La situación política e institucional en que
se halla España es penosa. Si queremos formularlo de manera sencilla podemos
decir que, en puridad, “no hay donde mirar”. Da igual que hablemos del tribunal
constitucional, del gobierno, de los bancos, de los parlamentos, de las cajas
de ahorro, de la universidad, del rey y de la monarquía, de las comunidades
autónomas, de los municipios o de las provincias ... todo está empantanado, las
apariencias de falsos paraísos se nos han desvanecido.
Preciso es decirlo con claridad: tenemos unas
instituciones públicas de cartón-piedra y desde ellas, desde su fragilidad,
desde su condición de simples sombras constitucionales, es imposible hacer
frente a ningún empeño serio.
Ante esta pavorosa situación, resulta un
lugar común sostener que "faltan intelectuales" y se evocan tiempos
en los que estos ejercían una función de faros o guías en los grandes debates
nacionales.
Si miramos a nuestro pasado, una época
especialmente tormentosa fue la que se sitúa en los principios del XX conocida como crisis del
98. En buena medida podemos compararla a nuestras actuales desgracias pues, si
entonces certificamos la pérdida de los últimos jirones del imperio, ahora
hemos de certificar el desvanecimiento del Estado, al menos en la imagen que el
siglo XX fabricó del mismo y nos legó. Si entonces lloramos sobre los despojos
de la patria vencida, ahora lo hacemos sobre los títulos de una deuda que se
desparrama a la manera de un tumor infectado y venenoso.
Pues bien ¿qué es lo que escribían los
"cráneos privilegiados" de esa época cuando advirtieron la palidez de
las señales que estaba emitiendo España? Es decir, cuando se vieron obligados a
pensar en "España como problema", título este que dió Laín Entralgo a
un documentado ensayo (que tuvo su réplica, desvaída, en la "España sin
problema" de Calvo Serer).
Por aquellos años, cuando las Filipinas en
Asia o Cuba en América, ya eran espuma o el recuerdo de los horrores de la
manigua, se empieza a hacer consistente la meditación sobre Europa. El más
despachado fue Unamuno con su lema de "españolizar Europa", un
aspaviento que se vería obligado a matizar. Fuera de los casos de un Ganivet
que sueña con una España convertida en “la Grecia cristiana" o de Maeztu
para quien el camino acertado es el de la Hispanidad, lo cierto es que en los
regeneracionistas de Costa y en los ensayistas del 98 o del 14 hay un claro
latido europeo que, sin embargo, pronto abandonarían para ensimismarse con la
tierra, con el idioma o con el arte.
Ninguno de ellos tuvo una idea clara de lo
que era Europa, viajaron poco y en idiomas andaban flojos -fuera de los casos
de Unamuno y de A. Machado, profesor de francés-. Significativo es Manuel Azaña
que vivió en Francia y sin embargo lo vemos encerrado en las fronteras
españolas cuando está ocupando la presidencia del Gobierno. Por sus
escritos sabemos que casi su único
contacto exterior era el embajador de Francia en Madrid y advertimos asimismo
cómo ignora la llegada de Hitler a la cancillería y las barbaridades que los
nazis pronto comenzaron a perpetrar, entre otras novedades de bulto de la
política europea. De la Sociedad de Naciones habla sin entusiasmo y se alegra
de que Lerroux anduviera por allí, para él un alivio pues se ha evitado que
enredara por España. En las Memorias de Madariaga hay abundantes pruebas de la
alergia que producía al Azaña gobernante viajar o entrevistarse con mandatarios
extranjeros. Lo suyo era acercarse en coche al Escorial y los pequeños
desplazamientos a la sierra.
No es caso único: con anterioridad, en la
segunda mitad del siglo XIX, Juan Valera anduvo por buena parte de Europa, de
lo que deja amplio testimonio en su Correspondencia (para mí, lo mejor de su
obra): Nápoles, Lisboa, Dresden, Berlín, San Petersburgo ... Sin embargo,
apenas si se trasluce nada consistente referido a los asuntos europeos
-económicos, comerciales, consulares etc- siendo más bien su foco de atención
el constituido por los saraos, los bailes, los banquetes y otras fruslerías. De
los centenares de cartas que Valera envía desde san Petersburgo lo más
sustancioso es el intercambio de cruces y collares entre mandatarios españoles
y rusos, insignias que se ponían los unos a los otros con ocasión de sus
encuentros festivos o cinegéticos.
Apoyados en la pértiga del tiempo llegamos al
único pensador que sí sabía lo que significaba la apuesta europea. Me refiero
-claro es- a Ortega y Gasset. “Europa es ciencia antes que nada: amigos de mi
tiempo, ¡estudiad! Y luego, a vuestra vuelta, encendamos el alma del pueblo con
las palabras del idealismo que aquellos hombres de Europa nos hayan enseñado”.
Un texto que hubieran suscrito Ramón y Cajal y el resto de los hombres de
ciencia contemporáneos -Marañón, del Río Hortega ...-. Por eso Ortega tiene
claro que “si creemos que Europa es la ciencia, habremos de simbolizar a España
en la inconsciencia”. Y el método para europeizar a España, para que pase de la
inconsciencia a la ciencia es la educación. Una educación que no es obra de la
espontaneidad sino “de la reflexión: hemos de fingirnos un yo ideal, simbólico,
ejemplar, reflexionando sobre el alma y el carácter europeos”. No es necesario insistir: las enseñanzas de
Ortega -¡tan primorosamente escritas!- siempre están de actualidad y a ellas es
preciso volver cuando se quiere meditar sobre España y Europa.
De sus enseñanzas vivimos quienes proponemos
recetas para que Europa avance hasta dar con una fórmula que evoque -aunque no
coincida- con la de los Estados Unidos de América pues solo desde ella podremos
hacer frente a las conmociones que está viviendo el planeta. En este sentido es
falso que no existan intelectuales en España que estén cuidando la brújula de
la buena dirección. Los hay y están presentes en los debates nacionales.
Lo que sí echo en falta es la denuncia de la
situación interna española con la energía que la situación exige. Aunque se
atisban indicios de desentumecimiento, es preciso que el murmullo devenga en
discurso, que los pocos solistas que hoy tararean se conviertan en un coro que
inunde el escenario. Y hay que llamar a las cosas por su nombre: es preciso
reformar el sistema electoral y reformar la Constitución. Y como a este texto
le hemos bajado de su pedestal mítico el verano pasado, cuando en un aleteo de
mariposa le incorporamos un artículo barroco, vamos a defender que lo mismo se
haga este verano o un poco más allá, acaso cuando los árboles pierdan su pudor
y se nos muestren in puribus. Con el
apoyo del artículo 167 de la Constitución hay que transformar el título
referente a las Comunidades autónomas y diseñar una nueva Administración local,
hay que suprimir el Consejo general del Poder judicial, hay que dotar a las
Universidades de un nuevo sistema de gobierno que las libere del cerco feudal
en el que están aherrojadas. El sistema de nombramiento de los magistrados del
Tribunal Constitucional es muy arriesgado cambiarlo pero, si se desplazara su
sede a una capital de provincia sin AVE, se habría dado un paso de gigante. De
las cuestiones económicas nos ocuparemos con nuestros socios europeos, lo que
resulta muy tranquilizador.
¿Sueño? Probablemente pero es que solo tras
el sueño se oirán “cantar los gallos de la aurora” como quería Antonio Machado.
-España ha pasado una época un ciclo y ahora toca cambiar muchas cosas, para actualizarlas, para poder mirar al futuro.
ResponderEliminar-Hay que empezar haciéndolo ver.
-Sí porque si las cosas no se ven pasan desapercibidas, por lo tanto avisemos.
-También los hay que viéndolo no les interesa cambiar.
-Pero ésos están condenados a perder la partida del futuro.
-Adelante pues.
-¡Adelante!.