miércoles, 22 de septiembre de 2010

Mitos y vinos

En esta sociedad que nos agobia y nos aburre con sus lugares comunes, lo más entretenido es dedicarse a destruir mitos. Porque es bien claro que este -o sea, el mito- es una engañifa, un trampantojo y, por eso, ha de emplearse con ese ritual y esa voz en falsete que se gasta para invocar las palabras sagradas y misteriosas. Un poco como el dogma con el que comparte, si no familia, sí linaje. Los mitos son conformaciones del pasado recreadas al gusto del consumidor actual, a las que es inevitable rellenar con la crema pastelera de la inventiva y de la simplificación deformadora.

Por eso hay que destruirlos antes de que ellos nos destruyan a nosotros. Verbigracia, urge combatir la idea que se transmite de boca a boca según la cual el mayor autogobierno, la mayor descentralización, son sinónimos de progreso y traje para las modernas vestiduras de la historia. Sudando como estamos todo el día la reforma estatutaria, este mito puede hacer -está haciendo- estragos. Se impone cortarle el paso para pensar, cada uno por su cuenta, si esa ecuación es exacta o, por el contrario, se limita a reflejar ambiciones apremiantes de mangoneo. Como urgiría desarticular el mito de la autonomía universitaria pues es una coartada que trata de confundir la libertad universitaria con la autonomía corporativa de los propios universitarios. Un mito arrasador que ha hecho fortuna y que está produciendo una Universidad lugareña. Yo me dediqué hace poco a intentar desmontarlo, distinguiéndolo de los asuntos serios, es decir, de las libertades de investigación, de cátedra, etc, y lo hice en un libro de mucho mérito porque su autor, que era yo, sabía de antemano que el esfuerzo empleado de nada serviría. Como así ha ocurrido: no pasa un día en que a un responsable universitario no se le llene la boca invocando el sagrado talismán que no es sino la cáscara pudorosa del alegre afán de cacicazgo.

Con todo, combatir mitos es sano, regula la tensión arterial, elimina el colesterol malo e irriga el cerebro como una manguera pingüe. Ahora bien, hay mitos y mitos. Es decir, hay mitos que es conveniente no tocar porque, destruirlos, pondrían en peligro certezas de mucha enjundia. Lo digo, a la vista del informe de unos sabios enólogos publicado en una revista de postín, según el cual no es cierto el adecuado maridaje entre el vino tinto y el queso. Como suena. ¿Cuántas veces no nos hemos puesto estupendos pidiendo un buen tinto de una cosecha eminente con un queso bien curado? Nos creíamos en el colmo de la exquisitez, en el meollo de las grandes combinaciones gastronómicas, y ahora resulta que tales tintos “reducen el bouquet de los taninos y también las notas de madera”. ¿Parece poco este efecto? Pues hay más porque “las proteínas del queso son culpables de enmascarar o envolver los componentes sápidos del vino”.

Todo esto, así de corrido y de sopetón. Cuando menos lo esperábamos, cuando seguíamos acunados en nuestras certidumbres idiotas y en nuestras presunciones de finos degustadores, de pronto, todo se derrumba y nos enseñan que el blanco “ayuda a deshacer el grano y a su paso limpia la boca de astringencias”. ¿Es esto creíble? ¿Se puede dar por concluida una tradición cultivada años y años? ¿Es posible que a un queso de los Picos le vaya un vino ¡dulce! como es costumbre entre los británicos? Pero ¿adónde iremos a parar? ¿no nos estarán preparando los imperialistas americanos para convencernos de que el jamón de Jabugo exige el acompañamiento de una coca - cola desteñida?

Se advertirá que estamos ante la destrucción de un mito que ha sido columna y arbotante de nuestra cultura. Sé que peco pero me voy a tomar un queso de Zamora con un buen vino sin mayor dilación.

martes, 21 de septiembre de 2010

Tripa, solo natural, por favor

Es verdad que los despachos de Bruselas son epicentro de embrollos y además se complacen en crear un arcano de neologismos horribles. De entre ellos destaca, por su amplitud y difusión, la especialidad del anglicismo que es la más abominable.

Pero no todo son males lingüísticos ni retortijones de la gramática. A veces surge la satisfacción imaginativa y la evocación de placeres macizos. Por ejemplo, cuando se otorgan las etiquetas de calidad europea a los mejores alimentos de los veintisiete países que componen la Unión. Así, los “ovos moles de Aveiro”, una filigrana portuguesa consistente en una venturosa mezcla de yemas de huevo crudas y almíbar que se presentan envueltos en una hostia o acondicionados en barricas de madera o finos envases de porcelana. Cosa sutil los tales ovos como son también sutiles los salchichones húngaros que, cortados en tacos, nos traen a la memoria los destellos más visionarios de la historia de la Humanidad. El aceite de oliva del campo de Montiel, el jamón o paleta de bellota son otras tantas culminaciones del buen gusto y es de ver las exigencias para atribuir estas distinciones, que no se otorgan al buen tuntún, sino que son medidas y controladas con rigor por funcionarios muy serios que ponen en ello lo mejor de sus habilidades gustativas.

Así que no crea el lector que todo lo que se hace en las covachas bruselenses es medir eso que ahora, con motivo de la crisis económica, se ha dado en llamar “el test de esfuerzo del sector bancario”, una expresión que remite a un sudoroso banquero tratando de superar unas pruebas físicas que le hacen sudar y le agitan la tripa. Siempre pensé que esfuerzo, lo que se dice esfuerzo, lo hacemos quienes pagamos al banquero deudas con vocación de eternidad, más sus abultados intereses. Pero parece ser que no es así, que el esfuerzo medible y apreciable, el que cuenta, es el del banquero. Misterios de las finanzas que no pueden aclararse desde la levedad de una sosería.

Acabo de citar la tripa del banquero, elemento señalado de su esponjada anatomía como amasada que está por comidas bien seleccionadas y regada por vinos primorosos procedentes de añadas que en su día fueron mimadas por soles favorecidos por los dioses.

Pues bien, en Bruselas también nos hemos ocupado de las tripas, no de las que lucen banqueros u otros humanos afortunados, sino de las naturales, las que deben envolver los embutidos y acerca de las cuales hemos formulado una definición para evitar equívocos pues solamente se puede llamar “natural” a la que proviene del tracto intestinal de animales ungulados. Todo lo demás es artificio y engaño, envoltorio fraudulento confeccionado a base de plásticos y otros productos execrables.

Un buen botillo, por ejemplo, no es cualquier cosa sino que cuenta también con una definición ajustada en las normas europeas: “embutido elaborado con costillas, rabo y huesos, carne y porciones musculares”. No era muy difícil formularla -es verdad- pero nadie discutirá su precisión. Pues bien, el botillo, el confeccionado con arreglo a cánones severos, comparece ante los mortales en tripa natural. Y lo mismo ocurre con el chorizo de Salamanca o la longaniza de Aragón o el morcón o esa botifarra del Pallars -en Cataluña- que se llama “traidora” pero que es fiel y leal pues que jamás defrauda a quien la disfruta. O el chosco de Tineo o los embutidos de Requena ...

Sépase pues que cada país tiene sus brillos y que todos se reflejan en el firmamento representado por las estrellas de la bandera de la Unión, movida suavemente por el vientecillo de los grandes sabores, de los selectos olores ...

domingo, 12 de septiembre de 2010

Vaca

No me explico por qué no se inmuta la vaca cuando nos ve en pantalones vaqueros.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Ministros

Los ministros son muy serios porque el humor es muy revolucionario.

domingo, 5 de septiembre de 2010


El ballet, que es vuelo, hace de la bailarina un ave que se ha traído del Cielo el embrujo del movimiento.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Esplín

Con motivo del fin de las vacaciones de verano es muy probable que muchos se vean afectados por el esplín, una suerte de melancolía vaga y desdibujada que nos llevaría a maldecir el mundo y sus aledaños o a abandonarnos en un sopor de distancias, de aislamiento o, quien sabe, a tomar decisiones heroicas como hacer yoga o terminar de leer el “Ulises”.

El esplín es cosa fina y acaso no sea mal momento la inminencia del otoño para practicarlo de una forma lánguida y sensual, aunque me parece que siempre debería hacerse dentro de los límites de la contención. Del esplín habló ya a finales del XVIII Iriarte: “es el esplín, señora, una dolencia/ que de Inglaterra dicen que nos vino” aunque el gran experto en esplines fue, en el XIX, Baudelaire para quien “nada existe más largo que los días ingratos” por lo que se imponía conjurarlos a base de vino y también de un poco de hachís. Baudelaire escribió “los paraísos artificiales” pero de él lo que queda es el paraíso poético de “las flores del mal”. Luego, en el XX, Umbral ha tratado mucho el esplín y, durante un tiempo, se dejó mecer en un esplín madrileño, entre arrabalero y señorial, solanesco y ramoniano, de olor a fritos y a besos delincuentes, un esplín que se hallaba lindero con la nostalgia, nostalgia de mujeres jarifas a las que poder madrigalizar con inspiración y tacto.

Ahora, tras la recuperación de la actividad sólita, es claro que el esplín resulta una salida elegante y bien literaria ante la proximidad de la oficina, del compañero, de los exámenes, de la cuenta de gastos, y cualquiera de los habitantes de nuestras ciudades está en su derecho de abandonarse a él y componer mohines de fastidio que resulten creíbles y apreciables. El desánimo sería así la respuesta a los compromisos más enojosos y, entonces, quien a él recurra debe practicarlo con convicción y con el atuendo adecuado: buenas ojeras, tristes y profundas como la laguna Estigia, barba crecida y apta para acometer, cabello abandonado a su pringosa suerte... El practicante del esplín debe dar pues una imagen lograda de un hastío preciso y linfático, también de una hipocondría meritoria y perfilada pero, sobre todo, debe estar dispuesto a anunciar su suicidio sin dengues ni excusas.

Ahora bien, creo que quien pueda subir a una montaña en los Picos de Europa o acercarse al lago de Sanabria o comerse un lechazo acompañado de unos vasos de vino de la Ribera o del Bierzo o simplemente tomarse unas pastas de las clarisas de Carrión de los Condes merece el máximo castigo si se abandona a ese esplín que acabo de describir. Quien puede deleitarse así, de este modo sencillo, por muy cruel que sea la oficina en la que se encuentre aherrojado, debe encarar este mes de septiembre con un optimismo sosegado pero deleitoso. Es decir, con el ánimo decidido a tender una emboscada certera al esplín.

domingo, 29 de agosto de 2010

Los cautivos liberados

Todos nos alegramos mucho por la liberación de los españoles que habían sido secuestrados por unos delincuentes en esos lejanos territorios donde los dioses abandonan a los hombres a su suerte.

Pero la verdad ¿qué quieren que les diga? Prefiero el comportamiento de los misioneros clásicos, de aquellos jesuitas, cartujos o dominicos que tomaban el camino de África para adoctrinar con el catecismo del padre Astete o del padre Ripalda y además enseñaban a leer a los chiquillos. El día en que la despensa del jefe de la tribu flojeaba en vituallas, los nativos acudían a la misión y de ella sacaban al pobre misionero que iba derechito a la cazuela. Ya podía desgañitarse pidiendo socorro: su destino estaba sellado. Cocido, aderezado con las más aromáticas especias de la selva, se serviría bien calentito, troceado y repartidos sus cuartos conforme al rango de los comensales. Que estos frailes conocían el posible destino de sus muslos era evidente y, sin embargo, allá se iban con sus par de conocimientos teológicos, convencidos de que iban a salvar almas que, de lo contrario, serían huéspedes eternas del Maligno.

Preferiría yo también que, en lugar de los ministros de asuntos exteriores, que tantos desaguisados suelen causar en el (des) concierto internacional, encomendáramos la liberación de las personas apresadas a la “Orden de la Santísima Trinidad y de la Redención de Cautivos”, fundada allá en los amenes del siglo XII y que tan fecundos frutos han rendido a la humanidad. Por de pronto a los españoles consiguieron devolvernos a Miguel de Cervantes -¡ahí es nada!- quien, si logró escribir la obra por la que somos conocidos en el mundo, es por la mediación de los padres trinitarios que se fueron a Argel a sacarlo de las garras de sus captores, justo cuando el escritor estaba metido en un barco -que no era un crucero de lujo- rumbo a Constantinopla, atado con grilletes muy molestos por lo lacerantes. Porque la verdad es que el muy insensato se había intentado escapar varias veces de una forma bastante chapucera. Ello hizo que sus dueños no se fiaran un pelo de sus mañas y por eso lo cargaron de cadenas para tratar de sofrenar sus ansias de librarse del mahometano y volver al más familiar mundo cristiano.

Al final fueron los padres trinitarios quienes, sin alharacas aunque con la bolsa llena, se lo trajeron para acá asegurándonos de esta forma tan eficaz la gloria literaria perpetua.

Y prefiero por último la forma en que Belmonte libera a su novia Costanza y con ella a Pedrillo y a la inglesa Blonde en “el rapto del serrallo”, la filigrana operística de Mozart. Belmonte no llama en su auxilio a los servicios diplomáticos ni enreda con idas y venidas ni llamadas con el móvil, Belmonte se va por esos mundos, henchido de ternura, en busca de su amada que se halla cautiva en el exótico mundo oriental. Llega al palacio del Pachá Selim y allí tiene que habérselas con el tosco y rudo Osmin que le ignora y se burla de él, de un noble cristiano. Pero él sigue perseverante, canta maravillosamente arias que ponen la carne de gallina, trenza una serie de tretas con Pedrillo y, por medio de ellas, consigue ser nombrado arquitecto del Pachá. Con todo, tiene dificultades para acceder al palacio porque Osmin recela de Belmonte. Preparan la fuga pero en el último momento fracasa y entonces aparece el Pachá quien se entera de que Belmonte es el hijo de su peor enemigo crisitiano y es la ocasión que Osmin utiliza para aconsejar que les dé tratamiento de alfanje pero el Pachá se emociona al ver el espectáculo del amor y les perdona a todos: Belmonte se va con su Costanza y Pedrillo con su Blonde. Triunfa la benevolencia de un Pachá que muestra así la máxima generosidad. Hay que tener en cuenta que, en la época de Mozart, ya el turco había dejado de entretenerse asediando Viena de vez en cuando.

Dígame quien me haya leído: toda esta emoción religiosa y lírica ¿se ve hoy por alguna parte?