domingo, 12 de junio de 2011

Comidas

Los españoles hemos tenido siempre el orgullo de ser un gran país gastronómico y esto era una estupenda coartada:

- Como hay que mover tanto el aceite del bacalao al pil - pil no hay tiempo para ocuparse de esa majadería que es el horario de los ferrocarriles.

- ¡Ah, si no tuviéramos que vigilar que el arroz no llegue a pasarse en la paella!

Y es verdad. Lo mucho que hubiéramos podido ingeniar los españoles si no hubiéramos tenido que dedicar nuestras aptitudes mentales a inventar la gran fabada, el calórico cocido madrileño o el sustancioso gazpacho en sus inmejorables (y tan lejanas) versiones andaluza o manchega. Lo cierto es que de resultas de estos afanes hemos creado una tal variedad de platos que España más que un país propiamente dicho es una carta de restaurante. Un gran menú, un banquete servido en los jardines abandonados de la Expo por camareros con manchas de yema de huevo en sus blancas pecheras y tomates en los calcetines.

Pero con la gastronomía española ocurre como con la cultura española. Quizás porque aquella no sea sino un capítulo de ésta. Nuestra singularidad consiste en que, si bien hemos sido capaces de alumbrar grandes obras del ingenio humano en la literatura, en la pintura y en otras artes, lo cierto es que la cultura media del español sigue estando muy por debajo de lo que es habitual entre nuestros vecinos. Ahí están las cifras de lectura, el número de teatros, las salas de conciertos para confirmarlo. Lo mismo puede decirse en relación con la creación gastronómica. Así, junto a las grandes cumbres de los asados castellanos, de los fritos andaluces, de las delicadas verduras navarras, del gran jamón extremeño, del marisco gallego o asturiano, junto a estos grandes hallazgos, ay, cada vez es más frecuente la oferta y, lo que es peor, el manso consumo de lo que puede llamarse el plato - rutina, la comida sin gracia y, en ocasiones, absurda desde el punto de vista dietético. Muestras o ejemplos de plato - rutina son la merluza a la vasca o a la romana allí donde no hay merluza ni vascos ni romanos, las alcachofas salteadas cuando la alcachofa sale de ese sarcófago de la alimentación que es la lata, las croquetas cuando proceden de helados parajes en lugar de ese tibio regazo que es la delicada pechuga del ave, el lenguado a la meunière, que es una señora con nombre de vértigo... Del Pais Vasco proceden pero, claro, adulterados en las mugas, toda suerte de revueltos y pasteles: el revuelto de setas en Bilbao o en San Sebastián es algo muy serio pero el revuelto de champiñones es una deleznable mixtura; el pastel de cabracho, allí donde hay cabracho y unas primorosas manos para trabajarlo es delicia incomparable pero donde ni existe el cabracho ni existen las manos resulta una masa sin donaire.

¿Qué decir de la trucha a la navarra? ¿A alguien que no fuera un desalmado se le ocurriría rellenar un solomillo con unas lonchas de mero? Pues esta trucha a la navarra, con el jamón dentro, la sirven aquí o allá, favorecida la truculenta oferta por la fabricación seriada del pez. Pues ¿y el san Jacobo? ¿A quien se le ha ocurrido dar el nombre de este glorioso bienaventurado a ese amasijo de carne, jamón, queso y una señalada porción de especias?

Unos misteriosos polvos en contacto con el agua en ebullición fecundan una sopa; son sopas fraudulentas aunque vengan en un sobre como cartas credenciales de la diplomacia sopera. Un diabólico y reciente hallazgo es el llamado "sandwich" vegetal, que pretende ser un alimento para personas que cuidan su figura porque está compuesto de lechuguita y tomatito sólo que se le embadurna ¡con una cumplida ración de mayonesa! Pero, alma de Dios, ¡para tomar esas calorías me agencio un bocadillo de chorizo!

En fin, muestras cumbres de platos - rutina son los calamares a la romana y el escalope milanés. Se ofrecen sea cual sea el entorno geográfico en el que nos encontremos. Los calamares a la romana son el nombre con que se bautizan unos anillos gomosos de arriesgada deglución. El escalope milanés es caso aparte. Se trata de un filete de origen desconocido que tiene algo de tímido pero también su punto de delincuente; tímido porque se presenta púdicamente envuelto en pan como se envuelve en arrebol la mejilla de la doncella; delincuente porque adopta nombres variados para que jamás pueda ser detenido y comparecer ante el Alto Tribunal de la Gastronomía: se le conoce como milanés en unos sitios y como vienés en otros, lo mismo que hacía Landrú en sus diferentes domicilios.

Desde unas simples lentejas bien estofadas hasta estas bazofias ¡qué infausto camino hemos recorrido! ¡Declaremos el boicot al plato - rutina!

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