(Hace unos días nos publicaron este artículo en el periódico El Mundo que escribí con Mercedes).
Con el fin de animar el tiempo que se abre hasta las
elecciones al Parlamento europeo del mes de mayo se ha introducido el debate
acerca de la conveniencia de seleccionar un candidato, para todos los países
miembros de la Unión Europea, por cada una de las formaciones políticas. Con
esta fórmula se haría visible ante el electorado un rostro, la foto de un señor
o señora representando a los populares, socialistas, liberales ... Dicho con
otras palabras, un cabeza de lista llamado a ostentar, si los hados le son
favorables, la presidencia de la Comisión -el Gobierno europeo-.
Como no es la abundancia de conocimientos sobre el
funcionamiento de las instituciones europeas lo que nos caracteriza, conviene
recordar que es el Consejo europeo el órgano encargado de proponer al Parlamento
europeo, “teniendo en cuenta el resultado de las
elecciones al Parlamento
europeo y tras mantener las consultas apropiadas” un candidato al cargo de
Presidente de la Comisión. Se le elige por mayoría.
Procede aclarar asimismo que el Consejo europeo
invocado está compuesto básicamente por los jefes de Estado o de Gobierno de
los Estados miembros.
Es decir que son estos altos personajes, para
entendernos, Hollande, Merkel, Rajoy, Cameron, Letta etc, quienes tienen la
responsabilidad de seleccionar a un candidato y presentarlo al Parlamento
europeo para que en sesión plenaria sea votado y aupado a tan elevado pináculo.
Quien hoy se halla en ese lugar levantado se llama
José Manuel Durao Barroso. Muchos ciudadanos propenden a creer que es un señor
colocado allí en virtud de abominables tejemanejes políticos. Nada más alejado
de la realidad, aunque tejemanejes, pactos y enredos sean consustanciales a
este tipo de procesos. Pero al final el Consejo propone y el Parlamento
dispone. La razón por la que el señor Barroso está pues en Bruselas, en la
planta noble del edificio Berlaymont, es porque fue votado mayoritariamente en
una sesión plenaria celebrada en 2009 y, a su vez, la razón por la que fue
propuesto es porque se trata de un político destacado de la familia popular que
ganó las elecciones europeas celebradas en junio de ese mismo año.
Y aquí es donde queríamos llegar. Los jefes de
Gobierno o de Estado no son libres a la hora de posar su dedo mirífico sobre
este o aquél personaje sino que su capacidad de decisión se halla trabada por
“el resultado de las elecciones al Parlamento europeo”. Es decir que es la
voluntad popular expresada en esa consulta la que determinará a la postre que
la elección recaiga en un popular, en un liberal, en una verde etc.
El lector perspicaz habrá advertido que este
procedimiento en poco se diferencia del que es sólito en los Estados miembros.
En efecto, según nuestra Constitución, es el Rey quien, previa consulta con los
jefes de los grupos políticos con representación parlamentaria, propone al Congreso de los Diputados un
candidato a la presidencia del Gobierno. Y, en Alemania, el presidente de la
República es quien presenta al Bundestag
el nombre de una persona concreta. Que se vota sin debate. Y lo mismo o algo
parecido podríamos decir de otros ordenamientos constitucionales europeos, al
menos cuando se trata de regímenes parlamentarios, no en los presidencialistas
(caso de Francia).
¿Qué novedad, si alguna, introduce la propuesta de
la foto de un candidato? La de que el elector pueda identificar “una cara”. ¿Es
esto bueno o malo? Pues, como a menudo ocurre, es simplemente regular. Porque,
de un lado, las diferencias entre los veintiocho Estados miembros hace que esa
señal tan primaria de la identificación física sea muy difícil de hacer llegar
adecuadamente al elector: pensemos en un ciudadano de Jaén, de Lugo o de
Segovia a quien se pretende ilusionar o hacer comulgar con una señora
finlandesa cuyo apellido, sembrado de ásperas consonantes y apenas aliviado por
alguna vocal, es incapaz siquiera de pronunciar.
De otro lado, y lo que más nos preocupa ¿no
colaborará esta exhibición de fotos a crear el indeseable escenario de una
pelea entre dos contrincantes incorporando al debate democrático la
elementalidad que es propia de las competiciones deportivas? ¿no contribuirá a
personalizar una campaña y unas elecciones tan determinantes para la vida
cotidiana de los europeos?
A nuestro juicio, por consiguiente, esta novedad
poco coadyuva a la mejora del funcionamiento de las instituciones o al fomento
de la participación, como hemos defendido en nuestras “Cartas a un euroescéptico” (Marcial Pons, 2013). Porque lo importante no es la foto sino
llevar a la conciencia del elector los problemas a los que se enfrenta Europa de
la manera más objetiva posible y, por cierto, sin enmarañarlos con los chismes
locales. En la próxima campaña, la receta es, para España, simple: hacer lo
contrario de lo que se hizo en 2009. Y que consistió en presentar las
elecciones europeas como un enfrentamiento entre dos señores, uno que estaba a
la sazón gobernando y otro que dirigía las huestes de la oposición. Esta
actitud tiene unas consecuencias desastrosas porque impide que la ciudadanía
tome conciencia de lo que en rigor se debería discutir y acabe aburriéndose al
observar las mismas toscas descalificaciones propias del menesteroso debate
nacional. Si este despropósito no se corrige poco podremos avanzar porque,
olvidados con ocasión de las elecciones los problemas propiamente europeos,
estos quedan hurtados definitivamente al elector a quien será ya muy difícil ganar para esta causa.
Para mayor confusión, todo ello se mezcla hoy con el
debate acerca de la necesidad de “europeizar” los partidos políticos, un debate
superfluo pues que tales partidos ya están “europeizados” al contar los
presentes en el hemiciclo de Estrasburgo con una organización, unos cargos
directivos, unas reuniones que se celebran aquí o allá para debatir programas o
la posición común ante nuevos problemas. No sabemos muy bien qué más necesitan
para ganar en dimensión europea, fuera de lo que sean sus deficiencias internas
que nosotros desconocemos. Aquellos partidos políticos pequeños, no acogidos en
el seno de esas grandes familias, deberán hacer un esfuerzo para llegar a
pactos programáticos o ideológicos con otras fuerzas, las ya establecidas u
otras asimismo minoritarias.
Más relevancia que las fotos tiene el hecho de que
la Comisión europea cuente con cierta coherencia ideológica derivada del
resultado de las elecciones pues ello evitaría actuaciones poco hilvanadas.
Sería bueno que se formara un Gobierno monocolor o, en su caso, una coalición.
Ello contribuiría a reforzar la imagen de Gobierno dependiente del Parlamento y
al nacimiento de una oposición, que tanto se echa en falta en el funcionamiento
parlamentario actual. Para ello es preciso que se otorgue al Presidente de la
Comisión una mayor libertad a la hora de conformar su equipo.
Un presidente y un equipo obligados a formular un
programa de su acción de gobierno -el ofrecido a los electores- que ha de
servir como medida para exigir la correspondiente responsabilidad política. Si
se incumpliera, ahí estaría para denunciarlo la oposición en la Cámara que
adquiriría perfil y visibilidad. Los regímenes parlamentarios cuentan con
mecanismos de censura que también rigen en el Parlamento europeo porque éste,
además de elegir al Presidente de la Comisión como hemos visto, da el visto
bueno a la designación de los Comisarios. Si los diputados no están de acuerdo con
el nombramiento de uno de tales Comisarios pueden rechazar a la Comisión en
pleno. Y asimismo el Parlamento puede obligar a la Comisión a dimitir durante
su mandato, lo que ha ocurrido en la práctica (renuncia de la Comisión Santer,
1999).
Terminamos. Para fortalecerse, Europa debe cultivar
su identidad común que es la cultural (los grandes artistas y creadores del
pasado que la mantienen con la cabeza bien alta) y, al mismo tiempo, tejer y
aderezar los “intereses” comunes, aquellos que nos obligan a permanecer unidos:
la defensa de las libertades, la calidad de vida y del ambiente, la protección
al consumidor, el mercado interior, la política económica y tributaria
“europeizadas”, la disciplina de los bancos, de nuestras inversiones ...
Sabiendo que Europa no es una nación, ni falta que hace pues para nada
necesitamos esa pasión colectiva subrayada por los exclusivismos que es propia
de los nacionalismos. Felizmente Europa no necesita héroes ni sangre ni
batallas.
Se dice que es la hora del repliegue en las
naciones, repliegue buscado por unos ciudadanos inseguros como eran aquellos
del siglo XIX, del Biedermaier
centroeuropeo, refugiados en la intimidad del hogar para poner sordina a los
ruidos perturbadores del exterior. Y en parte es verdad y signos de esta
actitud cobarde vemos a diario en las poblaciones y también en el
funcionamiento de las instituciones siendo acaso su política exterior el signo
más visible y más decepcionante.
Pero, al mismo tiempo, esas mismas instituciones
avanzan en batallas que acabarán modificando nuestras vidas: las redes
energéticas o las del transporte y de la comunicación o los logros de la
investigación europea o el despliegue creciente en la defensa de las libertades
y de una Europa social, afanes hoy en la agenda europea que se afianzan y se
robustecen.
Las fotos no están mal pero interesa más la
sustancia política que alberga en su cabeza el fotografiado.
-Yo antes de votar en las europeas me voy a fijar en lo que piensan de Europa los candidatos.
ResponderEliminar-Yo si me cuentan cosas sólo cosas de España desconfiaré....
-Europa está por encima de España.
-Yo creo que sí.
-Yo estoy convencido.
-Europa es el futuro.
-Europa es la buena idea para crear un futuro mejor para el mundo.
-La Europa Social por supuesto.
-Sin olvidar la economía.
-Sí, pero por encima.
-Eso sí.