viernes, 19 de marzo de 2010

Paraguas


Parece mentira que de un padre luctuoso como es el paraguas haya nacido la alegre sombrilla.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Sobre la policía

La policía debería tener expertos en desactivar el corazón ponzoñoso de los terroristas.

domingo, 14 de marzo de 2010

La Universidad

La Universidad ha perdido su respeto por la libertad de expresión.

jueves, 11 de marzo de 2010


El cocinero viste de blanco porque es el ángel de la cocina.

martes, 9 de marzo de 2010

Lenguaje del camelo

En la antigüedad (me imagino, porque yo no estaba allí) había clases de oratoria para razonar o hablar en público y tratar de comunicar pensamientos u otras atrevidas representaciones de la mente. Hay nombres gloriosos de artistas en este género que siempre se citan y ahí van los ejemplos de Demóstenes, Cicerón, etcétera. En España, en la historia contemporánea, los de CastelarGrande es Dios en el Sinaí...») y de Azaña son los que vienen a la mente cuando se piensa en oradores disertos. Hoy se suele decir que en las Cortes hay malos oradores, lo que a mí no me parece justo, aunque es verdad que no siempre se respetan las reglas argumentativas.

Más divertidas son las intervenciones de esos altos funcionarios y ejecutivos desodorizados que intervienen en reuniones, seminarios o simples encuentros de trabajo. Y el lenguaje camelístico-embolismático que gastan. En un escenario, además, en el que se han puesto de moda diversos artilugios ideados para estas ocasiones pedante-parlantes.

A ello se debe que, desde hace años, los organizadores de conferencias formulen preguntas raras. A mí hubo una época en que se interesaban por el hecho de si yo empleaba o no «transparencias». Me parecía un asalto a la intimidad que procuraba pasar por alto asegurando que «eso era propio de señoritas pícaras». Después, las tales «transparencias» fueron sustituidas por el «cañón», artefacto que nunca he llegado a saber qué tenía que ver con una conferencia, pues el público puede irritarse pero no es necesario defenderse de él con tanta acometividad. Ya más recientemente hemos pasado al «powerpoint» y cuando veo a un conferenciante manipulando el apuntador sobre una pantalla iluminada donde va leyendo lo que está al alcance de cualquier oyente, me pregunto qué pasaría si ese chisme dejara de funcionar o simplemente se interrumpiera el fluido eléctrico. ¿Se interrumpiría también su fluido discursivo?

Es decir, que contamos ahora con prótesis para pronunciar discursos mientras que antes se manejaban tan sólo las socorridas «muletillas» («por así decir», «¿verdad?», «vale», etcétera). Hoy, los ingenios técnicos han venido en auxilio de quienes no saben expresarse o padecen serias dificultades en tales trances. Como cada día contamos con un avance nuevo, llegado será el día en que el orador se limite a conectar con diligencia el ordenador de sus oyentes para que éstos puedan leer su mensaje.

Pues bien, al despliegue de estas prótesis hay que unir el lenguaje empleado. Como quien habla es persona que lleva años aprendiendo inglés (un español no es sino un aprendiz del inglés), lo usual es que adoquine sus informes (perdón, sus «papers») con las cuatro palabras de ese idioma que penosamente ha logrado retener en su memoria (rating, celebrity, coinsurance, copyleft y otras lindezas semejantes).

A ello hay que añadir las siglas. Hace años me contaba un amigo economista que había visitado a don Claudio Sánchez Albornoz en Buenos Aires y cuando le dijo al sabio anciano que estaba «trabajando en la CEPAL», don Claudio le contestó de malos modos: «Hable usted en cristiano». Hoy se dice tranquilamente que el Rey ha recibido al JEMAD o que la LOE revisará la ESO. Y lo inquietante es que muchos lo entienden.

Es decir, que entre el powerpoint, el inglés y las siglas, participar hoy en cualquier reunión se ha convertido en una experiencia desconcertante y enigmática. Yo no me suelo enterar de nada, pero lo paso pipa apuntando los pasajes más sobresalientes de esta exhibición de cursiladas. ¿No deberían reunirse en un libro como las grandes erratas que son del sagrado arte de la oratoria?

sábado, 6 de marzo de 2010

¿Inmortales?

La ciencia no descansa en su avance arrollador. Sus sacerdotes, los científicos, nos hacen entrega cada día de un nuevo invento, de un descubrimiento capital que nos facilita la vida, que nos abre mundos nuevos llenos de interrogantes y espoleadores de nuestra imaginación. Y es que, así como las noticias políticas contribuyen a abatir nuestro buen ánimo como trufadas que están por las muertes, las matanzas, las guerras, el hambre y un sinfín de disparates parecidos, las noticias que proceden del mundo de la ciencia y de la investigación nos devuelven la esperanza y nos hacen confiar en un futuro más risueño.

Nada menos que una española talentosa ha descubierto una función clave de la molécula de la inmortalidad. El asunto es complicado de entender y más aún de explicar pero consiste en un trajín de células, segmentos, cromosomas, enzimas y de algo muy raro que se llama telomerasa, que es la culpable de que nos hagamos viejos, nos salgan manchas en la piel y en la conciencia y se nos apague la mirada como una bombilla usada. De momento han respondido al tratamiento unos ratoncitos muy simpáticos que ya llevan viviendo años y años como si fueran personajes de dibujos animados y que no dan la más mínima señal de querer morirse: juegan y juegan, afanan todos los trozos de queso que a su paso encuentran, hacen diabluras, son perseguidos por los gatos y así, tan contentos, prosiguen su vida inagotable de roedores inmortales y burlones. No se sabe muy bien cuáles son las razones pero el hombre tiene un extraordinario parecido con los ratones y gracias a esta donosa circunstancia se les usa para experimentar en ellos lo que luego se aplicará a todos nosotros, a los funcionarios del catastro, a los vendedores de pescado y a los urólogos de la Seguridad Social. De donde se sigue que entre un ratón y un humano no hay más diferencias que las que proporcionan el tamaño y los bigotes.

La pregunta surge a poco que pensemos: ¿es esto bueno o malo? No me refiero a nuestro parecido con los ratones, que es asunto claro y decidido por las leyes de la naturaleza, sino a si es positivo que se encuentre esa célula de la inmortalidad que nos permita seguir la copa de la UEFA de este decenio y del que viene y así sucesivamente hasta la consumación de los siglos. Porque habría que precisar mucho antes de someterse a uno de esos tratamientos con nuestros hermanos los ratones: ¿cuál sería nuestro aspecto, quedaríamos parados en los veinte, en los treinta, en los cuarenta como si estuviéramos congelados, es decir, con el destino de una merluza de restaurante de tercera? ¿nos seguiría sirviendo el bañador de una temporada a la otra? y el abrigo ¿habría que darle la vuelta? ¿qué sería de la celulitis, qué de los dolores en las articulaciones, qué de la mala leche, se conservaría intacta o se cortaría? Y luego está la pregunta definitiva: ¿seguiríamos generando trienios en la Administración o en la empresa o desaparecerían diluidos en el negro agujero del Tiempo? Esta es la clave porque si nos quitan los trienios ¿qué ilusión queda al trabajador? Los trienios son las angarillas que sostienen nuestro avance en la vida, sin ellos los más quedamos desasistidos y como desgoznados. La verdad es que, como se observa, las preguntas se acumulan y la inquietud que crean es demasiado grande como para contemplar el futuro de forma apacible. Personalmente, la única ventaja que veo a este asunto de la inmortalidad es que sería el único medio para enterarnos de cómo acaba el pleito que tenemos en el Juzgado o en la Audiencia, comprobado el hecho de que la limitada duración actual de la vida no nos lo permite. Pero ¿saber el final de un pleito justifica el aburrimiento de una vida sin fin? Cada uno tendrá su respuesta propia a esta turbadora cuestión.

sábado, 27 de febrero de 2010

Teoría del cóctel

Probablemente no sea una sorpresa para el ciudadano pero lo cierto es que la dedicación a la política es pecado a los ojos de los dioses. Como son muchas las tropelías que se pueden cometer desde el poder es lógico que el gobernante se deslice por el terraplén de los desmanes y al final incurra en la violación de un montón de preceptos morales. ¿Puede extrañar que ello desencadene la ira de quienes todo lo ven desde el más allá?

Creo que no. El político pues peca. Pero como no lo hace contra el Espíritu Santo, que es lo imperdonable según los textos más sagrados, puede impetrar la absolución por medio de la penitencia. Esto ha sido siempre así y no hay más que ver los libros penitenciales antiguos para advertir las que se imponían a los monjes en casos de pecados sonados: por ejemplo, la práctica de la sodomía se castigaba imponiendo un ayuno de diez años; la fornicación, si era una vez, tres años; la misma fornicación, cuando era repetida y disfrutada, hasta siete años y así seguido...

En el mundo de la política se ha impuesto una penitencia más sutil pero no por ello menos cruel: el cóctel. Los políticos que pecan, y somos todos, estamos condenados a depurar nuestra conciencia acudiendo a un cóctel que, a su vez, conoce modalidades diferenciadas: el cóctel sin discurso es la más benigna, a ella le sigue el cóctel con discurso de una, dos, tres o más personalidades en función de la gravedad de la infracción cometida. Yo puedo aducir mi propio ejemplo: la última semana en Bruselas he acudido a tres cócteles y he oído catorce discursos. No dudo de mi comportamiento censurable ni de que había pecado de forma recia pero tampoco dudo de que he quedado limpio cual patena tras la consagración.

Porque ha de saberse que el cóctel es ese lugar donde se coleccionan tonterías de una forma entonada y continua. La pregunta que hará el afortunado que no ha de asistir a cócteles es ¿son tontos quienes acuden a un cóctel? Mi experiencia me dice que no necesariamente. Ocurre sin embargo que en el cóctel se está de pie y esta posición erguida mantenida durante un par de horas desequilibra las lumbares, las cervicales y las articulaciones más sufridas que puedan existir en la humana corpulencia, lo que contribuye a que el sufridor se entregue a la formulación de los más manoseados lugares comunes cuando no sencillamente al desvarío mental.

Hay otro aspecto a considerar no menos relevante. Y es que esa misma posición despierta el apetito como ocurre con una excursión al monte o a la playa. Como quiera que en los cócteles se reparten canapés y montaditos de ibérico, es comprensible que el asistente busque en ellos el consuelo que no puede encontrar en la conversación con sus semejantes. Pero, al ser escasa la oferta y exigente la demanda, se produce el fenómeno que los economistas explican con tanto garbo y desenvoltura. Conclusión: no es fácil atrapar algo bueno y misericordioso para “la bucólica” (como diría don Miguel de Cervantes) y eso lleva al desánimo intelectual y a la pereza argumentativa. Es decir, a la sandez, a proferir vaciedades sin recato alguno.

Véase pues el cóctel como la penitencia aplicada a los políticos por sus atropellos. Quien no lo sea debe abstenerse de acudir a estos ágapes y su penitencia habrá de cumplirla en otros escenarios.
“Padre, me acuso de haber escrito un decreto y de haber presentado dos enmiendas en la Comisión de Presupuestos”. No te preocupes, hijo, asiste a siete cócteles, escucha diez discursos y cómete doce croquetas. Y yo te absuelvo de tus pecados en nombre del Padre...