Uno recuerda, cada vez con más añoranza, aquella
época que se marchita en la que quienes nos sentábamos en torno a una mesa,
además de comensales, éramos conversadores.
Se hablaba, se reía, se lanzaban puyas irónicas
entre los presentes, se descuartizaba al
ausente, es decir, se empleaban las armas sutiles y también las menos sutiles del lenguaje para comentar, divagar, censurar, juzgar e incluso analizar. Cada uno se las componía como podía y así hasta llegar al afortunado o inspirado cuyas palabras lograban emitir tantos reflejos como las luces pugnaces que expanden las llamas de una chimenea.
ausente, es decir, se empleaban las armas sutiles y también las menos sutiles del lenguaje para comentar, divagar, censurar, juzgar e incluso analizar. Cada uno se las componía como podía y así hasta llegar al afortunado o inspirado cuyas palabras lograban emitir tantos reflejos como las luces pugnaces que expanden las llamas de una chimenea.
En los libros hemos podido leer acerca de las tertulias que organizaban los escritores y los artistas en un café y tenemos miles de testimonios divertidos y gozosos de sus miserias y de sus maldades. Lo he pasado muy bien leyendo a Cansinos Asséns o a Ramón Gómez de la Serna y a tantos otros ... Por las casas de Juan Valera o de Pío Baroja pasaron bohemios acreditados, jueces de primera instancia, boticarios, médicos forenses, poetas chirles y, sobre todo, una cantidad
abultada de peticionarios de prólogos. Uno evoca con envidia el ambiente del cigarral en Toledo de don Gregorio Marañón con Pérez de Ayala en la mesa junto al torero Juan Belmonte o el escultor Sebastián Miranda ante unas tortillas y unas perdices.
Por no citar los salones literarios del siglo XIX
francés con una anfitriona como Madame de Staël en el castillo de Coppet
rodeada de celebridades y discutiendo sobre la vida y sus aledaños. Convivir en
una tertulia de aquellas debía de ser como participar en la administración de
un sacramento o hacerse ministros de una gozosa orden sacerdotal.
Pues bien, todo eso se está convirtiendo en memorias
perdidas, en cenizas de un pasado que será fácil borrar como las huellas en una
playa.
Hoy, cuando nos sentamos a una mesa, en las
relaciones sociales y en las académicas o profesionales, no es infrecuente ver
cómo a los cinco minutos cada quien saca su móvil para comunicarse con un ser
lejano a quien imparte instrucciones o dicta el contenido de la factura de un
pedido de tornillos. O enciende la tableta para ver quién ha ganado el partido
del siglo que se juega todas las semanas o leer el correo electrónico, cuyos
mensajes contesta tecleando con brío. Es decir, practica actitudes ausentes que
en el pasado eran signo inequívoco de mala crianza, reprendidas con
justificadas razones por superiores, por padres y por frailes.
Actividades que hasta hace poco se realizaban en las
horas de oficina, ahora se despachan entre la sopa y el filete empanado sin la
más mínima conciencia de estar dictando una lección de malos modales. Cuando se
trata de unos sujetos que responden al nombre de “twitteros” la degradación del
ambiente llega a la exaltación suprema: cada uno va sin más “a su bola”.
Ante este panorama, todo parece indicar que no está
lejos el día en que pediremos que nos sirvan el ipad poco hecho.
-Por favor mírame, ya sé que me has dicho por whasapp que me quieres y en éste momento, pero preferiría que me mirases a la cara, por favor.
ResponderEliminar-Lo escrito escrito está y las palabras se la lleva el viento ¿qué más quieres?.
-Un poco de romanticismo y sentimiento en ésta cena.
-Come y respóndeme por twitter, si te casas conmigo o no.
-Yo necesito algo más.
-¡Dímelo por escrito!.
-Eres un idiota.