miércoles, 10 de julio de 2013

El "perpetuum mobile" de la reforma administrativa



(Ayer nos publicó el periódico El Mundo esta tribuna).


Para quienes somos profesionales de estos achaques jurídicos la reforma de la Administración es una suerte de “perpetuum mobile” que, como se sabe, es una pieza de música que encadena su principio y su fin de forma que se puede reiterar indefinidamente. Muchas veces tiene carácter humorístico como ocurre con el conocidísimo de Johann Strauss hijo que se oye invariablemente en los conciertos de Año Nuevo.

La reforma administrativa que ahora se nos anuncia participa de este aire musical aunque carece lógicamente del sentido del humor. Porque estamos ante un asunto serio en el que es arriesgado entrar al vernos obligados a opinar entre quienes desean arrasar y dejar a las Administraciones públicas “in puris naturalibus” y quienes pretenden dejarlo todo como está. Entre estos últimos los hay que invocan incluso esencias “de identidad” de los pueblos. Tal es el caso de los partidos nacionalistas, proclives ellos a la errática hipérbole.  

Hace bien el Gobierno en tomarse la molestia de intentar su reforma administrativa porque, en esta coyuntura, existe una guerra librada contra el déficit público y una de sus batallas tiene como escenario la Administración pública. Ahora bien, conviene no acelerarse y hacer una pira atropellada con el aparato administrativo para ofrecerlo en sacrificio a la diosa del déficit.

Vayamos pues por partes. Las sociedades, fundaciones, consorcios o agencias no nacieron por capricho sino que tienen una justificación: la conveniencia de separar un patrimonio para la mejor prestación de un servicio público. Lo que carece de justificación es su abrumadora procreación cuando incrementan de forma desmedida los costes, cuando multiplican cargos directivos con sus secuelas clientelares y cuando el personal debe su ingreso, no a pruebas públicas, sino al dedo mirífico de un pariente propicio o de un compañero de partido o sindicato. Es bien cierto que, si estamos donde estamos, es porque la patología de estas sociedades ha contribuido al despilfarro y, lo que es muy grave, a una pérdida del control democrático, especialmente en las Administraciones locales. Es decir, que a base de invocar la eficiencia, nos hemos dejado en la gatera los pelos de sacrosantos principios constitucionales.

Todo lo que se haga por tanto para corregir estos vicios -que el Gobierno ha detectado adecuadamente- estará en la buena dirección.

En tal sentido, aplicar el cauterio a organizaciones que duplican e incrementan de manera desaforada el gasto y, lo que es peor, fragmentan la protección y defensa de los derechos de los ciudadanos y empresarios, es correcto. Podemos invocar muchos ejemplos: los tribunales de defensa de la competencia cuando estamos en un mercado único; las agencias de protección de datos que en rigor disminuyen la protección y enmarañan los datos; las juntas consultivas de contratación que mantienen registros de empresas clasificadas cuando el registro debe ser único para no incrementar los costes a los empresarios. Lo mismo ocurre con cientos de observatorios que han crecido como las setas tras las lluvias otoñales o los servicios meteorológicos y qué decir de las agencias autonómicas de evaluación del profesorado universitario que es lo menos universitario y lo más pueblerino que el ingenio humano ha podido concebir. Aunque, en este último caso, el veneno viene de la creación de una Agencia nacional de evaluación de la calidad y la acreditación que ha actuado, como hemos denunciado los especialistas, al margen de los principios constitucionales.

Sin embargo, las organizaciones ligadas al mundo de la cultura como los teatros, los orfeones, las orquestas, los auditorios, etc deberían mantenerse pues todo esfuerzo para elevar el nivel cultural y la sensibilidad artística de los españoles siempre será escaso. Precisamente por estas razones deben desaparecer cuantos antes las televisiones autonómicas.

Los órganos de control como los tribunales de cuentas, consejos consultivos y defensores del pueblo están en la picota por el coste que su creación y su funcionamiento han supuesto ya que han multiplicado cargos de confianza y personal no seleccionado por procedimientos de competencia pública y se han instalado con frecuencia en sedes dispendiosas.

Ahora bien, nos importa mucho precisar las diferencias entre ellos. En tal sentido lo que se ha hecho en Asturias al suprimir el defensor del pueblo y atribuir sus competencias a una comisión parlamentaria es una opción razonable.

Respecto de los consejos consultivos conviene decir que sus atribuciones no implican sin más duplicidad con del Consejo de Estado. El asesoramiento legal al ejercicio de la potestad reglamentaria de los Consejos de Gobierno es correcto. Más dudosa es la tramitación de las abundantes reclamaciones de responsabilidad patrimonial que presentan los ciudadanos cuando sus cuantías son reducidas. Y debería haber una competencia nueva a atribuir a estos consejos consultivos: la elaboración de dictámenes preceptivos y no vinculantes con carácter previo a la aprobación de las Ordenanzas locales. Esta función daría una dimensión renovada, más ajustada a las exigencias del tráfico jurídico, de la autonomía local.

En cuanto a los tribunales de cuentas, sorprende que cuando es indispensable reforzar la fiscalización de los fondos públicos, se defienda su supresión. Hay que decirlo claro: los tribunales autonómicos de cuentas, allí donde existen, no suponen duplicidad alguna con el de idéntico nombre del Estado pues sus atribuciones se encaminan a la fiscalización de la Administración autonómica y de las entidades locales. Pretender que se creen secciones nuevas en el Tribunal de Cuentas de Madrid es un simple cambio de escenario que carece de la hermosura de los teatrales. No se olvide que este Tribunal de Cuentas soporta ya un ingente volumen de trabajo y que, por ejemplo, este año 2013 está aprobando informes de fiscalización de los ejercicios 2008 y 2009.


Resta por hacer una última consideración. El Gobierno cuenta con instrumentos para llevar a término sus proyectos y, entre ellos, no es el menor el que aportan la competencia básica para establecer el régimen jurídico de las Administraciones y la ley de Estabilidad presupuestaria. Pero, más allá de enarbolar como amenaza los preceptos legales, dispone del cauce político pues ¿para qué sirve el hecho de que la mayoría de las Comunidades autónomas se hallen gobernadas por las mismas siglas? Tanto poder político no puede ofrecer las hechuras de un vidrio quebrado.


Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes.

domingo, 30 de junio de 2013

Paciente

El paciente más paciente es el paciente del médico forense.

domingo, 23 de junio de 2013

Sobre el sobre

(Hace unos días me publicó La Nueva España esta Sosería)




El lenguaje se alimenta de esos nutrientes que son los hablantes quienes lo enriquecen con flamantes hallazgos. Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo, usa mucho la palabra “reborondo” que la Docta Casa, proclive a acoger cualquier barbarismo, no ha incluido en su Diccionario y, sin embargo, es palabra oronda, redonda y con sonido a tambor y zarabanda.

Otras novedades son palabros abominables a los que no merece la pena dedicar atención porque ya a diario nos vemos obligados a flagelarnos con ellos.

Frente a los nacimientos, es muy triste constatar las pérdidas de palabras cuyo uso se extravía debido a no se sabe qué designio histórico o a qué atropello de la razón. Debería dedicarse en los periódicos una sección a recordarlas, una especie de obituario que muchos seguiríamos con lágrimas en los ojos o al menos llenos de nostalgia, aturdidos por una defunción cruel e inmerecida.

Pero antes de llegar al certificado final habría que anunciar la enfermedad de las palabras llamando a los ciudadanos a su curación por medio del masaje de su uso en el habla, de su empleo en un poema o en un relato. Se anunciaría que tal palabra tiene las constantes vitales muy bajas, que no fluye por ellas el adecuado riego, que tiene las cañerías averiadas por el desuso, que no presta el servicio a que estaba destinada ... Entonces, las personas sensibles dedicarían parte de su tiempo a atenderlas, a dar con ellas paseos higiénicos, a refrescarla en la memoria de las gentes aireándolas en un certamen, en una flor natural, en el editorial de un periódico de campanillas y por ahí consecutivo.

No sé por qué si hay acciones generosas como la de salvar a las focas o al urogallo no hay análogas iniciativas respecto de las palabras. Propongo pues anuncios en las camisetas, también pegatinas y emblemas en los coches destinados a preservar tal o cual palabra de su injusta extinción. En casos extremos habría que crear la UVI de las palabras y allí los cuidados consistirían en sacarlas en los telediarios y en repetirlas machaconamente en las escuelas o amigas (ya me ha salido una pobre palabra prácticamente muerta sin haber recibido el honor de funeral alguno).

¿Por qué quedó sepultada la preposición “cabe”? Con lo bonita que era: cabe el río, cabe la tumba de la amada, cabe el brezo en flor, cabe aquellas ruinas medievales etc. Las dejamos ir sin darnos cuenta, con un desagradecimiento profundo que es más condenable cuando de preposiciones se trata pues que ellas son puente, la pasarela por la que hacemos circular nuestros pensamientos o acciones, la cuerda que nos permite enlazar las oraciones y darles sentido, dignidad y prestancia.

Ahora puede ocurrir lo mismo con otra preposición: “sobre”. Desde que se ha generalizado el sobre
que contiene dinero procedente de negros negocios y de cuentas en Suiza, la desvalida preposición está sufriendo mucho, teme verse contaminada y que al final se la orille por su resonancia con la infamia mercantil y financiera.

Este es el momento de actuar y de convocar a la población para que la preposición no sufra: preciso es pues ponerla sobre todos nuestros pensamientos, estar siempre sobre ella, y acariciarla con su uso en la sobremesa. Por eso esta Sosería trata sobre ella.

sábado, 15 de junio de 2013

¿Hay lubinas civilizadas?

(Hace unas semanas La Nueva España me publicó esta Sosería).




En el pasado he escrito sobre lo sostenible que nos hemos vuelto todos y tal parece como si alguien hubiera lanzado el “sosteneos los unos a los otros como yo os sostengo a todos” y esto en una época en la que la sensación es justa la contraria, a saber, que vamos todos hacia abajo y que sostenernos, lo
que se dice sostenernos, nos sostenemos más bien poquito. En la misma abominable onda se halla lo solidario y así acudimos a banquetes y bailes solidarios, endilgamos o nos endilgan una conferencia solidaria o emprendemos una excursión solidaria. Hasta el “sobre” que se reparte en algunas alcantarillas de las instituciones públicas está al parecer inspirado en la máxima solidaridad. ¡Ay aquella época en la que la palabra “sobre” conservaba la dignidad intacta de una preposición! (sobre esto volveremos otro día).

Queda recordada así la proliferación de estos vocablos que podemos llamar vocablos-tabarra por lo mucho que aburren a las personas no acatarradas por las modas y los extranjerismos. Circula otro que está haciendo estragos: “inteligente”. Hasta ahora tal cualidad se predicaba de un talentudo que
descubría un microbio, patentaba un invento redentor, escribía un soneto o se hacía concejal sin haber perdido el tiempo en adquirir conocimiento alguno. La capacidad de resolver problemas de álgebra o la habilidad o destreza a la hora de afrontar una situación peliaguda también ha estado ligada a la inteligencia. Fuera de estas aplicaciones, a lo más que habíamos llegado era a asociar la inteligencia con los espías y agentes secretos y así hemos hablado de los servicios de inteligencia para denotar aquellas oficinas destinadas a conocer de un modo astuto y taimado los planes militares del enemigo o las hechuras de las señoritas con las que holgaba el primer ministro de una potencia extranjera. Las pantallas de los cines nos han entretenido mucho con este tipo de relatos ligados a la aventura.

Por último, la “inteligencia” de un país hacía referencia a esos aguafiestas que proliferan en todas las latitudes dedicados a amargar la vida del prójimo perpetrando ensayos y publicando librotes sombríos.

Todo esto es el pasado. Hoy las agencias de viajes nos ofrecen el turismo inteligente para disfrutar en una ciudad que asimismo es inteligente. Y es calificado de botarate sin remedio quien conduce un coche no inteligente. Hay, de otro lado, la comida inteligente como hay el ocio inteligente. Y la energía inteligente y el transporte inteligente que los políglotas por cierto, como personas que hacen gala de inteligencia, llaman “smart”.

En fin, otro adjetivo que se nos colado en nuestra cotidianidad es el de “salvaje”. También hasta hace
poco se consideraba tal al habitante de islas remotas a las que no habían llegado los misioneros y por animal salvaje se tenía al no domesticado siendo las fieras de la selva el ejemplo más a mano. Hoy, por el contrario, el camarero que nos atiende en el restaurante -inteligente- nos ofrece una lubina “salvaje” aunque en ella lo único nuevo que advirtamos sea el precio, que nos parece, ese sí, una salvajada.

Y así vamos tejiendo nuestras vidas: sin mucho acierto pero con lo sostenible, lo solidario, lo inteligente y lo salvaje al hombro. Henchidos todos de tópicos.



miércoles, 5 de junio de 2013

Europa: el gigante encadenado

(Ayer me publicó el periodico El Mundo este artículo). 





El hecho de que el momento que Europa vive sea preocupante es el adecuado caldo de cultivo para que -en algunos de sus países- proliferen ensayos firmados por observadores con buena pluma y entendederas aptas para tejer argumentos y arriesgar propuestas. O por actores que se hallan en medio del tráfico de las instituciones europeas pero que saben alzar la mirada por encima de las bardas de sus respectivos cometidos. Se agradecen estos esfuerzos porque tratan de poner  sordina a  las atropelladas descalificaciones o los mal intencionados dicterios de tanto bucéfalo como anda suelto.

Es el caso del libro que acaba de publicar Martin Schulz y que ha titulado “Der gefesselte
Riese. Europas letzte Chance” y cuya traducción sería: “El gigante encadenado. Última oportunidad para Europa”. Schulz es persona que lleva en el cuerpo varias legislaturas en Estrasburgo como diputado y, en la actualidad, ocupa la presidencia de la Cámara europea. Hombre combativo, es criticado y al tiempo respetado porque sus convicciones las expresa sin muchos dengues diplomáticos.

Confiesa Schulz que de joven había soñado, como final de la integración europea, con unos “Estados Unidos” de Europa, es decir, con un Estado federal que recogiera la tradición y las enseñanzas de los de América. Pero con los años ha podido constatar la fuerza de las identidades nacionales y por ello no puede concebir que un día dejemos de considerarnos alemanes, polacos, españoles ... Ni falta que hace -razona Schulz- porque nuestra diversidad y nuestras específicas experiencias constituyen una hacienda que sería absurdo destruir. Por ello el Estado nacional no corre el peligro de disolverse ni tampoco las identidades nacionales se van a mezclar configurando una identidad europea. Una realidad esta que, empero, no excluye que existan “intereses” comunes, intereses que exceden el ámbito de nuestros territorios tradicionales, y que están presentes y se nos enredan entre nuestros cuerpos y nuestras sombras como un imperativo de la razón mientras que las identidades son ante todo llamas que engendra el fuego de la emoción. 

De ahí que apueste por la configuración de Europa como una Federación de Estados en la línea que defiende la jurisprudencia del Tribunal Constitucional alemán. Pues nosotros, como europeos, no seguimos unidos por puro entusiasmo sino por un ejercicio de la inteligencia a la que mueve la existencia de esos citados intereses comunes. Si, históricamente, Europa se forma como respuesta a las necesidades de paz tras la batahola desencadenada por “el cabo austriaco”, hoy, si avanzamos juntos, es porque sabemos de muy buena tinta que ya ninguno de los Estados nacionales que la Historia ha dejado como estela es capaz de proyectar señal inquietante alguna en el escenario de un mundo radicalmente nuevo. Solo nuestra unión nos permite disponer de instrumentos aptos para conformar la realidad pues, aunque con quinientos millones de habitantes y con el mayor mercado interior del mundo somos una entidad política impresionante, seguimos siendo pequeños si tomamos los cinco continentes como medida.

Tenemos pues un artefacto importante entre manos que son las instituciones europeas. Hay quien quiere destruirlas como el insensato que quema los muebles del palacio para calentarse las manos y hay quien quiere simplemente dejarlas como están. Schulz está por renovarlas con decisión corrigiendo los defectos pero manteniendo sus muchos elementos positivos. No se trata de querer “más Europa” sino de esforzarnos por definir qué Europa concreta queremos en ámbitos como la economía, el comercio, la moneda, la protección ambiental y las políticas exterior y migratoria.

Un socialdemócrata convencido como es Schulz proyecta en su libro sobre todas estas cuestiones sus particulares preferencias ideológicas. A mí personalmente me convencen bastante pero no es este lugar para abordar tal debate. Lo que me interesa más es airear las propuestas organizativas concretas que ofrece quien atesora una larga experiencia como lidiador en el ruedo bruselense.

En tal sentido, propone el refuerzo de las instituciones comunes de la Unión, a saber y sobre todo, del Parlamento y de la Comisión (yo añadiría un recuerdo para el Tribunal). La Comisión debe ser el Gobierno europeo y su presidente debe salir del debate propio de las elecciones europeas y sus resultados. En las próximas de 2014, las grandes familias políticas -y las demás opciones que quisieran unirse a ellas- presentarían sus candidatos a la presidencia de la Comisión con un programa determinado. Con ello, la influencia de los jefes de Estado y de Gobierno a la hora de nominar al candidato a la presidencia de la Comisión se desvanecería. Y ello tendría otro
efecto: habría alternativas ideológicas y así podríamos aclararnos todos sobre qué Europa concreta quieren unos y otros. El Parlamento elegiría y el Parlamento podría cesar a ese presidente de la Comisión, quien ya no dependería de quienes ostentan el mando en los Estados nacionales. Se lograría así además algo que no existe en la actualidad y es la configuración de un Gobierno y una oposición, lo cual es muy importante pues buena parte de la población tiene lo que me atrevo a llamar mentalidad de espectador de fútbol y quiere ver enfrentamientos para seguir la función.

En este escenario, el Parlamento no solo tendría las muchas atribuciones con que ya hoy cuenta, como advertimos los parlamentarios a la hora de votar cientos y cientos de cuestiones enrevesadas, sino que se le atribuiría el derecho a presentar iniciativas legislativas, como es usual en los parlamentos nacionales.

Por su parte, los intereses de los Estados quedarían representados en una segunda cámara, compuesta por los representantes de los Gobiernos de los Estados miembros, lo que no sería sino la reproducción a escala europea de la estructura propia de Estados federales que llevan muchos años funcionando con desenvoltura.

Algunas de estas reformas pueden introducirse sin alterar los Tratados. Las que exigieran su modificación deberían llevarse a una Convención en la que estuvieran presentes las instituciones europeas y las nacionales más las organizaciones representativas de intereses culturales, sociales, etc. Aquellos países que no ratificaran el nuevo Tratado se verían obligados a abandonar automáticamente la Unión porque “no podemos permitirnos que un texto elaborado con una amplia participación descarrile por el veto ejercido desde un Estado”. Esta previsión es muy importante pues forzaría a debatir con seriedad entre los ciudadanos quienes acabarían por tener una cabal visión de lo que significa estar o no estar en la Unión.

Hay decenas de observaciones fecundas en el libro de Schulz (que alguien se debería animar a traducir), entre ellas las dedicadas a la división de poderes en el seno de la Unión y a la relevancia de nuestros lazos culturales que han de ser grapa de luz y grapa de saber. Todas ellas están destinadas a “liberar” al gigante encadenado que, a su juicio, es hoy Europa. 

O, dicho de otro modo: a salir de las vagas fábulas de la demagogia para escribir el relato lúcido de una Europa renovada que se beba las lágrimas del desencanto.