viernes, 13 de enero de 2012

Embalsamados

La muerte del jefe del Estado de Corea del Norte hace unas semanas ha llenado de tristeza a sus súbditos como hemos podido apreciar por la televisión que nos ha ofrecido imágenes de seres desconsolados y llorosos, componiendo muecas de consternación definitiva. Pero, sin embargo, ha llenado de gozo a los embalsamadores, que es oficio en franco declive. Obsérvese que, desde los faraones egipcios, los únicos seres que reciben el estimulante trato del embalsamamiento son esos líderes comunistas que tanta gloria y libertad han dado a la Humanidad y que se llaman Lenin, Mao, Ho-Chi-Minh. Poco más. Acaso Evita Perón, aquella señora que mentía más que un oriental borracho.

Parece que pasar la laguna Estigia embalsamado no está de moda.

Acaso porque la delicada operación de embalsamar cuesta una pasta con ese trasiego que conlleva de vísceras, tripas, entrañas, fajas, lavados, vendados, lavativas y demás, imprescindibles para dejar al muerto con la apariencia de quien se emperifolla para asistir a la ópera o a un banquete. Pero no acaba tan pronto el gasto, luego hay que conservar la momia con lozano aspecto y ahí viene otro capítulo que, en el caso de Corea del Norte, no ofrece problema pues su población cede con gusto su parte en cereales y otros nutrientes con tal de ver a su líder máximo bien guapetón y con las cruces y medallas cubriendo su pecho de general invicto. Poblaciones más roñosas se lo tienen que pensar dos veces por más que quieran disfrutar de sus guías espirituales toda la eternidad.

Si no se hace bien, es decir, si la momia no recibe el tratamiento adecuado de resinas y ungüentos, esto se acaba sabiendo. Así, por ejemplo, cuando se asaltó el Museo egipcio de El Cairo con motivo de la revolución que vive aquel país, se suscitó en la población la lógica preocupación por los efectos que los destrozos causados podían tener sobre las momias allí conservadas. Hubo en efecto pérdidas irreparables, pero pronto los especialistas dictaminaron que la alarma era infundada porque las momias afectadas eran «de segunda clase».

Un gran alivio para muchos. Para otros un motivo más de desasosiego e inquietud porque constatar que, incluso de momia, hay distinciones sociales es desesperante. Uno puede aguantar al rico terrateniente de por vida pero soportarlo como momia de superior jerarquía ya es inaceptable. En algún momento, decimos muchos, se deberían acabar los distingos y las clases sociales. Pero, a lo que se ve, no lo entendían así los egipcios.

Vemos pues que los embalsamadores están muertos, lo cual para quienes han hecho de la muerte su oficio no es nada extraño pues entre ellos se entienden. Lo malo es que no han sido embalsamados porque nadie se puede embalsamar a sí mismo como nadie puede salir de un pantano tirándose de los cabellos, según nos trató de enseñar el barón Münchhausen.

Ahora bien, la pregunta es ¿deberíamos resucitar a los embalsamadores y darles una plaza en las plantillas municipales? Creo que sí y que, en una civilización de tantas prisas como la nuestra, hay que conservar embalsamados ciertos personajes sociales para que no se difumine su pista por el veloz galopar de la historia. Por ejemplo, desaparecieron los campanudos gobernadores civiles sustituidos por esa figura mustia que son los «subdelegados». ¿No se debería haber embalsamado a un gobernador lucido, que los hubo, para recuerdo imperecedero de su función y de su época? ¿No debimos tomar la precaución de embalsamar a un sereno para sacarlo en las zarzuelas? El antiguo bañero ¿no procedía embalsamarlo antes de su conversión en el plebeyo socorrista? Y disponer de un sacristán embalsamado ¿no sería una bendición?

Hay pues mucho trabajo para los embalsamadores porque, además, muchos quisiéramos embalsamar el paisaje que nos calma, el silencio que nos mece, el otoño que nos cautiva, la música que nos lleva, el beso que nos mima...

sábado, 7 de enero de 2012

Europa en su ovillo

Ayer día de Reyes nos publicaron en el periódico El Mundo este artículo.




Las instituciones europeas se enredan y se enredan al discutir sobre su ser, su esencia y su circunstancia, alumbrando con este modo de proceder un ovillo, es decir, un lío o multitud de cosas que carecen de trabazón o arte. De ahí la dificultad que padece el ciudadano para seguir los asuntos europeos y de ahí su desapego a la construcción europea que, importa subrayarlo, es tarea de máxima relevancia y gravedad.

Un ejemplo lo estamos viviendo en estos momentos como consecuencia de los acuerdos adoptados en la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno celebrada a principios del pasado mes de diciembre. Al entrar en ella, la preocupación de estas personalidades consistía -una vez más- en dotarse de poderes para aparejar los mimbres de un sólido gobierno económico de Europa, de una mayor disciplina presupuestaria y de un más enérgico combate contra el déficit público. El objeto es hacer de Europa (especialmente de la zona euro) un espacio regido por las mismas reglas evitando así la actuación descoordinada de los gobiernos, causa de tantos quebraderos de cabeza. Dicho en otros términos: acabar con las alegrías de los gobernantes a la hora de rellenar cheques contra la cuenta de un futuro impreciso y a costa de las generaciones venideras.

Si el objetivo estaba claro, los medios para alcanzarlo suscitaban discrepancias. Por las informaciones con que contamos se acopiaban sobre la mesa básicamente las propuestas del jefe del Estado francés y de la canciller alemana más las procedentes de las propias instituciones europeas, en concreto del presidente del Consejo europeo y de la Comisión -para entendernos, de los señores Van Rompuy y Barroso-. Si se analizan sus respectivas posiciones, se advierte que el busilis de la cuestión estribaba en la manera más eficaz de procrear un cuerpo adecuado para albergar el alma del necesario gobierno económico europeo (aunque ellos emplean el infame palabro gobernanza, cursilada entre las cursiladas).

Pues bien, ese cuerpo ha de ser necesariamente un instrumento jurídico. En una Europa que se rige por unos tratados, que vienen a ser lo que es la Constitución en los estados nacionales, la primera ocurrencia consiste en reformar esos tratados incorporando este o aquel precepto de nueva factura. Pero tal operación no es fácil porque exige la unanimidad de los socios y en el recuerdo de todos se hallan las dificultades que acompañaron a la última reforma que se hizo de ellos -y que lleva el nombre de la capital portuguesa-. Fueron necesarios años para arribar a puerto, años que, al estirarse y estirarse, bien parecían esa «lucha por lo infinito» que cantó el poeta Rubén Darío.

Por si fuera poco, el veto de Reino Unido obligó a descartar esta vía. Un veto explícitamente anunciado en aquella asamblea por el jefe de su Gobierno, preocupado más por los negocios financieros, que en Londres cuentan con privilegiado escenario, que por los intereses generales de la Europa en cuyos afanes participa -se supone- de forma voluntaria.

Al cabo, la opción elegida ha sido la de un acuerdo entre los gobiernos de 26 Estados (todos menos Reino Unido). Un acuerdo que podemos calificar como extravagante de los tratados existentes. Y precisamos: extravagante en el sentido con que se ha empleado esta palabra en el Derecho histórico, y que remite a las constituciones pontificias que han vivido fuera del cuerpo jurídico canónico (Decretales y Clementinas). O, si se prefiere, un tratado apócrifo, como se dice del libro que no está incluido en el canon de la Biblia.

Dicho en términos jurídicos actuales, un acuerdo que se rige no por el Derecho Comunitario europeo, sino por el clásico Derecho Internacional (Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969).

¿Qué contiene este acuerdo? De momento no existe sino como proyecto pero sabemos, por los textos a los que hemos tenido acceso, que se ocupa de forma detallada de la disciplina presupuestaria y de la coordinación de las políticas económicas de los estados. A tal efecto se establecen reglas precisas para que los ingresos y gastos de los presupuestos sean equilibrados o arrojen superávit, así como las sanciones destinadas a amedrentar a los gobernantes que perpetren abusos o demasías.

Todo eso está muy bien. Sucede, sin embargo, que reglas precisas sobre disciplina presupuestaria y coordinación de las políticas económicas han sido aprobadas por el Parlamento Europeo el pasado mes de septiembre, dentro de un paquete legislativo dedicado a modificar y ampliar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Se trata de seis normas de Derecho derivado que con gran detalle definen las situaciones de déficit excesivo, el procedimiento de combatirlo a través de un sistema de alertas, las técnicas de supervisión y control que ejercen las instituciones comunitarias ...

Por eso a quien lee el proyecto de nuevo Tratado (extravagante o apócrifo) le suena tanto la música como la letra. Y si hay tales coincidencias, ¿a qué viene afanarse en algo que ya está en el Derecho derivado de la Unión a la espera tan solo de la mano que (como al arpa) le diga levántate y anda?

¿No existen de verdad -preguntará el lector- aportaciones originales en el nuevo proyecto? Sí, las hay. En concreto, destacamos el deber de incorporar la disciplina presupuestaria a «disposiciones vinculantes de la naturaleza constitucional o equivalente», algo que los españoles ya hemos hecho al modificar el verano pasado el artículo 135 de la Constitución. O el papel que se atribuiría al Tribunal de Luxemburgo a la hora de analizar las demandas de un Estado que denunciara incumplimientos por otro del Tratado. O la entrada en vigor que se producirá «el primer día del mes siguiente al depósito del noveno instrumento de ratificación por un Estado cuya moneda sea el euro». O la creación de la Cumbre del Euro, que se reunirá al menos dos veces al año y cuyo presidente será elegido por los jefes de Estado o de Gobierno de la zona euro.

Ahora bien, estas novedades ¿justifican el esfuerzo de crear un nuevo instrumento jurídico paralelo a los tratados actualmente existentes? El esfuerzo y, lo que es más inquietante, el peligro. En un magnífico artículo, publicado en esta misma página (A Europa siempre le falta un Tratado, 16-XII-2011), Araceli Mangas ha alertado ya de los problemas jurídicos que podrá suscitar la encomienda de gestión que hagan los 26 estados a las instituciones de la Unión Europea para controlar, supervisar y sancionar el cumplimiento de los nuevos compromisos. Por ejemplo, el que acabamos de ver referido a los pleitos ante el Tribunal de Justicia. Es uno de entre los muchos que sin duda se empezarán a acumular y enredar no bien unos juristas expertos echen su mirada escrutadora -y embrolladora- a los nuevos preceptos.

Ello sin contar con previsiones sencillamente disparatadas. Como la creación de un nuevo órgano -la Cumbre del Euro- cuyo presidente puede ser la misma persona que preside el Consejo Europeo, que actuaría así con dos uniformes. O una distinta, a añadir a las dos ya existentes, acaso para formar una Santísima Trinidad, como tal grávida de todos sus problemas teológicos.

¿Alguien piensa que agitando este trampantojo se van a resolver los problemas europeos? En verdad que, a veces, quien contempla este espectáculo se da en cavilar si el viaje de la construcción de Europa no será el imposible a Reims de la ópera rossiniana.


Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto (2011, Marcial Pons).

miércoles, 4 de enero de 2012

De libros y libreros

A muchos nos gusta el manoseo de los libros tal como los hemos conocido siempre y saborear su búsqueda en la librería de nuestra confianza, leerlos con parsimonia litúrgica, encontrarles después su adecuado alojo en la biblioteca para ver sus lomos de vez en cuando o tomarlos de nuevo y buscar en ellos la frase subrayada o la referencia que -esquiva- había volado de nuestra memoria.

Los libros son, como escribió Pérez de Ayala, los “abuelos solícitos” que nos miran con su infinita sabiduría de siglos y su eterna paciencia, complacidos ellos en su quietud y resignados ante el indiferente poso del polvo. Y las librerías donde se compran han sido las farmacias del espíritu, la casa de curas de esa enfermedad que no es sino la inquietud anhelante y buscadora de respuestas a las torturas en que se debaten nuestras entretelas o nuestras manías. O los desvaríos de nuestra razón.

Pero la revolución técnica que vivimos impone nuevos hábitos. Por de pronto las librerías se están sustituyendo por las páginas web de las grandes empresas vendedoras de libros donde es posible hallar de todo perfectamente ordenado sin necesidad de trepar por los anaqueles de los establecimientos tradicionales. ¿Se mejora así lo antiguo? Depende. A mi entender, el librero antiguo, ese tipo de confianza, metido hasta las cachas en la lectura, fiable consejero y erudito, maniático de las ediciones, perseguidor de autores y novedades, ese sujeto es sencillamente irreemplazable y merece nuestro fervor y la organización de un homenaje nacional. Ahora bien, cuando la librería no es el producto del amor sino una sección más del gran almacén donde se acumulan los libros junto a las corbatas o los desodorantes, entonces la opción de la búsqueda y la compra a través del ordenador es preferible por más limpia y más segura.

¿Y qué me dice usted del libro electrónico? Pues que cada vez es más frecuente ver a los viajeros de un tren leyendo en este nuevo formato que permite ir de Madrid a Málaga con una gran biblioteca a cuestas sin necesidad de acudir a la casa de mudanzas. Yo me he hecho un entusiasta de mi chisme electrónico donde tengo acumulados -de momento- más de mil libros de la literatura clásica universal que voy descubriendo poco a poco. Hoy se me ocurre visitar a Baudelaire, mañana recuperar un par de capítulos del Quijote o del Buscón, o encuentro con sorpresa páginas autobiográficas de Rubén Darío o releo la correspondencia de Juan Valera, o páginas bien actuales sobre el Cádiz de la Constitución firmadas por Blanco White ... etc, etc.

El libro electrónico es una hucha, la alcancía en la que es fácil revolver para encontrar los cuerpos leves y sutiles de tantas y tantas páginas que yacen olvidadas y a las que nos resulta difícil acudir para darles de nuevo la vida que le han robado nuestras propias bibliotecas que, por mucho que las amemos, tienen también maneras de difunto, de gran osario acumulador de recuerdos muertos.

Viajar con miles de libros metidos en un trasto que tiene el peso del ala de una mariposa es un sueño prodigioso, el delicioso licor de todo borracho de lecturas. Por eso el libro electrónico tiene algo de la caracola que nos trae el rumor que forma el canto inextinguible de la prosa y del verso.

domingo, 1 de enero de 2012

Año nuevo


Nos desilusionamos cuando comprobamos que el año nuevo no es más que el viejo vestido de esmoquin.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidades: un gran invento

Las Navidades son la más creadora invención del ser humano. Ningún acontecimiento del año puede compararse, en originalidad, con la celebración que los humanos hacemos, a los dos mil años, del nacimiento del niño Dios.

Cuando se conmemora una batalla importante o el fin de una guerra victoriosa, de esas en la que el hombre se ha distinguido por su piedad con sus semejantes, se organiza un gran desfile militar, en el que participan unos legionarios tatuados precedidos de una cabra, una banda de música toca enaltecedores pasodobles, se lucen mantillas en las tribunas y a un cura castrense se le deja decir una misa por los caídos que siguen con fervor los que aún están en pie.

Si se quiere recordar el nacimiento de Kant o de cualquier otro pensador terrible, un grupo de sus entusiastas, habitualmente destacados intelectuales que viven de lo que aquel hombre dejó escrito, prepara un congreso en el que se pronuncian conferencias destinadas a analizar tal o cual fragmento de la obra del sabio celebrado y llorado, normalmente financiadas por la Caja de Ahorros, con lo que el lloro resulta menos compungido y más llevadero.

Véase cómo en ambos ejemplos, existe una relación identificable entre aquello que se conmemora y los fastos de la conmemoración.

En las Navidades, no. Porque dígaseme ¿qué relación existe entre el nacimiento del niño Jesús allá en Belén con regalar una pitillera a un pariente próximo? Y el hecho de afanarse medio kilogramo de polvorones ¿tiene alguna conexión, siquiera sea remota, con la venida al mundo del Salvador? Pues qué, rellenar un pobre pavo de castañas, ponerlo al horno y comerlo después con voracidad, en compañía de algunos parientes importunos ¿puede decirse que recuerde en algo aquel humilde y remoto parto? Comprarse una bufanda, jugar a la lotería para atraer al único gordo con prestigio en la sociedad, ir a esquiar a los Alpes, tomar las uvas en un hotel en la poética proximidad del jefe de una entidad bancaria, ¿puede relacionarse con los llantos de un recién nacido y los afanes de una madre sin el consuelo del dodotis?

No. Ni la más fecunda imaginación puede asociarlos. Por eso decía que las navidades son el fruto de la más creadora imaginación del ser humano. Y el definitivo triunfo del Corte Inglés.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Aventuras baratas

Las agencias de viajes hacen su agosto en diciembre gracias a este afán de aventuras a plazos que vivimos los españoles: vamos de aquí para allá, sin mucho orden ni concierto, por el solo gusto de movernos, una suerte de inquietud motora nos invade que no conoce fechas de reposo. Y lo último consiste en visitar países exóticos de continentes lueñes a los que el visitante debe ir pertrechado de un arsenal de vacunas y pócimas para hacer frente a males insólitos, propios de lugares que dan cobijo a mosquitos aviesos y consumen productos no uperizados y, lo que es peor, sin isoflavonas.

Ganas de perder el tiempo. Para aventuras, aventuras de verdad, de esas que dejan secuelas y dan para muchas conversaciones, las que se viven en cualquiera de nuestras ciudades. Solo salir a comprar el pan o dar un modesto paseo para atraparle al sol gramos de su benigna influencia, nos pueden proporcionar una experiencia indeleble. Por ejemplo, sufrir una caída. ¿Ocasiones para la desgracia? Variadas, todas emocionantes.

Está -en la coyuntura invernal- el hielo. Esta traición del agua se forma tras las nevadas, por lo que, cuando se producen, es conveniente calzarse los pies de plomo y andar con miramientos. Este año todavía no ha nevado pero, para suplir tal deficiencia, ahí están los limpiadores municipales que dejan agua en las inmediaciones de las bocas de riego o en las aceras. Un fenómeno de la física que entendemos hasta los de derecho, nos dice que tal charco o película de agua propende a convertirse en hielo, no bien pasan unos minutos. Ya solo falta la viejecita que sale de misa confiada y sacramentada. En cuanto aparezca, caerá en la trampa tendida por el irresponsable limpiador, y en el hospital le será diagnosticada una rotura de cadera. Nada relevante.

Sin consideración al paso de las estaciones, se pueden contabilizar otros momentos emocionantes. Por ejemplo, las baldosas bailables. Estas, las baldosas, tuvieron en el pasado vocación de inmovilidad, pero hoy conviven las baldosas tranquilas con las que padecen el baile de san Vito. Se agitan retozonas y traviesas, constituyendo ocasión propicia para que el viandante pierda el equilibrio. Total, tantas cosas se pierden a lo largo de la vida, la virginidad, los ahorros, la decencia y el sano temor a dios, que perder el equilibrio no es nada del otro mundo. Ahora bien, tiene una consecuencia molesta: el perdedor cae al suelo y de ahí surgen males como en racimo: una muñeca dislocada, un codo que deja de cumplir su función a la hora de beber en la bota, un pie que se niega a avanzar de forma ordenada y así sucesivamente. Responsable: el contratista que puso la baldosa. Pero este se llamará andanas, ya ha cobrado y que le registren, para eso está el Ayuntamiento que, con el dinero de los contribuyentes, hará frente a las indemnizaciones.

Ítem más: esos adorables viandantes, entrañables con los animales, que sacan a mear al perro. Antes, iban cogidos por una cadena poco complaciente, ahora van conducidos por una correa juguetona, que se extiende y se acorta, para permitir al animal movilidad y hacer cabriolas mil. Ay de quien no advierta semejante artilugio y quede enredado en una de esas correas extensibles. Al suelo irá y, como consuelo, recibirá -en el mejor de los casos- las disculpas del insensato propietario que ha provocado el accidente. O un bufido por no ir atento al juego.

En fin, están los adorables niños que circulan en patines a toda velocidad por las aceras, arrollando lo que a su paso encuentran. Nadie les dice nada, benditas criaturitas que en algún sitio tendrán que desahogar sus ímpetus aún intactos.

En tales condiciones, quien vuelve a casa con su esqueleto indemne ha vivido un milagro. ¿A qué ir a un safari a África? Emociones de verdad en nuestras calles, las demás son artificios caros.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Nubes en guerra

Lo de las nubes, asunto que fue tratado con el rigor habitual ya en otra Sosería, sigue dando que hablar y no solo en la información meteorológica donde, como es lógico, son invitadas habituales.
Habíamos quedado -recuerdo al lector- en que la nube es ese espacio enigmático donde se almacenan cartas, películas o vídeos y documentos de todo tipo, incluso esa novela a la que todos andamos siempre dando vueltas pero que no acaba de salirnos, escritos como están ya los Episodios nacionales y el Quijote. Menos las grasas que acumulamos y la mala leche todo acabará en la nube, regazo de todos los regazos y puerto de acogida de nuestras intimidades, manías y desvaríos. El disco duro y la unidad DVD pasarán a formar parte de los cachivaches del desván junto a los sombreros de la abuela y la máquina Singer.
Aparentemente el uso de la nube es simple y todo consistiría en darle a un botón y mandarle nuestros mensajes para que ella vele por su integridad y los mime. Pero las cosas se complican, y no porque un potente anticiclón disuelva las nubes y se lleve a un limbo ignoto nuestros envíos, sino porque ahora resulta que cada país quiere tener su propia nube por razones defensivas y de seguridad. El presidente de la República francesa lo ha dicho de una forma que está a medio camino entre la amenaza diplomática y el desafío chulesco: “crearé mi propio sistema de nube en Internet” y ha adelantado un montón de millones de euros para tal fin.
¿Nos damos cuenta del vuelco que estamos viviendo? Durante siglos la defensa de nuestro patrimonio ha estado confiada a las murallas de la ciudad y, después, a los tanques y los buques de guerra. Los gobernantes se esforzaban en comprarlos y tenerlos limpios y lustrosos para cumplir su misión de forma aseada. En ello radicaba la soberanía que, desde Bodino para acá, asegura la seriedad de los Estados, es decir, que nadie se los tome por el pito de un sereno (otras antiguallas por cierto: el sereno y el pito). “¿Cuántos carros de combate tiene el Papa?” dicen que preguntó un gobernante sobrado y soberbio para mofarse de las opiniones del Santo Padre de Roma, sabedor de que carecía de ellos y solo disponía de sus mustios sermones.
Antes, para declarar una guerra había que invadir Polonia o asesinar al príncipe heredero en Sarajevo, a ser posible con su esposa. Ahora, los más terribles conflictos podrán estallar porque Inglaterra ha invadido la nube de Suecia o viceversa. Se enviarán aviones de combate para que abran fuego contra las nubes y las crónicas nos dirán que se ha derribado tal “cirro” o tal “cúmulo” o “la toma de tal nimbo ha dado gran moral a nuestras tropas”.
Todo un sistema complicadísimo de acecho se pondrá en marcha y tendrá por objeto espiar la nube del vecino y tomar nota de lo que almacena para usarla en la batalla por la hegemonía en el cielo do las nubes moran. ¿Quién se lo iba a decir a estas? Toda la eternidad se han esforzado tan solo en componer inofensivos decorados, a lo sumo mandaban una tormenta pero era solo para que un pintor, pongamos el riosellano Darío de Regoyos, la sacara en un cuadro.
Tan inocentes han sido que estos días se ha recordado el oficio al que le hubiera gustado dedicarse a Ramón Gómez de la Serna, precisamente el de “inspector de nubes”, seleccionado por el imaginativo escritor como símbolo del trabajo inútil, de un ocio tibio parecido al de quien se contenta con buscar violetas.
¡Ahora querría ver yo a Ramón inspeccionando las nuevas nubes que asoman por el horizonte preñadas de delicados secretos! Esas nubes como piñatas que, en vez de caramelos, arrojan sobre nuestras cabezas un manantial de datos encriptados, de códigos html, de bits, de dígitos infames. ¿Tendremos que volver a la mili a aprender a despanzurrar nubes? Si así fuera ¡cuán grande es el retroceso lírico que padecemos!