(Hace varios días me publicó el periódico El Mundo esta tribuna de opinión).
Se multiplican las voces en defensa de una reforma
de la Constitución española: a veces son periodistas especializados; otras,
profesores universitarios quienes están explicando sus razones. Incluso el
propio presidente del Gobierno no parece descartarla si atendemos a lo que ha
declarado en el Congreso con motivo del último debate sobre el estado de la
Nación.
Estamos ante una polémica recurrente y poco original
porque circula también por otros países europeos. Desde luego se oye hablar de
ella en Francia donde hay plumas que abogan por una transformación a fondo de
las instituciones de la V República, y respecto de Alemania debe decirse que no
solo se discute sino que se actúa porque las modificaciones de la Ley
Fundamental de Bonn han sido frecuentes: más de cincuenta, casi a una por año,
siendo la última más relevante la que en 2006 afectó al reparto de competencias
entre la Federación y los Länder.
En España la Constitución de 1978 se ha reformado
tan solo en dos ocasiones: en 1992 para alterar el derecho de sufragio activo y
pasivo en las elecciones municipales y en 2011 para incorporar la estabilidad
presupuestaria. En ambas se utilizó el sistema llamado “ordinario” que requiere
la aprobación por una mayoría de tres quintas partes de cada una de las
Cámaras. Existe además el “reforzado” del artículo 168 que exige una primera
aprobación de dos tercios de cada Cámara y la disolución inmediata de las
Cortes para la constitución de unas nuevas que procederían al estudio de un
texto constitucional. A su vez, éste deberá ser aprobado por mayoría de dos
tercios de cada Cámara y, a continuación, se someterían todos estos trabajos a
la ratificación de un referéndum entre todos los españoles. La justificación de
tan complejo procedimiento se halla en la amplitud del objeto de estas reformas
“reforzadas” pues pueden afectar al Título preliminar (artículos 1 a 9), a la
tabla de derechos fundamentales o al título II dedicado a la Corona.
La nuestra es una Constitución que se califica como
rígida pero las hay más rígidas todavía, la alemana por ejemplo, cuyo texto,
muy manoseado como hemos visto, declara la “eternidad” de la estructura federal
de la República y de los derechos fundamentales (artículo 79.3). Son estas
materias inderogables, imperecederas, se hallan cosidas a la imagen del Estado
alemán de manera definitiva e inmutable. Parecidos preceptos, que podríamos
llamar yertos, hallamos en las Constituciones francesa (artículo 89) o italiana
(artículo 139).
Junto a las reformas propiamente dichas hay que situar
a las mutaciones o cambios constitucionales que dejan intacto el texto
constitucional y que están originadas por hechos que no tienen por qué conducir
a una expresa reforma legal. Paul Laband, primero, y Georg Jellinek después
fueron los formuladores en Alemania de esta tesis, que distinguía además entre
supuestos específicos de cambio y el cambio global que puede originar una
“paulatina muerte de las Constituciones” lo que se conecta con la conocida ley
sociológica formulada por el segundo relativa al “valor normativo de lo
fáctico”.
Se trata de correcciones silenciosas del texto
constitucional que se producen -los juristas alemanes se han seguido ocupando
de ellas en épocas más recientes- sin la alharaca de las discusiones
parlamentarias por lo que pasan inadvertidas para el público e incluso para los
protagonistas del escenario institucional. Fluyen formando el humus en el que vive y se desarrolla el
sistema político cuyas intimidades no se pueden conocer sin comprender este
fenómeno. El ejemplo más evidente en España es el de nuestra incorporación a
las instituciones europeas, origen de una serie de nuevos procedimientos y
pautas de conducta que han alterado de forma determinante el ejercicio de las
competencias por las Administraciones sin que ello se haya reflejado en los
artículos de la Constitución.
Lo que está empero en el debate nacional en estos
momentos es de alcance mucho más general y deriva del agotamiento que
visiblemente sufre el sistema político inaugurado en 1978. En efecto, el deterioro
de las instituciones fundamentales que sirven de vertebración al poder público,
así como el desprestigio de los partidos políticos que sirven de vertebración
al sistema democrático, están reclamando una intervención prudente pero
valiente, en cierta manera como la que se practica en las mesas de los
quirófanos. Hemos visto cómo podría hacerse pues no falta el utillaje adecuado
para ello.
Ahora bien, a la vista de la realidad social
española ¿es posible meter el bisturí con éxito?
Mi respuesta es claramente negativa y ello por una
razón: carecemos de los elementos de concordia necesarios para una aventura de
esta magnitud.
Apoyados en conceptos clásicos, recordemos que el
acto constituyente nace de la unidad política que es anterior al ejercicio del
poder constituyente mismo porque siempre hay una voluntad que es previa a toda
labor constitucional y a cualquier producción normativa. Solo cuando el pueblo
se transforma en unidad política (que sería la idea de nación de los
revolucionarios franceses) es cuando puede nacer la voluntad constituyente y,
con ella, la imprescindible energía ordenadora y transformadora.
Si esto es así, una comunidad que busca un texto
constitucional es una comunidad que ha de hallarse integrada. Sin “integración”
-enseñó hace años en Alemania Rudolf Smend- no hay Estado siendo la
Constitución el resultado formalizado de esa comunidad vertebrada. El Estado
existe cuando hay un grupo relacionado que se siente como tal, que recrea y
actualiza los elementos de que se nutre y que es capaz de participar en la vida
y en las decisiones de la colectividad. En este sentido podemos afirmar que las
sociedades mercantiles se caracterizan por estar protegidas frente a sus
posibles rupturas internas por la fuerza del derecho circundante representado
por los jueces o por las autoridades administrativas. Para el Estado, por el
contrario, no hay una garantía externa como basado que está en la aquiescencia
libre y siempre renovada de sus miembros. Esa aquiescencia democrática es el
fundamento de ese artilugio que llamamos Estado, su sustancia, el espíritu que
lo anima, que determina su existencia y que lo justifica. Por su parte, la
Constitución, ordenación jurídica del Estado, no es sino el receptáculo que
recoge los latidos de esa comunidad que hace a un pueblo sentirse Estado.
Por eso se trata de una realidad que fluye y de ahí
que la legitimidad de la Constitución sea un problema en buena medida de fe
social, de fe en esos atributos compartidos e intereses comunes que permiten al
grupo vivir juntos y constituirse en Estado. En este contexto lo simbólico
juega un papel nada despreciable y por ello encontrar la forma de Estado más
apropiada no es el producto tan solo de una reflexión jurídica sino de un
sentimiento en parte emotivo.
Esto se ve muy claro en la configuración de los
Estados regionales o federales que han de basarse en un reparto de competencias
bien aparejado pero que de nada serviría si no existiera una conciencia clara
en sus agentes y protagonistas de pertenecer todos a una misma familia o
linaje. Sin esa conciencia, el edificio se viene abajo.
Pues bien, afirmo que las fracturas sociales y
emotivas que alimentan los nacionalismos separatistas en España conforman el
ejemplo de manual de una Constitución carente de esos elementos de integración
indispensables para hacer posible su vigencia ordenada y fructífera. Mientras
tales nacionalismos, representados por partidos políticos, sigan defendiendo
sus tesis dirigidas a destruir el patrimonio común que supone la existencia de
un Estado que ha de ser indiscutido hogar común no tiene sentido pensar en la
mera alteración de este o de aquél artículo de la Constitución. Dicho de otro
modo, mientras no nos pongamos de acuerdo en un “credo” compartido y libremente
asumido, en un prontuario de cuestiones básicas, entre ellas, obviamente, la
existencia misma de ese Estado, pensar que diseñar la distribución de
competencias en materia de productos farmacéuticos puede servir de algo es
fantasear o, como decían los antiguos, trasoñar.
En estos momentos, además, hay que añadir otro
factor emocional de desintegración que se pone de manifiesto cada vez con más
frecuencia: me refiero al ondear de banderas republicanas en manifestaciones
públicas y al abucheo dirigido a algunas personas reales motivado por el
descrédito en que han incurrido algunos de sus miembros, indignos de habitar
una Casa real.
Pienso por todo ello que, a la vista de tales
circunstancias, más nos valdría olvidarnos de empresas homéricas y poner manos
a la obra, con severidad y competencia, de empeños menos ambiciosos. ¿Qué tal,
como verbigracia, una reforma de la ley electoral que contribuyera a igualar el
valor de los votos de los españoles? ¿Qué tal sustraer de las manazas de los
partidos políticos a las instituciones judiciales, a los tribunales de cuentas
y a la larga nómina de organismos reguladores “independientes”?
A lo mejor, meternos en estas “reformitas” nos
serviría para ejercitarnos en el arte de la discusión libre de sectarismos y,
ganados para esa causa, nos iríamos acostumbrando a iluminarnos con unas luces
desconocidas que acabarían creando el mantillo donde se cultivara una nueva
justicia distributiva y conmutativa, apta para derogar la vigente ley del
embudo.
Cuanta razón tiene D. Francisco ¿Por qué meternos en camisa de once varas? cuando lo primero que debemos hacer es conocer ésas varas y ordenarlas..........
ResponderEliminarMe ha llenado de inquietud su artículo porque me había dejado llevar por la estúpida idea de que un cambio constitucional podría arreglarlo todo. Pero ¿qué carta constitucional van a firmar los que quieren largarse y romper el país?
ResponderEliminarY no cree profesor que el mantenimiento del sistema en sus actuales condiciones ,inexistencia de elección separada del legislativo y del ejecutivo, y elección del judicial mediante apaños y enjuagues (como anécdota ejemplarizante me acuerdo que Mariano demoró unos días el ultimo pacto en la materia hasta el restablecimiento de una gripe de Alfredo) es inviable sin reformas de calado que establezcan , como mínimo, la elección directa de los representantes en distritos y la elección directa del jefe del ejecutivo?
ResponderEliminar¿Qué puede solventar una simple reforma electoral que disminuya el peso de los votos de los vecinos de Soria en relación a los de San Sebastián o Lérida? Si, sería una reforma justa, pero en relación al secesionismo…ineficaz.
A lo mejor todo lo contrario, a lo mejor al abrirse la discusión a temas que nos afectan directamente al conjunto de los españoles, jefatura del Estado, separación efectiva de poderes, principio de responsabilidad del representante elegido directamente, etc … a lo mejor repito, quedaría resituado el problema secesionista en su justa dimensión, un problema menor para la inmensa mayoría de los españoles por mucho que le pueda interesar a un señor de Baracaldo.
Por cierto , he leído su articulo “ El Cangilon de la Provincia” me ha gustado.
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