Andan muy ocupados los grandes cocineros en
explicarnos los misterios de la espuma y al efecto han pedido la colaboración
de varias especialistas, profesoras de Física, que nos hablan del desdoble de
las proteínas, de la formación de una película elástica que hace que las
burbujas resistan y por ahí seguido.
Pero la espuma tiene otros secretos que no se
dejan capturar por la ciencia como ocurre con el amor que ya sabemos que no es sino
luz y abismo, el bosque donde conviven los mejores aciertos con los más
conseguidos errores.
Una cerveza tirada por un camarero español
poco tiene en común con análoga acción protagonizada por un colega bávaro en un
local de Munich. El nuestro actúa -con excepciones- de manera atropellada,
saltándose trámites y dando por concluido el procedimiento cuando este no
debería haber hecho más que empezar. La espuma apenas existe, de ahí el aspecto
deslavado y escorbútico de nuestras cervezas, su falta de dignidad. Su
desaliño. El alemán, por el contrario, se demora en el trance, repasa varias
veces la espuma que se va formando poco a poco, la deja reposar para que medite
sobre su destino y su circunstancia, y es solo así como nace una espuma tersa,
una espuma con donaire, que es como el penacho que corona un peinado artístico
o el pináculo admirable de una catedral gótica.
Y lo mismo se puede decir respecto de la
espuma del capuchino (me refiero al café, no al fraile). La tensión, el mimo y
el respeto con que se fabrica en una cafetería de Milán nada tiene que ver con
la desgana que vemos en Madrid. Aquella tiene de entereza y de gloria lo que
esta de flaqueza y abatimiento.
La espuma es pues hija de la paciencia, de la
diligencia y de la reverencia.
Que nosotros, los españoles, sí ponemos en la
confección del merengue y del “soufflé”. Las pastelerías españolas -como las
portuguesas- están llenas de ofertas de merengues gloriosos, orgullosos de su
condición merenguil, merengues persuasivos, virtuosos. Un compendio de ficción
y de capricho. Y lo mismo ocurre con el “soufflé” que, recién salido del horno,
comparece ante nosotros como el altivo personaje que ha llegado a ser, todo él
sensibilidad porque, en sus entrañas, lleva la sorpresa y la fortuna. Dispone
además de mil rostros como un artista de circo o un ilusionista fértil.
Cuando tantas y tan malas son las noticias
con que nos obsequia la actualidad, convertida en una maga especializada en
abatirnos y en sumirnos en la desesperanza, pensar en la espuma, en el
“soufflé” o en el merengue, nos devuelve el optimismo y nos proporciona un
aliento reparador que nos recupera -como un bálsamo- de nuestros pensamientos
exhaustos.
Pues a lo mejor resulta que la causa de
nuestros males está en querer llegar al meollo de los problemas, al hueso
íntimo donde anidan sus explicaciones, a la raíz donde brota la savia de
nuestras tribulaciones. Y como son enigmáticas y muy viejas y además gastan muy
mala leche -sin espuma-, nos aturden y nos zarandean. Es decir, nos dejan como
navíos partidos por la noche.
Por todo ello propongo que, al menos por un
rato, por el leve espacio de una sosería, pensemos que podría ser que lo mejor
del fondo fuera la superficie.
Yo cuando me agobio por los problemas me voy al bar (español) y me tomo ocho cañas, y no busco disfrutar de la belleza de la espuma, lo que busco es el efecto rápido del alcohol.
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