sábado, 11 de diciembre de 2010

Bélgica como modelo

(Hace unos días el periódico El Mundo publicó este artículo mío)





Bélgica es un país de extremado interés. Solo el hecho de poder contemplar en sus museos la pintura del siglo de Oro, al Bosco, a Rubens, a Rembrandt o al deslumbrante -porque las luces de sus cuadros deslumbran- Vermeer, es suficiente para quedar atrapado en sus encantos. La obra de Magritte tiene ya casa propia abierta en Bruselas y el teatro La Monnaie acoge óperas y otros espectáculos musicales bien seleccionados. Y si de Bruselas viajamos a Gante, a Amberes o a Lieja encontramos similares -o incluso mayores- atractivos para los sentidos. Pues ¿qué decir de los grandes del comic como Hergé y, para los aficionados a la novela policiaca, de un Simenon? Y Bélgica fue además tierra de acogida para quienes huían de los furiosos: para Baudelaire, para Hugo ...


Se ganó -tras la segunda guerra mundial- con esfuerzo diplomático y plena legitimidad ser el corazón de Europa. Y el albergue de unas instituciones que -con todos sus defectos, sus pasos adelante y atrás e incluso sus desesperantes desfallecimientos- nos permiten contar ya con varios decenios de paz entre pueblos que se habían atizado de lo lindo a lo largo de la historia y, ya con especial dedicación y furia destructora, en la primera mitad del siglo XX. Cambiar lanzagranadas por directivas, reglamentos y sentencias no es mal canje.


Otra cosa es Bélgica cuando la contemplamos en su intimidad política e institucional. En este terreno el político belga ha perdido en los últimos tiempos, lisa y llanamente, el sentido de la medida. Su capacidad para producir embrollos se ha desparramado de tal manera que nadie parece ser capaz de poner límite a una inventiva que se está revelando tan fecunda. Se comprenderá que a cualquier observador le produzca alarma abrir un periódico como “Le Soir” -el más importante de Bruselas- y leer en él un reportaje minucioso acerca de los trozos en que quedaría dividido el país -la Wallonie, Flandes, la comunidad germánica, la región de Bruselas- si no se logra resolver la crisis actual y cómo se repartirían las fuentes de riqueza o las instituciones culturales y educativas e incluso qué pasaría con la figura del rey -rey “de los belgas”, que no “de Bélgica”-. Porque resulta ser este un escenario que se hace posible a medida que transcurren los meses, lo que se constata hablando con políticos belgas de las más diversas tendencias ideológicas como es fácil hacer cuando se viven varios días de la semana en el Parlamento europeo.


Desde la proclamación de la independencia en 1830 y la entronización de un príncipe de la casa Sajonia-Coburgo-Gotha, cuna de donde procede el actual monarca Alberto II, el sistema político belga ha conocido cuatro grandes momentos: el bipartidismo entre el año fundacional y 1893; la práctica de un multipartidismo limitado entre 1894 y 1945; el establecimiento de un bipartidismo que podríamos llamar imperfecto entre 1945 y 1965; y un multipartidismo extremo desde esa fecha hasta hoy. Complicado el escenario por la escisión de los partidos nacionales, el desgaste de los mayoritarios y la aparición en la escena política de nuevos protagonistas (verdes, extrema derecha ...). Es lógico que el paisaje político se haya ido transformando a tenor de los cambios institucionales más destacados, entre los que merecen citarse, el reconocimiento del sufragio universal masculino, el paso de un sistema electoral mayoritario a otro proporcional (1899), el voto de la mujer (1948), la conversión de un Estado de corte centralista en el actual federal con reformas que empiezan en los años setenta del pasado siglo XX y que continúan en los ochenta, los noventa y ya ahora, en el siglo XXI, momento en que sigue dando vueltas la noria de la reforma del Estado, de la financiación, de las competencias ...


De momento, el actual Estado federal de Bélgica se halla compuesto por seis entidades federadas, tres regiones (la flamenca, la wallona y la bruselense) y tres comunidades (de nuevo la flamenca y la wallona más la de habla alemana).


Las regiones disponen cada una de ellas de un parlamento del que sale el gobierno. No tienen poder judicial pero las demarcaciones judiciales han de reflejar la diversidad lingüística del territorio. Las comunidades, con su aparato político y administrativo propio, se ocupan en especial de los asuntos culturales. Por debajo se encuentran las provincias -diez- y los municipios que, tras diversos e interesantes procesos de fusión, son hoy 589. La población no llega a los once millones de habitantes: unos hombres y unas mujeres que caminan con un peso político a sus espaldas que han de financiar lógicamente y es esta una de las causas del endeudamiento público del país.


El hecho de que los límites territoriales de las regiones y las comunidades se superpongan ha originado algunas singularidades: así por ejemplo la germanoparlante está dentro de la francófona. Y el territorio de la región de Bruselas-capital está incluido tanto en la comunidad francesa como en la flamenca. Se diferencia de las otras dos por su bilingüismo oficial: el francés y el flamenco o neerlandés son de uso obligado en todos los servicios públicos (administraciones, hospitales, policía...) aunque, de hecho, el francés es mayoritario en la población. Se compone Bruselas-región de diecinueve municipios, una atomización que crea problemas innumerables especialmente para la gestión de los servicios municipales y así lo puede verificar a diario cualquier habitante de la ciudad (incluídos los que ostentamos la condición de transeúntes). No es extraño que organizaciones poderosas bruselenses, como la que aglutina a los más relevantes empresarios, defiendan la unificación de este caótico mapa municipal.


Como guinda, existen los municipios “con facilidades” que se caracterizan por el unilingüismo de sus servicios internos -la Administración trabaja en una sola lengua- y el bilingüismo externo ya que en las relaciones con el público se pueden emplear las dos lenguas. Tales municipios están diseminados por las distintas fronteras lingüísticas de Bélgica.


Los grandes partidos son, a partir de la reforma federal, representantes de su comunidad lingüística por lo que hay partidos francófonos y flamencos (más los alemanes citados). No hay pues en Bélgica un solo partido liberal ni socialista, ni verde ni cristiano-demócrata. Una situación óptima para complicar cualquier asunto por liviana que sea su textura.


Con estos mimbres no es extraño que la crisis política se haya convertido en endémica de suerte que puede decirse que no se apaga sino que se renueva en cuanto salta cualquier chispa conociendo nuevos y emocionantes episodios. Uno bien cercano fue el vivido a partir de junio de 2007, otro es el actual que arranca de abril de este año 2010 cuando los enfrentamientos entre francófonos y flamencos por cuestiones lingüísticas relacionadas con la organización judicial y con la circunscripción electoral de Bruxelles-Hal-Vilvorde han desembocado en nuevas elecciones -pasado mes de junio- que han contribuido a enredar hasta extremos pavorosos el panorama, preludio de un magno incendio que afecta al corazón mismo de las instituciones políticas y administrativas.


El caso de la circunscripción electoral que acabo de citar, la de Bruxelles-Hal-Vilvorde, es bien significativo y un ejemplo único pues está a caballo entre dos regiones. Hay en ella treinta y cinco municipios flamencos situados alrededor de la capital belga. Pues bien, en ella los habitantes francófonos pueden votar por candidaturas francófonas, lo que no ocurre en ninguna otra parte de Flandes. Los partidos flamencos consideran que esta “anomalía” atenta contra el unilingüismo de la región de Flandes y además les discrimina al beneficiar a los partidos francófonos que pueden adicionar los votos obtenidos en el distrito de Hal-Vilvorde a los procedentes de Bruselas. Este distrito electoral se ha convertido por todo ello en un “casus belli”, origen de la actual crisis política.


A todo ello hay que añadir la polémica de la financiación de las regiones pues, como es frecuente, los ricos se resisten a pagar a los pobres. Sobre ella se discute en estos momentos con tan buenos argumentos como perversas maneras. Y en medio está Bruselas que, con tales querellas, padece un acusado déficit que se hace bien visible en la escasa calidad de muchos de sus servicios públicos.


Explicado este laberinto, pongamos un corolario hispano: a los partidos nacionalistas que pueblan el paisaje español (gallegos, vascos o catalanes), es decir, esos con los que han pactado, pactan y pactarán -sin especiales escrúpulos- los dos partidos mayoritarios, les hemos oído en muchas ocasiones citar, como modelo de organización política para la España plural, el ejemplo belga. No es extraño que, ante tal referencia, un sudor frío se apodere de las entretelas de las personas sensatas. Pero así es y así nos va.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Frío

En ningún sitio se pasa tanto frío como en la capilla ardiente.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Palabra

Cuando el Presidente otorga la palabra por un tiempo medido está repartiendo limosnas de oratoria.

domingo, 28 de noviembre de 2010

El derecho al olvido

Se habla mucho ahora del “derecho al olvido” que se va a incorporar a la tabla de derechos que viene de la Revolución francesa. Junto a la libertad de expresión o de creencias religiosas, el derecho al olvido parece a punto de ser entronizado en las cartas magnas que es como los redichos llaman a las constituciones. Tal necesidad ha surgido en relación con ese gran pantano de información que es Internet donde quien cae -y caemos casi todos- ya no puede salir nunca más. Los especialistas lo conectan con el derecho a la intimidad y con el anonimato que propicia la red donde se puede tirar la piedra y esconder la mano a placer y gusto.

El asunto tiene sus entretelas. Porque cuando tratamos el derecho al olvido ¿de qué hablamos? Parece que, en efecto, del derecho a que le olviden a uno y le dejen en paz. El lenguaje popular lo resume en una frase bien expresiva: “olvídame” se suele decir a un prójimo para indicarle de manera tajante que “no me sigas dando la brasa, colega”. Este es un olvido que, si cursa con éxito, tiene efecto liberador.

Pero a veces el olvido es lo que menos se desea. Cuando de un escritor se dice que su obra “ha caído en el olvido” es que ya nadie le lee y un velo profundo se cierne sobre sus libros y sus creaciones. Se mueve en la oscuridad de la historia que es un lugar tenebroso y donde se bebe la muerte y se aprenden todos sus trucos. Lo mismo ocurre con los compositores: J. S. Bach, con ser J. S. Bach, cayó “en el olvido” después de su muerte y nadie se ocupaba de sus sinfonías ni de sus cantatas hasta que en el siglo XIX vino Felix Mendelssohn y nos lo trajo a la memoria. Fue rescatado del olvido, con mucho contento de quienes gustamos de su obra.

Hay autores que, para conjurar el olvido, escriben sus memorias que es una forma de llamar la atención para evitar la desmemoria, pero con todo no siempre lo consiguen pues este género literario también incluye obras que caen en el olvido. La publicación de las cartas o de los diarios es otra manera de expresar la pretensión que muchos humanos sienten de no desvanecerse en el trajín de los sucesos y de la vida. Y hay también quien, rizando el rizo , escribe sus “Antimemorias”, como André Malraux que fue un magnífico comerciante.

Los fantasmas son quienes más empeño ponen en maquinar contra el olvido. Lo que pasa es que fantasmas ya quedan pocos pues eran propios de los castillos y palacios y ahora con la burbuja inmobiliaria estas mansiones han desaparecido. Una vivienda de protección oficial de sesenta metros cuadrados no tiene sitio para un fantasma ni tampoco sería, todo hay que decirlo, un lugar digno para personajes tan literarios y caballerosos.

A veces se utiliza este asunto que estoy intentando esclarecer como amenaza. Así ocurre cuando los familiares de un difunto hacen grabar en su lápida del cementerio “tu mujer, tu cuñado y tus primos no te olvidan”. Maldita la gracia que le puede hacer al resto mortal sacramentado un desafío tan estable ya que podía estar deseando que le olvidaran y le dejaran en paz, en la famosa paz de los cementerios. No tengo la menor duda de que muchos cadáveres amenazados de esta suerte, si pudieran, contestarían: “si alguna ventaja encuentro a mi nueva situación, es justamente la de olvidaros, esposa odiosa, cuñado petulante y primos cursis”.

La última tontería que he visto es que en una Universidad americana de campanillas han encontrado el modo de borrar de la memoria de manera permanente los malos recuerdos. ¡Vaya una novedad ...! Eso es lo que hemos hecho los humanos desde que el mundo es mundo porque nuestra memoria es selectiva, esto quiero, esto no quiero, y así es como tejemos nuestro pasado y componemos nuestra figura para la posteridad. Si es que esta se ocupa de nosotros pues la posteridad es señora de muy mala memoria. Es decir, inclinada al olvido.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El invierno, invento de las castañas

Don Ramón de la Cruz, allá en el siglo XVIII, dedicó uno de sus sainetes a “Las castañeras picadas” porque, entonces como ahora, las castañeras pueblan nuestras ciudades en cuanto empiezan los primeros fríos de noviembre. Lo hacen con rigor de calendario y precisión de reloj, a sabiendas de que han de cumplir su deber de llevar calor a los espacios desprotegidos de las plazas y de las calles, y de ofrecer su fuego al viandante en un acto de caridad enternecedor que administran por el ridículo precio de un cucurucho de castañas, cuenco de ternuras. Hoy día las castañeras son muchas veces castañeros y ya no es lo mismo porque el hombre pone una rudeza a sus acciones que es desconocida entre las mujeres, aunque hagan algo tan delicado como es hacer estallar a una castaña al contacto con el fuego y empaquetarla livianamente.

La época de las castañas, que es también de setas en el campo, huele a hogar, a pequeños placeres de la amistad buscada y de las compañías queridas, a lecturas apacibles y evocadoras. Antaño era tiempo de filandones y de cuentos contados cabe la lumbre por mujeres encorvadas por siglos de trabajos y arañazos a la tierra, por abuelos que disparaban su pirotecnia de recuerdos, con las chispas de las guerras, de la carlistada, de los soldados que partían para África... No sé por qué la memoria, en medio de este crepitar de las castañas, se me llena de las aventuras narradas por Pío Baroja en algunas de sus novelas históricas y también de los momentos en que descansaban los guerreros descritos por Valle Inclán en “Gerifaltes ...” o en “Los cruzados ...”, todo oraciones y rosarios, tensas sus esperanzas en la gloria de la “Causa”. O de relatos de Miguel Delibes con el campo castellano líricamente frío como escenario. Las castañeras salen en la pintura del siglo XIX como salen las señoras que acaban de tomar un baño o las que están bajo una sombrilla en un jardín donde se musican las ilusiones. Escenas cotidianas, suaves, que llegaron de la Holanda del XVII, del Vermeer, y que nos dicen más de aquella época que todos los mamotretos de historia escritos por esos sesudos especialistas ahítos de archivos.

Es decir que, cuando a las ciudades se les pone cara de frío, hay que acudir a las castañeras, aire acondicionado de cuando no había aire acondicionado, con el termostato del calor regulado justo para echar una mano a individuos sin aliento, a mozas desgarbadas, a vagabundos a la búsqueda de una rima y a enamorados en desazón.

La castaña está pues en el origen de la calefacción, invento imposible sin acudir a la tradición castañera y los fabricantes de radiadores deberían hacer un homenaje a la castaña porque es el huevo creador. “En el principio fue la castaña” deberían reconocer estos industriales si tuvieran sentido del agradecimiento porque sin ella, sin la castaña, nadie les hubiera sacado a ellos las castañas del fuego y ahora estarían vendiendo helados de vainilla, una ruina en los meses de invierno. Fue el hombre que tenía una castaña en la mano quien se dio cuenta de que había de inventar el fuego, precisamente para asarla porque cruda le parecía un fruto sin alicientes del que no podía salir sino una civilización mustia y sin las exuberancias necesarias. Y de las llamas del fuego, que son llamada, vienen los bomberos, los diablos calientes y todo lo demás. Porque esto es así, tal como lo cuento, es por lo que me irrita tanto esa expresión que, para explicar algo de mala calidad o una escena aburrida, usa el símil de la castaña. Y peor aún: de quien ha bebido anís o vino peleón de forma despachada, se dice que tiene una “castaña”.

Pero ¿cómo pueden ser tan irrespetuosos estos decires del vulgo que ya pasan de castaño oscuro?

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Guionistas

El guionista más pelmazo es el que escribe las sesiones de Cortes.

martes, 2 de noviembre de 2010

Peligro: una bañera

Pasan las modas, se modernizan nuestras costumbres, desterramos cachivaches antiguos, nos rodeamos de nuevos artilugios ... hasta caen personajes encaramados en altos pináculos ministeriales, como hemos visto estos días, pero la bañera de nuestras casas, de las habitaciones de los hoteles, esa peligrosa bañera que es la causa del ochenta por ciento de las caídas y los accidentes domésticos según las estadísticas más fiables, de las fracturas de brazos, de muñecas, de tobillos y demás piezas de nuestra apreciada anatomía, esa, sigue ahí: blanca como un sudario, muda como un verdugo, desafiante como una venganza.


Se convendrá conmigo que entrar en ellas exige ya una pequeña acrobacia circense porque la altura de sus bordes no cesa de crecer como si de un adolescente en plena difusión de su anatomía se tratara. Permanecer, manejando a un tiempo grifos, cebollas, geles y champúes -solo faltan el móvil y el Ipod- en una superficie lisa, sin rugosidad consoladora alguna, es asimismo un arriesgado desafío a la estabilidad. Al salir, volvemos a sentir renovada emoción porque no suele haber ningún punto de apoyo fiable y, además, los suelos de los cuartos de baño suelen ser resbaladizos, una nueva broma esta a la que son muy aficionados en el gremio de arquitectos de diversos grados y titulaciones. Todo ello me recuerda aquello que escribía don Miguel de Cervantes en su Viaje del Parnaso: “por esto me congojo y me lastimo / de verme solo en pie, sin que se aplique / árbol que me conceda algún arrimo”.


Si a esto se añade que quien se baña a la antigua usanza, es decir, llenando la bañera de agua hasta el borde para sumergirse en ella, es un delincuente ecológico pues hoy en día hasta las autoridades -¡que ya es decir!- se han enterado de que es preciso ahorrar agua porque hay poca y se despilfarra en abundancia, se comprenderá que la bañera no es solo superflua sino que es sobre todo una invitación a la comisión del delito de “acuadispendio” penado en los modernos códigos penales. Como si pusiéramos una media de seda recién comprada al alcance de un asesino en serie de ancianos. Es decir, un disparate.


Vamos a aclararnos: la bañera estaba bien cuando nuestros abuelos, tan cautos ellos, se bañaban de acuerdo con un ritmo de intermitencias espaciadas, torpemente acomodada al vaivén de los calendarios. Eran los tiempos en que regía el ahorrativo principio “te lavarás los pies cada dos meses o tres” y en que la mayor parte de las gentes carecían de cuarto de baño, humildemente sustituido por la cocina donde se habilitaba un barreño de cinc en el que se iban metiendo, por orden de antigüedad, a todos los miembros de la familia incluido uno agnado. Como digo, eran tiempos comedidos, de escasez sabiamente administrada, en los que el dispendio era castigado con las severas admoniciones de los curas en los púlpitos, aquellos pedestales desde los que se convocaba a las almas, a los temblores y a los infiernos.


La bañera también ha servido a muchos pintores, estoy pensando en algunos impresionistas, para sacar de ella a una joven de buenas armonías y que, maga de discretas mañas, se tapaba púdicamente con la toalla las zonas de mayor compromiso, dando alas a la imaginación del espectador que quedaba envuelto en suspiros de fantasía y atrapado en aluvión de ardentías.


Y la bañera ha servido, en fin, para que Charlotte Corday asesinara en ella a Jean Paul Marat quien le pedía con insistencia los nombres de unos desdichados para mandarlos al otro baño, el de sangre que manaba de la guillotina.

Si hoy ya no queda nada de esto, bueno será que las bañeras desaparezcan y sean sustituidas por modestas duchas con un suelo en campo de arrugas, el apto para impedir el deslizamiento. Que no están los tiempos para alegrías acuáticas ni debemos admitir a ninguna Corday en el recinto de nuestras intimidades higiénicas.