sábado, 7 de enero de 2012
Europa en su ovillo
Las instituciones europeas se enredan y se enredan al discutir sobre su ser, su esencia y su circunstancia, alumbrando con este modo de proceder un ovillo, es decir, un lío o multitud de cosas que carecen de trabazón o arte. De ahí la dificultad que padece el ciudadano para seguir los asuntos europeos y de ahí su desapego a la construcción europea que, importa subrayarlo, es tarea de máxima relevancia y gravedad.
Un ejemplo lo estamos viviendo en estos momentos como consecuencia de los acuerdos adoptados en la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno celebrada a principios del pasado mes de diciembre. Al entrar en ella, la preocupación de estas personalidades consistía -una vez más- en dotarse de poderes para aparejar los mimbres de un sólido gobierno económico de Europa, de una mayor disciplina presupuestaria y de un más enérgico combate contra el déficit público. El objeto es hacer de Europa (especialmente de la zona euro) un espacio regido por las mismas reglas evitando así la actuación descoordinada de los gobiernos, causa de tantos quebraderos de cabeza. Dicho en otros términos: acabar con las alegrías de los gobernantes a la hora de rellenar cheques contra la cuenta de un futuro impreciso y a costa de las generaciones venideras.
Si el objetivo estaba claro, los medios para alcanzarlo suscitaban discrepancias. Por las informaciones con que contamos se acopiaban sobre la mesa básicamente las propuestas del jefe del Estado francés y de la canciller alemana más las procedentes de las propias instituciones europeas, en concreto del presidente del Consejo europeo y de la Comisión -para entendernos, de los señores Van Rompuy y Barroso-. Si se analizan sus respectivas posiciones, se advierte que el busilis de la cuestión estribaba en la manera más eficaz de procrear un cuerpo adecuado para albergar el alma del necesario gobierno económico europeo (aunque ellos emplean el infame palabro gobernanza, cursilada entre las cursiladas).
Pues bien, ese cuerpo ha de ser necesariamente un instrumento jurídico. En una Europa que se rige por unos tratados, que vienen a ser lo que es la Constitución en los estados nacionales, la primera ocurrencia consiste en reformar esos tratados incorporando este o aquel precepto de nueva factura. Pero tal operación no es fácil porque exige la unanimidad de los socios y en el recuerdo de todos se hallan las dificultades que acompañaron a la última reforma que se hizo de ellos -y que lleva el nombre de la capital portuguesa-. Fueron necesarios años para arribar a puerto, años que, al estirarse y estirarse, bien parecían esa «lucha por lo infinito» que cantó el poeta Rubén Darío.
Por si fuera poco, el veto de Reino Unido obligó a descartar esta vía. Un veto explícitamente anunciado en aquella asamblea por el jefe de su Gobierno, preocupado más por los negocios financieros, que en Londres cuentan con privilegiado escenario, que por los intereses generales de la Europa en cuyos afanes participa -se supone- de forma voluntaria.
Al cabo, la opción elegida ha sido la de un acuerdo entre los gobiernos de 26 Estados (todos menos Reino Unido). Un acuerdo que podemos calificar como extravagante de los tratados existentes. Y precisamos: extravagante en el sentido con que se ha empleado esta palabra en el Derecho histórico, y que remite a las constituciones pontificias que han vivido fuera del cuerpo jurídico canónico (Decretales y Clementinas). O, si se prefiere, un tratado apócrifo, como se dice del libro que no está incluido en el canon de la Biblia.
Dicho en términos jurídicos actuales, un acuerdo que se rige no por el Derecho Comunitario europeo, sino por el clásico Derecho Internacional (Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969).
¿Qué contiene este acuerdo? De momento no existe sino como proyecto pero sabemos, por los textos a los que hemos tenido acceso, que se ocupa de forma detallada de la disciplina presupuestaria y de la coordinación de las políticas económicas de los estados. A tal efecto se establecen reglas precisas para que los ingresos y gastos de los presupuestos sean equilibrados o arrojen superávit, así como las sanciones destinadas a amedrentar a los gobernantes que perpetren abusos o demasías.
Todo eso está muy bien. Sucede, sin embargo, que reglas precisas sobre disciplina presupuestaria y coordinación de las políticas económicas han sido aprobadas por el Parlamento Europeo el pasado mes de septiembre, dentro de un paquete legislativo dedicado a modificar y ampliar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Se trata de seis normas de Derecho derivado que con gran detalle definen las situaciones de déficit excesivo, el procedimiento de combatirlo a través de un sistema de alertas, las técnicas de supervisión y control que ejercen las instituciones comunitarias ...
Por eso a quien lee el proyecto de nuevo Tratado (extravagante o apócrifo) le suena tanto la música como la letra. Y si hay tales coincidencias, ¿a qué viene afanarse en algo que ya está en el Derecho derivado de la Unión a la espera tan solo de la mano que (como al arpa) le diga levántate y anda?
¿No existen de verdad -preguntará el lector- aportaciones originales en el nuevo proyecto? Sí, las hay. En concreto, destacamos el deber de incorporar la disciplina presupuestaria a «disposiciones vinculantes de la naturaleza constitucional o equivalente», algo que los españoles ya hemos hecho al modificar el verano pasado el artículo 135 de la Constitución. O el papel que se atribuiría al Tribunal de Luxemburgo a la hora de analizar las demandas de un Estado que denunciara incumplimientos por otro del Tratado. O la entrada en vigor que se producirá «el primer día del mes siguiente al depósito del noveno instrumento de ratificación por un Estado cuya moneda sea el euro». O la creación de la Cumbre del Euro, que se reunirá al menos dos veces al año y cuyo presidente será elegido por los jefes de Estado o de Gobierno de la zona euro.
Ahora bien, estas novedades ¿justifican el esfuerzo de crear un nuevo instrumento jurídico paralelo a los tratados actualmente existentes? El esfuerzo y, lo que es más inquietante, el peligro. En un magnífico artículo, publicado en esta misma página (A Europa siempre le falta un Tratado, 16-XII-2011), Araceli Mangas ha alertado ya de los problemas jurídicos que podrá suscitar la encomienda de gestión que hagan los 26 estados a las instituciones de la Unión Europea para controlar, supervisar y sancionar el cumplimiento de los nuevos compromisos. Por ejemplo, el que acabamos de ver referido a los pleitos ante el Tribunal de Justicia. Es uno de entre los muchos que sin duda se empezarán a acumular y enredar no bien unos juristas expertos echen su mirada escrutadora -y embrolladora- a los nuevos preceptos.
Ello sin contar con previsiones sencillamente disparatadas. Como la creación de un nuevo órgano -la Cumbre del Euro- cuyo presidente puede ser la misma persona que preside el Consejo Europeo, que actuaría así con dos uniformes. O una distinta, a añadir a las dos ya existentes, acaso para formar una Santísima Trinidad, como tal grávida de todos sus problemas teológicos.
¿Alguien piensa que agitando este trampantojo se van a resolver los problemas europeos? En verdad que, a veces, quien contempla este espectáculo se da en cavilar si el viaje de la construcción de Europa no será el imposible a Reims de la ópera rossiniana.
Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto (2011, Marcial Pons).
miércoles, 4 de enero de 2012
De libros y libreros
A muchos nos gusta el manoseo de los libros tal como los hemos conocido siempre y saborear su búsqueda en la librería de nuestra confianza, leerlos con parsimonia litúrgica, encontrarles después su adecuado alojo en la biblioteca para ver sus lomos de vez en cuando o tomarlos de nuevo y buscar en ellos la frase subrayada o la referencia que -esquiva- había volado de nuestra memoria.
Los libros son, como escribió Pérez de Ayala, los “abuelos solícitos” que nos miran con su infinita sabiduría de siglos y su eterna paciencia, complacidos ellos en su quietud y resignados ante el indiferente poso del polvo. Y las librerías donde se compran han sido las farmacias del espíritu, la casa de curas de esa enfermedad que no es sino la inquietud anhelante y buscadora de respuestas a las torturas en que se debaten nuestras entretelas o nuestras manías. O los desvaríos de nuestra razón.
Pero la revolución técnica que vivimos impone nuevos hábitos. Por de pronto las librerías se están sustituyendo por las páginas web de las grandes empresas vendedoras de libros donde es posible hallar de todo perfectamente ordenado sin necesidad de trepar por los anaqueles de los establecimientos tradicionales. ¿Se mejora así lo antiguo? Depende. A mi entender, el librero antiguo, ese tipo de confianza, metido hasta las cachas en la lectura, fiable consejero y erudito, maniático de las ediciones, perseguidor de autores y novedades, ese sujeto es sencillamente irreemplazable y merece nuestro fervor y la organización de un homenaje nacional. Ahora bien, cuando la librería no es el producto del amor sino una sección más del gran almacén donde se acumulan los libros junto a las corbatas o los desodorantes, entonces la opción de la búsqueda y la compra a través del ordenador es preferible por más limpia y más segura.
¿Y qué me dice usted del libro electrónico? Pues que cada vez es más frecuente ver a los viajeros de un tren leyendo en este nuevo formato que permite ir de Madrid a Málaga con una gran biblioteca a cuestas sin necesidad de acudir a la casa de mudanzas. Yo me he hecho un entusiasta de mi chisme electrónico donde tengo acumulados -de momento- más de mil libros de la literatura clásica universal que voy descubriendo poco a poco. Hoy se me ocurre visitar a Baudelaire, mañana recuperar un par de capítulos del Quijote o del Buscón, o encuentro con sorpresa páginas autobiográficas de Rubén Darío o releo la correspondencia de Juan Valera, o páginas bien actuales sobre el Cádiz de la Constitución firmadas por Blanco White ... etc, etc.
El libro electrónico es una hucha, la alcancía en la que es fácil revolver para encontrar los cuerpos leves y sutiles de tantas y tantas páginas que yacen olvidadas y a las que nos resulta difícil acudir para darles de nuevo la vida que le han robado nuestras propias bibliotecas que, por mucho que las amemos, tienen también maneras de difunto, de gran osario acumulador de recuerdos muertos.
domingo, 1 de enero de 2012
lunes, 26 de diciembre de 2011
Navidades: un gran invento
Cuando se conmemora una batalla importante o el fin de una guerra victoriosa, de esas en la que el hombre se ha distinguido por su piedad con sus semejantes, se organiza un gran desfile militar, en el que participan unos legionarios tatuados precedidos de una cabra, una banda de música toca enaltecedores pasodobles, se lucen mantillas en las tribunas y a un cura castrense se le deja decir una misa por los caídos que siguen con fervor los que aún están en pie.
Si se quiere recordar el nacimiento de Kant o de cualquier otro pensador terrible, un grupo de sus entusiastas, habitualmente destacados intelectuales que viven de lo que aquel hombre dejó escrito, prepara un congreso en el que se pronuncian conferencias destinadas a analizar tal o cual fragmento de la obra del sabio celebrado y llorado, normalmente financiadas por la Caja de Ahorros, con lo que el lloro resulta menos compungido y más llevadero.
Véase cómo en ambos ejemplos, existe una relación identificable entre aquello que se conmemora y los fastos de la conmemoración.
En las Navidades, no. Porque dígaseme ¿qué relación existe entre el nacimiento del niño Jesús allá en Belén con regalar una pitillera a un pariente próximo? Y el hecho de afanarse medio kilogramo de polvorones ¿tiene alguna conexión, siquiera sea remota, con la venida al mundo del

No. Ni la más fecunda imaginación puede asociarlos. Por eso decía que las navidades son el fruto de la más creadora imaginación del ser humano. Y el definitivo triunfo del Corte Inglés.
domingo, 18 de diciembre de 2011
Aventuras baratas
Ganas de perder el tiempo. Para aventuras, aventuras de verdad, de esas que dejan secuelas y dan para muchas conversaciones, las que se viven en cualquiera de nuestras ciudades. Solo salir a comprar el pan o dar un modesto paseo para atraparle al sol gramos de su benigna influencia, nos pueden proporcionar una experiencia indeleble. Por ejemplo, sufrir una caída. ¿Ocasiones para la desgracia? Variadas, todas emocionantes.
Está -en la coyuntura invernal- el hielo. Esta traición del agua se forma tras las nevadas, por lo que, cuando se producen, es conveniente calzarse los pies de plomo y andar con miramientos. Este año todavía no ha nevado pero, para suplir tal deficiencia, ahí están los limpiadores municipales que dejan agua en las inmediaciones de las bocas de riego o en las aceras. Un fenómeno de la física que entendemos hasta los de derecho, nos dice que tal charco o película de agua propende a convertirse en hielo, no bien pasan unos minutos. Ya solo falta la viejecita que sale de misa confiada y sacramentada. En cuanto aparezca, caerá en la trampa tendida por el irresponsable limpiador, y en el hospital le será diagnosticada una rotura de cadera. Nada relevante.
Sin consideración al paso de las estaciones, se pueden contabilizar otros momentos emocionantes. Por ejemplo, las baldosas bailables. Estas, las baldosas, tuvieron en el pasado vocación de inmovilidad, pero hoy conviven las baldosas tranquilas con las que padecen el baile de san Vito. Se agitan retozonas y traviesas, constituyendo ocasión propicia para que el viandante pierda el equilibrio. Total, tantas cosas se pierden a lo largo de la vida, la virginidad, los ahorros, la decencia y el sano temor a dios, que perder el equilibrio no es nada del otro mundo. Ahora bien, tiene una consecuencia molesta: el perdedor cae al suelo y de ahí surgen males como en racimo: una muñeca dislocada, un codo que deja de cumplir su función a la hora de beber en la bota, un pie que se niega a avanzar de forma ordenada y así sucesivamente. Responsable: el contratista que puso la baldosa. Pero este se llamará andanas, ya ha cobrado y que le registren, para eso está el Ayuntamiento que, con el dinero de los contribuyentes, hará frente a las indemnizaciones.
Ítem más: esos adorables viandantes, entrañables con los animales, que sacan a mear al perro. Antes, iban cogidos por una cadena poco complaciente, ahora van conducidos por una correa juguetona, que se extiende y se acorta, para permitir al animal movilidad y hacer cabriolas mil. Ay de quien no advierta semejante artilugio y quede enredado en una de esas correas extensibles. Al suelo irá y, como consuelo, recibirá -en el mejor de los casos- las disculpas del insensato propietario que ha provocado el accidente. O un bufido por no ir atento al juego.

En tales condiciones, quien vuelve a casa con su esqueleto indemne ha vivido un milagro. ¿A qué ir a un safari a África? Emociones de verdad en nuestras calles, las demás son artificios caros.
domingo, 11 de diciembre de 2011
Nubes en guerra



domingo, 4 de diciembre de 2011
El amor en un espacio protegido
Se extiende, entre los urbanistas más comprometidos, la moda de debatir acerca de la creación en las ciudades de espacios específicos para que las parejas se hagan mimos, prodiguen sus caricias o se dirijan miradas tiernas con las que derretir la dureza urbana y convertirlo todo a su alrededor en una aurora asombrada.
Como siempre, son especialistas americanos y japoneses los que andan enredados en estos asuntos: se trata de personas animosas que escriben libros y, sobre todo, organizan encuentros y seminarios para agitarse mucho, viajar de una punta a otra del mundo, patear aeropuertos con cara de muchas prisas y celebrar por aquí y por allá un “briefing” o un “meeting” que son las formas más depuradas que ha encontrado el hombre moderno para perder el tiempo.
Hay ya experiencias de este tipo en ciudades americanas y japonesas de las que están muy orgullosos sus alcaldes. Sin embargo, aquí en España, sin tanta alharaca, yo he visto en una ciudad gallega cómo en sus aguas termales y a la vista del público una joven pareja se entregaba a la práctica del coito con el brío y el júbilo que son propios de tal trance. Y sin haber necesitado recabar el auxilio técnico de japonés alguno (ni el alcalde de la ciudad ni mucho menos la pareja del disfrute).
Lo que quiero decir es que alguien me tiene que explicar para qué demonios sirven unos espacios singulares y acotados para la expansión amorosa o para el mimo y la caricia callejera. Porque es bien cierto que cualquiera lo es cuando hablamos de personas que se hallan urgidas por unos deseos que empujan para convertirse en llamas venturosas.
Así, por ejemplo, los árboles de un parque cualquiera ¿para qué están y para qué alzan hacia el cielo las copas de su envergadura arbórea si no es para cobijar los apetitos de una pareja? Los bancos que escoltan sus paseos y veredas ¿qué son sino regazo para ese sacudimiento incomparable que es el arrumaco? Y los lagos que acogen cisnes blancos como la eternidad blanca ¿qué son sino espejos para reflejar unos besos de ojos cerrados, envueltos en esos silencios que son como un poblado vacío y habitado tan solo por los misterios?
¿Alguien concibe que las grandes plazas de las ciudades tengan otro destino que el ver llegar a ellas a unos enamorados, sus manos entrelazadas, todos los sentimientos exaltados y saltando anárquicos en sus venas? ¿Para qué están San Marcos en Venecia o Am Graben en Viena si no es para recibir con sus mejores luces, ceñidas sus galas, a un par de víctimas gozosas del amor y de sus adorables trampas?
Y lo mismo podemos decir de cualquier calleja, de cualquier esquina por vulgar que pueda parecer cuando se contemplan con ojos rutinarios y oficinescos pero que se convierten en lugares mágicos cuando son disfrutados por quienes se regalan las complacencias de sus halagos.
Es superfluo pues crear espacios singulares para el amor y sus derivados por la sencilla razón de que estos desconocen las fronteras de la misma manera que los pajarillos ignoran si vuelan o no sobre un parque nacional o protegido. Para ellos todo está protegido como para la pareja todo es albórbola y olor a flor aunque acabe siendo, ay, flor baudeleriana.
No es pues raro que el amor desconozca el espacio porque lo cierto es que también desconoce el tiempo. Por eso los mejores enamoramientos se producen los días ajetreados que no tenemos tiempo para nada. Excepto para enamorarnos.