domingo, 8 de julio de 2012

El idiota que llevo dentro



Por fin alguien se ha atrevido a decirlo con nitidez y ha sido un actor, que son quienes menos inhibiciones padecen: “todos llevamos un idiota dentro”.


El gesto es meritorio por lo que tiene de franqueza aunque su autor se ha quedado corto: ¿cómo uno? No, señor actor: todos llevamos dentro varios idiotas, una porción considerable de imbéciles y otra bien despachada de mentecatos. “El número de estultos es infinito” se lee ya en el libro sagrado y se lo recuerda don Quijote a Sancho
                                                        
Pues veamos el asunto con cierta frialdad: si esto no fuera así ¿cómo se explicarían nuestros comportamientos? ¿Alguien entendería algo de las decisiones que se adoptan en el seno de las familias numerosas, de las empresas de gas, de las redacciones de los periódicos o de los colegios concertados? Nadie y esta es la prueba concluyente de la modestia con la que la observación ha sido formulada.

Una modestia tan ostensible que lleva a la inexactitud. Porque no es que llevemos un idiota dentro sino que además llevamos a un listo y a un habilidoso con los ordenadores o a un despistado genial o a un entusiasta de la armónica de cristal. Todo eso somos: muchas cosas a la vez y todas forman la criatura inarmónica, caótica, pero adorable y fecunda que somos los humanos.
                                    
Por algún sitio tengo escrito que “cuando acariciamos nos sale el cisne que llevamos dentro”. Y es que el cisne y las más diversas especies del reino animal anidan en nosotros con absoluta campechanía y se pasean por nuestro ser como las propietarias que en puridad son de nuestro destino. Y así unas veces somos ese cisne que acabo de invocar y otras somos un león rugiente, un pajarillo cantarín, un ceremonioso pingüino o una aplicada lechuza. Yo me he sentido más de una vez una ardilla y otras me he desempeñado como una marmota adulta.

Todo esto sin contar que, como nos enseñó Pascal, “no hay hombre más diferente de otro que el hombre mismo en sus diferentes edades”. ¿Qué sustancia queda de nosotros a los sesenta años de lo que hemos sido a los veinte? ¿Nos reconoceríamos si nos pudiéramos ver a través de un artilugio, de un pasadizo secreto que recorriera nuestras historias personales? Nos ocurre como a esas palabras que se aprenden en la gramática que sólo tienen número plural (las “exequias” o las “nupcias”).
Por eso huyo resueltamente de quien me dice esa frase tan amenazadora de: “yo siempre he sido de una sola pieza”. Este sujeto es tan temible como quien te anuncia que él “llama al pan, pan y al vino, vino” porque a renglón seguido te suelta una grosería.

Ese hombre de una sola pieza es una de las filigranas más logradas del pelmazo, del ser plano que es incapaz de mirar por encima de sus narices que las lleva atiborradas de mocos, secos como tópicos. Es parecido a ese otro que te espeta que es “de derechas de toda la vida” (o de izquierdas, pues tanto vale), ignorando que esas actitudes nadie las mantiene -si no se quiere sentar plaza de hipocritón- sin fisuras ni desfallecimientos. Así de irisadas son -felizmente- nuestras entretelas.
 
Menos las de aquellos que, en lugar de constituir una sutil combinación de sentimientos, citas bíblicas, cantares sin ritmo y lecturas descosidas, están fabricados en plomo. 

martes, 3 de julio de 2012

España como problema

(Ayer dos de julio me publicó el periódico El Mundo este artículo).


La situación política e institucional en que se halla España es penosa. Si queremos formularlo de manera sencilla podemos decir que, en puridad, “no hay donde mirar”. Da igual que hablemos del tribunal constitucional, del gobierno, de los bancos, de los parlamentos, de las cajas de ahorro, de la universidad, del rey y de la monarquía, de las comunidades autónomas, de los municipios o de las provincias ... todo está empantanado, las apariencias de falsos paraísos se nos han desvanecido. 

Preciso es decirlo con claridad: tenemos unas instituciones públicas de cartón-piedra y desde ellas, desde su fragilidad, desde su condición de simples sombras constitucionales, es imposible hacer frente a ningún empeño serio. 

Ante esta pavorosa situación, resulta un lugar común sostener que "faltan intelectuales" y se evocan tiempos en los que estos ejercían una función de faros o guías en los grandes debates nacionales.

Si miramos a nuestro pasado, una época especialmente tormentosa fue la que se sitúa en los  principios del XX conocida como crisis del 98. En buena medida podemos compararla a nuestras actuales desgracias pues, si entonces certificamos la pérdida de los últimos jirones del imperio, ahora hemos de certificar el desvanecimiento del Estado, al menos en la imagen que el siglo XX fabricó del mismo y nos legó. Si entonces lloramos sobre los despojos de la patria vencida, ahora lo hacemos sobre los títulos de una deuda que se desparrama a la manera de un tumor infectado y venenoso.

Pues bien ¿qué es lo que escribían los "cráneos privilegiados" de esa época cuando advirtieron la palidez de las señales que estaba emitiendo España? Es decir, cuando se vieron obligados a pensar en "España como problema", título este que dió Laín Entralgo a un documentado ensayo (que tuvo su réplica, desvaída, en la "España sin problema" de Calvo Serer).

Por aquellos años, cuando las Filipinas en Asia o Cuba en América, ya eran espuma o el recuerdo de los horrores de la manigua, se empieza a hacer consistente la meditación sobre Europa. El más despachado fue Unamuno con su lema de "españolizar Europa", un aspaviento que se vería obligado a matizar. Fuera de los casos de un Ganivet que sueña con una España convertida en “la Grecia cristiana" o de Maeztu para quien el camino acertado es el de la Hispanidad, lo cierto es que en los regeneracionistas de Costa y en los ensayistas del 98 o del 14 hay un claro latido europeo que, sin embargo, pronto abandonarían para ensimismarse con la tierra, con el idioma o con el arte.

Ninguno de ellos tuvo una idea clara de lo que era Europa, viajaron poco y en idiomas andaban flojos -fuera de los casos de Unamuno y de A. Machado, profesor de francés-. Significativo es Manuel Azaña que vivió en Francia y sin embargo lo vemos encerrado en las fronteras españolas cuando está ocupando la presidencia del Gobierno. Por sus escritos  sabemos que casi su único contacto exterior era el embajador de Francia en Madrid y advertimos asimismo cómo ignora la llegada de Hitler a la cancillería y las barbaridades que los nazis pronto comenzaron a perpetrar, entre otras novedades de bulto de la política europea. De la Sociedad de Naciones habla sin entusiasmo y se alegra de que Lerroux anduviera por allí, para él un alivio pues se ha evitado que enredara por España. En las Memorias de Madariaga hay abundantes pruebas de la alergia que producía al Azaña gobernante viajar o entrevistarse con mandatarios extranjeros. Lo suyo era acercarse en coche al Escorial y los pequeños desplazamientos a la sierra. 

No es caso único: con anterioridad, en la segunda mitad del siglo XIX, Juan Valera anduvo por buena parte de Europa, de lo que deja amplio testimonio en su Correspondencia (para mí, lo mejor de su obra): Nápoles, Lisboa, Dresden, Berlín, San Petersburgo ... Sin embargo, apenas si se trasluce nada consistente referido a los asuntos europeos -económicos, comerciales, consulares etc- siendo más bien su foco de atención el constituido por los saraos, los bailes, los banquetes y otras fruslerías. De los centenares de cartas que Valera envía desde san Petersburgo lo más sustancioso es el intercambio de cruces y collares entre mandatarios españoles y rusos, insignias que se ponían los unos a los otros con ocasión de sus encuentros festivos o cinegéticos.

Apoyados en la pértiga del tiempo llegamos al único pensador que sí sabía lo que significaba la apuesta europea. Me refiero -claro es- a Ortega y Gasset.Europa es ciencia antes que nada: amigos de mi tiempo, ¡estudiad! Y luego, a vuestra vuelta, encendamos el alma del pueblo con las palabras del idealismo que aquellos hombres de Europa nos hayan enseñado”. Un texto que hubieran suscrito Ramón y Cajal y el resto de los hombres de ciencia contemporáneos -Marañón, del Río Hortega ...-. Por eso Ortega tiene claro que “si creemos que Europa es la ciencia, habremos de simbolizar a España en la inconsciencia”. Y el método para europeizar a España, para que pase de la inconsciencia a la ciencia es la educación. Una educación que no es obra de la espontaneidad sino “de la reflexión: hemos de fingirnos un yo ideal, simbólico, ejemplar, reflexionando sobre el alma y el carácter europeos”.  No es necesario insistir: las enseñanzas de Ortega -¡tan primorosamente escritas!- siempre están de actualidad y a ellas es preciso volver cuando se quiere meditar sobre España y Europa. 

De sus enseñanzas vivimos quienes proponemos recetas para que Europa avance hasta dar con una fórmula que evoque -aunque no coincida- con la de los Estados Unidos de América pues solo desde ella podremos hacer frente a las conmociones que está viviendo el planeta. En este sentido es falso que no existan intelectuales en España que estén cuidando la brújula de la buena dirección. Los hay y están presentes en los debates nacionales.

Lo que sí echo en falta es la denuncia de la situación interna española con la energía que la situación exige. Aunque se atisban indicios de desentumecimiento, es preciso que el murmullo devenga en discurso, que los pocos solistas que hoy tararean se conviertan en un coro que inunde el escenario. Y hay que llamar a las cosas por su nombre: es preciso reformar el sistema electoral y reformar la Constitución. Y como a este texto le hemos bajado de su pedestal mítico el verano pasado, cuando en un aleteo de mariposa le incorporamos un artículo barroco, vamos a defender que lo mismo se haga este verano o un poco más allá, acaso cuando los árboles pierdan su pudor y se nos muestren in puribus. Con el apoyo del artículo 167 de la Constitución hay que transformar el título referente a las Comunidades autónomas y diseñar una nueva Administración local, hay que suprimir el Consejo general del Poder judicial, hay que dotar a las Universidades de un nuevo sistema de gobierno que las libere del cerco feudal en el que están aherrojadas. El sistema de nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional es muy arriesgado cambiarlo pero, si se desplazara su sede a una capital de provincia sin AVE, se habría dado un paso de gigante. De las cuestiones económicas nos ocuparemos con nuestros socios europeos, lo que resulta muy  tranquilizador.

¿Sueño? Probablemente pero es que solo tras el sueño se oirán “cantar los gallos de la aurora” como quería Antonio Machado.



domingo, 1 de julio de 2012

El paraíso


El paraíso se manifiesta en las diversas religiones de forma diferente, así para los cristianos es un lugar de felicidad eterna, de paz sin sobresaltos, de gozos moderados pero duraderos. Un lugar donde se puede hablar con Dios, lógicamente no de tú, pero sí con la familiaridad que es propia entre bienaventurados que están ya al cabo de la calle.
 
Otros creyentes conciben el paraíso como un lugar donde hay siempre caza dispuesta al sacrificio y a dar satisfacción a los humanos en forma de hermosos venados o frágiles perdices. Y los nórdicos, que son muy aficionados a la pendencia sangrienta, lo llaman Valhalla, el destino de los guerreros que mueren heroicamente en combate, un espacio de ensueño y quimeras donde son recibidos por las valquirias a las que es lícito administrar todo tipo de sobaduras, achuchones y zalamerías. Como esta actividad acaba desgastando sobremanera incluso a los valientes soldados, se retoman fuerzas con grandes banquetes en los que se come jabalí y se bebe hidromiel, siendo esto último lo que menos me gusta de este paraíso porque el jabalí con lo que entra bien es con un tinto de diversos retrogustos y aromas en paladar de frutas silvestres.

Hoy día las religiones tradicionales están muy desprestigiadas pues han sido sustituidas por la religión de las grandes superficies, las camisas de marca y los coches automáticos que ahora, por cierto, no se compran como antaño sino que se tienen en arrendamiento financiero, una modalidad de contrato que en español se llama “leasing”. Así que, si antes íbamos a misa los domingos, hoy vamos a Hipercor o a Carrefour para que nos sean administrados allí los sacramentos de la salvación.

Se comprenderá que, ante cambios tan fundamentales, ha sido necesario desterrar -nunca mejor dicho- el paraíso tradicional, el de los sermones de los curas y sus rosadas imágenes, por uno nuevo, más acorde con los tiempos y con las ensoñaciones de la época. Es así como nace el “paraíso fiscal”. Hasta ahora a nadie, que no fuera un orate, se le hubiera ocurrido unir esas dos palabras. Porque “fiscal” alude a fisco, a Hacienda, a impuesto, a tropelía administrativa y, peor aún, a un funcionario de cejas torvas, enfundado en negros ropajes y determinado a enviarnos al trullo a poco que bajemos la guardia.

Pero en estos tiempos sí es posible maridar ambos términos al encontrárseles un sentido nuevo e inesperado. El paraíso fiscal es aquel lugar donde no se paga al Fisco, donde quien allí mora no se ve en la penosa obligación de detraer nada de su peculio y entregárselo a ese ser odioso y voraz que es el Estado como antes se pagaba el diezmo a la santa madre Iglesia. Si suprimimos el diezmo aprovechando la revolución liberal ¿por qué no suprimir también el impuesto y la contribución ahora que estamos en la revolución postmoderna y laica? Esta sencilla reflexión es la que ha llevado a crear los paraísos fiscales y a dividir el mundo entre los lugares donde se paga y aquellos libres de tal ominosa servidumbre.

Se consigue así un más ajustado equilibrio y, como hay zonas en la Tierra que son montañosas y otras llanas, o lugares lluviosos y otros secos, así hay tierras donde se pagan impuestos y tierras donde el hombre vive descuidado, paseando sus desnudeces bancarias sin miedo a ser perturbado, marcando con cierta insolencia el paquete de su desparpajo económico.

El problema es ¿quién tiene derecho a entrar en esos espacios de privilegio? Porque las religiones tradicionales siempre han establecido criterios a la hora de seleccionar a quienes podían disfrutar a placer de la divinidad o de las huríes. Pero ahora ¿cuáles son los requisitos de las modernas Escrituras? Según los estudios que he realizado a lo largo de varios créditos europeos de acuerdo con el método boloñés, la conclusión a la que llego es que los elegidos son los que oran con mucha devoción a la imagen del activo tóxico, los que encienden velas y compran exvotos a los productos derivados, los que rezan a diario el rosario de los índices bursátiles, los que hacen subir el barril, los que hacen bajar la vergüenza, en fin, los que lanzan opas como ondas y los que lanzan a los obreros a la calle.

Es decir que al paraíso fiscal seguirán yendo -como a los antiguos paraísos- los de siempre.

 

 

domingo, 17 de junio de 2012

La compañía Iberia y el ketchup


Esta es la última Sosería que me ha publicado La Nueva España


No hace mucho me refería al honor de la patata frita y hoy me veo obligado a volver sobre esta filigrana del quehacer humano pues el cerco que se cierne sobre ella es cada vez más estrecho.
Como se sabe, cuando a la patata frita se le añaden unos huevos, aceite y sal (a veces también cebolla) sale la tortilla de patata, suprema creación de los fogones y verdadera seña de identidad de la cocina española. Nunca he entendido cómo los italianos han conseguido colocar su pizza en el mundo entero y ahora los turcos su kebab y nosotros no lo hemos logrado (o ni siquiera lo hemos intentado) con nuestra tortilla de patatas. O con nuestras empanadas a las que algún día será necesario dedicar una sosería de lujo.
Debería crearse una Orden específica consagrada a la gloria de la tortilla de patata y organizar romerías y peregrinaciones a los lugares de culto a la tortilla. Adviértase que esta tortilla se llama “española” desde hace varios siglos y compárese con la que lleva el adjetivo “francesa” desde hace también mucho tiempo. No hay color entre ellas: la francesa es escueta, le falta imaginación y altura de miras; la española es heroica, lleva consigo el alma del alboroto que ha producido en la cocina, y acumula secretos y delicias. No hay dos familias españolas que la hagan igual y eso es ya una muestra innegable de su genialidad porque esta cualidad se predica precisamente de lo irrepetible. Se puede estar comiendo tortilla de patatas todos los días pero, si se hace en casas distintas, el sabor, la textura, la mixtura de sus elementos, la color misma, todo será distinto como distintas son las olas que se acogen a la orilla o al acantilado por más que vengan engendradas por las mismas alcobas del mar y el mismo viento.
La tortilla admite cientos de miradas y también miles de exigencias. La tortilla de patatas tiene algo de eucaristía, de sacramento pues ¿qué es sino un signo de la gracia a través del cual se accede a una vida que, por él, cobra mayor plenitud?
Si pienso todo esto y soy capaz de teorizarlo, se comprenderá la cara que puse cuando, viajando recientemente en avión, me ofrecieron -¡y encima previo pago!- un bocadillo de tortilla de patatas con ketchup. Alguien me dirá: “bah, sería en alguna compañía aérea extranjera o incluso protestante”. Pues no, en la mismísima IBERIA, la que lleva los colores de la bandera de España en sus aviones, la que pasea la españolidad por los cinco continentes, esa empresa, que tan bien nos trata en otras ocasiones, se permite mancillar el honor de la españolísima tortilla de patatas mezclándola con el ketchup.
Entiendo que las personas más sensibles desconocerán qué es el ketchup. Les explicaré que se trata de una salsa de tomate de origen americano condimentada con vinagre, azúcar, sal y algunas especias. El resultado es algo vulgar, propio para mezclarlo con alimentos apócrifos, con productos de una imaginación culinaria degradada y sin músculo.
Nunca ¡con la tortilla de patatas! Esto es una indecencia y solo por eso merecería la compañía IBERIA ser llevada ante los tribunales de justicia, ante los servicios de la competencia y ante los confesonarios más puntillosos. No se puede ofender a la tortilla de patatas de esta manera tan agresiva y, además, tan gratuita. ¿A qué viene esta mezcla ignominiosa? ¿Es una burla, un insulto, una afrenta inspirada por alguien que quiere contribuir a arruinar el prestigio de España? ¿Es la vuelta a la leyenda negra solo que ahora pintada de ese abominable color rojizo?
Mediten los facedores de este entuerto el atropello que han cometido y reparen el daño causado rindiendo un homenaje a la tortilla de patatas española e invocando al demonio para que se lleva a las entrañas de su imperio esa bastarda combinación que han tenido el tupé de ofrecer a sus indefensos viajeros. 
 
 
 

sábado, 9 de junio de 2012

El honor de la patata frita

 
No, no y no. Se impone proclamar de una forma rotunda que no siempre la ayuda a la investigación es un elemento indispensable para el progreso de una sociedad. Es esta una cantinela que estamos escuchando ahora -con motivo de la crisis- con una insistencia que aturde, desgasta y aburre. Pues no hay experto, gurú o sacerdote de las nuevas tecnologías que no nos la canten a diario en español y aun en los idiomas más peregrinos del mundo.
 
¿A qué viene esta afirmación mía tan heterodoxa?
 
Para entendernos conviene que recordemos previamente qué es una patata frita.  De entre el rico prontuario de creaciones que la cocina internacional nos ofrece, la patata frita se alza como una de las más selectas, más distinguidas y más sabrosas. Me refiero, claro es, a la patata frita española, la que se produce a base de nuestras inmejorables patatas y nuestro aceite, ese producto milagroso que es vida frágil y color cifrado, un misterio de la naturaleza que solo un poeta de verso terso podría cantar adecuadamente. Hablamos además de esa patata que se fríe en una de nuestras sartenes tradicionales, artefactos antiguos que hemos recibido de las manos temblorosas de la Historia y que tienen como misión adorar las lumbres y dorar las patatas.
 
No aludo pues a las patatas fritas hechas sobre un producto congelado, que es como un ser  insepulto, insípido y escorbútico. Pues ha de saberse que en los países centroeuropeos se permiten el lujo de afrentar a la patata metiéndola en un congelador días y días ... un crimen este que se encuentra entre los más aflictivos que conozco. Al verlas así maltratadas, yo me desespero y me doy en cavilar qué autor o qué religión justificarán estas tropelías cometidas impunemente contra los ritos más excelsos.
 
Estamos pues ante las patatas fritas tal como se producen y consumen entre nosotros. Que, acompañadas de unos huevos también fritos, se convierten en un universo para la boca dichosa que los disfruta, en la cumbre de los placeres afectantes a la bucólica que es como llama Cervantes a los achaques del comer.
Pues bien, ahora, unos investigadores ociosos se han preguntado la razón por la cual no es posible comer una sola patata frita. Es decir, se enfrentan al hecho natural de que, quien come una patata frita, lo que desea es seguir comiéndolas: desordenamente y con desafuero. A estos energúmenos, esta sensatísima inclinación humana les parece mal y la atribuyen a la acción de los “endocannabinoides” (así, como suena), unas sustancias que al parecer nuestro propio organismo genera y cuyas características químicas son similares al componente activo de la marihuana.
 
Los tales “endocannabinoides” son factores poderosos para desencadenar la gula, proceso químico que empieza en la lengua y termina en el cerebro adonde llega la orden bendita de comer patatas fritas y jamón. 
 
Es decir, lo que a cualquier persona bien constituida le parece normal y plausible, a estos científicos les suena a aberración de la humana naturaleza y es por ello por lo que se afanan en crear unos fármacos que permitan bloquear los receptores de “endocannabinoides”. ¿Se da cuenta el lector de lo que estamos hablando? De tomar unas pastillas ¡para obstaculizar nuestro sano apetito de patatas fritas! Unas pastillas que habríamos de añadir a las de la lucha contra el colesterol, el ácido úrico, la desgana en el trance mingitorio ... etc. 
 
En este despropósito emplean el dinero ciertos centros de investigación. Se verá ahora la razón del grito contrario a la investigación con el que he abierto esta Sosería. Que cierro con el deseo de que el fracaso más sonado corone los lamentables esfuerzos de estos desaprensivos.

viernes, 1 de junio de 2012

Arquitectos para Europa


(El jueves día 31 de mayo me publicaron este artículo en el periódico El Mundo).

La foto ha sido demoledora: de los prebostes reunidos en la residencia de Obama, seis representaban a Europa. Allí estaban Barroso, van Rompuy, Merkel,  Hollande, Monti y Cameron, es decir la Comisión europea, el Consejo europeo, más cuatro presidentes de Gobiernos europeos. Además, para confundir con mayor eficacia al interlocutor, sostenían opiniones divergentes.

Claro que esta última sesión del G8 a la que aludo no aportaba, en este punto, novedad relevante. Solo que, chorreando crisis económica como chorreamos, la visión de tal galimatías se hace más lacerante. Y pone de manifiesto, aun para las personas duras de oído, la necesidad de meditar sobre las estructuras políticas y administrativas en las que cristaliza el gobierno europeo.


Tampoco esto es nuevo pues esa meditación y el empeño por pensar y repensar viene siendo  constante desde hace medio siglo. En rigor, nunca se ha interrumpido. Probablemente porque, herederos como somos de Jean Monnet, todos nos acordamos de aquellas palabras suyas que tienen aire de canto profético: “Europa se hará en las crisis y será al cabo la suma de las soluciones que se diseñen para esas crisis”.  

Gentes que piensen cómo avanzar y no perder el equilibro impuesto por intereses tan contrapuestos, países tan distintos y culturas tan variadas, las hay por docenas. Las ideas florecen por aquí y por allá, no es elocuencia lo que falta precisamente. Es verdad que algunas  voces recuerdan a las de los arbitristas que, en el siglo XVII, fueron satirizados por la pluma de Quevedo. Pero las más proceden de personas con las entendederas bien aparejadas, con experiencia y saberes, personas que saben hacer encajes de bolillos, esos que tanta fama han dado a Bélgica. A veces pienso que la selección de este país como epicentro de las instituciones europeas no es una casualidad sino que está ligada precisamente a su crédito a la hora de confeccionar estas filigranas.


Pues bien, de los proyectos que están lanzándose a la marejada de la opinión pública quiero seleccionar algunos por la autoridad que ostentan quienes los formulan. Así, por ejemplo, el de Viviane Reding hecho público en la prensa alemana a principios del pasado mes de marzo. Esta mujer, luxemburguesa, es en la actualidad comisaria y vicepresidenta de la Comisión europea en la que se ocupa de la Justicia y los derechos fundamentales. En el documento citado propone que, en las próximas elecciones europeas, a celebrar en 2014, los partidos políticos presenten un candidato para presidir la Comisión. Después el vencedor deberá recabar el respaldo del Parlamento europeo. Esa misma persona ostentará además la presidencia del Consejo europeo.

Como se advertirá, con esta sencilla alteración, conseguiríamos suprimir de la foto del G8 más arriba citada a una persona al quedar los señores Barroso y van Rompuy fundidos en uno tal cual si de un nuevo misterio teológico se tratara. Un avance ciertamente.

Este Presidente debería -siempre según la señora Reding- convocar una Convención que atribuiría al Parlamento europeo la iniciativa legislativa -de la que hoy carece, como se sabe- y además la elección de los miembros de la Comisión europea (hoy confiada a la propuesta de los Estados miembros). Al Presidente de la Comisión europea debería atribuírsele la facultad de disolver el Parlamento al modo como es habitual en los parlamentos nacionales.

Para que el plan Reding funcione es necesario que cada familia política europea -socialista, liberal etc- se una, más allá de las fronteras nacionales, en torno a una persona que será, si gana, el llamado a recabar la confianza del Parlamento. Como se exigiría una reforma de los Tratados, esta debería coronarse con un referéndum celebrado en toda Europa aunque en condiciones distintas de las muy chapuceras que han dominado tales consultas hasta la fecha.

La otra propuesta reciente procede del bien dinámico -pese a sus limitaciones físicas- ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble. La ha formulado con ocasión de la entrega del premio Carlomagno en la ciudad de Aquisgrán.

A su juicio, las reformas de la arquitectura institucional de la Unión deben hacerse efectivas para las elecciones de 2019 aprovechando la circunstancia de que en cinco años el actual -y mal llamado “pacto fiscal”, en rigor, pacto “presupuestario”- ha de incluirse en el Tratado de Lisboa. Esa sería la ocasión para actuar y conseguir algunos objetivos importantes: los ciudadanos europeos deberían elegir de forma directa al presidente de la Comisión; los Estados deberían renunciar al derecho de enviar, cada uno de ellos, un comisario para formar parte de la Comisión, con lo que se reduciría su número y se ganaría en cohesión; en fin, el Parlamento actual debería completarse con una segunda Cámara que representara -con decreciente proporcionalidad- a los Estados. Es evidente que Schäuble tiene en la cabeza el modelo, no del Senado americano, sino el del Bundesrat alemán.

Como desaparecería el Consejo europeo tal como hoy funciona, sería necesario, de un lado, cambiar muchas de las normas que hoy disciplinan la distribución de competencias y, de otro, resolver si subsistiría el actual sistema de presidencias rotatorias de los Estados. Estos “detalles” se tratan de forma muy desdibujada en el discurso del ministro alemán. Tampoco se aclara qué tipo de mayoría sería necesaria para esa elección directa del presidente de la Comisión ni si sería obligada una segunda vuelta en caso de no conseguirla ninguno de los candidatos, lo que conduciría a una nueva movilización de varios cientos de millones de electores.

En marcha hay otras iniciativas. Tal la que protagoniza el ministro de Asuntos Exteriores alemán Guido Westerwelle quien convoca a algunos de sus homólogos para discutir estas cuestiones de arquitectura institucional, entre ellos al español García Margallo, buen conocedor de Europa. Westerwelle ha dicho al periódico alemán Die Zeit, que quiere “un presidente de la Unión europea elegido directamente por los electores pues en el momento en el que políticos europeos tengan que explicar y discutir sus ideas por toda Europa, los problemas europeos serán conocidos por los ciudadanos y se acortarán las distancias entre las decisiones políticas y la ciudadanía. Muchas de las cuestiones que a todos nos afectan escapan al debate público porque los políticos temen recibir una bronca dentro de este clima de peligroso nacionalismo que se percibe”.

Es la Europa de “murallas antiguas” que evocaba Rimbaud. 

Resulta evidente que hay en todas estas exposiciones ideas que quedan en el aire colgadas de un signo de interrogación y además adelanto que no comparto muchas de ellas. Pero es bueno que -junto a ensayistas, intelectuales, clubes de opinión etc- políticos en activo se ocupen de pensar el futuro pues ponen de manifiesto que saben mirar por encima de esas bardas truculentas que componen los mil asuntos que se acumulan sobre las mesas de sus despachos.

Porque lo importante es no perder de vista el largo plazo ni dejarse ganar por el desánimo causado por tantas oscuras zozobras como nos rodean. Y saber que Europa es la única luminaria que puede aclararnos el camino. Europa es el espacio que, engarzado a nuestros interiores, alberga la majestad de la grandeza de un mundo nuevo. Lo contrario es volver, apoyados en el bastón del valetudinario, hacia el nacionalismo, que no es el opio del pueblo sino la “cocaína de las clases medias” (Nial Fergusson). Un nacionalismo, el que hoy reivindican al unísono las izquierdas comunistófilas y las derechas extremas, con el que volveríamos a acogernos a la tutela de un ángel sombrío escapado de un cuerpo en ruinas.

domingo, 27 de mayo de 2012

La mala leche




La oferta más variada que existe ahora en los supermercados es la de leche. Hay muchas leches, tantas que es difícil seleccionarlas pues la hay natada y desnatada, con isoflavonas, con vitaminas modernas y acreditadas y sin vitaminas o vitaminas pasadas de moda, fermentadas y no fermentadas, fementidas y verdaderas, nutritivas y no nutritivas, para viejos, para mujeres en el puerperio, para concejales, para aspirantes a concejales ...   No falta nada. Aparentemente. Porque falta la más importante: la mala leche.  No me refiero a la mala leche que es madre del resentimiento, de las envidias oscuras o de los odios eternos, me refiero a la mala leche que procrea el ingenio y su derivado el humor, el humor inteligente, nunca el de esos botarates que salen por la televisión. Si esta sustancia tan necesaria no aparece en ninguna lista de precios se debe a que esa mala / buena leche ni se compra ni se vende. El tipo con mala leche nace, no se hace; ocurre como con el subsecretario, cuando viene al mundo una criatura ya se sabe si alcanzará o no esta altanera dignidad burocrática: por los andares, por los decires, qué sé yo ... Pero el asunto es grave porque la mala leche resulta clave para desvelar los misterios de la sociedad y fundamental para desenmascarar los mil disfraces que adopta la hipocresía que, tal como ocurría en los tiempos de Quevedo, es calle sin fin donde hay cuartos y aposentos para todos.





Es decir que quien quiera cultivar el humor debe mojar su pluma en esa tinta fecunda. En este sentido, creo que la prosa gana a la poesía. Acaso porque aquella aventaja en general a su hermana en variedad de asuntos y riqueza en la forma de expresarlos. En las “Conversaciones con Goethe” de Eckermann, el poeta, que se hallaba cuando está hablando en su ancianidad alta, desliza esta perla: “la cuestión es bien sencilla: para escribir en prosa hay que tener algo que decir. Quien no tenga nada que decir, siempre podrá componer versos y rimas, donde una palabra lleva a la otra y siempre termina por salir algo que, aun sin ser nada, logra dar el pego”. Un poco exagerado el severo Goethe pero algo sabía del asunto.


Porque es bien cierto que los poetas son un poco pelmazos y, aunque en los últimos decenios se han empeñado en recorrer caminos nuevos, lo cierto es que propenden a seguir cantando los amores con Purita y la vistosidad de las flores en primavera, o lo que es peor, la muerte y la malaventura. Lo harán en rima asonante o consonante, creyéndose clásicos, vanguardistas o ultramodernos, pero casi siempre recalan en los mismos caladeros. Parece que la forma de escribir en verso los encadena a los que ellos entienden cumbres de los sentimientos y de las sensaciones, como si una forma tan alada de expresarse no pudiera malgastarse en asuntos fútiles. El escritor en prosa es mucho más fecundo, dispone de alas para escapar de las dictaduras convencionales.


Hay, claro es, poesía de humor y ahí están los testimonios de los siglos pasados. Cuando Gonzalo de Berceo llama a un contemporáneo “ome revolvedor” está cultivando la invectiva social sana y de buena puntería pues se está refiriendo a esa especie eterna, intemporal, del amigo de los enredos, del intrigante, del trapisondista. Por supuesto nadie reconocerá serlo pero el personaje está presente y es bien visible en el escenario social: en el Parlamento, en las agrupaciones de los partidos, en las Universidades y hasta en las empresas de recauchutado de ruedas o de exprimidores de zumo, “omes revolvedores” los hay a cientos. Con el añadido contemporáneo de las mozas “revolvedoras”. Es humor por supuesto la letrilla satírica que cultivaron Góngora y no digamos Quevedo o las redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz, y luego Torres y Villarroel etc hasta Ángel González o Andrés Trapiello.  Si disparan con puntería es porque todos ellos tuvieron en su infancia un ama de mala leche.


Quiero que la Seguridad social me proporcione una de esas ubres gozosas para pasar mejor las gachas espesas de la chabacana realidad circundante.