domingo, 14 de noviembre de 2010

El invierno, invento de las castañas

Don Ramón de la Cruz, allá en el siglo XVIII, dedicó uno de sus sainetes a “Las castañeras picadas” porque, entonces como ahora, las castañeras pueblan nuestras ciudades en cuanto empiezan los primeros fríos de noviembre. Lo hacen con rigor de calendario y precisión de reloj, a sabiendas de que han de cumplir su deber de llevar calor a los espacios desprotegidos de las plazas y de las calles, y de ofrecer su fuego al viandante en un acto de caridad enternecedor que administran por el ridículo precio de un cucurucho de castañas, cuenco de ternuras. Hoy día las castañeras son muchas veces castañeros y ya no es lo mismo porque el hombre pone una rudeza a sus acciones que es desconocida entre las mujeres, aunque hagan algo tan delicado como es hacer estallar a una castaña al contacto con el fuego y empaquetarla livianamente.

La época de las castañas, que es también de setas en el campo, huele a hogar, a pequeños placeres de la amistad buscada y de las compañías queridas, a lecturas apacibles y evocadoras. Antaño era tiempo de filandones y de cuentos contados cabe la lumbre por mujeres encorvadas por siglos de trabajos y arañazos a la tierra, por abuelos que disparaban su pirotecnia de recuerdos, con las chispas de las guerras, de la carlistada, de los soldados que partían para África... No sé por qué la memoria, en medio de este crepitar de las castañas, se me llena de las aventuras narradas por Pío Baroja en algunas de sus novelas históricas y también de los momentos en que descansaban los guerreros descritos por Valle Inclán en “Gerifaltes ...” o en “Los cruzados ...”, todo oraciones y rosarios, tensas sus esperanzas en la gloria de la “Causa”. O de relatos de Miguel Delibes con el campo castellano líricamente frío como escenario. Las castañeras salen en la pintura del siglo XIX como salen las señoras que acaban de tomar un baño o las que están bajo una sombrilla en un jardín donde se musican las ilusiones. Escenas cotidianas, suaves, que llegaron de la Holanda del XVII, del Vermeer, y que nos dicen más de aquella época que todos los mamotretos de historia escritos por esos sesudos especialistas ahítos de archivos.

Es decir que, cuando a las ciudades se les pone cara de frío, hay que acudir a las castañeras, aire acondicionado de cuando no había aire acondicionado, con el termostato del calor regulado justo para echar una mano a individuos sin aliento, a mozas desgarbadas, a vagabundos a la búsqueda de una rima y a enamorados en desazón.

La castaña está pues en el origen de la calefacción, invento imposible sin acudir a la tradición castañera y los fabricantes de radiadores deberían hacer un homenaje a la castaña porque es el huevo creador. “En el principio fue la castaña” deberían reconocer estos industriales si tuvieran sentido del agradecimiento porque sin ella, sin la castaña, nadie les hubiera sacado a ellos las castañas del fuego y ahora estarían vendiendo helados de vainilla, una ruina en los meses de invierno. Fue el hombre que tenía una castaña en la mano quien se dio cuenta de que había de inventar el fuego, precisamente para asarla porque cruda le parecía un fruto sin alicientes del que no podía salir sino una civilización mustia y sin las exuberancias necesarias. Y de las llamas del fuego, que son llamada, vienen los bomberos, los diablos calientes y todo lo demás. Porque esto es así, tal como lo cuento, es por lo que me irrita tanto esa expresión que, para explicar algo de mala calidad o una escena aburrida, usa el símil de la castaña. Y peor aún: de quien ha bebido anís o vino peleón de forma despachada, se dice que tiene una “castaña”.

Pero ¿cómo pueden ser tan irrespetuosos estos decires del vulgo que ya pasan de castaño oscuro?

2 comentarios:

  1. Deme unas castañas, asi mientras me las prepara pasaré un poco menos de frio.

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  2. "Está hecho todo un literato". Entrañables las castañeras han vuelto a la Alameda Principal.Ahora tb hay castañeros. ¿antes no?

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