domingo, 31 de marzo de 2013

Coquetería del Universo

(Hace unos días La Nueva España me publicó esta Sosería).


Hasta ahora lo normal era que las actrices rutilantes entablaran una dura pugna con el calendario y se quitaran años, lo mismo que hacen muchos vecinos o amigos que creen poder despistar a las cabalgadas del tiempo recurriendo a ingenuos trucos como pintarse el pelo o (des)lucir camisas floreadas y llamativas en lugar de utilizar los colores sobrios que la edad y la sindéresis nos imponen.

En estos achaques la picaresca se ha enriquecido mucho en los últimos años gracias a las hábiles manos de cirujanos que son capaces de recomponer papadas inmensas (fruto cuajado de mucho trasiego con el tocino y la cerveza) y dejarlas reducidas a contornos mensurables, a una expresión menos desparramada. O aplican la magia para hacer desaparecer esas bolsas lóbregas bajo los ojos que las preocupaciones y los disgustos han ido llenando con meticulosidad a lo largo de los años. O, milagro de los milagros, dejan a un hombre hinchado como un emperador romano convertido en un musculado atleta, abatidas sus defensas de grasa.

Hasta aquí todo esto es sabido. El tiempo y la edad son penas a las que estamos encadenados y cada uno trata de conjurarlas como puede intentando atrapar para sí la magia de las edades mejores. En «Las bodas de Fígaro» mozartianas uno de los momentos más crueles es el dueto entre Susanna y Marcellina en torno, precisamente, a «l'età». Y hay ilustres prohombres a quienes sus deudos pretenden inmortalizar, como ha
ocurrido con Lenin o con Chávez, embalsamando sus cuerpos y desafiando así a ese monstruo infinito y ajeno a las fechas que es la muerte.

Lo que nadie hasta ahora podía imaginar era que el universo, nada menos que el universo, se quitara años. Si le teníamos respeto era porque lo sabíamos inmenso y regazo de temblorosos polvos, pero, sobre todo, porque lo sabíamos viejo y consciente de su edad avanzada, porque sabíamos que era un achacoso lleno de dignidad, un anciano con barbas blancas, catarroso, artrítico y gargajeante. Tenía trece mil setecientos millones de años, una barbaridad ciertamente, pero bien llevados, sin mixturas ni perifollos. Los físicos nos han proporcionado información veraz acerca de sus cumpleaños, de sus dolencias, de esas articulaciones que se agarrotaban, de esas luces que ya no brillaban como antaño...

Y de pronto viene la decepción: resulta que un telescopio espacial con un retrato de alta resolución ha descubierto que el universo es cien millones de años más viejo de lo que habíamos creído. Una cantidad abultada, no cualquier bagatela. El muy pillín lo había ocultado despistándonos a base de mostrarnos galaxias, estrellas, cometas, eclipses y otras bisuterías baratas. Todo para no afrontar la realidad y desvelarnos su verdadera edad y -claro es- su estado caduco.

O sea, ¡el universo enredado en engañifas propias de un compañero de oficina! Pero ¿qué seriedad es ésta a quien consideramos el fondo del pozo de todos los pozos, el estuche negro y misterioso de todos los secretos, el regazo final de todas las almas y de sus desesperanzas?

Confieso mi postración porque siempre he pensado que lo distinguido, lo verdaderamente chic, es ponerse años. Como hacen las guerras, damas coquetas entre las coquetas. ¿O es que alguien cree que la de los Cien Años o la de los Treinta duraron exactamente ese tiempo? En absoluto, duraron mucho menos, pero ellas, por presumir, han querido salir en los libros más viejecitas. Por dignidad, por respeto a la historia, abuela a la que jamás se le ha ocurrido gastar afeites.

Y es que las guerras son como los vinos. Mis preferidos -y los preferidos de quienes entienden algo- se ponen años porque ganan en autoridad como la ganan los santos y los patriarcas, arcas de todas las edades.

sábado, 23 de marzo de 2013

Un "Gotha" castizo


(Hace unas semanas La Nueva España me publicó esta Sosería)


En este mundo de torbellino pocos repararán en la existencia del «Almanaque de Gotha» que enumera, recoge y acoge a los individuos de la realeza y de las grandes casas nobles de Europa. Es probable que tal publicación no se encuentre entre aquellas de las que se echa mano con frecuencia. En mi caso, debo confesar que no soy asiduo, consciente, por mi agarbanzada estirpe, de no merecer la más mínima «entrada» entre tales próceres.

Pero sé que el tal «Almanaque» se llama de Gotha porque en esa ciudad del actual Land alemán de Turingia se editó, desde finales del siglo XVIII y bajo esa denominación, la lista de los reyes y de los nobles, de sus primos y de todos sus parientes, imagino que incluidos los agnados y los cognaticios. Formaba parte Gotha de un delicioso ducado del que salieron príncipes y más príncipes casaderos y, entre todos, tejieron alianzas relevantes en la política europea y contribuyeron a renovar la sangre de las dinastías más fatigadas. La casa reinante belga procede de por allí. Y todo ello a pesar de que Gotha era al mismo tiempo ciudad preferida de los socialistas, recuérdese la obra de don Carlos Marx sobre la crítica al programa (del partido obrero) de Gotha, un libro que yo intenté leer en mi juventud y que hube de abandonar y sustituir por otro de autoayuda para salir del estado de tediosa postración en que había caído. Cuando el Ejército Rojo ocupó la ciudad, encontraron este asunto del «Almanaque» poco acorde con el silbido de la honda revolucionaria y el «Almanaque» se extinguió. Ha resucitado en el último tercio del siglo XX, un alivio para quien, en edad casadera, no quiera que le den el gato de una familia menestral por la liebre de una testa ducal.

Todo esto viene a cuento porque en España, y a tenor de lo que publican los periódicos, podría hacerse un Gotha diferente, una especie de Gotha actualizado y de renovado contenido con las denominaciones de los pillos que pululan por Carpetovetonia, por ese abigarrado universo pícaro que permitiría hoy a don Francisco de Quevedo rellenar páginas y páginas de nuevas ediciones de sus obras, aquellas do habitan los fulleros, los gariteros, los encubridores, los rateros, las ponzoñas graduadas, los tósigos, los manoseadores de faltriqueras, las calaveras confitadas y otras almas muñidoras.

Podríamos empezar trabajando los aristocráticos sobrenombres de «el Pocero», «el Albondiguilla», «el Bigotes», «Luis el Cabrón», «el Rafita»... y trenzar a partir de ellos su árbol genealógico de hampones distinguidos, con sus ramificaciones paternas y maternas, con su descendencia legítima y clandestina, más los lugares o los enclaves adonde llegan con sus alargadas manos, las entrañas espesas que gastan, las conciencias que han abatido, las canalladas que decoran sus días, las sólidas argollas con que cuentan en las esferas del poder, trampolines para el desafío victorioso al que nos tienen sometidos.

Y podría completarse con un capítulo donde aparecerían los «Txapote», «Txeroki», «Peputo», «el Chino» y por ahí. Como éstos son terroristas que han segado vidas, visten capirote y son maestros en lutos, sería su emblema el de la alimaña en campo de vómitos.

Ya estoy viendo este Gotha castizo y posmoderno. Todo compostura, todo descompostura.


domingo, 10 de marzo de 2013

Una reforma alicorta

(El pasado día 8 de marzo nos publicó a Mercedes y a mí el periódico El Mundo este artículo).




Comentar un Anteproyecto de ley es arriesgado al estar todavía falto de la maduración que ha de prestarle la opinión de órganos como el Consejo de Estado o, en este caso, la Comisión Nacional de Administración local. Pero el jurista debe estar expuesto a peligros que son los que nosotros asumimos adelantando nuestras opiniones. Si sirven además para desterrar errores o introducir alguna mejora, miel sobre hojuelas.

Digamos de entrada que no nos gusta nada el título, entre pedante y tecnocrático, que el Gobierno ha puesto a su texto. Desde las discusiones sobre la Administración local que protagonizó Antonio Maura a principios del siglo XX hasta las recientes del actual sistema democrático pasando por las vividas en las dos Dictaduras o en la II República, la regulación de los entes locales se ha llamado “régimen local” o “derecho de las Administraciones locales”. Ahora se recurre a unos conceptos como los de “sostenibilidad” y “racionalización” que de puro manoseo se han quedado en los huesos y carecen de sabor y de olor. Solo falta añadir la “excelencia” o la “competitividad” para completar el bodrio.

Ahora bien, el peor celofán puede acoger productos apreciables y este es el caso del Anteproyecto. Así, se aborda en parte el problema de la función pública local pues parece que el legislador por fin se ha enterado de algo que los especialistas llevamos años denunciando: su degradación a base de trufarla con interinos, eventuales, amiguetes entrañables y familiares menesterosos. Ahora se rescata lo que de bueno tuvo la ley de 1985, es decir, el funcionario con habilitación de carácter nacional. Lástima que se le echara a perder con invenciones de  innegable tufo caciquil: desorden en las convocatorias de plazas, excesiva descentralización en las pruebas, contenidos locales de los programas ... Y sobre todo, la máxima degeneración aportada por la “libre designación”, un truco que puso en manos de muchos alcaldes y presidentes de Diputación a secretarios, interventores y tesoreros, eliminando la neutralidad en el ejercicio de su profesión. Los casos de represalias a estos funcionarios, cuando se han mostrado poco complacientes, podrían formar un lastimoso retablo de la picaresca de los últimos años. Pero el contento al anotar estas virtudes positivas del nuevo texto se oscurece cuando se advierte que la fementida “libre designación” se mantiene aunque “excepcionalmente” como de igual modo se conserva la previsión referida a los nombramientos de carácter provisional, interino o accidental que puede realizar la Comunidad autónoma.

Para cualquiera que conozca el paño el asunto es muy clarito: todo lo que no sean pruebas públicas, tribunal profesionalmente competente para examinar (nada de compañeretes del sindicato), puestos de trabajo atribuidos por riguroso sistema de concurso, y sistema retributivo reglado es abrir la puerta al clientelismo, una puerta que ya se encargan los responsables públicos de convertir en anchuroso portalón. Tales principios, por cierto, procede aplicarlos  pari passu al personal propio de las entidades locales.    

Las limitaciones al gasto en las retribuciones del personal político es otro acierto del texto. Con todo, veremos qué efectos tiene en el sistema democrático la supresión de sueldos a concejales porque se puede estar destruyendo la leva de políticos nuevos que han de empezar justamente en puestos modestos de sus ayuntamientos para ir adquiriendo experiencia en la gestión de los asuntos de interés general. Es esta la mejor forma de evitar que una persona acabe sentada en el Consejo de Ministros sin haber visto nunca las tripas a un presupuesto público.

Las cuestiones que más han aireado los medios de comunicación son, de un lado, las duplicidades y, de otro, la supresión de ayuntamientos y diputaciones. Respecto al primer punto hay que decir que la atribución de competencias a los entes locales es compleja en un Estado descentralizado y no se puede resolver en un par de artículos de una ley local porque los municipios -como las provincias e islas- asumirán aquellas competencias que les sean atribuidas por la legislación sectorial procedente de las Comunidades Autónomas o del Estado (urbanismo, medio ambiente, abastecimiento de aguas etc) de acuerdo con la distribución competencial establecida en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía. El texto aquí analizado avanza en la buena dirección al suprimir, por ejemplo, las competencias “impropias” pero pensar que de un plumazo se van a extinguir todas las duplicidades imaginables es pensar en lo excusado.

Por lo que se refiere a la supresión generalizada de términos municipales, el texto del Gobierno calla. Un silencio que a nosotros nos parece acertado porque esta es una cuestión  atribuida o bien de manera voluntaria a los propios Ayuntamientos a través de los acuerdos de fusión, agregación etc o bien a las leyes de las Comunidades autónomas. Esto no es extraño en un Estado como el nuestro y, a tal efecto, recordemos que fueron los Länder alemanes los que impulsaron toda la reforma territorial de aquél país.


¿Quid de las Diputaciones? Puestas en el punto de mira de unos y de otros, es evidente que no son por su naturaleza inalterables. Pero sorprende que, a la hora de sostener el discurso de las duplicidades, nadie recuerde las que propicia la Administración periférica de las Comunidades autónomas que bien podría reducirse si se utilizara a las diputaciones provinciales como administración indirecta de las Comunidades autónomas, tal como propuso en su día el Dictamen de la Comisión García de Enterría.

De otro lado, el relevante problema de la prestación, en determinados casos, de los servicios públicos locales se resuelve de una forma discutible pues no se confía en las mancomunidades ya existentes sino que la responsabilidad se traslada a las Diputaciones. Es decir, que unas Administraciones geográficamente más distantes y sin la adecuada representación democrática de los Ayuntamientos de menor población, serán las que gestionen servicios esenciales para esos vecinos. Entre todas las opciones organizativas posibles, se ha optado por la menos democrática y la que podrá generar más problemas.

Un juicio igualmente negativo merece la degradación que sufren las entidades locales de ámbito inferior al municipal al ser desposeídas de su carácter de Administraciones y decapitada su personalidad jurídica. Se trata de un asunto muy sensible en algunas regiones españolas que no se puede resolver desde una óptica madrileña y uniforme. Tales entidades administran bienes importantes (pastos, montes, maderas etc) y son un factor de asentamiento de las poblaciones. Suprimir su capacidad de actuar como personas jurídicas es acabar con ellas proporcionándoles el beso traidor del ocaso.

Fuera de la mirada del legislador han quedado aspectos trascendentales de nuestra vida local que una vez más se desatienden: así, la financiación que clama por un nuevo diseño, agotados como están sus recursos y el modelo que los sustenta. Sin atender a los dineros públicos no se puede pensar ni en unas Administraciones serias ni en unos servicios públicos adecuados. 
               
Y, por último, sorprende que de nuevo quede en el aire la renovación de la legislación electoral y en el limbo la introducción de las “segundas vueltas” a la hora de la elección de los alcaldes, lo que devolvería la voz a los ciudadanos y evitaría las componendas espurias entre los partidos.

Sin duda el Gobierno ha oído campanas pero no acierta a echarlas al vuelo. Porque estamos ante una reforma de campanario.
 
                   

domingo, 3 de marzo de 2013

De "la monja de las llagas" a Corinna


(Esta semana pasada me publicó La Nueva España mi última Soseria)



A quienes desesperan y piensan que vamos de mal en peor les propongo reflexionar acerca de lo positiva que ha sido la evolución de los aledaños de la monarquía en España.

Porque en el siglo XIX, cuando sobre la hispana tierra gobernaba una señora bajo el nombre de la segunda Isabel, actuaba de asesora de su majestad nada menos que Sor Patrocinio, la “monja de las llagas” quien sostenía padecer llagas milagrosas en los lugares del cuerpo en que fue herido Jesús. Esta señora se llamaba en el siglo Rafaela Quiroga. Una vida la suya destilando engaños y acopiando beneficios, muchas veces era noticia en los periódicos, ora por sus murmuraciones sobre este o aquel gabinete, ora por las visitas que recibía del padre Fulgencio (otro eclesiástico palatino y confesor del rey) a horas tan desusadas que muchos llegaron a dudar ¡hasta de su virginidad! En 1861 hizo cierto ruido un libro titulado "Ejercicio mensual a María Santísima del Olvido, Triunfo y Misericordia" del que era autora la camandulera (que se decía muy devota de la Virgen del Olvido) y en el que ésta contaba por lo menudo sus milagros y sus charlas con Dios como quien cuenta lo que le dice una comadre.

Cuando se anunció la desamortización por don Pascual Madoz, se produjo gran alboroto en los medios eclesiásticos porque, aseguraban, se conculcaría el concordato si el Estado adoptaba esta medida de forma unilateral. Al fin doña Isabel II estampa su aniñada firma y, además, no puede impedir que se destierre a la de “las llagas” pues hasta el mismo papa, Pío IX, le previene de "alguien cuya presencia puede levantar sospechas y hacer disminuir el respeto debida a la soberana". La reina le contesta que no debe preocuparse, que todo son rumores, y que en cualquier caso el hecho de ser una reina constitucional hace inútil cualquier presión sobre ella en asuntos de gobierno. Porque la reina había insistido en varias ocasiones ante Su Santidad para que atendiera las demandas de la visionaria: fundación de nuevas casas (a lo que se accede), exención de los ordinarios y vida fuera del convento (a lo que no se accede).


Antes, en el 48, la monja había logrado acabar -provisionalmente- con Narváez pues de resultas de su piadosa gestión se constituyó el ministerio del conde de Cleonard, conocido como el ministerio relámpago -duró apenas veinticuatro horas- en medio de la juerga de los españoles y el asombro de las personas discretas. La reina no tuvo más remedio que llamar de nuevo a Narváez, quien se vengó de los trapisondas con inusual moderación: el padre Fulgencio, cómplice de la impostora, ingresó en prisión; un tipo llamado Quiroga, hermano de la aviesa monja, que paseaba sus escasas luces en Palacio con  el desparpajo propio del memo, fue desterrado a Ronda y la misma monja a Talavera de la Reina. Al conde de Cleonard le despidió Narváez con aquellas palabras que se hicieron tan populares: "Puede su excelencia retirarse a descansar de sus fatigas".


Detalles novelescos de todo lo que estoy narrando deben buscarse en Valle Inclán.


Pues bien ¿quien en su sano juicio puede comparar a la “de las llagas” con Corinna zu Sayn-Wittgenstein?  Una princesa, es verdad que algo falsificada pero una princesa al fin y al cabo, con apellidos de esas casas alemanas de donde han salido las mejores testas coronadas e incluso un filósofo de campanillas que dejó libros magníficos que nadie ha logrado entender. 

Y lo que es más importante. La “de las llagas” era fea como un palimpsesto mientras que Corinna (¡ay, nombre encima de personaje de ópera!) es bella, tiene los ojos entre huidizos e incitantes, con su presencia adorna los escenarios más adustos, con mil vivacidades brilla en las selvas oscuras, y además no amaña gobiernos sino que se limita a vestir corona radiante, ella, ángel mágico de rubia cabeza ... de verdad ¿no hay un progreso y un progreso lleno de buenos presagios?