Se presenta como una novedad pero dudo que lo
sea. Me refiero a la noticia del nuevo oficio de aplaudidor en las
televisiones. ¿En qué consiste? Como sabemos, existen muchos programas en los
que hay espectadores en el estudio que aplauden las palabras de quienes en
ellos intervienen: artistas que estrenan película; escritores con novela recién
salida del horno de las novelas; futboleros que acaban de meter un gol de
película; el ligón mayor de la provincia; o también delincuentes distinguidos y
con buena hoja de servicios. A una ocurrencia o una observación de estos
personajes, quienes están presentes como público, gentes cuyo rostro es barrido
de vez en cuando y por breves segundos por las cámaras, aplauden. Ocurre en
todos los países del mundo y es curioso que nunca silban o muestran desagrado.
Siempre aplauden.
Pues bien, a estos aplaudidores, en España,
les pagan trescientos euros y les dan un bocadillo de salchichón o de sardinas
con tomate, a elegir. Como han saltado plumas que critican este dispendio, me
parece que procede tomar postura ante este delicado asunto.
Adelanto ya que defiendo la dignidad de este
sueldo. Porque si el artista, el escritor, el futbolero, el ligón o el delincuente
citados cobran por ser entrevistados como asimismo cobra la periodista (o el
periodisto) que hace la entrevista ¿cuál es la razón que justifica la actuación
gratuita del público presente? Se podría decir -y así lo he visto escrito- que
ya el simple hecho de estar en un “plató” de televisión es bastante
remuneración para un público que, en rigor, es masa. Pero quienes tenemos
respeto a los ciudadanos rechazamos abiertamente esta justificación y por tanto
estamos por la pasta y el bocadillo.
Lo que no me parece bien es que no se
distinga la calidad del aplauso y se pague igual a todos. Pues se convendrá
conmigo que no es lo mismo la palmada, más o menos desganada y distraída, que
ese aplauso que resuena vibrante y viene acompañado de un expresivo agitar de
las manos y de una compostura de entusiasmo y de enardecimiento. Como no es lo
mismo que el entrevistado deba consolarse con cuatro aplausos mal contados que
salga fortalecido en sus entretelas y en su ego con “nutridos” aplausos o con
una “salva” de aplausos. O con una “ovación cerrada” que es también modalidad
muy apreciada en el gremio de aplaudidos y gentes célebres.
Todas estas modalidades o matices
aplaudidores, que manifiestan cualidades y actitudes distintas, han de tener su
reflejo en la soldada por lo que las televisiones deben instalar aplausómetros
individualizados para saber si hacen justicia y cómo se gastan los cuartos. Suum cuique tribuere -a cada uno lo
suyo- decimos desde Ulpiano para acá las gentes sueltas en latines.
Lo que niego resueltamente es que se trate
este de un oficio nuevo. No es el más viejo pero sí disfruta de una antigüedad
remota y decorosa. Se corresponde exactamente con la “claque”, compuesta por
individuos que toda la vida de dios han acudido a los teatros a aplaudir o a
patear (en esto último se distingue del aplaudidor de televisión) la obra de
Galdós o de Marquina. Simpáticos tipos los de la claque, que se diferencian de
los críticos de los periódicos en que estos son sujetos reconcomidos y con
pujos -frustrados- de académicos de la Lengua mientras que los alabarderos, que
es como se llama a quienes integran la claque, son simplemente alborotadores
sobornados. Incapaces en el fondo de matar una mosca.
En el mundo de los toros estas gentes son el
“tifus”, palabra que designa, además de una enfermedad con merecido prestigio,
al espectador que, al no haber pagado la entrada, se muestra zalamero con el
donante.
En definitiva, en la vida quien no puede ser aplaudido, tiene la alternativa de ser aplaudidor.
Yo prefiero ver los programas en la intimidad de mi salón, de éste modo mi mano derecha no sabrá lo que aplaude mi izquierda, y el que ve en lo oculto me lo recompensará.
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