domingo, 20 de mayo de 2012

Un lugar donde mirar


Entre la población es un clamor. Por eso, con una u otra fórmula se oye a diario: la situación es de tal deterioro que no hay institución ni lugar alguno al que se pueda mirar. 
 
Da igual que hablemos del tribunal constitucional, del supremo, del gobierno, de los bancos, de los parlamentos, de las cajas de ahorro, de la universidad, del rey y de la monarquía, de las comunidades autónomas, de los municipios o de las provincias... todo parece empantanado a los ojos de una gran parte de la ciudadanía que deplora aquí y acullá comportamientos irregulares o tropelías sin cuento. El resultado es una gran inquietud y un desasosiego continuo apenas aliviado con grandes dosis de balompié. 
¿Qué hacer? se hubiera preguntado Lenin si anduviera todavía preparando revoluciones por estos pagos. Descartadas estas porque a muchos nos pilla ya muy artríticos y desvencijados y los más jóvenes no aciertan a formular propuestas que calen entre las masas, habrá que buscar fórmulas salvadoras o que al menos mitiguen la situación de desconcierto y desamparo que estoy tratando de analizar. Al menos para seguir tirando... 
 
La más tradicional es la de darse a la botella. Caldos hay para todos los gustos siendo hoy el conocimiento de añadas, denominaciones de origen y bodegas uno de los signos de desparpajo mundano más acreditado, parecido al que antiguamente confería seguir y conocer las cotizaciones de bolsa (lo que hoy a nadie se le ocurre hacer a menos que se haya forrado previamente de ansiolíticos). A partir de ahí, están el coñac, el whisky, el ron, el vodka y otros mejunjes que te disparan rápidamente y también otras bebidas explosivas que, por increíble que parezca, se venden en los supermercados con la tranquilidad de conciencia con la que venden unas pastas para el desayuno las monjas clarisas.
 
Entre los escritores ha sido la escapada del alcohol muy habitual, tanto que resulta un poco vulgar, y ahí están para confirmarlo Pessoa, Erich Kästner, Truman Capote, Hemingway, Simenon más un largo etcétera y no digamos Verlaine que luego vomitaba ante sus admiradores con serena templanza y aplaudida eficacia. El insigne poeta Max Estrella, el de las luces valleinclanescas, se pasea por la noche madrileña, noche con más ansias y penas que estrellas, con una pítima en relieve para olvidar el maltrato que a su musa le daba el paisanaje ignaro.
 
Todo esto es muy convencional y por eso debe descartarse para el tratamiento de las tribulaciones actuales. Como lo que se denuncia, y con razón por parte de la ciudadanía, es que no hay un sitio donde mirar conservando la mirada limpia -mirada de balcón sereno-, lo mejor es pedir a los ayuntamientos que apresten un espacio municipal para este fin. Ahora que los alcaldes se ven obligados a cerrar tantas empresas públicas y tantos servicios como habían creado, podrían habilitar lugares donde los ciudadanos pudieran depositar su mirada sin quedar heridos de angustia. No me refiero a un lugar virtual al que se accede por wifi -que eso es todo industria y embeleco- sino un lugar real, una zona concreta y acotada, prevista en el plan urbanístico, que sirva de descanso al batallar de los ojos contra tanto despropósito. 
 
Habría allí una maqueta que reprodujera un tribunal constitucional funcionando, una caja de ahorros con aspecto de hucha y no de sumidero, una universidad cuyo rector aplicara la ley sin mirar a quien afectaba, y hasta un parlamento donde los diputados razonaran sin encalabrinarse ... todo ello envuelto en un paisaje de farolas acogedoras y de flores descaradas. Al fondo se oiría el sonar de unas campanas que darían una hora única, envuelta en un velo de fantasía, la hora que anunciara el disipar de esta tormenta interminable ... 
 
¿No sería una meritoria iniciativa municipal?  





domingo, 13 de mayo de 2012

Gloria de la espuma





Andan muy ocupados los grandes cocineros en explicarnos los misterios de la espuma y al efecto han pedido la colaboración de varias especialistas, profesoras de Física, que nos hablan del desdoble de las proteínas, de la formación de una película elástica que hace que las burbujas resistan y por ahí seguido.

Pero la espuma tiene otros secretos que no se dejan capturar por la ciencia como ocurre con el amor que ya sabemos que no es sino luz y abismo, el bosque donde conviven los mejores aciertos con los más conseguidos errores.

Una cerveza tirada por un camarero español poco tiene en común con análoga acción protagonizada por un colega bávaro en un local de Munich. El nuestro actúa -con excepciones- de manera atropellada, saltándose trámites y dando por concluido el procedimiento cuando este no debería haber hecho más que empezar. La espuma apenas existe, de ahí el aspecto deslavado y escorbútico de nuestras cervezas, su falta de dignidad. Su desaliño. El alemán, por el contrario, se demora en el trance, repasa varias veces la espuma que se va formando poco a poco, la deja reposar para que medite sobre su destino y su circunstancia, y es solo así como nace una espuma tersa, una espuma con donaire, que es como el penacho que corona un peinado artístico o el pináculo admirable de una catedral gótica.   

Y lo mismo se puede decir respecto de la espuma del capuchino (me refiero al café, no al fraile). La tensión, el mimo y el respeto con que se fabrica en una cafetería de Milán nada tiene que ver con la desgana que vemos en Madrid. Aquella tiene de entereza y de gloria lo que esta de flaqueza y abatimiento.

La espuma es pues hija de la paciencia, de la diligencia y de la reverencia.

Que nosotros, los españoles, sí ponemos en la confección del merengue y del “soufflé”. Las pastelerías españolas -como las portuguesas- están llenas de ofertas de merengues gloriosos, orgullosos de su condición merenguil, merengues persuasivos, virtuosos. Un compendio de ficción y de capricho. Y lo mismo ocurre con el “soufflé” que, recién salido del horno, comparece ante nosotros como el altivo personaje que ha llegado a ser, todo él sensibilidad porque, en sus entrañas, lleva la sorpresa y la fortuna. Dispone además de mil rostros como un artista de circo o un ilusionista fértil.
                                                                                             
Cuando tantas y tan malas son las noticias con que nos obsequia la actualidad, convertida en una maga especializada en abatirnos y en sumirnos en la desesperanza, pensar en la espuma, en el “soufflé” o en el merengue, nos devuelve el optimismo y nos proporciona un aliento reparador que nos recupera -como un bálsamo- de nuestros pensamientos exhaustos.

Pues a lo mejor resulta que la causa de nuestros males está en querer llegar al meollo de los problemas, al hueso íntimo donde anidan sus explicaciones, a la raíz donde brota la savia de nuestras tribulaciones. Y como son enigmáticas y muy viejas y además gastan muy mala leche -sin espuma-, nos aturden y nos zarandean. Es decir, nos dejan como navíos partidos por la noche.

Por todo ello propongo que, al menos por un rato, por el leve espacio de una sosería, pensemos que podría ser que lo mejor del fondo fuera la superficie.












domingo, 6 de mayo de 2012

El colmillo del Rey

(Hace unos días me publicó La Nueva España esta Sosería).



No entiendo bien a qué ha venido todo este revuelo con el episodio del rey don Juan Carlos y su jornada cinegética. Me da la impresión de que entre nuestros compatriotas anda suelto mucho partidario de la monarquía absoluta aunque ellos lo ignoren como es fama que le ocurría al personaje del burgués gentilhombre del señor de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.

Porque quienes defendemos la monarquía constitucional y parlamentaria lo que queremos justamente es que el rey se entregue a la caza, a la pesca, a intensas jornadas de parchís y al aprendizaje del perfecto batido de la clara de huevo. Pues, entretenido en estas inofensivas actividades, no se le ocurrirá poner las manos en los asuntos del gobierno, asuntos estos en relación con los cuales las grandes casas reales han desarrollado a lo largo de la Historia un instinto innato e infalible para errar y marrar.

Precisamente nuestro actual monarca, que conoce a su estirpe, sabe perfectamente que fue el descuido de las artes cinegéticas lo que obligó a su ilustre abuelo a tener que despojarse de la corona y la capa de armiño en aquel infausto catorce de abril. La manía de aquel Alfonso de meterse donde no le llamaban, le obligó a irse precisamente a donde no le llamaban, es decir, al exilio. ¡Cuánto hubiera ganado la estabilidad y la salud institucional de España si aquella testa coronada, en lugar del cabildeo de ministros, presidentes, generales y demás a que tan gustosamente se entregaba, se hubiera ido de caza a matar unas cuantas perdices e incluso acabar con algún urogallo despistado se le podía permitir, con tal de que no se le ocurriera hacer nada en beneficio del bien común.

De manera que a ver si aprendemos un poco de derecho constitucional y no nos trabucamos con el estatuto de la majestad real.

Dicho esto, a mí realmente lo que más me preocupa de este episodio es el colmillo, es decir, qué pasa con los colmillos del elefante abatido. ¿Para qué quiere el rey esos colmillos? Esto es lo que me inquieta.

Porque sabemos que quien enseña los colmillos es que quiere amenazar u obrar con energía o con violencia. Y ¿a quién quiere amenazar don Juan Carlos o qué violencia quiere ejercer? No le conocemos hasta la fecha ninguna y nos extrañaría que a sus años tomara gusto a estas actitudes desafiantes e infantiles.  

¿O es que quiere escupir por el colmillo, que es lo mismo que decir fanfarronadas? Al no haber sido aficionado a ellas hasta la fecha ¿a qué vendría practicarlas cuando se entra en una edad venerable do las pasiones se acoquinan y los ardores se tornan asustadizos?

Por último, de quien se dice que tiene el colmillo retorcido es porque resulta difícil de engañar por su astucia. Desde mi modestia provinciana le aconsejaría al monarca que no intentara dar lecciones de esta asignatura a sus súbditos, es decir, la de utilizar procedimientos engañosos para conseguir algún objetivo -normalmente, torpe- porque hay miles y miles de españoles que, en este punto, no precisan aprendizaje suplementario alguno: les sale con la mayor naturalidad. Suelen ser personas acomplejadas y mediocres ¡pero son tantos y tan activos!
           
En resumen: sí a la caza; no a los colmillos. Porque ya sería el colmo.


martes, 1 de mayo de 2012

Fantasmas de Estados

(El viernes 27 de abril publicó el periódico El Mundo este artículo mío) 

La preocupación por la delicada situación económica que atravesamos ha colocado a las cotizaciones bursátiles, las primas de riesgo, las emisiones de deuda o el rescate de este o de aquel país en el eje en torno al cual giran nuestro desasosiego y nuestros ataques de ira. Pues descubrimos ahora que, entre los gobernantes, han proliferado los pícaros que, como en el cervantino Retablo de las Maravillas, se hicieron con el poder para ofrecer al pueblo una función insólita de teatro. Cuya entrada nos está costando un ojo de la cara.

Pero en medio de este galimatías, que viene acompañado de ese despliegue florido de anglicismos en que consiste la moderna cursilería, acaso no hayamos dedicado suficiente atención a dos hechos que tienen el aspecto de ser nubarrones despeinados dispuestos a encapotar nuestro futuro como comunidad política.

Me refiero, en primer lugar, a la opción por un Estado propio que un partido político catalán acaba de hacer en un congreso. Quiero subrayar que no estamos hablando de una organización cualquiera sino de aquella que ha compartido las riendas del poder con todos los gobiernos que en España han sido y son desde que existen los mecanismos democráticos. Un partido regional invariablemente cortejado y contemplado con los ojos codiciosos de la lujuria por sus hermanos mayores nacionales. Recibir una calabaza desde Cataluña ha sido una forma de labrarse el fin de los cambalaches parlamentarios y de las propias piruetas políticas; por el contrario, acogerse a su bendición era demostración de sutil templanza y de habilidosa flexibilidad en el manejo de la cosa pública. O, como se ha solido decir, de cintura.

En segundo lugar, debe citarse la manifestación que hace unos días recorrió las calles de Pamplona con una bandera que reclamaba “independencia” para el País Vasco y sus cuatro puntos cardinales. Reivindicación apoyada a distancia y con amor de padre por otro partido nacionalista, buen tejedor de glorias en la política española.

Es decir, estamos a principios del siglo XXI, varias décadas después del desmantelamiento de la farsa franquista, contemplando el espectáculo de unos partidos que representan a miles de ciudadanos, empeñados en el designio de comenzar una aventura como Estados. De la misma forma que el pequeño bote de un barco se echa a la mar en busca de la mar de aventuras sin pensar en que pueda quebrarse o romperse no bien se enfrente a la primera roca.

Algunas plumas ilustres defienden que sería bueno disponer en nuestro texto constitucional de un mecanismo de secesión de una parte del territorio para que, por una vía pacífica y de mutuo entendimiento, cada cual emprendiera el destino que le pareciera más conveniente. Pero lo cierto es que tal previsión no consta en el Derecho político español por lo que cualquier medida que se tomara en esa dirección -que sería unilateral- supondría la ruptura grave de nuestro ordenamiento y también la irreversible quiebra del equilibrio en el que desarrollan su vida nuestras instituciones.

Con todo, teniendo en cuenta la población que anda detrás de esas pancartas, a lo mejor no es malo propiciar una salida de esta naturaleza a la que se diera su conformidad desde España. Eso sí: previo un finiquito minucioso que no dejara cuenta pendiente sin comprobar ni saldo sin cobrar.

A partir de ahí, desligados de la opresora monarquía española, ya podrían proclamar sus repúblicas independientes. Porque no sería cosa de entronizar un nuevo monarca extraído de las casas reinantes por la sencilla razón de que no quedan o están para pocos trotes o padecen una artrosis desbocada. Una república implicaría nombrar un presidente (a ser posible, sin antecedentes penales), buscar un palacio en cuyas ventanas cante el ruiseñor y unos guardias con uniformes vistosos como cristalerías de luces. El himno no es problema pues existe, lo mismo que las gargantas para cantarlo. Y la bandera ya ondea en sus edificios, tan solo se trataría de quitar la otra y en ello con un minuto sobra.
Es coser y cantar y no digamos presidentes de tribunales de justicia, de cuentas, constitucionales... Colas harían los profesionales más distinguidos para atarse al ejercicio de estas responsabilidades aunque con ello pusieran en peligro su salud y su vida familiar. Coches oficiales habría que comprarlos a cientos con lo que el ramo, tan deprimido ahora por la crisis, volvería a conocer días de gloria y esplendor.

Habría que imponer a esa población entusiasta tributos e impuestos pero ésta los pagaría con entusiasmo; la lacra de la evasión fiscal no se conocería, pues que todo lo recaudado iría a parar al engrandecimiento de la nueva nación. A lo mejor crear un Ejército, comprar tanques, aviones de combate o buques de guerra, formar escuadrones, batallones y divisiones no gusta a algunos pacifistas pero hay que contar con ellos porque la pluralidad es una seña de la nueva república que se distingue así de la vieja monarquía que ponía grilletes por años a quienes no mostraban entusiasmo militar.

Pues ¿y diseñar una moneda propia? ¡Ahí es nada poder reivindicar la vieja prerrogativa de acuñar moneda! Eso sí que sería gloria y no verse obligados a aceptar exigencias foráneas para disponer de la calderilla del euro. A partir de ahí, sería innecesario endeudarse pero, si tal acaeciera, los virtuosos republicanos de la nueva nación adquirirían cualesquiera títulos que se les hiciera llegar. Si aun así, hicieran falta nuevos fondos, ahí estarían los mercados internacionales dispuestos a comprar el producto financiero más sólido y el de garantías más aquilatadas.
¡Adiós a los vaivenes de las primas de riesgo! Sólo por despedir a estos parientes, merece la pena iniciar la aventura de la independencia.

Porque, lector paciente, el discurso contrario, el que consiste en aclarar a quien no quiere oír que el nacionalismo ha sido el partero de las desgracias colectivas más aniquiladoras que ha sufrido la humanidad, que reproducirlo en los inicios de este siglo XXI es suicidio y homicidio a un tiempo, y añadirles que no hay sueño más placentero para las grandes empresas del planeta que la proliferación de Estados raquíticos, empinados en su ridícula poquedad, esforzarse en todo ello -digo- es sin más empeñarse en perder el tiempo. O, como se dice clásicamente, majar en hierro frío.

Con todo, al menos pluma en ristre, es obligado no darse por vencido, vestir las armas del combate y luchar contra estas sombras lúgubres del pasado.

domingo, 22 de abril de 2012

Alabanza del cacique antiguo


(Hace años publiqué esta Sosería que sigue teniendo actualidad)



Es muy conocida la historieta que tiene como protagonistas al terrateniente de la época de la Restauración -pongamos comienzos del siglo XX- y sus jornaleros. Aquel ha repartido entre estos las papeletas de voto y les ha entregado a cada uno tres pesetas. Con todo, y como tiene poca confianza en la lealtad de sus trabajadores, no les pierde de vista cuando están haciendo cola ante la mesa electoral. Entonces, a uno de ellos se le ocurre abrir el sobre para ver a quién va a votar. El terrateniente, que le ha visto, se le acerca indignado y le espeta: “¿Julián, no sabes que el voto es secreto?

Esta era la práctica de las votaciones a lo largo de la Restauración: el cacique compraba los votos y colaboraba por esta vía a asegurar las mayorías parlamentarias diseñadas desde el gobierno. Un ilustre asturiano de Llanes que fue “gran elector” en años anteriores, en los sesenta del siglo XIX, José Posada Herrera, confeccionaba diputados con una destreza pasmosa y con un arte aquilatado. Cuando O'Donnell, que era su jefe, le preguntaba cómo lo conseguía, solía responder: “soy cristiano viejo y procuro que mi mano izquierda no sepa lo que hace la derecha”.

El cacique histórico era un ser entrañable y es al que debemos rendir homenaje de admiración y de agradecimiento. Porque ese cacique era un hombre de una pieza, todo generosidad, que compraba los votos con el dinero de su bolsillo. Nada ver con los actuales que hacen lo mismo pero con el dinero público. Hoy es la ayuda al desdentado, mañana a la parturienta, pasado al viejo, ayer al joven ... surgiendo así los cheques por esto o aquello, todos librados contra la cuenta corriente del Estado y de los fondos presupuestarios.

En unas elecciones que conozco bien porque las padezco de vez en cuando, las de rector de la Universidad -la mayor estafa conocida e inventada en punto a elecciones-, es de ver con qué generosidad se lanzan los candidatos a prometer subidas salariales y promociones profesionales a los docentes, a los no docentes, a los discentes y a los incompetentes. Todos tienen un número en la rifa de las ofertas. Otra cosa es que, una vez despejado el panorama y elegido el rector, los beneficios vayan a parar a quienes tuvieron puntería a la hora de votar o a quienes están dedicados al enredo universitario y son por ello piezas codiciadas para cualquier rector aficionado a la componenda. Porque, ¡ay de aquellos que se equivocaron de caballo y apostaron mal! No se comerán un rosco, sus becarios no ascenderán y las plazas se convertirán para ellos en un sueño lejano que solo se hará realidad para aquellos afortunados que supieron disparar con destreza. En mi libro el mito de la autonomía universitaria he contado por lo menudo estos cambalaches y así me he ganado la simpatía de los estamentos oficiales. Pero las cosas son como son por más que se las presente disfrazadas con bellas palabras como democracia, participación y otras zarandajas.

Tienen de común los políticos en esta época de elecciones y los candidatos a rector el hecho de disponer de una cuenta corriente que se nutre con el dinero de los contribuyentes. Una situación bien amena que se convierte en escándalo cuando el candidato es quien ostenta ya el poder y pretende revalidarlo pues entonces dispone directamente del resorte que proporciona el reparto de prebendas para allegar voto.

Ante este panorama se impone, y es el objeto de estas líneas, recordar con nostalgia al cacique tradicional, que se gastaba sus cuartos o que prometía trabajo en sus campos para la próxima vendimia. ¡Loor a aquel hombre, capaz de comprometer sus dineros por el bien de la patria! Malhaya sea, por contra, el cacique actual que hace lo mismo, solo que saqueando los dineros del común.

¡Cuánta estética antaño, cuánta perversión hogaño!

domingo, 15 de abril de 2012

Mi amigo el banquero

La teoría según la cual los banqueros no traen sino desgracias a nuestra vida no se tiene en pie. Por el contrario son autores de los mejores descubrimientos, los más imaginativos y los más cuajados de frutos. Por ello les debemos agradecimiento.

El hecho de haber inventado la cuenta abierta en un establecimiento como único medio de estar dignamente en sociedad nadie negará que es un hallazgo memorable. Antiguamente, yo todavía lo recuerdo, a los funcionarios nos pagaban con el lujurioso dinero metido en un sobre, lo que nos permitía vivir en buena medida al margen del banco. Llegó un momento luminoso en que el banco (o la caja) se impuso. A partir de entonces, o se disponía de un número de cuenta o no se cobraba. Así de sencillo y así de clarito.

Luego vino el truco de las tarjetas de crédito, de débito y no sé cuántas zarandajas más. Hoy, en media Europa, es imposible sacar un billete de tranvía si no se dispone de una de esas tarjetitas cuyo uso deja obviamente intereses y comisiones a los esforzados y sufridos banqueros. El viejo carné de identidad (la «cédula» como se llamaba en la España antigua) ya no sirve de nada. Lo que cuenta es la cuenta. Y la tarjeta a ella anudada.

En estas estábamos cuando a estos señores se les ocurre el no va más. El punto y final. Es el llamado «banco malo». Como se entiende que el banco es un negocio libre, sometido a las reglas del mercado, es inevitable que sus gestores acumulen ganancias, pero también -en ocasiones- pérdidas. Y así en sus balances no tienen más remedio que contabilizar, al lado de sonrientes números azules, ceñudos números rojos. Es ley de vida: quien está a las maduras, está a las duras, junto a los días felices están los tristes... los refranes, la Biblia y los poetas (la luz y el abismo; la lumbre y el frío, etc...) nos han dado cuenta de esta realidad proteica y amenazadora.

Pues bien, el hallazgo consiste ahora en pasar a otro banco, el «malo», todo lo que hay de poco estético en los balances y, a partir de ahí, seguir gestionando el negocio financiero sólo con los productos estéticamente presentables. Y ¿quién se hace cargo de la morralla que se cobija bajo el nombre de banco «malo»? Pues el Estado, tan solícito él. Ahora bien, como éste aún conserva un poco de dignidad, se revestirá de siglas cabalísticas para intentar confundir. Pero nadie debe engañarse, al final es el Estado, es decir, usted, lector (no ponga cara de despiste), y yo quienes prestamos el servicio al banquero bueno de quedarnos con el malo.

Al lado de esta invención, la teoría de la relatividad se queda en un rompecabezas para niños.

Lo positivo es que, por esta vía, todos nos convertimos en banqueros. Una profesión que había estado cerrada a una casta impenetrable, a unos círculos distantes a los que ningún contribuyente normal podía acceder, ahora está abierta a todos nosotros: al cartero, al profesor de instituto, al sargento, al juez, al odontólogo y al comercial de calcetines de punto.

Un sueño se ha hecho realidad. Tantas vueltas que hemos dado a la necesidad de democratizar la sociedad, de hacer fluido el paso de los escalones más bajos a los más altos, sin que hayamos sido capaces de encontrar fáciles soluciones, ahora está al alcance de nuestras manos, gracias al esfuerzo y a la imaginación de los banqueros.

Nadie negará que estamos viviendo un momento feliz, este de constatar que somos banqueros, «malos», es verdad, pero banqueros. Por algo se empieza. Además ¿qué son la maldad y la bondad sino bagatelas burguesas que es hora de desalojar de nuestro horizonte?

domingo, 8 de abril de 2012

El tambor del zulú

Hallábame durmiendo a las siete de la mañana en un hotel de una ciudad de Sudáfrica cuando me despierta una música de tambores. Tardé segundos en empezar a maldecir a todos los fabricantes de tambores, a los adquirentes de tambores y a los tamborileros, sin hacer concesión alguna ni distingos entre razas, pigmentación de la piel o sexo.

Cuando me asomo a la ventana descubro, en el jardín, al grupo de jóvenes que eran los autores de aquel desaguisado acústico, perpetrado para solaz de los huéspedes. Iban ataviados a la más rigurosa moda zulú, es decir, con una sencilla prenda, evocadora de algún fruto (¿plátanos?), que ocultaba sus partes pudendas, más unos collares y pulseras como guinda decorativa.

Todo bien pensado para trasladar la imaginación del europeo moderno al mundo ancestral de ese grupo étnico que ha protagonizado, junto a holandeses e ingleses, la historia de aquél país.

Cuando me repuse del sobresalto empecé incluso a gustar de aquellos sonidos y como además el tiempo era un diamante sencillo y la atmósfera acogía un surtidor de deleites, escuché largo rato con atención y respeto. No era la música que a mí me gusta ciertamente pero aquello tenía su ritmo, un ritmo que -me dí en imaginar- bien había podido venir a lomos de algún hipogrifo cabalgando por la serranía de los siglos desde las palpitaciones más antiguas de las tribus zulúes.

Ya estaba trasladado al pasado remoto al compás de aquellos tambores cuando la música se paró de repente. Era el tiempo de descanso de los instrumentistas.

Y, entonces, se produjo -de una forma ruda- mi vuelta a la modernidad.

Pues aquellos zulúes, ataviados con escuetos taparrabos, se dirigieron a los coches que tenían aparcados a la puerta del hotel accionando a distancia sus mandos para abrirlos y tomar de su interior el móvil, el ipod, el ipad, la tableta y no sé cuantos otros cachivaches extraídos del más exigente catálogo de novedades tecnológicas.

Mi imaginación, que había logrado ser activada con hazañas luchadoras y con imágenes arcaicas, de repente se desplomó como herida por un telegrama de muerte.

Sin embargo, al recuperarme pensé que era divertido observar este racimo de tiempos, el agitar de las civilizaciones. Es como ver pasar un desfile de paisajes mofándose del destino y de las mareas, como recibir en casa la visita de Napoleón que viene acompañando a Alfonso XIII, o ver juntos -paseando por Nueva York- a Velázquez y Dalí ... O ese encuentro entre estilos literarios que ensaya Günter Grass en su novela “Es cuento largo”, mezclada su pluma con la de Theodor Fontane. O las “Variaciones” de algunos compositores sobre temas antiguos ...

Unas épocas se abrazan a otras épocas dándose entre ellas amores volubles. Y se besan uniendo alegrías de ayer y pesares de hoy o viceversa. Todo en desorientado amasijo. Pues el único aislamiento creíble es el de las estrellas. ¡Pero es, ay, tan vanidoso ...!

Por mi parte,

he creído oportuno acudir a mi sastre para encargarle una armadura a mi medida.