones más débiles de la sociedad. Ha perdido su gracia y su marchamo de distinción habiéndose visto degradado de tal manera que es invitado permanente de esos horribles lugares donde se vende comida rápida cocinada en inglés.

Parecido recorrido, o aun más acusado, ha vivido el langostino. ¡Ah, los langostinos!
Fueron en el ayer glorioso éxtasis del paladar, armonía de reflejos rosas, desatador de ansias vehementes, el colmo de la gloria en los manteles. Los langostinos, en su época mejor, no se trataban con cualquiera pues frecuentaban tan solo a varones blasonados y de alcurnia y a hermosas hembras sicalípticas y, cuando salían, era solo para visitar restaurantes de lujo, de cornupias con espejos reverberantes a lo Maxim´s de Paris y por ahí seguido.

En el hoy por el que nos arrastramos el langostino ya no se aparece solitario y altivo, deseado como una miss de certamen, encumbrada entre tules y focos, sino en confuso montón, agarrotado por el frío, congelado hasta los huesos de los que carece, aterido hasta que un humilde funcionario lo mete en la olla de agua hirviendo y se lo zampa, no con un champán mecido en oscuras galerías por venerables monjes, sino en la triste compañia de una cerveza proletaria.

Si se piensa con sosiego, preciso es convenir que el recorrido vivido por estos crustáceos resulta escalofriante pues, para mayor vértigo, han pasado por varios capítulos de la historia a uña de caballo, atropellando tiempos y ritmos. Se han convertido a la fe democrática pero, en homenaje a su prosapia ¿no habrá algún ser misericordioso que se preste a rescatarlo apuntalando las ruinas de un pasado glorioso y elitista?


 

domingo, 26 de enero de 2014

Viva Garibaldi




¡Qué inquietante resulta la posible ruptura de la unidad de Italia! Político hay en aquél país empeñado en tirar por la borda los afanes que culminaron en 1871 y volver a las andadas de una península desmembrada y parcelada. La Padania es el nombre que se ha puesto a esa fantasmagoría política en la que ya sueñan con crecer y desarrollarse políticos cucañeros como lo hacen los microbios en la sangre infectada.

Como cualquier otra nación, Italia no alcanzó su unidad ni se sacudió el absolutismo sino a costa de mucha sangre porque por allí anduvieron los austríacos sacudiendo estopa durante años hasta las grandes batallas de Magenta y Solferino que hicieron salir de naja a varios príncipes absolutistas. Radetzky, a quien hoy se recuerda por la marcha a él dedicada con la que se cierran los conciertos de Año nuevo, tuvo como misión en vida meter en cintura a los carbonarios que luchaban por el triunfo de la revolución. Allí estuvo pues Austria para defender el pasado y allí estuvo también el Papa y sus Estados para cortar las alas al pájaro de la libertad. Ocupaba entonces el solio Pío IX que empezó su
pontificado alentando ciertas reformas pero los acontecimientos le desbordarían de tal manera que hoy es recordado como el autor del Syllabus que condenó el liberalismo y cualquier forma de progreso.

Es el año 1871, en que se abre el Parlamento en Roma, cuando se da por conquistada la unidad de Italia. Todo este proceso tuvo entonces una grandísima influencia en España, que vivía los acontecimientos italianos como propios, en cierta manera como ocurría con los mismos italianos que también se miraban en España. Riego fue allí un héroe y nuestra Constitución del 12 un modelo. El personal de orden en España temblaba ante la sola invocación del nombre de Cavour y no digamos de Garibaldi y se hablaba del "mal llamado reino de Italia". El Padre Claret oró y oró para que el Santo Padre no fuera desalojado de sus Estados y lloró y lloró cuando las tropas entraron en Roma pulverizando así siglos de poder temporal de los Papas. Pero había españoles que se alegraban y hasta la moda se vio salpicada por los acontecimientos italianos pues los diputados progresistas acudían a la Carrera de san Jerónimo con unos chambergos conocidos entonces como "cavours".

La reina Isabel II recibió muchas veces las bendiciones apostólicas y el Santo Padre hubo de intervenir en varias ocasiones en los desarreglos matrimoniales de la Soberana sin conseguir grandes éxitos porque la Señora era aficionada a la bullanga y su Augusto marido hacía dengues con el personal masculino de la Real Casa. Así no había manera por lo que Pío IX tuvo que reconocer su impotencia para meter en vereda a tan fogosa Soberana y, aun reconociendo sus muchos pecados, le concedió la Rosa de Oro en febrero de 1868, "como prenda de celestial auxilio para que a Tu Majestad y a toda tu Real familia suceda todo lo fausto y saludable". Maravillosas dotes de presciencia de Su Santidad porque en septiembre se desató la revolución que la llevaría al exilio.

Cuando se reconoció el reino de Italia, la reina tembló mucho y se disculpó llorosa ante el Papa pero fue la determinación de O'Donnell la que consiguió acallar sus reales escrúpulos y las resistencias de toda la palaciega carcunda. El Papa excomulgó a diestro y siniestro, y solo encontró un lenitivo a su irritación en la declaración que de su infalibilidad hizo el Concilio Vaticano I.

Todo esto y lo que vino después demuestra que España e Italia siempre han estado muy pendientes la una de la otra como dos penínsulas bien avenidas que son, unidas a su manera ante el gran dios Mediterráneo. Casadas por lo marítimo, como si dijéramos. Por eso, ahora, causa tanta preocupación que un enredante en el Norte pretenda montar su propio chiringuito insolidario y bufo. ¿Y si algún Borbón inactivo pretende restaurar el reino de las dos Sicilias? ¿Y si al Papa se le ocurre reivindicar sus Estados y sus Ejércitos que no hace sino poco más de un siglo que desaparecieron?

La Historia es veleidosa pero no se olvide que desandarla es meter un puñal en el corazón del Progreso.

domingo, 19 de enero de 2014

Cataluña: creacionismo en la política


(Hace unos días el periódico El Mundo nos publicó a Igor Sosa y a mí esta tribuna de opinión).


No hay mañana en que los españoles no desayunemos con una nueva declaración, iniciativa o propuesta del llamado proceso catalán. El hiperactivo Consejo de Transición Nacional es, en este sentido, un hontanar interminable de imaginación productiva. Así, en los últimos días los ciudadanos hemos podido enterarnos de que la independencia de Cataluña no será más que el pórtico hacia una nueva era de concordia ibérica. Con desembarazo, los representantes de tal organismo han ideado la creación de un llamado Consejo Ibérico en el que estarían representados España, Portugal, Cataluña y Andorra y cuyo objetivo sería la defensa de los intereses de la península y el aumento de la cooperación entre sus integrantes. Como alternativa o aperitivo podríamos tener un Consejo Catalano-Español, cuyas hechuras se remiten a modelos actuales ora políticamente anémicos (como el Consejo Británico-Irlandés), ora sencillamente inútiles (como el Benelux). La propuesta tiene sin embargo unos ecos austro-húngaros de opereta de Strauss que a algunos nos resultan conocidos.

En efecto, hace algunos años publicamos un libro en el que bajo el título de El Estado fragmentado.
Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España abordábamos la situación española del momento desde el prisma que proporcionaba la experiencia de aquel Imperio. La lupa aplicada no era una ocurrencia nuestra, pues habían sido justamente el bigotudo Francisco José y su famélica mujer Sissi la inspiración política de las élites catalanas de finales del XIX y principios del XX, quienes habían vendido en España el llamado Compromiso húngaro (1867) como bálsamo de fierabrás a sus cuitas de identidad. Su funcionamiento fue empero un disparate que no satisfizo ni a unos ni a otros. Advertimos entonces de las anfractuosidades del proceso que se iniciaba con el nuevo estatuto catalán, lo que nos proporcionó sonrisitas condescendientes y paternales palmaditas en la espalda de buena parte de la intelectualidad sedicentemente progresista del país, para quienes éramos unos jeremías redivivos. No era para tanto, se nos decía, con esa candidez que solamente logran alcanzar algunos habitantes de Babia.

Parece, sin embargo, que sí era para mucho y lo que entonces se intuía, hoy en día es el pan nuestro político de cada día. El desarrollo del proyecto secesionista en Cataluña presenta dos dimensiones que, aunque diferenciadas, se encuentran nítidamente entrelazadas: por un lado, la finalidad última del proyecto, esto es, su matriz secesionista; por otro, el procedimiento de insuflar contenido a esa meta ansiada. Sobre la finalidad última, esto es la ruptura de una comunidad democrática para la creación de un nuevo Estado nacional, mucho se ha dicho ya. Pero conviene recordar, siquiera fugazmente, en qué momento histórico estamos. Y ello supone advertir que las dos matrices básicas del Estado nacional están quedando periclitadas: la soberanía como clave de bóveda de su estructura jurídico-política y la identidad unitaria de sus ciudadanos como su argamasa ideológica. Con esas herramientas echó a andar en 1914 el siglo XX en el Sarajevo del citado Francisco José y con esas herramientas concluyó el siglo XX también por cierto en Sarajevo y sus inmediaciones. Hoy importa refrescar la memoria y pregonar a los atolondrados que el siglo XX ha pasado a mejor vida y con él muchas de sus supuestas soluciones. El nacionalismo es a la política europea del siglo XXI lo que el creacionismo a la ciencia: una antigualla, en el mejor de los casos inocua.

Con todo, si algo llama verdaderamente la atención al observador en el proceso no es tanto el fin último sino la improvisación con que se está llenando de contenido la propuesta. Porque sería oportuno que los ciudadanos –y a ello están conminados especialmente los catalanes– reflexionaran serenamente sobre el espeluznante grado de imprevisión con el que se está abordando la empresa decimonónica de crear un nuevo Estado nacional europeo. La improvisación no suele ser buena consejera en la vida, y en achaque de construcción de nuevos Estados no parece que rija excepción a esta elemental regla.

Para percibirlo no es menester una mirada buida, sino repasar pausadamente lo que han sido las declaraciones y propuestas de estos últimos meses y situarlo en un contexto histórico más amplio. Procede para ello saber que, al menos durante los últimos 20 años, se ha ido cocinando por parte de variadas organizaciones del ámbito secesionista catalán un interminable caudal de seminarios, congresos y estudios. Asuntos como el análisis de las independencias en otros lugares del mundo, los problemas que se encontraría el hipotético nuevo Estado catalán u otras miles de cuestiones que descendían hasta pormenores impensables han sido lentamente rumiados y regurgitados una y otra vez. Sin que, por cierto, la llamada opinión pública española tomara mucha noticia de ello
.
Asombra por ello que cuando hace pocos meses se da el pistoletazo de salida al proceso, se haga a golpe de ocurrencia. La sucesión de episodios se presenta con una insistencia que deja poco lugar a la duda. Así, hace unos meses la sorpresa del nacionalismo fue mayúscula cuando se les recordó una cuestión elemental: la secesión equivaldría a la salida de la Unión Europea. Algunos supusimos que, ante tamaña objeción, el nacionalismo militante sacaría un grueso cartapacio con sutiles y sesudos análisis, producto de estudios y simposios. Nada más lejos de la realidad. De la noche a la mañana se repentizaron respuestas ad hoc, tenazmente ajenas al análisis sensato de una complicada situación política. Cierto prócer secesionista llegó a afirmar que la República Democrática Alemana no había tenido ningún problema. El hecho de que la RDA se hubiera desintegrado de la noche a la mañana y no conformara Estado alguno dentro de la Unión Europea era un elemento de la analogía que al parecer carecía de relevancia alguna.

La OTAN tampoco ha originado grandes desvelos analíticos por parte de los nuevos prometeos del fuego de la secesión. Ante la pregunta de la pertenencia o no a la Organización Atlántica, el presidente catalán aseguraba que el hipotético nuevo Estado catalán estaría, por supuesto, integrado en la OTAN. La contundencia de la que hacía gala en su afirmación era solamente equiparable a la que instantes antes había empleado para pronosticar que Cataluña sería –¡cómo no!– un Estado pacifista sin ejército.

La última propuesta del Consejo de Transición Nacional con la que principiábamos este artículo abunda nuevamente en esta sensación de improvisada levedad. Traduciendo a coordinadas políticas la faramalla jurídico-administrativa de la propuesta, lo que se nos viene a decir es que primeramente hemos de separarnos, pues padecemos los españoles, al parecer, de una insondable enemistad desde los tiempos de Jasón y Dalila. Una vez felizmente separados, crearemos todo un entramado de organismos de cooperación que abarcarían desde las patronales a los sindicatos pasando por las cámaras de comercio o la política lingüística. Es decir, desharíamos lo andado, creando otra vez unas estructuras comunes, pero esta vez en profunda y sobre todo sincera amistad. La secesión catalana no sería así solamente una vereda hacia la felicidad del ciudadano catalán, sino que incluso tendría el positivo efecto secundario de hacernos al resto de los españoles más tolerantes y afables, orillando por fin ese carácter agrio que con tozudez y un punto de meticulosidad hemos ido cultivando durante los últimos siglos.

Indudablemente, Lampedusa y su Gatopardo han hecho estragos. ¿Quién no ha hecho alguna vez uso procaz de la sentencia de que todo cambie para que no cambie nada? Lo que, usado como colofón de conversación de bar, tiene un pase, convertido en máxima de la acción política adquiere tintes grotescos. Las élites nacionalistas catalanas parecen estar enredadas –consciente o torticeramente– en la trampa analítica lampedusiana, pretendiendo pues que sus afanes secesionistas carezcan de consecuencias.

Años y años de propuestas y debates han dado pues un resultado muy magro: en cuestiones tan básicas como la pertenencia a la UE, la defensa o el asunto, menos irrelevante de lo que pudiera parecer, de la liga de fútbol y las selecciones, los representantes del nacionalismo se descuelgan con declaraciones que revelan una ligereza estremecedora.

Y es que para empresas decimonónicas, señores nacionalistas catalanes, hacen falta cuando menos los bigotes de Francisco José. O, contando con su ausencia, los ojos de Burt Lancaster, señor de Lampedusa.

lunes, 13 de enero de 2014

Carteros: especie a proteger

(La Nueva España me publicó hace unos días esta Sosería)


Consecuencia de las modas y de otros desvaríos es la aparición de nuevos oficios cuya identificación suele venir en inglés y así tenemos al "community manager", el "trafficker", el experto en "analítica web" ... Por esos mundos me he encontrado hasta con un especialista en "usabilidad", un tipo que procedía de las Américas, espiritado, esponjado y ciertamente superfluo.

Frente a esta realidad, procede recordar que quienes conservamos la vieja sindéresis estamos más por el tradicional agente de seguros, el carpintero de toda la vida o el dentista pero nadie puede oponerse a la aparición de profesiones destinadas a enriquecer ámbitos laborales nuevos, a los que ahora -por cierto- se les llama "nichos", expresión que los más catetos reservábamos al lugar donde depositábamos un jarrón importuno o los residuos mortales de un pariente igualmente importuno.
Pero lo que no se puede admitir por ningún estrato de la población es la desaparición de viejos oficios, especialmente los que tienen una historia detrás entrañable y llena de significantes. Es el caso del cartero que ha sido suprimido de un plumazo -malintencionado y rencoroso- por las autoridades
canadienses. El hecho de que los mensajes vuelen por vía electrónica ha hecho por lo visto innecesario a ese honrado funcionario al que han esperado llenos de desasosiego los soldados de todos los frentes y sobre todo los enamorados de todos los tiempos.

Señor ministro del Canadá ¿cómo se puede valorar lo mismo un correo electrónico, no digamos un sms o un wahtsaap, y una carta escrita a mano en la que los rasgos de la escritura son como un plano de los sentimientos y que, encima, es llevada artesanalmente por un cartero en pleno desafío del clima? ¿Aceptaremos impávidos para el cartero el mismo amargo destino que dimos al sereno? Recordemos que a este simpático nocherniego, habitante de todas las comedias de enredo y de todas las zarzuelas le despedimos dedicándole tibios homenajes cuando se podía haber vengado desvelando secretos y picardías que hubieran hecho temblar a más de una familia respetable.
Con estos antecedentes se comprenderá que el asunto del cartero canadiense, por la influencia que pueda tener en otros ambientes, debe ser objeto de meditación para no adoptar decisiones precipitadas.

Porque cavilo -y me estremezco- sobre qué hubiera sido de la literatura epistolar si se suprime al personaje del cartero: del Werther de Goethe o de nuestra Pepita Jiménez o incluso de Jaime Balmes Mozart por medio de un organillo de la calle Carretas de Madrid.
que zarandeó a los escépticos en materia de religión con brío y probablemente con fruto pues más de un destinatario de sus cartas volvería a misa y a la comunión turbado por los razonamientos del fogoso vigitano. Ya sé -no estoy tan en la higuera- que existen experimentos de relatos trenzados por medio de internet y habrá por supuesto quien los siga pero a mí me parece algo similar a la reproducción de la música de una ópera de

Pensar en una carta y en su porteador, el cartero, es pensar en unas letras que han quedado dormidas, que atraviesan montañas y caminos y que despiertan a la vida no más oyen el rasgado del sobre esparciendo, a partir de ese momento, su mensaje de alegría o de ansiedad. Medítese que, si suprimimos al cartero, la única carta que nos llegará será la que nos traiga el mar en la botella ebria de soles y tempestades que lanzó el náufrago desesperado. Y lo más angustioso: puestos a mostrarnos crueles ¿acabaremos también con las inocentes palomas mensajeras?

jueves, 2 de enero de 2014

Presentación de mi libro "Juristas y enseñanzas alemanas I (1945-1975)





La Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales
se complacen en invitarle a la presentación de la obra
Juristas y enseñanzas alemanas I (1945-1975)
Intervendrán en el acto:
Dr. D. Francisco Sosa Wagner
Autor de la obra Catedrático de la Universidad de León
Dr. D. Lorenzo Martín Retortillo
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Dr. D. Tomás Ramón Fernández Rodríguez
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid Academico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


Jueves, 9 de enero de 2014 a las 19 horas
Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, C/ Marqués de Cubas núm.13. 28014 Madrid

miércoles, 1 de enero de 2014

Guinda en aguardiente

La claustrofobia es la enfermedad más común: gracias a ella hemos nacido

domingo, 8 de diciembre de 2013

¿Jóvenes desventuradas?


 
¿Es España un país avinagrado? Difícil contestar en términos generales porque de todo hay entre nosotros: quien se cabrea con rapidez, quien asume mansamente y con la sonrisa en los labios los mayores dislates. Para empezar a deslindar, habría que distinguir entre el peatón y el conductor de un coche. Aquél suele ser educado, saluda a los vecinos, desea los buenos días y hasta hace poco echaba un piropo a una joven lozana, lo que hoy está rigurosamente prohibido por esas Ordenanzas que han puesto en vigor autoridades tan inflexibles como anónimas.

Ahora bien, ese mismo paisano, en cuanto conductor, se trueca en un ser de malos modales pronto al insulto y aun a la gesticulación soez. Cómo y por qué se produce esa transformación es misterio al alcance tan solo de psicólogos muy estudiados.

Porque no es el viaje ni el hecho de estarnos trasladando de un punto a otro el origen de nuestro cambio de conducta. Y ahí está para demostrarlo el viajero de ascensor a quien podemos catalogar como el ser más educado de nuestro entorno:  abre la puerta, cede el paso, oprime gentil el botón, se despide etc. El ascensor es así un habitáculo de efectos contrarios a los del coche: un lugar que acoge la más pulida urbanidad y donde nos hisopeamos mutuamente las mejores encomiendas.

Quedamos pues en que nuestros compatriotas a veces exhiben buena crianza y otras, ay, modales desabridos o esquivos. A veces nos topamos con seres sonrientes, otras con personas que gastan cara de acelga, verdura a la que se atribuye -con injustificado apresuramiento- una gravedad fúnebre y espesa.

Donde no hay posibilidad de equivocarse es en el mundo de la exhibición de la moda. ¿Han advertido ustedes la cara de mala leche que gastan las señoritas y señoritos que nos anuncian los vericuetos por donde, en la próxima saison, va a discurrir el largo de las faldas o la holgura de los pantalones? 

Es verdad que tales profesionales tienen, al menos en lo que a las mujeres se refiere, hechuras moderadas, adarmes como peso y curvas como tildes, de forma que al cabo todo en ellas se salda en un cuerpo en alarma de perfiles y en sorbos de adolescencia. Pero al mismo tiempo estas mujeres son adorables, lucen una piel agradecida, evocan placeres prohibidos, se las desea como estatuas altivas encumbradas allá en la lejanía de sus pedestales de mármol.

Porque son ramillete de juventudes, brillantes como ascuas puras. Seductoras libres de ojeras y de las huellas desapacibles de la fatiga. Y, sin embargo, ¡qué cara de mala leche gastan!

¿A qué se deberá? ¿Les apretarán los zapatos? ¿las flagela con rigor el modisto que las viste? ¿se mueren de envidia hacia la compañera con mejor caché? ¿por qué, decidme, avanzáis melancólicas? ¿sois, por acaso, avecillas desventuradas? ¿cuál es en definitiva la razón de ese rictus implacable?

Por si de algo os sirve: el día en el que os vea desfilar con caras ataviadas de contento soy capaz incluso de comprar una de esas extravagancias que condecoran vuestros cuerpos.